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Cruzar el umbral al Medio Oriente
Cruzar el umbral al Medio Oriente
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Libro electrónico504 páginas9 horas

Cruzar el umbral al Medio Oriente

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Desde el umbral se mira el horizonte; y desde México puede atisbarse a lo lejos el acontecer de otras sociedades. De esa premisa, que acepta que el mundo es ancho pero no ajeno, parte Carlos Martínez Assad para examinar los encuentros y desencuentros entre Oriente y Occidente. A partir de la crítica a la visión orientalista, que se inventó un mundo árabe más cercano de la idealización romántica que de la realidad histórica, Cruzar el umbral al Medio Oriente ofrece una mirada a una pequeña región cuyas dimensiones no corresponden con lo grande de sus aportaciones. En sus páginas se ofrece un recorrido marcado por el testimonio de los grandes viajeros, por la simbiosis entre la lengua árabe y la religión islámica, y particularmente por las representaciones de los escritores de estos países, con sus formas de concebir propuestas culturales y sus posturas respecto a la compleja situación política de hoy.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento2 oct 2018
ISBN9786075277769
Cruzar el umbral al Medio Oriente

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    Cruzar el umbral al Medio Oriente - Carlos Martínez Assad

    El Occidente tiene con el Oriente deudas sagradas que le es forzoso pagar.

    JOSÉ LÓPEZ PORTILLO Y ROJAS,

    Viaje a Egipto y Palestina

    […] un hombre no tiene un alma para él solo, sino un trozo de una muy grande […] Entonces yo estaré allí, en la oscuridad. Entonces yo estaré en todas partes. En cualquier lugar donde mires.

    JOHN STEINBECK,

    Las viñas de la ira

    INTRODUCCIÓN

    FUERA DE LUGAR

    La vuelta a la historia de los árabes ha sido traumática por varias razones. La primera es que dejaron de ser luego de la expulsión de España hace cinco siglos, y cuando volvieron a serlo ya no constituían una civilización o una gran nación sino una veintena de pueblos dispersos entre extensos desiertos. Se habían conformado en medio de guerras, persecuciones, ocupaciones militares, movimientos masivos de personas y sobre todo por haber confinado a sus territorios los campos de batalla de las potencias imperiales. Recuérdese la presencia de Gran Bretaña, Francia, la Unión Soviética y Estados Unidos en numerosos y costosos episodios como el desmembramiento del Imperio otomano, la declaratoria de Balfour y el establecimiento de fronteras según los Tratados de Sèvres, y luego la puntilla del de Lausana, las disputas por el control del Canal de Suez, la guerra de Argelia, la creación del Estado de Israel, la dispersión del pueblo palestino, la imposibilidad de una nación independiente para los kurdos y la cuestión armenia. Además, en su integración política, países como Turquía e Irán coincidían en el amplio espectro del islam, pero eran divergentes en historia, idioma e intereses.

    Considerado como una estrategia árabe, el terrorismo asola los países seguidores del Corán, en lo que se ha designado integrismo islámico, cuando no rebasa sus fronteras para alcanzar a otros; es efecto del fundamentalismo esgrimido como medida desesperada y muy sectaria de grupúsculos que luchan contra sí mismos. Para éstos no hay reflexión política, tampoco histórica, ni siquiera objetivos claros de futuro, y todo parece limitarse al esquematismo religioso alimentado por la ignorancia, dejando de lado la herencia de los siglos del esplendor. Porque hay que recordar que de su cultura emanaron pensadores, filósofos imprescindibles para entender el desarrollo de las ideas en el mundo como Avicena, Maimónides o Ibn Battuta, para quienes sus rasgos culturales reproducen los valores dominantes con amplias repercusiones en la sociedad.

    Los árabes de nuestros días han arrastrado un largo periodo de silencio impuesto, ocultando las aportaciones que hicieron al mundo; entre los cristianos que hablan su lengua están los traductores del latín, griego y el propio árabe, que contribuyeron a la difusión de los escritos imprescindibles de Platón, los Evangelios, los primeros científicos y hasta los referidos a preservar la tradición de la virgen María, tan escasamente tratada en los Evangelios y prácticamente sólo reivindicada por Juan.

