La mayoría de nosotros tiene una certeza sobre César. Si nos cruzáramos con él por la calle, seríamos capaces de reconocerlo. Su aspecto enjuto, su aquilina nariz o la corona de laurel sobre la cabeza lo convierten en un personaje incapaz de pasar desapercibido. Y si no se diera el caso, y fuera un amigo el que se encontrase con él y nos lo dijera, muchos nos atreveríamos a comentar algún aspecto de su vida íntima o lanzaríamos tal vez alguna chanza maliciosa, haciendo referencia a sus míticas frases, como “Tú también, hijo mío”, que habría espetado a Bruto mientras este lo asesinaba. Suena muy bien, pero la realidad es que es improbable tanto que seamos capaces de reconocerlo andando por una acera como que algunas de nuestras especulaciones sobre aspectos esenciales de su vida resulten ciertas. Frase de Bruto incluida.
Nuestra sensación de conocer tanto y tan bien a César es el resultado de siglos y siglos de gota malaya cultural sobre nuestros imaginarios colectivos. Tras Roma, César se transformó en escultura, pintura, frases y palabras, nombres de locales, cine o videojuegos. Está en todas partes, pero convertido en un estereotipo repetido y replicado en diversos formatos y por diversas mentes, lo que hace difícil desentrañar algunas de sus verdades, pese a la legión de historiadores que ha habido y hay dispuestos a conseguirlo.
Y ese César, que hoy sigue siendo un misterio relativo, es también un icono vivo. Un personaje mítico, poco menos que divino, cuya presencia