Es de justicia reconocerlo: de haber nacido romano, Chiquito de la Calzada habría arrasado. Al menos es lo que se desprende de uno de los últimos libros de Mary Beard, La risa en la antigua Roma, en el que la historiadora británica destaca cómo las gentes con gran histrionismo físico gustaban, y mucho, a los romanos. Pero, más allá de esta aportación, Beard contribuye con esta obra a resucitar un tema que, a menudo, se ha obviado en el mundo de la historia, el de la risa a la romana. Algo no tan menor como pueda parecer, si tenemos en cuenta que aquella civilización recurrió al humor no solo para divertirse, sino también como campo de estudio, recurso oratorio e incluso herramienta política. Así pues, ¿qué hacía que los romanos se partieran de risa?
Como ha quedado consignado, los gestos hiperbólicos, la interpretación extravagante y las imitaciones eran cosas, de Apuleyo, donde se narran las andanzas de un hombre transformado de forma accidental en burro. Pero no solo de animales vivía el humor romano. Aquellos con determinados defectos eran objeto de las burlas de sus conciudadanos. Entre todos ellos destacaban los calvos, pero también los canosos y aquellos con narices extravagantes. Y si estas narices goteaban y el aliento de su portador apestaba, mejor aún.