    La difusión del árabe, sin embargo, estuvo vinculada con el surgimiento de la religión musulmana y fue sorprendente, como afirmó Napoleón: El islam conquistó la mitad del globo en sólo diez años, mientras el cristianismo necesitó trescientos. La diseminación de la religión estuvo asociada con la lengua árabe porque incluso otros, como los persas, leyeron y leen el Corán en árabe. Así, árabes cristianos y judíos invocaron a Dios con el nombre de Alá. Pero en definitiva puede afirmarse que la religión musulmana llevaba consigo la lengua y, pese a todo, muchos pueblos adscritos a esa fe no son árabes, aunque son profundamente musulmanes, como Irán y Turquía o la distante Indonesia, tan lejos de Medio Oriente.

    También se dio —como aún se ha mantenido en la actualidad— que no todos los árabes profesaron la religión de Mahoma y muchos fueron y se mantienen cristianos como en Líbano, Siria, Egipto, Iraq y Palestina. Aun así, la mayoría de las naciones islamizadas, aunque no hablen el árabe en la vida cotidiana, tienen que recurrir a la lengua árabe en la lectura del Corán. Algo semejante a lo que sucedió con los judíos, para quienes el hebreo fue durante varios siglos la lengua del rezo y sólo en el siglo XX avanzó su uso de forma coloquial.

    En la historia es difícil hacer una separación tajante entre árabes y musulmanes; fue ese binomio el que llevó su cultura hasta España por todo el norte de África. Al-Ándalus irradió por su obra arquitectónica, sus prodigios científicos y culturales, así como por la irrefutable convivencia con tolerancia entre cristianos, árabes y judíos. Cuando los musulmanes llegaron a la Península llevaron un concepto revolucionario basado en el Corán y en la Sunna, o tradición del profeta, por el cual se trataba a los seres humanos por igual, respetando sus derechos y obligaciones, lo cual no estuvo exento de altibajos. Entre los años 717 y 756 se desarrolló el emirato de Córdoba dependiente de la lejana Damasco; era la evidencia del impacto de los omeyas. Aun la invasión del poderoso ejército de Carlomagno fue frenada por los árabes a las puertas de Zaragoza, cuando Córdoba exhibía sus seiscientas mezquitas y millares de edificios y mansiones que deslumbraban ante las miradas e inflamaban la imaginación de quienes los contemplaban.

    La dominación de los árabes coincidió con la cimentación del islam como lo constataron las sólidas y hermosas mezquitas que fueron construyendo. Sólo la de Córdoba fue edificada en un inmenso rectángulo de 180 metros de largo por 130 de ancho con sus muros sostenidos por un bosque de 1,290 columnas con mármoles y granito de todos los colores. Y todavía en la catedral católica de Sevilla se mantiene el enorme minarete que el muecín utilizó para sus plegarias mientras fue mezquita.

    Ahora ciudades como Alcalá, Madrid, Medina, Almunia, Mérida, Almansa, Badajoz, Guadalajara, Marbella, Algeciras, Cádiz, Murcia, entre muchas otras, no existirían sin la cultura y presencia de los árabes en España. Nuestro vocabulario sería incompleto sin palabras como aceite, aceituna, alacena, alcachofa, alcancía, albañil, alberca, aljibe, almohada, anaquel, azotea, azúcar, berenjena, quintal y un gran etcétera.

    Las influencias aparecen por doquier, pero aquí se busca insistir en la relación estrecha entre la lengua árabe y el islam, aunque es cierto que muchos pueblos siendo árabes practican otras religiones, incluidos varios cristianismos o, en el extremo, son seguidores de Mahoma, es decir, musulmanes, sin ser árabes. Pero el orientalismo, tal como lo ha definido Edward W. Said,¹ ha distorsionado la realidad de ese mundo porque Europa lo ha inventado con sus propias carencias, y ha sido reinterpretado por Estados Unidos —como nación dominante en nuestro tiempo— con una gran carga de imágenes y de valores ante los cuales hemos perdido la objetividad. Y ahí está vivo el ejemplo de Iraq, el territorio del origen de la civilización monoteísta que dio origen a la cultura occidental.

