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Enemigos. Guerra Civil en México
Enemigos. Guerra Civil en México
Enemigos. Guerra Civil en México
Libro electrónico118 páginas1 hora

Enemigos. Guerra Civil en México

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México vive desde hace muchos años una guerra civil. Una que ocurre a la luz del día en prácticamente todo el territorio nacional, de la que los medios dan cuenta todos los días y en la que el objetivo de los bandos enfrentados somos los ciudadanos. Solo no se le llama así; de hecho, no se le llama de ninguna manera. Se trata de este modo, no nombrándola, de conjurarla, evadirla, negarla. Pero está ahí, a la vista de todos, con sus cientos de miles de muertos, con sus centenas de miles de desaparecidos.
El presente libro busca recuperar y dar sentido a la información que se publica en desorden cada día. La mirada es la de un periodista que sistematiza en un discurso coherente la violencia que se vive en el país desde hace ya demasiados años.
Recupera hechos icónicos, los reproduce, los hace presentes, y apoya su tesis en reconocidos especialistas en conflictos armados. Inicia con el asesinato del líder campesino Rubén Jaramillo, pasando por la guerra sucia de los años 60—80 del siglo pasado, hasta las masacres presentes en este país donde la violencia cobra no víctimas colaterales, sino aquellas que son su verdadero objetivo: nosotros, los ciudadanos.
Concluye por eso en que lo que vivimos es una guerra civil. Nosotros somos los enemigos. No los delincuentes, no los perpetradores, no los asesinos, sino nosotros, ciudadanos sin derechos, desechables para un sistema que se ha convertido en una maquinaria cruel, un molino de carne que solo arroja desechos: esos de los que se nutre el discurso oficial.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 dic 2023
ISBN9788411818506
Enemigos. Guerra Civil en México

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    Enemigos. Guerra Civil en México - Gilberto Meza

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Lycos

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: María V. García López

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1181-855-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    … No es la fiebre, pero puede provocarla; no es el dolor, pero puede causarlo. Y allá, en lo más lejano y profundo de la selva donde aún no ha llegado nadie, aislados seres provenientes de razas y tribus derrotadas esperan por el momento del desquite, envidiosos de la felicidad de todos aquellos con sangre de asesino…

    Capítulo I: Religión, ¿consuelo o cárcel?

    —El cuerpo de Cristo —anunció el padre Ramón levantando la hostia en su mano frente a mi rostro.

    —Amén —respondí casi de manera automática.

    Dicen que recibir la eucaristía constantemente te ayuda a ser un mejor cristiano y a vivir más plenamente. Pero, por alguna razón, eso no me estaba funcionando. Mis miedos y preocupaciones continuaban y nunca supe si el dudar de la veracidad del poder de la eucaristía se sumaría a mi larga lista de pecados.

    No sabía si también estaba mal el ocultar algunos pecados en la confesión. La idea de contarle mis intimidades a un hombre que desde pequeño nos amenazaba con el infierno se sentía como si estuviera dándole más razones a un verdugo para que me decapitara, mientras afila su hacha.

    Cuando leía las cartas con Bruno, sentía en cambio una tranquilidad indescriptible. Obtenía siempre las respuestas que necesitaba. Solíamos encender una vela en un frasco. Usualmente era de color azul para la intuición; adornada con cristales amatista y piedras de bruja —labradoritas—, para potenciar los dones psíquicos. La vela desprendía un delicioso aroma a lavanda. Como protección, un par de ojos de tigre y ruda sobre el marco de la ventana de la habitación de Bruno.

    Recibí la comunión y me fui a mi asiento sin saber realmente qué debía de suceder al comer ese trozo de hostia. Nunca había sentido cambio o sensación alguna, y me aterraba preguntarle a los demás si ellos sentían algo con ello.

    Después de la comunión, el padre empezó a dar los avisos a la comunidad. Nada interesante, a decir verdad. Retiros para jóvenes que supuestamente cambian tu vida. Pero no son más que teatros muy bien elaborados en los que se aprovechan del sentimentalismo de las personas.

    —¡La paz del señor esté con ustedes! —exclamó con afán de que su voz resonara y provocara un eco en las paredes del templo. Me imagino que se sentía «místico» al hacerlo. Como si fuera un santo.

    —Y con su espíritu —respondimos al unísono.

    —¡La misa ha terminado! Pueden ir en paz —exclamó finalmente.

    —Demos gracias al señor —volvió a escucharse el coro de personas respondiendo.

    «Y vaya que agradezco que haya terminado», pensé.

    Esa misa fue por la tarde, por lo que al salir del templo ya era de noche. Subí al coche con mis padres y arrancamos a casa. Uno pensaría que los padres católicos son respetuosos y amorosos, pero esto no es un cuento de hadas. Apenas avanzamos, mi padre —o como yo prefiero llamarlo, Raúl— empezó a gritarle a mi madre por un problema que tiene con sus hermanas. Parecía que el cuerpo de Cristo realmente había hecho efecto en él; se notaba, pensé con sarcasmo.

