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Engaño cultural
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Libro electrónico218 páginas5 horas

Engaño cultural

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En Engaño cultural, Jen Oshman invita a las lectoras a rechazar promesas vacías y destructivas de los ídolos del mundo para acoger algo mucho más valioso y nos proyecta una visión para que las mujeres experimenten una verdadera esperanza y paz en Jesús, invitándolas a reconocer una identidad inquebrantable en Él. Este recurso, ayudará a muchas mujeres a encontrar la libertad y el gozo explorando el diseño que Dios tiene para sus vidas.

In Cultural Counterfeits, Jen Oshman encourages women to reject the empty, destructive promises these idols offer and embrace something much more satisfying. She casts a vision for women to experience real hope and peace in Jesus, calling them to recognize their unshakable and eternal identities in him. This timely and compelling resource will help women find freedom and joy as they explore God’s good design and purpose for their lives.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2023
ISBN9781087770802
Engaño cultural
Autor

Jen Oshman

Jen Oshman has been in women’s ministry for over two decades as a missionary and pastor’s wife on three continents. She’s the mother of four daughters, the author of Enough about Me: Find Lasting Joy in the Age of Self, and the host of All Things, a podcast about cultural events and trends. Her family currently resides in Colorado, where they planted Redemption Parker, an Acts29 church.

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    Engaño cultural - Jen Oshman

    PRIMERA PARTE

    ________

    aquí estás

    Vivimos en un momento único que llegó a nosotros por una línea de tiempo específica en la historia. La primera parte analiza cómo hemos llegado hasta aquí, centrándose especialmente en las ideas que condujeron a la revolución sexual y que surgieron de ella. En la medida que tratamos de entender dónde estamos en el mapa de la historia, también recordaremos la Palabra de Dios, que es un lente atemporal a través del cual podemos ver las tendencias cambiantes.

    El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él es Señor del cielo y de la tierra. No vive en templos construidos por hombres, ni se deja servir por manos humanas, como si necesitara de algo. Por el contrario, él es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. De un solo hombre hizo todas las naciones para que habitaran toda la tierra; y determinó los períodos de su historia y las fronteras de sus territorios. Esto lo hizo Dios para que todos lo busquen y, aunque sea a tientas, lo encuentren. En verdad, él no está lejos de ninguno de nosotros (Hech. 17:24-27).

    1

    Despertar en un país lejano

    cuando tenía cuatro años, me escapé de casa. Tomé una maleta American Tourister de mi madre, de los años sesenta, con todo lo imprescindible. Mis padres estaban preparando la cena en la cocina y les dije: «No me gusta esto». Para mi sorpresa, no me detuvieron. Así que marché calle abajo y me adentré en el atardecer.

    Cuando avancé unas cuatro casas, quizás hasta la de mi amigo Colin, que era el límite de mi zona de confort, empecé a temblar. Era una tarde fría en Colorado. No había incluido ropa de frío en la maleta, así que hice lo que hacen todos los niños de cuatro años en esta situación: volver a casa. Mi madre me recibió con una sonrisa. La cena estaba lista y me senté con mi familia a comer.

    Sé que no soy la única y que puedes identificarte con mi recuerdo. Sospecho que tú también lo has hecho. ¿Hay algún niño que no haya tenido un momento de rebeldía y pensado: «Puedo hacerlo mejor por mi cuenta»? La autonomía está en nuestro ADN. Desde que nacemos somos personas que se resisten a los límites y sospechan que el jardín es más verde al otro lado de cada muro que ve.

    Pero lo hacemos con honestidad. Pensemos en nuestros primeros padres, Adán y Eva, en el Jardín del Edén. Dios creó al primer hombre y a la primera mujer y los puso en medio de Su buena creación. Había peces en el mar, aves en los cielos y ganado en toda la tierra. Había plantas, árboles, semillas y toda clase de vegetación. El sol, la luna y las estrellas brillaban. Todo era muy bueno. Dios bendijo a Adán y Eva, les dijo que fueran fructíferos y se multiplicaran, y les ordenó que cultivaran toda cosa viviente que había creado (Gén. 1:28).

    Tenían mucha libertad y solo una restricción: «Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no deberás comer. El día que de él comas, ciertamente morirás» (Gén. 2:16-17). La astuta serpiente llegó y cuestionó esta única limitación. «¿Es verdad que Dios les dijo […]? ¡No es cierto, no van a morir!», aseguró a Adán y Eva (ver Gén. 3:1-4).