    Sin embargo, los árabes y Oriente son motivo de reflexión y de numerosos trabajos que vienen publicándose desde hace apenas unos años. Surgieron con las expediciones napoleónicas durante el siglo XIX, se interesaron en los territorios bíblicos y en el pasado faraónico de Egipto, cuando surgió el orientalismo, y fue su teorización la que, desde Francia, Inglaterra y Alemania, contribuyó en su divulgación porque les daba elementos de su propia definición. Tanto pensadores judíos como cristianos y aun musulmanes coincidían en el propósito. Los misterios de Oriente exaltados por los románticos dejan en la sombra la realidad de esas sociedades, excluidas del movimiento general de la historia.²

    Es cierto que en Occidente se ha escrito más sobre ellos cuando se trata de algún conflicto; en la historia reciente, por ejemplo, las guerras israelíes-palestinas produjeron la transición contundente entre un enfoque con carácter cultural y otro relacionado con la geopolítica en ese mundo. En nuestro tiempo es la distorsión del terrorismo lo que centra de nuevo su atención en esa región. Así, los árabes vuelven, si no a la historia, sí a los medios informativos que ante las graves consecuencias que provocan sus acciones, a muchos resulta imposible establecer los matices y las diferencias para entender su cultura y no caer siempre en la tentación de una interpretación geopolítica.

    Son los reacomodos internacionales que tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo XX los que han dado a los árabes un papel protagónico. Sólo hay que esperar que ejemplos como los de Naguib Mahfouz, premio Nobel de Literatura en 1989, y de otros escritores e intelectuales como el kurdo Yaşar Kemal, el libanés Amin Maalouf, el turco Orhan Pamuk o el poeta Adonis, incidan en una propuesta que rescate el humanismo, la ciencia y las artes, campos en los que dejaron tan profunda huella sus antepasados. Así los escritores de nuestro tiempo en la región, con sus diferentes formas de expresión, vuelven con las impetuosas e implacables historias extraídas de su cultura.

    Quiero aquí recordar al incansable pensador Edward Said, cuyo título Orientalismo, publicado en 1979, mostró el modo de dominación ideológica como se vislumbró Oriente. Quizá por ello la edición francesa para ser más enfática tituló el mismo libro Orientalismo. La creación del Oriente por Occidente. Su contenido se sintetiza: la construcción de Oriente en el siglo XIX se relacionará a las grandes narraciones, al canon construido por una erudición oficial, en referencia a una centralidad cultural, consecuencia directa del imperialismo y la globalización que hoy le ha sucedido.³ Por lo demás, es un texto que ha sido una inspiración y constante referencia en los contenidos de este libro.⁴ Said fue palestino de nacimiento, cristiano de familia y ciudadano del mundo por decisión; cuando estaba seguro de su cercano fin escribió: Ahora ya no me parece importante ni siquiera deseable estar en el sitio adecuado (por ejemplo, en la propia casa). Es mejor permanecer fuera de lugar, no poseer una casa y nunca sentirse adaptado en ninguna parte.⁵ Quizá podrá completarse ese pensamiento con el de otro filósofo de nuestro tiempo: El exiliado vive siempre fuera de lugar, a contracorriente, y está marginado, pero considera que esta insuficiencia es un privilegio.⁶

    Entre toda la obra de Edward Said, la más entrañable es la primera parte de sus memorias, llamada acertadamente Fuera de lugar, porque demuestra a lo largo de sus páginas la vida, la incertidumbre, los problemas para encontrar sus orígenes, de quienes son ciudadanos de una nación diferente a la de su nacimiento. En ese sentido se hermanaba con muchos otros con una identidad sólo salvaguardada por los valores que se mantienen de generación en generación, por carecer del lugar de referencia. Ése es el destino que ha marcado a los armenios, los kurdos, los gitanos y, por supuesto, a los palestinos. Llamados así por estar vinculados a una nación que vive de la esperanza de existir y de quienes sueñan con el imposible regreso.

    Su peculiar posición, la suma de identidades que representa, le llevaron a escribir su obra más sobresaliente, Orientalismo, un libro de ruptura porque ayudó a cambiar la visión unilateral que inventó el Occidente sobre los árabes. Para ello buscó con imaginación las expresiones culturales más divulgadas de la literatura, el cine y la música para entender las distorsiones de quienes creyeron entender una de las más complejas civilizaciones, a través de la superficialidad que pensaron ver en sus contenidos.

    Honrar el legado de Edward Said es esforzarnos por comprender mejor lo que a diario se nos muestra deformado. Es esa intención lo que me ha llevado a escribir las siguientes reflexiones sobre las culturas de los árabes, insistiendo en ese plural tan necesario en nuestros días para entender sus recursos culturales.

    En este libro se entrecruzan las culturas vinculadas a las tres religiones monoteístas, poniendo especial énfasis en los productos culturales, a todo aquello que significó traspasar el umbral para llegar a otro lugar. Ese que todos debemos conocer para enriquecer nuestras posibilidades humanas y ser capaces de convivir con el otro. Se trata de cruzar el umbral para entender todo lo que, pese a la lejanía, no solamente nos vincula, sino nos permite explicarnos a nosotros mismos.

