Khirbet Qumrán, a orillas del Mar Muerto. Finales de 1946. Dos jóvenes beduinos, que eran primos, pastoreaban un rebaño de cabras negras cuando una de ellas se extravió encaramándose a una escarpada rocosa de difícil acceso. Uno de los pastores, Jum’a Muhammed, asciendió por la cima cuando llamó su atención un par de orificios excavados en la roca. La curiosidad le hizo lanzar una piedra a su interior. Oyó el ruido de una cerámica rompiéndose… ¿Y si se tratara de un tesoro escondido?
¿UN TESORO ESCONDIDO EN LA CUEVA?
Jum’a pensó que otro día tendría oportunidad de tratar de averiguar qué se abrigaba en aquella cueva, pues ahora se le hacía tarde y tenía que recuperar su cabra… Al día siguiente, el otro pastor, todavía adolescente, Mamad el-Dhib, más conocido como “el lobo”, se levantó muy temprano para encaminarse nuevamente hacia la cueva. Había soñado que en su interior iba a encontrar un tesoro que le permitiría salir de su miseria. Apartando algunos pedruscos consiguió penetrar en el interior de la roca. Pero lo único que halló dentro fueron nueve estrechas ánforas de cerámica, una de las cuales ocultaba un pergamino envuelto en tela enmohecida. Nada de valor… Por si acaso, metió aquel pergamino en su zurrón y regresó a casa, compartiendo su hallazgo con su primo.
“El hallazgo de los coincide con