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Bajo la sombra de la Historia: Ensayos sobre el islam y el judaísmo, vol. I
Bajo la sombra de la Historia: Ensayos sobre el islam y el judaísmo, vol. I
Bajo la sombra de la Historia: Ensayos sobre el islam y el judaísmo, vol. I
Libro electrónico1771 páginas25 horas

Bajo la sombra de la Historia: Ensayos sobre el islam y el judaísmo, vol. I

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La obra de Fernando del Paso se ha caracterizado por su lucidez y creatividad, y estas páginas no son la excepción. En Bajo la sombra de la Historia. Ensayos sobre el islam y el judaísmo el autor presenta en tres volúmenes un conjunto de excelentes ensayos de interpretación histórica y convierte a la historia misma en vehículo de explicación y en una fuente inagotable de respuestas para su propia curiosidad. A partir de la pregunta ¿en qué creen los que sí creen?, Fernando del Paso desarrolla su interés por "el otro" y nos presenta un recorrido por la historia del Medio Oriente, cuna del islam y del judaísmo, donde analiza sus prácticas y representaciones culturales: dioses, costumbres, tradiciones, ideologías, cosmologías y todo aquello que constituía, y constituye, su interpretación del mundo. El resultado es una visión panorámica del surgimiento y desarrollo de estas dos religiones, escrita con precisión pero sin carecer de profundos elementos narrativos que la sitúan al alcance de todo público.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2023
ISBN9786071677334
Bajo la sombra de la Historia: Ensayos sobre el islam y el judaísmo, vol. I

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    Vista previa del libro

    Bajo la sombra de la Historia - Fernando del Paso

    Portada

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    Bajo la sombra de la Historia

    FERNANDO DEL PASO

    Bajo la sombra

    de la Historia

    ENSAYOS SOBRE EL ISLAM

    Y EL JUDAÍSMO

    VOLUMEN I

    Fondo de Cultura Económica
    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición, 2011

    [Primera edición en libro electrónico, 2023]

    Distribución mundial

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    Imagen: Panel del Tríptico de la Redención: Adán y Eva expulsados del paraíso (1455-1460),

    de Vrancke van der Stockt, Museo del Prado

    D. R. © 2011, Fernando del Paso

    D. R. © 2011, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

    www.fondodeculturaeconomica.com

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel.: 55-5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-607-16-7733-4 (ePub)

    ISBN 978-607-16-0637-2 (empastado)

    ISBN 978-607-16-0811-6 (rústico)

    ISBN 978-607-16-0636-5 (obra completa)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Sumario

    Agradecimientos

    Nota de advertencia

    Primera parte

    LAS MIL Y UNA NOCHES DE LA BBC

    I. De la mano de Dios

    II. La guerra era una fiesta

    Segunda parte

    MAHOMA Y EL NACIMIENTO DEL ISLAM

    I. Introducción

    II. Mahoma: vida y milagros

    Tercera parte

    HISTORIA ANTIGUA DE UN PUEBLO DEICIDA

    I. De los orígenes de la nación judía al principio de la Diáspora

    II. ¿El fin de la nación judía? Del retorno de Babilonia a la rebelión de Bar Kokhba

    Apéndices

    Cuarta parte

    EL CORÁN

    I. Introducción

    II. La palabra de Dios

    III. Los versículos satánicos

    Apéndices

    Bibliografía

    Índice analítico

    Índice general

    Este libro está dedicado a una institución mexicana,

    la Universidad de Guadalajara, en reconocimiento

    por la confianza, el apoyo moral y, lo que es más importante,

    el tiempo y el respaldo económico que me dio durante varios

    años, y que fueron indispensables para escribirlo.

    Agradecimientos

    A El Colegio Nacional (México), del que me honro en ser miembro desde 1996, por todo el apoyo moral y económico que siempre me ha brindado.

    A la Biblioteca Daniel Cosío Villegas de El Colegio de México, que me permitió gozar de la categoría de lector externo con préstamo a domicilio, y muy en particular a su directora, la maestra Micaela Sánchez, a quien tantas gentilezas debo.

    A mi amiga de siempre, la profesora Elizabeth Corral Peña, investigadora de la Universidad Veracruzana, quien con tanta devoción y amor se ha dedicado desde hace muchos años al estudio de mi obra, y que en este libro se encargó inicialmente del ordenamiento de las citas y referencias bibliográficas, así como del índice onomástico y temático, labores ambas continuadas y completadas con excelencia por el profesor Gerardo Hurtado, a quien agradezco su inapreciable apoyo.

    A la doctora Jimena Nélida Rodríguez, de El Colegio de México, quien por varios años me auxilió de una manera extraordinaria en la consecución de innumerables libros y artículos de revistas, así como en la búsqueda de una muy variada información.

