Dolorosa bendición: Cómo enfrentar el sufrimiento con fe, esperanza y gratitud
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Después de leer este libro, usted tendrá una mayor comprensión de por qué Dios permite las enfermedades, los desastres naturales y la muerte. Poseerá las herramientas bíblicas para recibir y afrontar el dolor con fe, esperanza y gratitud, y obtendrá el consuelo de la Escritura en sus propios padecimientos.
Suffering is subject for every human being. Adversity can come suddenly, and somtimes it comes to stay for the rest of our lives in the form of a debilitating disease. Therefore, we need to learn to suffer for the glory of God.// Dolorosa bedición offers the blessed hope of the gospel—our great God and Savior Jesus Christ—to those who cross the valley of the shadow of death. Through her experience with breast cancer, Liliana seeks to lead the reader to understand God's sovereignty and His purposes in the midst of tribulation.
fter reading this book, you will have a better understanding of why God allows sickness, natural disasters, and death. You will receieve the biblical tools to accept and confront pain with faith, hope and gratitude, and obtain the counsel of Scripture in your own sufferings.
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Dolorosa bendición - Liliana González de Benítez
Sección 1
El plan del Maestro Tejedor
Mi vida no es más que un zigzag
entre el Señor y yo;
quizás yo no escoja los colores,
pero Él sabe cuáles deben ser.
Porque Él puede ver el tejido
desde la parte superior.
Mientras yo solo puedo verlo
desde aquí, desde este lado.
A veces Él teje tristeza,
lo que me resulta muy extraño,
pero confío en Su juicio,
y sigo fielmente adelante.
Él es quien maneja la rueda
y sabe lo que es mejor;
así que debo tejer mi parte
y dejarle el resto a Él.
No hasta que el telar esté en silencio
y la rueda cese de volar,
desenrollará Dios el lienzo
y explicará Sus razones.
Los hilos oscuros son tan necesarios
en las expertas manos del Tejedor,
como los hilos de oro y plata
en el tejido que Él ha planeado.
Autor desconocido
Capítulo 1
Hay una nuez en mi seno
ornamentLa mente del hombre planea su camino, pero el Señor dirige sus pasos.
Proverbios 16:9
Dios va entretejiendo los hilos de nuestra vida de una manera tan impredecible que Sus puntadas solo pueden apreciarse cuando miramos en retrospectiva. Cada puntada, placentera o dolorosa, ha sido zurcida con calculada intención con el fin de consumar Su plan perfecto.
El 19 de febrero de 2017, un año antes del diagnóstico, mi esposo y yo tomamos una maleta con dos mudas de ropa dentro, nos subimos a un avión y huimos de Venezuela. Sí, huimos, así como quien escapa para salvar su vida. Súbitamente fuimos víctimas de extorsión. En insistentes llamadas a nuestro teléfono celular recibimos amenazas de muerte. En un país donde la impunidad consiente las torturas, los secuestros y los asesinatos de sus ciudadanos, no tuvimos otra opción.
Aterrizamos en Estados Unidos, en el estado de Connecticut, donde nuestra hija cursaba el último año de su carrera en la Universidad de New Haven. Nuestra intención era pasar varios días con ella para tranquilizarnos y pensar con la cabeza fría, pero a medida que transcurrían las semanas comencé a sentir pánico e intranquilidad. No podía dormir, y si lograba conciliar el sueño, despertaba en medio de la noche aterrorizada. El miedo a volver me paralizaba, y el miedo a quedarme me torturaba.
Estaba a cientos de kilómetros de lo que había sido mi vida. De un día para el otro perdí mis vínculos, mis afectos, mi cotidianidad. ¡Pensé que iba a morir de tanta nostalgia! A toda esta angustia habría que sumarle la constante zozobra por la crisis humanitaria de Venezuela, la falta de alimentos y medicinas, la inseguridad, la preocupación por los familiares que se quedaron, sus necesidades y la incertidumbre de no saber cuándo los volveríamos a ver.
