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Sobreviví: Mi libro de memorias
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Sobreviví: Mi libro de memorias
Libro electrónico234 páginas4 horas

Sobreviví: Mi libro de memorias

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Información de este libro electrónico

Sobreviví, el libro de memorias del Obispo Clodomir Santos, no es simplemente una historia de aventura, sino el relato de una vida perdida, sufrida y angustiada de un joven que, cansado de ver la miseria propagarse en su casa, decide dejar los estudios e ingresar en la delincuencia. Lo que él no imaginaba era que, en esta travesía marcada por violencia y muertes, sería víctima de la persecución de examigos sedientos de venganza, de policías y de peligrosos escuadrones de la muerte de la época. Sin saber qué hacer para sobrevivir a ese caos, entra en desesperación. Con el cerco cerrándose cada vez más y viendo a sus amigos siendo brutalmente asesinados, toma una actitud que cambiará su vida para siempre. Sobreviví muestra que nuestras elecciones pueden llevarnos por diferentes caminos, pero solo uno conduce a la vida. Lea este libro y descubra cómo.
IdiomaEspañol
EditorialUnipro
Fecha de lanzamiento26 oct 2020
ISBN9786586018622
Sobreviví: Mi libro de memorias

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    Sobreviví - Clodomir Santos

    Capítulo 1

    El origen del caos en mi vida

    Una familia desestructurada

    Mi padre llegó a ganar en la lotería, pero decía que no les dejaría nada a los desgraciados de sus hijos.

    Mis padres no fueron un buen ejemplo para mí y para mis hermanos; a pesar de eso, no puedo culparlos por mi ingreso al mundo del crimen, eso sería injusto. Me torné marginal por varios motivos, entre ellos: dificultad económica, influencia del mal y falta de noción del peligro.

    Mi padre no era una persona mala, aunque le haya causado mucho sufrimiento y demasiada humillación a mi mamá. Mis hermanos y yo nunca aceptamos eso. A veces, de la nada, le pegaba, y nosotros sentíamos sus dolores. Él era callado, serio, creo incluso que me parezco a él en el temperamento, menos en su modo exagerado. Cuando entraba en casa, parecía que un clima pesado invadía el lugar. Teníamos la sensación de que él andaba con una nube oscura sobre la cabeza, como si viviera en tinieblas, por eso, no pasaba mucho tiempo sin que una pelea ocurriera. Bastaba una chispa, una palabra dicha de forma equivocada, y un simple malentendido se transformaba en una terrible pelea. Yo no sabía el porqué de aquello, pero hoy sé que era la influencia del mal.

    Una vez, a los gritos, acompañado de insultos y acusaciones, él le dijo a mi madre:

    — ¡Solo serviste para parir!

    Para mi padre, mi madre era culpable de la vida que él llevaba, como si su fracaso fuese el resultado de la incompetencia de ella. Ella le echaba en cara que se había arrepentido de no haberle dado oídos a su madre, cuando le decía que no se involucrara con él. Como eso parecía no afectarlo, ella le respondía más agresivamente:

    — ¡Miserable! ¡Desgraciado!

    Eso era suficiente para que él la atacara. Cuando eso sucedía, gritábamos con la intención de protegerla.

    — Por el amor de Dios, papá, ¡no!

    Ni bien esas peleas se desencadenaban, mi madre corría a la casa de mi abuela, que no podía darle abrigo, con tantos niños, en una simple habitación en la que vivía.

    Mi madre tuvo siete hijos. Mi abuela y mis tías no entendían cómo concebía, prácticamente, a un hijo tras otro, a pesar de enfrentar, con mi padre, dificultades económicas durante largos años.