    Convencidos de que el plan de Dios no era el mejor y que ellos sabían al menos un poco más, Adán y Eva siguieron adelante y dieron ese fatídico mordisco. El resto de la historia ya la conoces. Dios los expulsó del jardín y desde entonces estamos al este del Edén (Gén. 3:23-24).

    Esta es nuestra forma. Ha sido nuestra condición desde ese primer mordisco. En nuestro estado caído pensamos que sabemos más, que podemos hacerlo mejor. Por eso, nos proponemos continuamente hacer que nuestras mejores vidas sucedan ahora mismo.

    La serpiente no es muy creativa, pero es coherente. Milenios y generaciones después del jardín sigue preguntándonos a ti y a mí: «¿Es verdad que Dios te dijo eso? ¡No es cierto, no vas a morir! Adelante, inténtalo». Así como yo a los cuatro años, lo hacemos a menudo. Salimos de casa, dejamos el perímetro seguro y los buenos regalos, e intentamos crear una vida mejor con nuestras propias manos y a nuestra manera.

    Dos historias en nuestras cabezas

    Así se ve esto en el siglo xxi. En su podcast The Living Temple [El templo vivo], el autor y pastor Mark Sayers señala que hay dos historias dando vueltas en nuestra cabeza.¹ Las dos historias son en gran parte subconscientes. Son la sutil música de fondo que nos mueve a tomar las decisiones que tomamos día a día.

    La primera historia se transmite en voz alta a través de la cultura pop, las redes sociales y todos los medios de comunicación. Esta proclama que tú y yo somos el centro del universo. Somos individuos únicos y podemos ser increíbles. Solo tenemos que crear nuestras identidades. Si tomamos las decisiones correctas con nuestro vestuario, nuestros fines de semana y salimos con la gente adecuada y hacemos las cosas correctas, podemos ser felices sin límites. El mundo nos ofrece a ti y a mí una vida increíble; solo tenemos que salir y hacerla realidad.

    La segunda historia es silenciosa. Es más bien un susurro de fondo en nuestro cerebro, pero que se niega a ser silenciado. No desaparecerá. Está ahí, en el silencio, en medio de la noche, cuando lo novedoso no nos satisface o la relación se rompe en lugar de unirse. Es el cuestionamiento y las ansias cuando las promesas falsas de la primera historia no se cumplen. El susurro nos dice que estamos hechos para más. En voz baja insiste en que tenemos una identidad inamovible e importante, una especie de hogar real en algún lugar. Lo anhelamos y sabemos que no está solo en nuestra imaginación. «Tiene que haber algo más en esta vida», insiste.

    Sin embargo, suprimimos continuamente esa segunda historia, en gran medida porque la primera es muy fuerte. Es difícil de refutar. Todo, desde Instagram hasta las películas, pasando por los anuncios de ropa, las campañas políticas y las decisiones de la Corte Suprema, declara que podemos ser quienes queramos.

    Alentar la segunda historia requiere tiempo e intencionalidad. Demanda ir en contra de casi todas las tendencias culturales. Significa rechazar la canción social que enseña que puedes tener tu mejor vida ahora mismo. Significa dejar de lado los golpes de dopamina que obtenemos al comprar nuestro mejor yo. Implica creer que hay una verdad real ahí afuera que debemos descubrir, en lugar de pensar que somos las creadoras de nuestra propia verdad, aquí y ahora.

    Somos personas propensas a comprar zapatos nuevos, a parejas nuevas, a orientaciones nuevas y a carreras nuevas con cada cambio de estación. Rara vez, o nunca, cuestionamos la primera historia. La aceptamos con tanta facilidad que no nos preguntamos por el exceso de trabajo, la deuda de los consumidores o la fluidez de género. Todas estas son cosas que tenemos que hacer —al menos probarlas— para ver si son las adecuadas para hacernos realmente felices.

    Es un cuento tan viejo como nosotras. Es la serpiente que sigue diciendo: «Si realmente quieres vivir, toma el asunto en tus manos. Dale un mordisco aquí o allá. Seguro que no te hará daño. ¿Dios realmente dijo eso? Tu vida puede ser mejor, sigue mordiendo, sigue probando».

    La generación quemada

    Sin embargo, si somos sinceras, sabemos que nuestra búsqueda de la primera historia no va bien. La cacofonía cultural indica que sigamos corriendo más, y vaya que lo estamos intentando. Pero esta carrera no tiene fin. No hay una satisfacción real porque no hay una línea de meta real. Bajo presión, seguimos adelante y mantenemos la esperanza, pero estamos agotadas.