Así fue cómo nos convertimos en expatriados. Lloré los cortos días y las largas noches de ese confuso año. Fue por ese tiempo cuando sentí por primera vez el bulto en mi seno. Como andaba con el alma ausente, no le di mayor importancia, pues nuestras prioridades como familia iban dirigidas a subsistir con pocos recursos en un país donde todo era diferente: el idioma, el clima, la cultura, las personas…
En un intento de retener —como si eso fuera posible— los aromas y sabores de nuestra tierra, recibimos el Año Nuevo comiendo hallacas y pan de jamón preparados por nosotros mismos con la receta de la abuela. Ya para enero de 2018, el bulto en mi seno pasó de tener las dimensiones de una uva a las de una nuez.
Como no contábamos con la cobertura de un seguro médico ni con suficiente dinero para sufragar la costosa mamografía (exploración radiográfica de las mamas), dejamos pasar un poco más de tiempo mientras reuníamos el monto. Por esos días, la providencia divina nos acercó a un señor de nacionalidad mexicana que había sufrido de cáncer de próstata, quien nos habló de algunos hospitales que ofrecen beneficios sociales y ayuda financiera a familias con ingresos limitados. Con esa información nos pusimos en marcha y encontramos un pequeño hospital cerca del lugar donde estábamos residenciados. Allí me atendió una amable ginecóloga que, al palparme el nódulo en el seno, me remitió enseguida a un centro especializado de cáncer de seno (Smilow Cancer Hospital at Yale New Haven).
Ese viernes hubo un revuelo entre los radiólogos y el personal médico. Ya no recuerdo el número de veces que me comprimieron las mamas dentro de dos placas transparentes, me acostaron en una camilla y me sacaron más de cincuenta ecografías en ambos senos. Estaba exhausta; por un instante quise echar a correr. Entretanto, mi hija, con el rostro pálido y las manos gélidas, aguardaba en un saloncito repleto de señoras vestidas con batas de papel que esperaban su turno para ser atendidas.
Era obvio que habían visto algo anormal. Durante los escasos minutos en que los médicos me dejaron sola, cerré los ojos y le dije a Dios: «Jesús, ya sea que viva o muera, tú eres mi esperanza».
Después de un rato, me mandaron a vestir y me llevaron con mi hija. Pude ver el miedo en sus ojos. Ambas sospechamos un mal diagnóstico. Una joven residente médica con rasgos indios me informó que debía regresar al hospital la semana próxima para hacerme una biopsia (extracción de tejido mamario para examinar en busca de signos de cáncer).
El duro invierno se incrustó como una espina en mi cuerpo y en mi alma. Deseé con desesperación abrazar a mi mamá, añoraba mi vida de antes. Aunque llevo más de un año viviendo en New Haven, no me acostumbro al temporal de nieve ni a las desequilibradas estaciones. En Venezuela no tenía que considerar el clima antes de salir de la casa; en ocasiones, lo máximo que podía pasar era que cayera un aguacero de golpe y me empapara. Aquí, si no examino previamente el clima, podría quedar atrapada en una ventisca o entumecida por un ventarrón. De cualquier forma, esta ciudad se ha convertido para nosotros en un refugio.
Los días que siguieron pensé en no acudir a la cita. Me negaba a la posibilidad de estar enferma; especialmente, porque me sentía muy bien. Siempre he sido responsable con mi salud. A diario voy al gimnasio, entreno con disciplina, mantengo una dieta balanceada, no fumo ni acostumbro a beber alcohol. ¿Quién podría enfermar con semejante rutina?, me decía como para darme valor.
Después de pensar y repensar el fin de semana entero, el lunes por la mañana regresé al hospital. Había leído en Internet que la mayoría de las biopsias salen normales; sin embargo, los médicos las hacen con frecuencia porque las imágenes ecográficas no son del todo confiables y deben verificar que la lesión sea benigna. Ese artículo me tranquilizó un poco, aunque seguía con un susto atascado entre el tórax y el diafragma.