    PRIMERA PARTE

    VIAJEROS EN TIERRA SANTA

    Damasco, al considerarla, es un edén eternamente grato. ¿No ves que tiene ocho puertas cual si fuera el Paraíso?

    M. B. ŶUZAYY

    Los peregrinos a la espera del ingreso a la Basílica del Santo Sepulcro para la ceremonia del fuego sagrado, ca. 1900-1920. Wikimedia Commons


    1. TRES VECES JERUSALEM

    a. La luz de la religión

    En el principio Dios separó el día de la oscuridad y la luz resplandeció sobre las tinieblas, se afirma en el Génesis, el primer libro del Pentateuco. El apóstol Juan, uno de los cuatro evangelistas, es conocido como el que da testimonio de la luz. Dará a luz un hijo, es la frase del ángel que en sueños le anuncia a José que María había concebido por obra del Espíritu. Los ángeles, los seres de la claridad, habían anunciado previamente también a Sara y luego a Isabel su inminente maternidad humana. Los ángeles subían y bajaban para mostrar a Jacob la escalera al cielo. Según Mateo, en la transfiguración de Jesús, cuando éste apareció —custodiado por Moisés y Elías— ante Pedro, Santiago y Juan, su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Marcos va más allá porque, según él, sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Para Mateo, el aspecto del ángel que custodiaba la sepultura vacía dejada por Cristo y habló a las Marías era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Dos ángeles vestidos de blanco custodiaban el Santo Sepulcro, según Marcos, y un joven de blanco ropaje estaba sentado a la derecha cuando llegaron las mujeres.

    Jesús, en Hechos de los Apóstoles, asciende a los cielos, mientras dos personajes con vestiduras blancas explican que vendrá de la misma forma que lo vieron subir. Vosotros sois la luz del mundo, dice Mateo a los discípulos de Jesús. Saulo, Saulo, por qué me persigues, le dijo la voz en el camino a Damasco y al volver la vista la luz le cegó. Aun en el Antiguo Egipto es la luz solar la que hace pensar a Akenatón en la posibilidad de un Dios único y ¿no sucedió algo semejante a Moisés cuando, a través de la zarza en llamas, con su resplandor Dios le entregó la verdad revelada?

    Fueron Mani y sus seguidores entre los primeros que se empeñaron en dar esa luz a las representaciones pictográficas de Jesús y de María, apartándose del judaísmo en cuanto a la imposibilidad de pintar el rostro de Dios y adelantándose a las representaciones que vendrían más tarde entre los católicos. Los musulmanes volverían más tarde a ese principio monoteísta de no plasmar el rostro de Dios. Mani había nacido cerca del río Tigris, educado en el monasterio cristiano de los hombres de las túnicas blancas apenas dos siglos después de la muerte de Cristo. Esos hombres habían elegido la proximidad del agua, ya que esperaban de ella pureza y salvación. Pero fue con el uso de los colores, considerados pecado de la vanidad, que los maniqueos, cuando menos en lo más aparente de una compleja doctrina, desafiaron a sus hermanos en la fe que, por lo demás, tampoco aceptaban la representación de las imágenes sagradas en el lienzo de tela.

    Por razones teológicas profundas, Agustín de Tagaste fue uno de sus seguidores, un maniqueísta convencido, para luego enfrentarse con sus principios asumiéndose católico, tal como lo expresará en su obra cumbre La Ciudad de Dios, en la que, por cierto, propone una doctrina teológica en la que explicará su religión vinculándola con toda su herencia judía —como lo hicieron los evangelistas—, expresada principalmente en el Génesis y que continúa en el Apocalipsis, para señalar el principio y el fin en el misterio de la resurrección. Y encuentra en el pecado original la base doctrinaria del cristianismo.

    La retroalimentación religiosa se muestra más tarde cuando aparece el islam y éste retoma igualmente algunas de las señales del judaísmo y del cristianismo que, con el tiempo, continuarán los intercambios que unen a las tres religiones monoteístas. Los rasgos apocalípticos fueron heredados de los judíos a los cristianos a través de la lectura de Elías e Isaías, y luego a los musulmanes en un proceso de retroalimentación constante de ideas. Eso se demuestra con el mesianismo heredado por el judaísmo, tal como se lee en los Evangelios. Tomado por los tres monoteísmos, está el diálogo que se desprende sobre las profecías, entre Avicena y Tomás de Aquino,¹ para desembocar en la luz intelectual.