    Por ser una joven muy bonita, enseguida mi madre había despertado el interés de mi padre. Mi abuela nunca lo vio con buenos ojos. Primero, porque sabía que él se dedicaba al juego ilegal; y, segundo, porque era un bohemio. Mi abuela no aceptaba el hecho de que su hija, una joven tan esforzada y trabajadora, se involucrara con un hombre de vida relativamente fácil, dado a la bebida, a las mujeres y a delitos. Por eso, no estaba de acuerdo con aquella relación. El problema es que mi madre, a los 17 años, siendo muy ingenua, se enamoró y cayó bajo los encantos de un hombre 13 años mayor, que sabía muy bien lo que quería. Para conseguir conquistarla, siempre la seguía, la cortejaba y le daba regalos. Así, ella creyó haber encontrado una oportunidad para formar su propia familia, sin embargo, ni se imaginaba que enfrentaría tanto sufrimiento a su lado.

    En cierta ocasión, cuando yo ya integraba una pandilla, entré a mi casa armado y presencié la pelea de mis padres. Noté que mi padre estaba a punto de golpear a mi madre y me interpuse para intentar impedirlo. Tuvimos una discusión tan fea que él me dio un puñetazo en la cara. Gracias a Dios, y realmente solo por Él, no le di un tiro a mi propio padre. Tenía todo para darle un fin a su vida, pero no lo hice. Él me echó de casa y mi madre fue detrás de mí, pero yo no quise volver. Regresé solo a la noche para dormir.

    Esas peleas constantes eran provocadas, entre otros motivos, por el egoísmo que mi padre comenzó a tener. Mi madre decía que él era muy bueno con los demás, pero estaba dejando que desear dentro de casa.

    Para tener una idea de esa fase egoísta, él llegó a ganar en la lotería, pero decía que no le iba a dejar nada a nadie porque si no los desgraciados de sus hijos se iban a matar. Él decía eso especialmente cuando estaba alterado por las drogas o por la bebida. Fuera de eso, dentro de casa, permanecía en su mundo.

    A pesar de los problemas de mi padre, él tenía algo bueno. A veces, intentaba corregirse, pero no lo lograba. Si él hubiera conocido al Señor Jesús y se hubiera entregado a Él, con certeza habría sido un padre, un marido y una persona mejor. Y mi madre, aun viviendo días turbulentos, insultando a su marido y a sus hijos cuando se ponía nerviosa, en el fondo poseía una bondad que quedaba escondida detrás de tanta amargura. Incluso con toda su aflicción, aún era posible ver una luz, un rayo de esperanza sobrevolándola. Por eso, estoy seguro de que había realmente un mal por detrás, porque mis padres, aunque lo intentaran, no lograban llevarse bien.

    A veces, me venía a la mente aquella pregunta: ¿por qué no se separan? Si pelean tanto, se odian y no se soportan, ¿por qué permanecen juntos? ¿No sería más fácil separarse? No era tan simple. Si mi mamá hubiera querido, se habría separado, pero era aquella vieja historia: malo con él, ¡peor sin él! En aquella época, no había, como hay hoy, un espacio donde la voz de la mujer fuese oída. Además, ¿cómo iba a lograr sustentarse sola, con siete niños pequeños, uno enfermo y totalmente dependiente? Era muy difícil para mi madre tomar la actitud de separarse de mi padre, por eso prefería someterse a un matrimonio infeliz antes que tener que sacrificar todavía más a sus hijos. Pero además había otro factor: ella quería huir de su historia familiar.

    Mi abuela había tenido cuatro hijos con un hombre y tres hijos con otro. Esa división en el seno de la familia hizo que mi madre deseara lo opuesto para ella. Aunque había concebido siete hijos también, el problema no era la cantidad de hijos, sino de maridos.

    Ella no soportaba la idea de casarse por segunda vez. Entonces, permanecía con mi padre que, a pesar de los pesares, era el único padre de su prole. La primera hija, Cláudia, había nacido cuando mi madre tenía 24 años. Inmediatamente después, nacimos Cláudio y yo. Luego, respectivamente, vinieron Luiz Carlos, Mônica, Marco Antônio y Janaína. Con respecto a la menor, fue mi padre quien eligió su nombre. Él había ido a una casa de espíritus a hacer un determinado trabajo, por un motivo que no recuerdo, y volvió de allá diciendo que llamaría a su hija Janaína, pues era un nombre que hacía referencia al mar.