    A Axel Retif, cuya erudición, acuciosidad y suspicacia contribuyeron a la exactitud y el rigor máximos posibles de este libro.

    A Alejandra García, de la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica, por sus valiosos comentarios e indicaciones, y al profesor Guillermo Hagg, por su lectura de la parte correspondiente a El Corán y por su contribución para enriquecer el índice analítico.

    A mi secretaria, la licenciada Rosario Trejo, lectora fiel del manuscrito, quien siempre me brindó una invaluable asistencia técnica y me hizo también observaciones que me fueron de gran utilidad.

    A mi muy querido y culto amigo Rafael Tovar y de Teresa, quien tuvo la gran gentileza de ser el primer lector de este libro, y a quien también debo inapreciables consejos.

    A mi hija Adriana del Paso de Durán, quien me consiguió numerosos libros que me fueron indispensables para escribir este que el lector tiene en sus manos.

    Al profesor Giancarlo Pizzi y el licenciado Rubén Marín, quienes a su vez se encargaron de enviarme libros y materiales desde Francia. Mi agradecimiento especial a Rubén, subdirector de la Casa de México de la Ciudad Universitaria de París, por la prontitud y el entusiasmo con los que respondió a mis solicitudes.

    A mi prima Michèle Juin, quien me proporcionó algunos libros que me resultaron indispensables.

    A Abraham Castillo, quien tuvo la gentileza de enviarme cuanto material encontrado en Internet juzgó que era de interés para este libro.

    A Emmanuel Alejandro Alvarado, de El Colegio de México, quien se encargó de proporcionarme materiales que me fueron también de gran provecho.

    A mi esposa Socorro y a mis otros dos hijos, Alejandro y Paulina, por el cariño y la confianza que me han tenido a lo largo de tantos años, y sobre todo por su paciencia. Esta actitud fue compartida también, en vida, por nuestro hijo mayor desaparecido, Fernando, a quien llamábamos Chico.

    A la poeta quebequense Françoise Roy, entusiasta traductora al francés de las tres primeras partes del volumen I de esta obra, quien además colaboró asimismo a la corrección del manuscrito en español y a la de todos los términos, nombres y citas en francés, y a su colaborador, el profesor Gabriel Martin, quien se encargó de cotejar el manuscrito original con la traducción y me proporcionó un valioso auxilio en la revisión general de la obra.

    A Carmen Balcells, que, más que mi agente literario, ha sido una gran amiga que siempre ha mostrado una fe inquebrantable en mi trabajo.

    Nota de advertencia

    LOS NOMBRES extranjeros de personas y lugares que aparecen en este libro fueron tomados de diversas fuentes escritas en español, francés e inglés y, ocasionalmente, de otras lenguas. Las grafías correspondientes son, por lo general, distintas. Por ejemplo, todos aquellos nombres que en inglés y francés comienzan por ‘Kh’, como Khomeini o Khadija, en español se escriben con ‘j’, y a su vez ésta se transforma en ‘ch’. Así, en castellano la grafía correcta sería Jomeini y Jadicha, respectivamente. La existencia durante casi ocho siglos de una España musulmana es la responsable de que muchos de estos nombres aparezcan escritos de esta manera en las bibliografías castellanas y, cuando así ha sido, he respetado la grafía. Sin embargo, y en virtud de que la documentación a la que acudí es, en un altísimo porcentaje, de origen francés, el lector también encontrará muchos nombres —tanto de personas como de ciudades y lugares— con la grafía francesa kh, puesto que así aparecen en las bibliografías e índices onomásticos, notas, referencias, etc., de las obras y estudios consultados, y por lo mismo así son localizables tanto en el material impreso como en Internet. Ejemplos de estos casos serían el nombre del terrorista francoargelino Klahed (Kelkal) o el apellido del investigador (Farhad) Khosrokhavar.

    Por otra parte, el lector encontrará que me he atenido a la grafía de la mayor parte de aquellos nombres que en francés contienen la sílaba ou, equivalente, en su sonido, a la ‘u’ castellana. Por ejemplo, los de investigadores modernos como Arkoun (Mohammed), Hourani (Albert), Sifaoui (Mohamed) o Jazouli (Adil), que el lector no encontraría escritos como Arkun, Hurani, Sifaui o Jazuli en las bibliografías y enciclopedias contemporáneas, ni en Internet. Algunos, sin embargo —muy pocos—, que fueron tomados directamente de estudios escritos en español, o que son muy conocidos en nuestra lengua, como Harún (al-Rashid) o al-Mansur, en ocasiones Almanzor (tanto el califa abasida fundador de Bagdad como la gran figura de la España musulmana) —en francés Haroun y al-Mansour—, conservan la grafía española.