    Llegamos a casa y solo subí a mi habitación. No quería seguir escuchando los ladridos de Raúl, así que solo busqué mis pastillas para poder recostarme e intentar dormir. Sertralina, para la depresión y ansiedad; risperidona, para evitar los ataques maníacos; y clonazepam, para sedarme y poder dormir. Sonará a que era demasiado. Y lo era. Pero era «necesario». Me recosté y me quedé dormido.

    A la mañana siguiente, desperté un poco aturdido por tanto medicamento, como ya era costumbre.

    Un día más un día menos, ¡qué más da! Así se siente la depresión. Y los medicamentos no parecían estar ayudando del todo.

    Parecía ser que lo único que me conseguía dar un poco de ese sentimiento de vitalidad era la proximidad del Halloween. Curioso, puesto que, creciendo en una familia católica, no era una festividad que realmente celebrara durante mi vida. Constantemente crecí con el miedo a ella, creyendo que era una fiesta en honor a la obscuridad. O, al menos, eso fue lo que se me hizo creer.

    Pero las cosas han cambiado. El fanatismo religioso me había consumido, a tal grado de que tuve que recurrir a dejar la religión católica y el cristianismo en general. No me era muy placentero el creer que algún día mi familia me sería arrebatada y se olvidarían de mí, al pasar por el purgatorio. Y que, de igual manera, yo me olvidaría de ellos al entrar en ese lugar. Claro, si es que llegaba a hacerlo y no era arrojado al infierno por mis pecados y las inseguridades que me provocaba la ansiedad. No me sentía muy identificado con el cristianismo. Sus normas. Sus doctrinas. El apocalipsis. ¡Por Dios! ¿Cómo es que las demás personas no pierden la cabeza con la idea del apocalipsis? La religión me traía todo tipo de sentimientos, menos paz y tranquilidad, lo cual se supone que debe de hacer la religión. Ese tipo de situaciones hacen que te cuestiones si realmente debes adaptarte a la religión o es la religión la que debe de adaptarse a ti. Fuera como fuera, algo era seguro; no quería seguir viviendo temeroso de una segunda venida del salvador, donde seguramente sería juzgado por mis pecados, siendo apartado de mi familia y amigos, sin ellos poder recordarme.

    Pues, estando en la gloria del Señor, ¿por qué les habría de importar si Zacarías fuese al infierno? Incluso llegué a pensar en cómo odiaba a Dios, pues me había quitado lo único que había valorado en mi vida: mi familia. Ellos no compartían mi forma de pensar. Llegaban incluso a llamarme hereje o poseído. Y solían darme largos sermones y reflexiones tratando de convencerme de volver a creer en algo que me condenaría. Pareciera que no han leído siquiera la Biblia.

    La mayoría de las personas se han hecho una imagen de un Dios muy humano, cuando en las páginas de la Biblia se especifica claramente que él es perfecto, supuestamente. Pero en ella no vemos más que a un Dios iracundo. Uno incapaz de sentir amor como tanto alegan los cristianos, y que el pecado se paga con sangre.

    Muy en contra de los deseos de mi familia, yo estaba por celebrar mi primer Halloween. Pensé en, tal vez, disfrazarme de vampiro u hombre lobo. No me venían más ideas a la cabeza.

    Siempre me había gustado lo sobrenatural. Como si fuese un llamado. Algo magnético que me vinculara con todo lo paranormal. Mi familia solía verlo como una obsesión pasajera, sin saber que yo lo veía como un estilo de vida.

    Pero eso sería algo para pensarse después. Debía levantarme. Quedándome en cama, solo conseguiría una llamada de atención por parte de mis profesores. Solo esperé que mis padres estuvieran aún dormidos. No soportaba ver la felicidad fingida de mi madre, tratando de hacerse la fuerte debido a mi enfermedad. Sabía que mis padres estaban mal. Y sabía que era por mi culpa. Debía de ser difícil tener un hijo enfermo que era incapaz de mejorar. No me imagino el dolor de una madre al saber que su hijo está sufriendo y ella no puede hacer nada al respecto. Pero ¿qué podía hacer yo? Solo tratar de fingir que las cosas mejoraban cuando en realidad todo seguía igual. Solo no quería seguir preocupándolos más. Ya me sentía como una carga para ellos. No quería empeorar las cosas.

    Bajé las escaleras y todo estaba tranquilo. Mi familia seguía en cama. Solo tomé una manzana, rellené mi botella de agua y la puse en mi mochila.

    Había decidido dejar de usar mis brazaletes de protección, así como dejar de portar mis cristales, pues estando a finales de octubre, el velo entre el mundo de los vivos y los muertos sería más

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