    El panteón pagano, poblado por numerosas imágenes, sucumbió ante el embate del Dios único. Él no podía ser representado por ninguna estatua, figura o pintura. Ésa era herencia de la tradición judaica que enmarcó el inicio del cristianismo, por eso en el comienzo fue difícil aceptar la representación de las imágenes sagradas. En ese sentido fue contundente el dictado del Concilio de Elvira (circa 306): Lo que es venerado y adorado no debe ser pintado en los muros.

    Los cristianos representaron primero la cruz, la misma que se dejó ver en la luz del esplendor celeste luego de la Batalla del Puente Milvio, cerca de Roma, para indicarle a Constantino (324-337): Con este símbolo vencerás, y marcar con la fundación de Constantinopla, en el emplazamiento de lo que fuera Bizancio, el amplio espacio que se conquistaba para la cristiandad.

    Más adelante, en el Concilio Quinisexto (692) se prohibió la representación de Cristo bajo la forma de cualquier animal con el fin de eliminar vestigios paganos, porque no hay que olvidar que en la Roma de las catacumbas, sus seguidores hacían comunidad identificándose con el pez y el cordero. Esas tradiciones sobrevivieron hasta nuestros días, al igual que la paloma que, con todo y su blancura, representa al Espíritu Santo, que junto al Padre y al Hijo conforman la Tríada del Dios único del cristianismo.

    Durante los siglos V y VII la figura humana de Jesús y de los santos se reinventa y poco a poco va apareciendo el color en sus rostros y en sus vestimentas, así sean los de la naturaleza generosa con las variedades del ocre. Aunque no existe acuerdo, los personajes sagrados no sólo se representan sino que aparecen frontalmente para estar dispuestos a la veneración de los fieles a fin de establecer una verdadera relación con ellos. Comenzaron a introducirse escenas donde las figuras son representadas en tres cuartos y muy raramente de perfil, algo común a las pinturas romanas precristianas.

    Un amplio periodo de ambivalencia respecto a la representación de lo sagrado en imágenes se dio entre los siglos vii y viii, pero según los iconoclastas era posible representar a Cristo sin traicionar su naturaleza divina mostrando únicamente su naturaleza humana, aunque se corría el riesgo de reducir su persona a la de un hombre cualquiera. Ése es el contexto de la discusión de los monofisitas y de quienes se apartan convencidos de la doble naturaleza de Cristo, la humana y la divina, en el Concilio de Calcedonia (451).

    Bajo los auspicios de la emperatriz Irene de Bizancio se aceptó en el Concilio de Nicea (787) la legitimidad del culto a las imágenes. Fue el 11 de marzo de 843, primer domingo de Cuaresma, cuando la emperatriz Teodora restableció definitivamente su culto. Para los bizantinos, el icono debía revelar los valores espirituales ocultos bajo la apariencia de la materia y dar fe de la existencia de un mundo supraterrestre. Así lo expresaba san Juan Damasceno (675-741): Los santos son representados en estado de beatitud, revestidos del esplendor divino que les es propio desde el martirio. Representarlos con la apariencia corporal que tenían en la tierra es elevarlos al honor del que gozan con Dios desde que viven junto a Él.

    Con el Pantocrátor, el Cristo-Dios que de frente abarca la bóveda completa de Santa Sofía en Constantinopla, culmina la aceptación de la representación pictórica de Jesús. Los rasgos que lo definen son sirios, es decir, cabellos oscuros, contra la idea de la imagen griega con rizos rubios. Y como todo es fusión, la aureola dorada —expresión de la luz que emanaba de su espíritu— será tomada de las deidades paganas de Palmira, donde surgió la idea de concebirlas con un halo de luz rodeándoles el rostro como sello de distinción. Aunque de la herencia judía está Moisés, quien luego de recibir las Tablas de la Ley, tendrá rayos resplandecientes desprendidos de sus sienes.