    Creo que a pesar de estas pequeñas dificultades, el lector sabrá orientarse, puesto que se trata de términos semejantes. En un mundo cada día más globalizado, donde de la noche a la mañana Pekín dejó de llamarse así para ser conocido como Beijing, y Bombay, Mumbai, y España —por lo menos en el dominio de las comunicaciones electrónicas— pasó a ser Espana, sin la ‘ñ’, no parecen ya prevalecer las reglas de grafías generalizadas y definitivas. Lo vemos en lo que concierne al concepto de guerra santa, o mejor, guerra religiosa, a la que en español me refiero como yijad, y sobre la que me he encontrado, tan sólo en francés, tres grafías distintas: jihad, djihad y gihad. Por otra parte, la palabra ben, que en árabe significa hijo de, aparece en los textos franceses, ingleses y españoles unas veces así, ben, otras como bin Bin Laden— y unas más como Ibn, por ejemplo, cuando se hace referencia a uno de los más conocidos biógrafos de Mahoma, Ibn Ishaq. Otros autores, españoles, introducen una variación más: a Ibn Jaldún, por ejemplo, lo llaman Abenjaldún.

    Por otra parte, en cuanto a los términos israelita e israelí, usaré el primero para las referencias históricas del antiguo Israel, el pueblo semita tal como se nombra en los textos bíblicos, y el segundo para los nacidos en el Estado de Israel.

    Como sabemos, los géneros de las cosas cambian de un idioma a otro. Por ejemplo, en inglés, el artículo the no es ni femenino ni masculino, y de esta regla sólo existen dos o tres excepciones. Por otra parte, muchas palabras que en francés son masculinas, como le front, le sang, le lait, le genou, en español son femeninas; esto es, la frente, la sangre, la leche y la rodilla. En lo que concierne al género de vocablos hebreos y árabes, me he apegado algunas veces a la tradición francesa, y otras a la española. En muchas ocasiones ambas coinciden: los franceses, cuando se refieren a la celebración judía del sábado (masculino en ambas lenguas) dicen le Shabat, y en español decimos el Shabat, cuando, en términos estrictos, debía ser la Shabat, puesto que ese día, en hebreo, es "una Reina". Siendo notoria la misoginia que prevalece tanto en el mundo judío como en el musulmán —además de aquella que ha caracterizado al cristianismo, que no es en sí tema de este libro—, he tenido cuidado, sin embargo, de preservar el género femenino cuando éste adquiere una singular importancia, como en la palabra Shekhinah, que en la mística judía se refiere al elemento femenino que es parte de Dios mismo.

    Cuando me refiero a algo ya dicho o por decir, he empleado indiscriminadamente la primera persona del singular: como dije, como diré; la primera del plural: como vimos, como veremos, o la neutra: como se mencionó, como se mencionará, con el único propósito de no caer en la monotonía. El lector me perdonará esta frivolidad.

    Debo también ofrecer disculpas al lector en el caso de que no me sea posible cumplir todas las promesas que hago en este primer volumen sobre los temas que trataré más adelante. Para lograrlo, necesitaré vivir algunos años más y conservar, durante ellos, la lucidez.

    Esta obra se titula Bajo la sombra de la Historia y no A la sombra…, como podría esperarse, debido a que el autor considera que la Historia es en sí, ella misma, una sombra.

    El contenido de este libro no es lo que yo quiero enseñar:

    su contenido es lo que yo quería aprender.

    Primera parte

    LAS MIL Y UNA NOCHES DE LA BBC

    I

    De la mano de Dios

    LIBRE DEL PECADO DE ORGULLO

    Yo no soy un historiador. Pero soy un testigo de mis tiempos. Un testigo privilegiado.

    Privilegiado por ser agnóstico y por ser latinoamericano.

    Que me había transformado en agnóstico —aunque en ese entonces no conocía esta palabra— lo descubrí cuando tenía 12 o 13 años de edad: un día perdí la fe de una manera fulminante y definitiva.

    Que era yo un latinoamericano me di cuenta cuando salí de México para vivir primero en Estados Unidos y después en Londres.