Al llegar al hospital, me ingresaron a la sala de ultrasonido. Allí me acostaron sobre un costado, me administraron anestesia local, y me hicieron una biopsia del seno izquierdo por punción con aguja gruesa, de donde extrajeron tres muestras de fragmentos de tejido mamario. Después, me colocaron un marcador pequeño llamado clip en el área donde extrajeron las muestras para posteriores estudios. Me sentí como un conejo de laboratorio. ¿¡Más estudios!?, ¿¡hasta cuándo!?, rumié. Eso era apenas una suave ola que anunciaba el temporal que se me venía encima.
Reflexiona
¿Dios ejerce absoluto control sobre todos los sucesos del universo? (Job 42:2; Sal. 135:6; Isa. 46:9-10).
¿Las inesperadas circunstancias que afrontamos en la vida son producto de la suerte o es Dios quien ordena soberanamente cada uno de los días que hemos de vivir sobre la tierra? (Job 14:5; Prov. 16:33).
Ora para que Dios te ayude a confiar ciegamente en Sus soberanos propósitos.
Aférrate a la promesa
«Ahora tú no comprendes lo que yo hago, pero lo entenderás después». (Juan 13:7)
Capítulo 2
Llegó una encomienda
ornamentAmados, no os sorprendáis del fuego de prueba que en medio de vosotros ha venido para probaros, como si alguna cosa extraña os estuviera aconteciendo.
1 Pedro 4:12
La semana en la que mi esposo, mi hija y yo esperábamos los resultados de la biopsia, Dios estuvo preparando nuestros corazones. Incluso, meses antes del diagnóstico, en varias ocasiones, me invitó a leer el libro de Job. Yo me negaba como una niña se niega a ir al dentista. Conscientemente saltaba esas páginas del Antiguo Testamento evadiendo el sufrimiento. Me preguntaba por qué Dios insistía en que yo me sumergiera en la vida de un hombre que padeció la más dolorosa de las pruebas.
De un día para el otro, la vida de Job cambió por completo. Pasó de ser la persona más feliz del mundo a ser la más miserable. Perdió su fortuna, sus diez hijos murieron tapiados por la fuerza de un huracán y, como si eso fuera poco, su cuerpo se llenó de purulentas llagas.
Lo más difícil de entender es que Job no merecía sufrir; el Señor mismo reconoce su bondad y se refiere a él como un hombre intachable y recto, temeroso de Dios y apartado del mal (Job 1:8). Entonces, ¿por qué Dios permitió que Satanás lo afligiera?
A medida que meditaba en esta historia, fui comprendiendo que por más que una persona se halle en la perfecta voluntad de Dios y sea muy amada por Él, puede sufrir mucho e injustamente.
En una sociedad donde el mensaje cristiano se fundamenta en la buena salud, la prosperidad y la riqueza, los creyentes solemos pensar que estamos blindados o salvaguardados de las calamidades, creemos que nuestra lealtad será recompensada con bienestar y felicidad. Pero Dios nunca ha prometido inmunidad contra el sufrimiento. Jesucristo, el Hijo de Dios que vino al mundo a morir por nuestros pecados, les dijo a Sus seguidores: «En el mundo tenéis tribulación» (Juan 16:33).
No deberíamos sorprendernos ni caer en el desánimo si enfermamos, enlutamos o estamos próximos a morir. El sufrimiento es una asignatura para todo cristiano.
Esto es más fácil decirlo que experimentarlo, especialmente cuando sufrimos pruebas devastadoras e inmerecidas que se salen de nuestro control. Ahora mismo, mientras escribo estos párrafos, mi primo Andy y su esposa Carolina sepultan a su hijo de siete años que murió por causa de un tumor muy agresivo en su tallo cerebral. Dios pudo evitar esa tragedia, Él tiene todo el poder para librarnos del sufrimiento. ¿Por qué no lo hizo?
Yo tendría una larga jornada para meditar en esa interrogante y hallar una respuesta a través de mi propia experiencia. No sé si fue una intuición o un presentimiento; lo cierto es que mientras leía el libro de Job percibí que, así como ese buen hombre había sido elegido para experimentar gran sufrimiento, yo también sería acrisolada por el fuego de la prueba.
La prueba no vendría para evaluar mis conocimientos teológicos ni mi manera de reaccionar ante el dolor; Dios conoce mi corazón y sabía de antemano cuál sería