    Las representaciones han variado de forma continua y tomando elementos de los más de dos mil años de cristianismo, aunque no sería fácil reconocer en ese largo itinerario los rasgos iniciales de las imágenes que han seguido los dictados de la moda en el Medioevo, en el Renacimiento, en el Barroco y la modernidad. Pero quizá la vulgarización es uno de los mayores problemas para imágenes que, en principio, eran luz más que forma y eso se perdió. Por eso son las imágenes que nos llegan del pasado las que continúan suscitando más interés, aunque a veces se ubiquen más en la historia del arte que en la de la religión.

    b. Y les habló desde el cielo

    En el principio fue el verbo y Dios se lo dio al mundo. Se dice que Adán habló en hebreo, el idioma de Dios, pero según los musulmanes se expresó en árabe en Edén, y ya habiendo salido de ese sitio, empleó el siriaco para comunicarse, al igual que Abraham, pero Isaac volvió al hebreo.² Lo importante es que se piensa que por el oriente llegó la palabra de Dios aunque hay la disputa sobre la lengua que habló. El hecho es que el monoteísmo es un proceso en el que confluyeron tres grandes ramales de la cultura religiosa que arrasó con el politeísmo en la región: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Aun cuando algunos afirman que la idea de un solo Dios nació con los egipcios, cuando Akenatón concedió al sol mayor importancia sobre cualquiera de las deidades de otros faraones, después se convirtió en la cuestión central de la tradición bíblica.

    Así que Abraham, el profeta errante, adorador del sol a su primera edad, pronto fue un convencido de la existencia de un Ser supremo. Estuvo en contacto con el faraón de Egipto que se prendó de la belleza de Sara. Cumplió la promesa de llevar a su pueblo a la tierra prometida y engendró a dos hijos: Ismael, de su relación con Agar, cuyos herederos serían los pueblos árabes; e Isaac, de su vínculo con Sara. Jacob, su vástago, procreó a los doce hijos simiente de las tribus de Israel. La historia bíblica, sin embargo, tiene que confrontarse con la historia social y política de la región del Medio Oriente, escrita tiempo después de los acontecimientos que narra.

    Según el Génesis, Abraham salió de Ur —localizado en el actual territorio de Iraq— e hizo un amplio recorrido por los reinos situados entre los ríos Tigris y Éufrates, pasó por Babilonia, por lo que ahora son Siria e Irán, hasta establecerse en Jarán, en la actual Turquía. Pero cuando tenía setenta y cinco años, Dios le pidió ir hacia Canaán y a las colinas de Judea, para luego partir hacia Egipto a través del desierto del Sinaí. En las márgenes del río Nilo los pastores que le siguieron encontraron pastos suficientes para sus rebaños, pero su periplo no había terminado porque le esperaba la prueba más fuerte. Al cumplir cien años nació su hijo Isaac y al poco tiempo Dios le pidió su sacrificio que debía tener lugar en el país de Moriá, que se ubica en la actual Jerusalem. Probada su fidelidad, Dios le detuvo la mano a través del ángel del Señor y, en lugar de su hijo, aceptó a cambio el sacrificio de un carnero atrapado por su cornamenta en una zarza.³

    Casi mil años después, en el 962 antes de la era común, en el mismo sitio se levantó el Templo de Salomón, con el objetivo de resguardar el Arca de la Alianza que contenía las Tablas de la Ley que Dios otorgó a Moisés en Sinaí; era custodiada por las esculturas de cuatro ángeles y resplandecía por lo que protegía. Para realizar su proyecto el rey recurrió a la amistad de su padre David con el rey Hiram de Tiro, quien puso a su disposición a los mejores artesanos y orfebres, así como el tesoro más preciado de la región: los cedros de Líbano con los que recubrieron todas las paredes del templo, y con encinos construyeron sus puertas. Dice el Cantar de los Cantares: De maderas del Líbano se ha hecho el rey Salomón su pabellón. Las columnas las ha hecho de plata; el artesonado de oro; los asientos bordados de púrpura y recamados de ébano.

    Pero el primer templo fue destruido por los ejércitos de Nabucodonosor en 586 antes de la era común, y llevaron a la esclavitud a los hebreos en Babilonia. Así condujeron a los judíos, debilitados por las pugnas internas, al exilio como lo recuerdan en sus rezos:

    Reconforta Adonai a los enlutados por Sion, y por la destrucción de Jerusalem. Reconforta a la ciudad desolada y enlutada, consuela a la ciudad en ruinas. Sus hijos no están, sus residencias están destruidas, su gloria desaparecida y ella está abandonada por sus pobladores.

    También se sabe que después algunas partes del templo fueron restauradas por Herodes, llamado el Grande, para otra vez convertirse en escombros. Con la cristianización de lo que fuera el Imperio romano —¿con Roma comenzó el colonialismo en Medio Oriente que siglos después siguieron los ingleses?—, el lugar fue abandonado y convertido en basurero porque para los cristianos lo más importante era el Santo Sepulcro que alojó a Jesús por unas cuantas horas antes de la asunción a los cielos.