    Janaína era una niñita blanquita, de cabello negro y muy cariñosa, que nació con retraso motor y parálisis. Por esa razón, no hablaba bien y no caminaba. Su estado de salud le traía un enorme sufrimiento a mi madre, que cada semana la llevaba al Hospital Federal de Andaraí para tratarla. Pero, según la medicina, no había solución para ella. Aun así, en el afán de verla libre de aquel drama, intentamos hacer algo para cambiar esa situación. Fue cuando mi madre buscó la cura de mi hermana en la umbanda, en la quimbanda y en los centros espiritistas. Además, participó en procesiones en la Iglesia Católica e hizo promesas para ver a Janaína curada, pero nada sirvió.

    Todos le teníamos mucho cariño a nuestra hermana, nos dedicábamos mucho a ella; yo, inclusive, llegué a ayudar a mi madre a llevarla a todos esos lugares, creyendo que la situación podría ser cambiada. Sin embargo, hubo un momento en el que mi familia quedó con las manos atadas, pues ya no había nada más que hacer a no ser creer en un milagro. Hasta que llegó el momento en el que nos resignamos, porque ya lo habíamos intentado todo para revertir aquel cuadro considerado irreversible. Su situación también se agravó por nuestra falta de recursos, ya que, con el tiempo, mi padre fue perdiendo lo que poseía y la miseria fue aumentando como una bola de nieve en nuestra casa.

    Camino al abismo

    Cuando no se conoce la Verdad, es muy difícil conducirse por el camino correcto.

    Hasta mi nacimiento, mi familia tuvo una vida relativamente buena. Mi madre contaba con la ayuda de una empleada doméstica y había dinero para vivir bien; pero, como a mi padre le gustaba mucho jugar, fue perdiendo lo que ganaba en las carreras de caballos. Ese era uno de los motivos por los cuales ellos peleaban absurdamente; y los problemas en su relación se agravaron todavía más con la llegada de los otros hijos, al punto de que prácticamente dejaran de hablarse. Quien intermediaba en las desavenencias era mi hermana Cláudia, la mayor. Ella era el puente entre ellos cuando necesitaban intercambiar palabras, asumiendo una postura que no le correspondía, cuando debería haber estado en la posición de hija protegida y cuidada por ellos.

    Dentro de ese ambiente conflictivo, crecimos prácticamente sin recibir amor ni atención. No tuvimos, por lo tanto, una familia armoniosa, principalmente debido a las adicciones de mi padre al juego, a la bebida y a las drogas. Para tener una idea de la situación, mi padre iba alterado a registrar el nacimiento de los hijos cuando nacían. Por confundir su apellido con el de mi madre, todos mis hermanos, con excepción de uno, tienen su nombre cambiado.

    Hoy sé que cuando no se conoce la Verdad, como era nuestro caso, es muy difícil conducirse por el camino correcto, por eso no culpo a mi padre. Él también era una víctima de las fuerzas malignas que hacen todo para destruir a las familias.

    Estoy seguro también de que era esa influencia espiritual la que hacía que mi padre difícilmente nos demostrara algún tipo de alegría, a no ser que estuviera bajo los efectos de la droga o del alcohol. En esas ocasiones, él incluso jugaba, bailaba incluso para vernos sonreír, o nos regalaba monedas de su vuelto; pero, fuera de eso, entraba a casa mudo y salía callado, o entraba peleándose con mi madre por el hecho de no tener comida o por cualquier otro motivo, como si su falta de dinero fuera culpa de la familia y nunca de su vicio y de su vida libertina. Inclusive, su relación con otras mujeres también era una de las principales razones del fracaso de la de ellos.

    Un día, cuando yo estaba pasando en auto por Madureira con una tía y su marido, vi el auto de mi padre estacionado. Sorprendido, me incorporé para ver si lo veía. Para mi decepción, él estaba acompañado por una mujer, lo que me molestó mucho.

