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Memoria de Líbano
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Memoria de Líbano
Libro electrónico311 páginas3 horas

Memoria de Líbano

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Muchos caminos llevan a Líbano. Carlos Martínez Assad transita cada uno de ellos hasta lograr que confluyan en un mapa hecho de palabras, y nos invita a acompañarlo en el recorrido de sus descubrimientos. Atento investigador de la sociedad y la historia, Martínez Assad estudia el difícil destino de un pequeño país escindido por luchas internas, prolongadas guerras civiles y la intervención de intereses y agresiones extranjeros, en una zona donde cualquier movimiento puede desatar la barbarie y la destrucción de conquistas milenarias. El autor redescubre también, el aliento de la comunidad libanesa asentada en México, el sentido de su propio apellido y la sangre que fluye por sus caminos. Las fotografías que se incluyen - realizadas por él mismo - forman parte de los testimonios reunidos por el autor y no son mero complemento de este libro: contribuyen a hacer de la lectura una experiencia integral en la que percibimos plenamente sensaciones e ideas.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento1 feb 2015
ISBN9786077354888
Memoria de Líbano

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    La narración de la belleza ,tradiciones y la encrucijada histórica que encierra esa región magistralmente descrita por CarlosMartinez Assad

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Memoria de Líbano - Carlos Martínez Assad

Avicena

PRIMER VIAJE

SEGUNDO VIAJE

A MI MADRE

Al fin Beirut, otra vez. Es tan fuerte la emoción al volver en este otoño de 1998 que experimento algo semejante a lo que sentí hace veintitrés años. Sí, la edad de tu nieto; es decir, una vida joven y la transformación de un país. Ahora llego a un aeropuerto moderno y bien organizado. ¡Qué diferencia con mi entrada por tierra en el verano de 1975!, en una tregua de la guerra que entonces nadie adivinaba duraría más de tres lustros.

Los antiguos viajeros vieron en la ciudad de Beirut, conocida también como Bereyte, a una sultana encantada. Ciudad con una historia rica en comercio fue llamada desde el siglo XVI el París de los maronitas. Capital de un país con un encanto grandioso, dijo Maurice Barrès en 1914. Nada iguala el encanto de Líbano. Un aire arrobador penetra todo y parece comunicar a la vida algo de ligereza.

De nuevo estoy en Lubnan, el país de la blancura como le llamaron los fenicios según la designación griega de phoenikius o los hombres rojos, no se sabe si en alusión al rojo púrpura que producían o al color de la piel. Es la síntesis de dos viajes con un intervalo de más de veinte años lo que quiero relatarte para corresponder en lo posible a esas historias que, desde niño, poblaste de fantasías. Sobre todo, me hicieron comprender que el mundo era inabarcable, que las fronteras sólo se convertían en un obstáculo para quienes nunca hacen preguntas.

El clima es suave con un sol que entibia el ambiente antes de ocultarse frente a la bahía de Beirut. Estoy escribiéndote desde el café The Chasse, cerca de la avenida General Sarkis, en el ángulo con Independence, donde se encuentra el confortable hotel Le Gabriel, donde me hospedo.

En este otoño de 1998, veo a primera vista una ciudad occidental, cuando menos desde la perspectiva de la parte cristiana, con las calles adornadas de rojo y blanco, los colores de las banderas libanesas colgadas por todas partes porque acaban de tener lugar las elecciones y el Congreso eligió a Émile Nahoud presidente de la República de Líbano.

Mis pensamientos me llevan a México a esas tardes calurosas en que sentados en las mecedoras escuchábamos los evocadores relatos del abuelo y tú hacías lo posible por explicarnos cuando no entendíamos algunas de sus frases en que, de pronto, al no encontrar una palabra en español la decía en árabe para no interrumpirse y continuar como si nada.

Al abuelo le pasó como a otros emigrantes que abandonaron forzadamente su país y llegaron a México a encontrarse con el torbellino de la Revolución. Habíamos hablado en alguna ocasión sobre el mayor Sabines que se unió a los revolucionarios y, sin más, éstos le dieron un caballo y cananas que terció sobre el pecho para alimentar su máuser.

Estuvo a punto de morir en una contienda que no era la suya, pero sobrevivió para casarse y tener como hijo al poeta más leído de México: Jaime Sabines. Él recordaba los maravillosos relatos de su padre que, como libanés, había heredado de la cultura de los árabes los recursos narrativos de Las mil y una noches; es decir, un cuento que se enlazaba con otro sin llegar nunca al final. Compartiste, madre, con el padre del poeta Sabines esa cualidad para contar historias, los recursos excepcionales para narrar los pasajes de tu vida, de la vida con tu familia, en relatos llenos de recuerdos, de sueños y fantasías que mezclan la realidad con la invención del mundo deseado por haberlo perdido.