    En tiempos de los romanos, Octavio concedió a Herodes el Grande todos los territorios que había gobernado Cleopatra, la última faraona. En su delirio hizo reconstruir el templo, trabajo que no vio terminado porque murió. El templo fue recinto de las enseñanzas de Jesús, quien al fin había nacido judío —probablemente del pueblo de los esenios— y con su prédica dio origen a otro monoteísmo. Su crucifixión y muerte alentaron la fe cristiana. Sólo varios años después, el segundo Templo fue destruido en medio de un levantamiento generalizado de los pueblos sometidos, entre ellos los judíos, contra la dominación romana.

    Los cristianos desplazaron su punto de plegaria hacia el Santo Sepulcro donde se construyó, gracias a Elena, madre de Constantino, una iglesia para recordar el hecho de que Cristo resucitó al tercer día, evidencia de su naturaleza humana y divina. Los judíos se habían dispersado por las persecuciones a otros sitios de las márgenes del Jordán y el monte Moriá fue abandonado.

    Este recordatorio sólo busca entender mejor por qué razón un territorio de tan pequeñas dimensiones ha podido ser tan disputado a lo largo de la historia, y explicar por qué fue importante, tanto que en diferentes momentos se volvieran las miradas hacia lo que allí sucedía. Y, en última instancia, por qué fue y es Jerusalem una ciudad disputada, y ha sido y es el centro de tan numerosos relatos.

    c. La propuesta de Chateaubriand

    François-René, vizconde de Chateaubriand (1768-1848) fue el pionero de los viajeros que dejó claramente por escrito su intención de visitar el Santo Sepulcro de Cristo en su célebre libro Itinerario París-Jerusalem, publicado en 1811. Escribió uno de los relatos más completos y conmovedores del lugar que se convertiría en un punto de atracción sin igual. Luego del periplo que lo llevó desde Europa, se estableció en un convento en Jerusalem, de donde un buen día salió a las 9 de la mañana acompañado —eso sí, como todos los ricos que comenzaron a viajar hacia Oriente— por dos religiosos, un traductor, un sirviente y un jenízaro.

    Aunque el viajero que antecedió a todos fue san Pablo, al menos el primero que viajó por motivos religiosos para proclamar la kerygma, es decir, que Cristo fue crucificado y resucitado de acuerdo con las Escrituras. Según sus Epístolas, estuvo en Damasco, Arabia, Éfeso, Tesalónica, Filipos (en Macedonia), Atenas, Roma, España y subió en varias ocasiones a Jerusalem.

    Chateaubriand se interrogó, con pena, si debía ofrecer la pintura exacta de los lugares santos.⁴ Su visita fue previa al incendio acaecido un tiempo después y pese a que imaginó su destrucción, el recinto se salvó. Por eso escribió a su regreso de Judea: La Iglesia del Santo Sepulcro no existe ya […], por así decirlo soy el último viajero que la ha visto; y seré por la misma razón, el último historiador.⁵ Su afirmación escrita después de su viaje resultó falsa porque ya no la comprobó. Se enteró de un incendio parcial cuyos efectos no fueron tan drásticos como supuso.

    Después de enumerar con precisión a los viajeros que lo habían precedido, extrajo de uno de ellos esta descripción:

    La iglesia del Santo Sepulcro es muy irregular, porque se sujetó a los lugares que quisieron encerrar allí. Está hecha más o menos en cruz, con ciento veinte pasos de largo, sin contar el descenso de la Santa Cruz, y 70 de largo. Tiene tres domos donde el que cubre el Santo Sepulcro sirve de la nave de la iglesia. Tiene 30 pasos de diámetro y está abierta en alto como la rotonda de Roma. Es cierto que no hay bóveda: la cubierta está sostenida por grandes blasones de cedro que fueron aportados por monte Líbano. Antes se ingresaba por tres puertas, ahora sólo se hace por una donde los turcos guardan celosamente las llaves, para evitar que los peregrinos entren sin pagar los 9 cequís⁶ o 36 libras que cuesta el ingreso. Entiendo que los que vienen de la cristiandad, debido a que los cristianos están sujetos al Gran Señor, sólo pagan la mitad. Esta puerta está siempre cerrada y sólo hay un barrote de fierro, por donde quienes están fuera pasan comestibles a quienes están dentro.⁷

    Después elaboró un listado de los representantes de las ocho naciones cristianas que resguardaban el lugar, en una tradición conservada hasta nuestros días: latinos, griegos, abisinios, coptos, armenios, nestorianos o jacobitas, georgianos y maronitas. El viajero al ingresar se encuentra con la piedra donde el cuerpo de Nuestro Señor fue uncido con mirra y aceites al ser descendido de la cruz, antes de ser conducido al sepulcro. Algunos afirman que fue traída desde la misma roca del monte Calvario. Otros dicen que José Nicodemo, el discípulo secreto de Jesucristo, introdujo la pieza.