    Cuando el auto de mis tíos pasó y siguió viaje, me quedé con aquella sensación de frustración, tristeza, rabia e indignación dentro de mí. Y, como aún era un niño, aguardé ansiosamente llegar a mi casa para contarle todo a mi madre.

    Ni bien bajé del auto y la vi, solté:

    — Mamá, vi a mi papá con una mujer dentro de su auto.

    Mi madre empalideció y se llenó de rabia. Parecía que no veía nada más frente a ella. Cuando mi padre llegó, la pelea ya estaba armada y los insultos comenzaron. ¡Fue un infierno! Mi padre encima intentó defenderse, pero era inútil, pues sabía que su hijo lo había visto en la calle. Debido a eso, él estuvo varios meses sin hablar conmigo.

    Sutilmente, toda esa situación fue conduciéndome, poco a poco, al abismo de la delincuencia.

    La doble vida de mi padre

    Nadie toma una actitud radical simplemente de la nada. Algo alimenta su interior día tras día, hasta que, completamente contaminada, la persona sale de su ruta.

    Además de las desavenencias familiares, existía la desconfianza de que mi padre tenía una doble vida en la delincuencia.

    Cierta vez, él estaba yéndose a trabajar cuando fue detenido por la policía en la esquina de nuestra calle. Nunca supimos el motivo. Entonces, quedó flotando en el aire qué podría haber hecho para que la policía fuera tras él.

    Lo que sabíamos sobre la vida de mi padre era más que suficiente para que lo dejáramos en paz. Sabíamos que tenía un puesto de lotería clandestina y que inclusive había llegado a ser el segundo hombre de uno de los principales del juego clandestino de Río de Janeiro, llamado Natal. Después de que ese jefe murió, mi padre pasó a trabajar con Piruinha y con Raul Capitão. En ese tiempo, no nos faltaba nada, sin embargo, nos dábamos cuenta de que algo estaba mal. Aunque mi padre trabajara con la lotería clandestina, que siempre dio mucho dinero, él siempre lograba valores más allá de lo que ganaba en el puesto. ¿Cómo? No sé. Para nosotros, él era solo un empleado de la lotería clandestina.

    Desconfiamos aún más de que pudiera haber algo comprometedor con respecto a mi padre cuando, un día, llegó todo vendado. Dijo, sin entrar en detalles, que había sufrido un accidente de auto. Por causa de ese incidente, quedó con secuelas en el brazo y necesitó operarse las costillas.

    Días después, vimos en un noticiero que una banda había intentado realizar un asalto en Madureira, zona norte de Río. No estábamos seguros, pero todo indicaba que mi padre había participado en eso. Por eso creíamos que el dinero que conseguía de más venía directamente de robos, asaltos y tráfico. En la época en la que mi padre trabajaba en el juego clandestino, los delitos como tráfico de drogas y homicidios quedaban encubiertos detrás de esa cortina. Por eso, es muy probable que se involucrara también con alguna de esas emboscadas que proporcionaban el poco confort que poseíamos entonces.

    Aunque mi padre nunca hubiera llevado a un bandido a nuestra casa y nunca hubiese dejado traslucir la vida que llevaba en la delincuencia, no era posible encubrirlo todo. Recuerdo que, cuando era pequeño, alrededor de mis 5 o 6 años, llegué a visitarlo con mi madre a Cândido Mendes, una cárcel considerada de máxima seguridad en Ilha Grande, en Río.

    Otra vez, cierto tiempo después, fui a verlo a la cárcel Evaristo de Moraes, otro lugar de máxima seguridad, también llamado Galpão da Quinta da Boa Vista.

    En esas dos ocasiones, a pesar de ser muy pequeño, guardé en la memoria aquellos ambientes de personas marginalizadas, sin imaginar que, en el futuro, me convertiría en uno de aquellos que vi en esas prisiones. Lamentablemente, eso fue algo que

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