    El agotamiento que experimentamos está bien documentado. Se le llama burnout o síndrome del quemado. Es más que el estrés o la ansiedad. Es una desesperanza que lleva al aislamiento y a la desvinculación del trabajo o de la escuela, de los amigos y de la familia. Es un cansancio que no cesa y un cinismo que se instala. El burnout impide que las personas cumplan con sus rutinas normales, que se sientan a gusto consigo mismas. Esta clase de agotamiento no da espacio para los estímulos habituales.

    Sociólogos y economistas llevan años indicando que, aunque el burnout nos ocurre a todos, los mileniales son los más propensos. La Organización Mundial de la Salud incluso calificó el agotamiento de los mileniales como una condición médica. Y una encuesta psiquiátrica nacional dice que el 96 % de los mileniales lo siente a diario.²

    El psicoanalista Josh Cohen ofrece una percepción útil de este síndrome. Declara: «El mensaje de que podemos trabajar más y ser mejores en todo, ¡incluso en el descanso y la relajación!, da lugar a una combinación extraña de agotamiento y ansiedad, un estado permanente de insatisfacción con lo que somos y lo que tenemos. Y nos deja con la sensación de que somos siervos en lugar de dueños de nuestro trabajo, y no solo de nuestro empleo asalariado, sino del interminable trabajo que realizamos para lograr nuestro supuesto mejor yo».³

    La desconexión entre la primera historia y la segunda (la idea de que podemos crear nuestro mejor yo y la realidad de que no estamos llegando al destino que habíamos previsto) nos tiene agotadas y ansiosas. La crisis de identidad abunda, no solo para los mileniales, sino para todos en el siglo xxi. Esto es el síndrome del quemado. No solo está relacionado con el trabajo, sino con el juego, con nuestras identidades, relaciones, planes, sueños y todo.

    Etiqueta moderna, problema antiguo

    He aquí por qué estamos agotadas: estamos cometiendo un inmenso error en cuanto a la realidad. Esa segunda historia, silenciosa y persistente, es «cierta». Pero estamos viviendo como si no lo fuera. Realmente hay algo más en esta vida, pero no se puede encontrar en nuestra propia añoranza, en nuestra propia creación y formación de la identidad.

    El burnout es una etiqueta nueva, pero no es un síndrome nuevo. Es una percepción nueva del antiguo problema de la idolatría.

    Cuando pensamos en un ídolo, probablemente imaginamos algún tipo de estatua que se cree que tiene poder. Quizás pienses en las diosas de la fertilidad del museo de historia o en los dioses hindúes, cada vez más populares aquí en Occidente. Y aunque ciertamente son ídolos, la definición no se queda ahí. El autor y pastor Timothy Keller señala: «Un ídolo es cualquier cosa que mires y digas, en el fondo de tu corazón: Si tengo eso, entonces sentiré que mi vida tiene sentido, sabré que tengo valor, me sentiré importante y seguro».

    Los ídolos son engaños, o falsificaciones. La idolatría es cuando atribuimos un significado o un poder a algo que en realidad no puede tenerlo, cuando esperamos que las cosas creadas y temporales nos den lo que solo el único Dios verdadero puede dar. Es tan antigua como Adán y Eva. No solo los mileniales son tentados por los ídolos, sino también toda persona que vive y respira en el siglo xxi. Nadie, de ninguna edad, es inmune.

    Instalamos estos ídolos en nuestros corazones y les damos un significado y un poder que debería estar reservado solo para Dios (Ez. 14:3). Los deificamos, convirtiéndolos en el centro de nuestras vidas, nuestro valor, nuestra identidad y nuestro propósito. Podemos convertir en ídolos a la pareja, los hijos, la profesión, la política, el dinero, el sexo, el poder, la ropa, la casa, las vacaciones, los autos y quién sabe qué más. El cielo es el límite porque, como escribió Juan Calvino: «La naturaleza del hombre, por así decirlo, es una fábrica perpetua de ídolos».

    Tu corazón y el mío son fábricas de ídolos. Podemos hacer un ídolo de cualquier cosa.

