Cómo superar el miedo
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La escritora Kim Vastine relata una conmovedora historia de su niñez en que sufrió abuso sexual de un tío y el abuso físico de su padre. Comparte las luchas más íntimas que tuvo a su corta edad, cuando se culpaba a sí misma por no decir “no” a ninguno de los dos abusadores y por sentir la presión para ser perfecta. La sección de los pasos hacia la libertad de Sharon Kay Ball prepara a las mujeres para el trauma que expondrán cuando evoquen memorias del abuso que sufrieron. La autora ofrece a las mujeres pasos para perdonar y, en definitiva, convertir sus miedos en lo que las vuelve valientes.
Do you know what it’s like to walk on eggshells around someone out of fear? Fear is crippling, but you don’t have to be a slave to fear any longer. As a people-pleaser, you might have stayed in a relationship or withstood abuse from someone to side-step conflict, but you can be freed from people who bring fear into your life. This minibook will help you define the root of your fear, whether it’s sexual abuse or something else that’s just as damaging, and help you move past it to healing and wholeness.
Kim Vastine tells her powerful story of entrapment as a child with a sexually abusive uncle and a physically abusive father. She shares what her deepest struggles were as a little girl, wanting to blame herself because she didn’t say “no” to either abuser and feeling the pressure to be perfect. Sharon Kay Ball’s “Steps to Freedom” section prepares women for the trauma they will uncover when thinking back to memories of abuse. She gives women steps to forgiveness to ultimately turn their fears into what makes them courageous.
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Cómo superar el miedo - Michelle Borquez
la vida.
Capítulo 1
La historia de Kim
Paige Henderson
Porque has sido mi socorro, y así en la sombra de tus alas me regocijaré.
Salmo 63:7
Los golpes de un puño impaciente que llamaba sobre el marco de la puerta del frente sonaban incansables. Era uno de esos hermosos días en California que tienen la tentadora combinación de un sol cálido con una brisa fresca proveniente de la bahía del Océano Pacífico. Mi madre había dejado abierta de par en par la puerta del frente, y el aire entraba por la puerta de tela metálica.
«Hola, ¿hay alguien en casa? Hola, Kim, ¿estás aquí?». Los incansables golpes sobre la puerta de tela metálica me sacudieron del ensueño de aquella tarde de mi niñez. La curiosidad me impulsó a deslizarme por el patio hacia la casa para ver quién estaba a la puerta. Al llegar a la habitación del frente, mi curiosidad fue remplazada rápidamente por un tremendo pánico al reconocer la figura del hombre que espiaba por la puerta. Me vio, sonrió de oreja a oreja, cambió de inmediato el tono y con palabras calmas y almibaradas me pidió: «Kim, cariño, ¿cómo estás? Déjame pasar».
El miedo me paralizó.
El miedo me paralizó en medio de la sala. Las garras del miedo comenzaron a apretarme la garganta. Sencillamente no podía encontrar la voz para emitir una respuesta. Una oleada de calor me subió a la cara y se me retorció el estómago al tiempo que hervía de vergüenza. Entonces, el tío Buck elevó la voz y sonó impaciente: «Kim, cariño, ¿qué sucede? Vamos, déjame pasar. Te compré algo».
Entonces escuché a mis espaldas el conocido sonido de mi enérgica abuelita que corría desde el garaje. Sentí la energía del enojo en su cuerpo enorme pero ágil, al pasar a mi lado hacia la puerta del frente. Comenzó a reprender en voz alta al hombre que estaba allí impertérrito. «¡Cómo te atreves a aparecer en esta casa, caradura! ¡Vete ahora, o llamo a la policía! No vuelvas a aparecer».
El tío Buck quedó de una pieza. Pronto recobró la compostura, dejó de mirar a mi abuela y me miró: «Kim, ¿contaste nuestro secreto especial? ¿Cómo pudiste? Me prometiste...».
Cuando era niña, «el tío Buck» era un pariente lejano y amigable que venía de visita de vez en cuando. Yo disfrutaba de la atención especial y de los elogios que me prodigaba como si fueran caramelos. Parecía que verdaderamente se fijaba en mí. Entonces, cuando el tío Buck pasó por casa un día cuando mamá estaba en el trabajo y yo estaba sola, me sentí feliz de ver un rostro conocido. Cuando entró y me llevó a la habitación de mis padres para pedirme un favor personal, comencé a sentir que algo andaba mal. Pero no era más que una niña: buena y obediente. No podía decirle «no» a un adulto.
Detesté lo que me hizo hacer; no solo esa vez, sino también en otras ocasiones. Después, me daba el cambio que tenía en el bolsillo por ser «una niña tan buena y obediente». Le pedía que se detuviera, pero él ignoraba mis ruegos y llantos, y decía que sencillamente no podía evitarlo. Llegué a odiar ser una niña buena y obediente, pero a la vez anhelaba la aprobación y