Con mucho fue ese espíritu tuyo el que me hizo venir al Bled, la tierra de la que tanto escuché hablar, fuiste tú quien me hizo albergar todos los sentimientos que me confiaste. La primera vez fue en 1975, cuando ya había perdido la esperanza de viajar debido a los violentos disturbios en los que se enfrentaron falangistas cristianos contra palestinos en el mes de abril. En aquel año la paz volvió con la formación de un nuevo gobierno. Sin embargo, los combates continuaron en los barrios de la periferia de Beirut todavía en junio. Además, el 4 de julio de ese año, un atentado en Jerusalem con catorce muertos y varios heridos fue reivindicado por libaneses; lo cual significaba que la conflictiva situación estaba lejos de resolverse.

Los recuerdos se mezclan con los hechos y por alguna razón flota como recurso expresivo el poema que Sabines dedicó a su padre:

Pasó el viento. Quedaron de la casa

el pozo abierto y la raíz en ruinas.

Y es en vano llorar. Y si golpeas

las paredes de Dios, y si te arrancas

el pelo o la camisa,

nadie te oye jamás, nadie te mira.

No vuelve nadie, nada. No retorna

el polvo de oro de la vida.

Eran muchos años de inestabilidad política en la región debido, entre otras razones, a la injerencia de las grandes potencias que dibujaron un mapa de acuerdo con sus intereses que pudieron implantarse porque se aprovecharon de las diferencias sociales y religiosas internas. Alguien lo expresó muy bien al afirmar que quienes movían los hilos de la guerra ni siquiera se encontraban en suelo libanés.

Líbano en ese entonces eludió por un momento caer en la situación irreversible que luego lo condujo a uno de los episodios más catastróficos de su historia. El paréntesis fue interpretado como una estrategia que permitiera que el verano fuera aprovechado, como siempre, para captar los ingresos del turismo. Por más dudas que albergué, no quise posponer algo que había planeado por tanto tiempo.

Escribía este recordatorio o memoria cuando de pronto los años se te vinieron encima, fue un proceso acelerado por la muerte de mi padre, tu compañero de sesenta y cinco años de matrimonio. Te estaba contando esta historia, quería encontrar las palabras más dulces que te llevaran a la tierra, esa tierra que añoraste siempre, a la historia de ese gran pequeño país de apenas diez mil cuatrocientos kilómetros cuadrados. Mientras ordenaba mis desordenadas notas escritas en varios cuadernos de viaje, decías que la vida se iba consumiendo como una vela y que la muerte era como la flama que un soplo de brisa apaga. La espera se te hizo más lenta. Tus ojos grandes como de niña interrogaban con asombro sobre las respuestas que no llegaban.

Quizá te veías en la enorme casa del abuelo con las violetas sembradas en el patio que siempre recordabas, cuando vivías en un extenso jardín de un poblado en el cual las rosas crecían por todas partes, llenaban la vida de color, brincaban las bardas, se enredaban en los muros, custodiaban la vieja catedral y crecían espontáneamente en el cementerio.

La vida estuvo llena de esas añoranzas que te gustaba relatar porque, afirma Gibrán Khalil Gibrán: Las cosas que el niño ama quedan en poder del corazón hasta la vejez.

Seguías con interés la redacción de este libro y como si buscaras encontrar conmigo el final, te adelantaste para no dejar inconcluso el último capítulo. Entonces pensé en Dante: Nunca digas ‘fui feliz’ sino hasta el día de tu muerte. No hay mayor dolor en la desgracia que recordar el tiempo feliz. Continué este relato porque necesitamos los recuerdos para saber quiénes somos y el recordarte me permite pensar cuando estaba la luz y eras la luz, cuando estaba el amor y eras el amor.

Los intrigantes callejones de Damasco, ciudad mencionada en el Génesis

EL CAMINO A LÍBANO

Para entrar a Líbano tengo que hacerlo por Siria debido a que está cerrado el aeropuerto de Beirut. El avión aterriza en Damasco este 8 de julio de 1975 cuando la ciudad despierta. A través de la ventanilla del autobús que me conduce a la ciudad puedo ver a personas de todas las edades en uniforme verde olivo. Noto que la ciudad es ruidosa debido a que los conductores utilizan exageradamente las bocinas de sus grandes autos americanos pasados de moda. Cuando lo hago notar a mi compañero de asiento, responde de manera natural: ¿Cómo no van a utilizar una parte de su automóvil?.

También se escuchan gritos de los vendedores que anuncian sus mercancías en la calle, combinados con la algarabía de los niños y adolescentes que van a la escuela. En ese trayecto la ciudad se ve pobre a primera vista y llena de hombres adultos que pululan por las calles. A lo lejos se adivinan las siluetas de la ciudad moderna de la urbanización incontrolada.