    Armonía con la realidad

    El teólogo Dallas Willard declara que la idolatría es «un error a nivel de la cosmovisión. Surge de la necesidad imperiosa de los seres humanos de ganar control sobre sus vidas. Esa necesidad es comprensible, por supuesto, y debe ser satisfecha de alguna manera. Pero la idolatría trata de satisfacer esa necesidad asignando poderes a un objeto de la imaginación y el artificio humanos, poderes que ese objeto no posee en realidad».

    Sufrimos porque vivimos fuera de la realidad, y «la realidad no se ajusta para acomodarse a nuestras creencias falsas».⁷ No es realista que algo temporal como el sexo u otro ser humano o cualquier artículo de Amazon satisfaga nuestros anhelos, sueños y deseos más profundos. Se trata de una verdad milenaria: el fruto del Jardín del Edén prometía demasiado y no cumplió, y los ídolos de nuestras vidas hacen lo mismo.

    La realidad es así de obstinada. No nos irá bien si nos negamos a vivir de acuerdo con lo que es real. La serpiente engañó a Adán y Eva, y también nos engaña en la actualidad. Todo el día podemos fingir e inventar y añorar contra toda esperanza. Pero sufrimos cuando nuestras expectativas no se basan en lo que es real.

    El bienestar humano requiere armonía con la realidad.

    Sayers dice que impregnamos las cosas fugaces y frágiles con un poder divino para sentirnos seguros. Queremos controlar nuestras vidas y resultados, así que utilizamos los ídolos de nuestra época para obtener los resultados que buscamos. Pero acaban controlándonos porque seguimos mirándolos, haciéndoles ofrendas, poniendo nuestra esperanza en ellos. Pero, en realidad, nunca cumplen. Nunca nos satisfacen del todo.

    Cuando nuestros ídolos no cumplen (cuando nos decepcionan, cuando nos damos cuenta de que nos han utilizado en lugar de utilizarlos nosotros) ¿qué pasa si, en cambio, nos dirigimos a donde somos amados y valorados de verdad, sin condiciones y más allá de nuestra comprensión?

    ¿Qué pasa si el agotamiento es un regalo de Dios que nos llama a casa? A Él. Al amor de nuestro Padre.

    El hijo pródigo

    Jesús relata la historia del hijo pródigo en Lucas 15. Quizás la conozcas bien. Un hombre tiene dos hijos y el hijo menor pide su parte de la herencia mientras el padre aún vive. El padre se la da, el hijo recoge todo lo que tiene y se marcha a un país lejano y «allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia» (Luc. 15:13). El hambre se apodera de él, y el muchacho se encuentra sin dinero. Así que consigue empleo con un ciudadano en el país extranjero quien le da el trabajo de alimentar a los cerdos en sus campos. El hijo menor está tan desprovisto y sin recursos que desea comer la comida de los cerdos, «pero aun así nadie le daba nada» (Luc. 15:16).

    Nosotras no somos diferentes a este hijo, ¿verdad? Hemos recibido una herencia, muchas cosas buenas de nuestro Padre en el cielo y, sin embargo, las tomamos y huimos a un país lejano. Buscamos los reinos de este mundo y su gloria. Dejando atrás a nuestro Padre y nuestro hogar, creemos que el universo gira en torno a nosotras y que podemos ser asombrosas si procuramos las experiencias e identidades adecuadas.

    Y como el hijo pródigo, nos encontramos hambrientas, insatisfechas, anhelando más. Esto es el síndrome del quemado. Esto es lo que produce la idolatría.

    La miseria del hijo lo lleva finalmente a recapacitar (Luc. 15:17). Toca fondo. Ha terminado de perseguir esa primera historia. Se da cuenta de que incluso los siervos de su padre están mejor que él. Se levanta, decide volver a su padre, admite su pensamiento erróneo y sus malas acciones, y trata de ganarse al menos el sustento como siervo en las tierras de su padre.

    La Biblia nos dice que mientras el hijo está todavía lejos, su padre lo ve y siente compasión. Corre, abraza a su hijo y lo besa (Luc. 15:20). El hijo apenas termina de disculparse antes de que el padre diga a los sirvientes que lo vistan, que maten el ternero más gordo y que preparen una fiesta para celebrar el regreso de su hijo (Luc. 15:22-23).

    El hijo descubre que la segunda historia es realmente cierta. En efecto, estaba hecho para algo más que para vivir de forma imprudente, algo más que para alimentar a los cerdos en una tierra extranjera. Estaba hecho para recibir el amor y la provisión de su padre. Estaba hecho para el banquete en casa, para la celebración de su regreso a

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