    Continuaba su relato, sin guardar gran coincidencia con lo que se lee, por ejemplo, en el Evangelio según San Mateo, cuando un ángel del Señor bajó del cielo e hizo rodar a piedra que cubría el sepulcro y se sentó sobre ella. El Santo Sepulcro, continuaba Chateaubriand, se encuentra a treinta pasos; es semejante a un pequeño gabinete cuyo interior es casi cuadrado y en una placa sólida de piedra fue colocado el cuerpo del Señor con la cabeza hacia el Occidente y los pies hacia el Oriente. Cuarenta lámparas iluminan el santo lugar. A doce pasos una gran piedra de mármol gris señala el lugar en el que Nuestro Señor se mostró a Magdalena. Después se encuentra la capilla de la Aparición, en donde, según la tradición, Nuestro Señor se apareció primeramente a María Magdalena y a la otra María, es decir a su madre, luego de su resurrección. Una capilla en un ángulo más adelante está dedicada a lo que se llamó la Prisión de Nuestro Señor, lugar donde debió esperar hasta que hicieran el hoyo para clavar la cruz.

    Al salir de esa capilla, descendiendo una escalera adosada a la muralla de la iglesia, se accede a una suerte de caverna en la roca, para llegar a la capilla de Santa Elena, donde la madre de Constantino rezaba para hallar la Santa Cruz. Otros once escalones más hasta el sitio donde se encontró, además de los clavos, la corona de espinas y el fierro de la lanza, escondidos allí desde hacía trescientos años.

    En otra pequeña capilla yendo hacia el monte Calvario se ve una columna de mármol gris llamada la columna del Impropere; en ella Jesús fue sentado mientras le ceñían la corona de espinas y le daban una vara para representar burlonamente al rey de los judíos.

    Diez pasos después se sube por una escalera estrecha hacia el monte Calvario.

    Ese lugar, en otro tiempo ignominioso, fue santificado por la Sangre de Nuestro Señor, sobre el que los primeros cristianos tuvieron un cuidado particular; y después de limpiarlo de todas las inmundicias y toda la tierra acumulada, lo cercaron con murallas: de suerte que en el presente es como una capilla alta encerrada en una gran iglesia. Está revestida de mármol por dentro y separada por una arcada. La que está situada hacia el septentrión es el sitio donde Nuestro Señor fue atado a la cruz. Hay 32 lámparas ardientes cuidadas por los que celebran todos los días la misa en el santo lugar.

    Debajo de esa capilla una placa marca el sepulcro de Godofredo de Bouillon llamado el Defensor del Santo Sepulcro, quien fuera duque Margrave de Amberes y duque de Baja Lorena. A su muerte, su hermano Balduino heredó el título de rey de Jerusalem.

    El prejuicio cuenta que los cruzados se posesionaron de Jerusalem el 15 de julio de 1099:

    […] arrancaron la tumba de Jesucristo de manos de los infieles. Se mantuvo 88 años bajo el poder de los sucesores de Godofredo. Cuando Jerusalem volvió a caer bajo el yugo musulmán, la iglesia y el Santo Sepulcro fueron recuperados a precio de oro y vinieron monjes a defender con sus plegarias los lugares confiados inútilmente a las armas de los reyes: es así que a través de mil revoluciones la fe de los primeros cristianos permitió conservar un templo que pudo estar perdido para nuestro siglo.

    Así los primeros viajeros estuvieron contentos usando los textos de la Biblia y de los Evangelios que deben leerse para recorrer la tierra santa de tradiciones y recuerdos, decían. Chateaubriand se preguntaba que seguramente los cristianos querrían saber sus sentimientos, a lo cual respondió con el profundo recogimiento que le embargó al encontrarse frente al Santo Sepulcro, en ese recinto singularmente misterioso donde reina la oscuridad, aludiendo a las condiciones reales de la escasa luz del lugar y no a una metáfora que podría dar lugar a otras interpretaciones.

    Sacerdotes cristianos de distintas sectas habitan las partes diferentes del edificio. De lo alto de las arcadas, ellos se

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