La luz de Damasco

Pronto, sin embargo, Damasco se transforma en una ciudad intrigante, sobre todo cuando camino y comienzo a descubrir sus callejones estrechos, con puertas y ventanas de celosías. En el centro están seguramente los barrios más antiguos y los más árabes en la capital de un país que, en otro tiempo, también albergó un buen porcentaje de población cristiana y judía.

Aparece el zouk Hamidiyeh, llamado así en honor del sultán otomano Abdul Hamid II, el mercado que abarca un espacio amplio con su extraño ingreso a través de un derruido arco romano partido por la mitad que fuera parte del templo de Júpiter. Estallan los colores de las frutas como los chabacanos, las naranjas, las uvas, las sandías. En particular me atraen los puestos que en cada esquina ofrecen una variedad de delicias para el paladar: nueces, almendras, uvas y ciruelas pasa, pistaches, avellanas, pepitas de calabaza, sésamo y dátiles grandes y tiernos.

Todos los comerciantes quieren mostrar sus productos, logran que los paseantes y posibles compradores se detengan para ver y regatear sobre el precio de los vestidos, los brocados, las sedas, las pañoletas de algodón, los enseres para el caballo o el camello en colores contrastantes, confeccionados casi siempre de lana, cuyo fuerte olor a establo es penetrante.

Las alfombras son consideradas obras de arte por la combinación de colores y el trabajo invertido, sobre todo de las mujeres y niñas, que me hacen recordar las que con el solo mandato del deseo podían elevarse por el aire para salvar al héroe perseguido acompañado de la doncella que venía de rescatar, producto del imaginario del cine o de los cuentos. Privan las formas que remiten a la cultura árabe porque algo tiene esa geometría, ese trazo armónico con un equilibrio perfecto. Los tonos son variados pero me llevo en los ojos el rojo y el negro.

Se expenden muchos y diversos utensilios de plástico, prendas de nylon y joyería de fantasía. El oro ocupa un lugar especial iluminado para hacerlo resplandecer más en los pasillos oscuros del mercado con discretos tragaluces en lo alto de las bóvedas. Se ofrecen las mercancías a precios que van disminuyendo a medida que los clientes potenciales se alejan mientras son perseguidos por el comerciante. Hay gente, mucha gente. Es como si se entrara al pasado milenario de esta ciudad, se dice que la más antigua y una de las pocas pobladas desde que fue mencionada en el Génesis.

Los gritos de los vendedores llenan las calles

En pleno mercado, el retrato de Hafez el-Assad

Desde el mercado se adivina la gran mezquita

De pronto, al lograr salir de los laberínticos pasillos, algunos también iluminados por los agujeros dejados por los disparos en enfrentamientos con los franceses en tiempos de la independencia, contemplo la imponente mezquita de los omeyas, testimonio de la cimentación del islam porque se ubica en el mismo sitio donde señoreó un gran templo de la cristiandad en tiempos de Bizancio. Creada por el califa Walid I fue completada en el año 715 y costó una fortuna por su arquitectura árabe que se convirtió en prototipo con sus grandes patios y arcadas, destacando su alto minarete, hasta influir en el amplio recorrido de los omeyas hasta la mezquita de Córdoba. El domo con su estructura octagonal está soportado por suaves columnas con sus antiguos capiteles. La columnata interior, de tan alta, recuerda la condición humana de los fieles y su doble piso de arcos se dibuja con el claroscuro producido por los rayos del sol. Sus finos mosaicos realizados por artesanos sirios y bizantinos parecen confeccionados con esmeraldas engarzadas en oro, cubren incluso el kiosco que sirve de techo a la llamada Caja del Tesoro.

Debido a que reposan en su interior los restos de Juan el Bautista, el profeta Yahia según el Corán, es uno de los lugares más importantes de la religiosidad de los musulmanes. Mahoma dijo: Entre todas las ciudades Alá ha elegido cuatro de ellas: La Meca o El-Beldeh, la ciudad por antonomasia; Medina, En Naklet, la ciudad de la palmera; Damasco, Et Tyn, la ciudad de la higuera; Jerusalem, Ez Zeytouneh, la ciudad del olivo. Son esos los lugares más venerados del islam porque en la primera se encuentra la kabah o piedra negra que, según la tradición, fue construida por Abraham y su hijo Ismael. Medina fue el lugar de nacimiento de la madre del profeta y adonde fue conducido en su huida de La Meca. Damasco fue clave en la difusión de la nueva fe y resguarda una de las únicas tres copias vertidas del original del sagrado libro revelado del islam; y en Jerusalem se encuentra la mezquita del Domo de la Roca.

Según la tradición islámica, Mahoma, el mensajero de Dios, hizo el imposible recorrido de La Meca a Jerusalem

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