    Hay una diferencia entre ser ateo y ser agnóstico. Agnóstico es un término acuñado por el célebre biólogo inglés del siglo XIX T. H. Huxley, quien al parecer se inspiró en la inscripción Agnostos Theos Al Dios desconocido— que San Pablo afirmó haber visto en un altar de Atenas.¹ Ateo —y en particular el dogmático— es el que niega de manera rotunda la existencia de Dios. Agnóstico es el que está convencido de que nunca será capaz de descifrar los misterios de la Creación, y por lo tanto se abstiene de cualquier intento al respecto. El Diccionario de filosofía de Ferrater Mora nos dice: El agnosticismo en el sentido de Huxley no se opone al saber; se opone únicamente a la pretensión de saber lo que no se sabe.² Y más adelante nos recuerda que el filósofo español Tierno Galván distingue, en el ateo, una voluntad: la de que Dios no exista, voluntad que no tiene el agnóstico. El agnóstico no echa de menos a Dios, se limita a vivir en la finitud. En cierto modo, el ateo dogmático es un no creyente activo y proselitista, y el agnóstico, un no creyente pasivo. Pero existe también el ateo escéptico, que comparte con el agnóstico el reino de la indiferencia.

    También comparten ambos —el ateo y el agnóstico—, aunque no siempre, la indignación ante tanto crimen y tanta estulticia consentidos por el Dios al que los creyentes judíos llaman justo y los musulmanes, y en mayor medida los cristianos, todo misericordia. Pero al mismo tiempo ambos procuran vivir un poco dentro del olvido de la realidad —nadie tolera una dosis muy alta de realidad, decía Cioran, a quien cito de memoria— y darle cada día un poco de sentido a su vida. Este poco de sentido crece a medida que tanto el uno como el otro actúen dentro de un marco ético que pudo haber tenido como origen, algunas veces, el haber sido educado en la infancia en el seno de una religión, o que es resultado de haber elegido, motu proprio, un equilibro entre el egoísmo, que es el amor por sí mismo, y el amor a los demás, cuando éste existe. Porque no siempre se da. También entra en estas consideraciones la conveniencia: No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti, como dice el Talmud.

    En ocasiones, los no creyentes despertamos cierta compasión en algunos creyentes: después de todo, para ellos, los no creyentes somos unos seres desvalidos, literalmente abandonados por Dios. Suelen también pensar, los creyentes, que para un ateo la vida no tiene sentido. En realidad, vista desde cualquiera de las dos posiciones, la vida no tiene sentido. El creyente se lo inventa. El ateo lamenta esta ausencia y trata de superarla porque sabe, o intuye, que si la vida del ser humano tuviera sentido, no tendría sentido: todos seríamos ángeles. Dios nos dio esa maravilla que es la razón, pero al mismo tiempo la limitó a un extremo doloroso. Dios nos creó, dice la Biblia, dice el Corán, para que lo adorásemos, pero no nos proporcionó las herramientas suficientes para hacerlo. Yo no puedo adorar algo que no entiendo y que sé que nunca entenderé. Un dicho judío afirma que lo único que tiene que explicar el creyente es la existencia de Dios. En cambio, el ateo tiene que explicar la existencia de todo lo demás.³ Pero yo pienso que, si una de las características inmanentes de Dios es la inexplicabilidad, los creyentes, entonces, nada se explican, y esto nos coloca en igualdad de circunstancias.

    Sin embargo, las más de las veces los ateos provocamos no la lástima de los creyentes, sino su irritación, y algo más grave aún: el desasosiego. No entienden por qué no creemos, no quieren entenderlo, no les gustaría entenderlo. Lo que es más: a lo largo de mi ya larga vida, me he encontrado con muchas personas que piensan que en el fondo, muy en el fondo, los no creyentes creemos, pero que la soberbia no nos deja confesarlo. Les molesta también que no creamos en el infierno —sólo en el que vivimos—, que sería por antonomasia el castigo merecido por los ateos, ni en el premio al que nos acercaríamos si comenzáramos a creer: el cielo. No comprenden que para un ateo —el buen ateo, esto es, el buen amigo, el hombre honesto y leal, el buen ciudadano, buen hijo y buen padre— el premio de sus buenas acciones son las acciones mismas. Y el castigo para las malas acciones, si no el infierno eterno, sí algunas temporadas en él. Concepto nada nuevo, por supuesto; ya lo decía el gran filósofo judío Baruch Spinoza y, varios siglos antes, el heresiarca Pelagio, quien además de no creer en la transmisión del pecado original, afirmaba que la gracia sobrenatural del Señor no era indispensable para que un hombre viviera una vida santa.

    Creer en Dios es un pecado de orgullo […] el ateísmo, a la inversa, es una forma de humildad, nos dice el filósofo francés André Comte-Sponville,⁴ quien, sin embargo, no deja de señalar que, en lo que se refiere a la pérdida de un ser querido, los agnósticos somos mucho más vulnerables que los creyentes:⁵ tenemos la convicción de que nunca lo volveremos a ver, nunca, en toda la eternidad.

    Aunque esto nos da una pequeña ventaja: cuando ocurre una desgracia así, no tenemos un Dios a quién reclamarle. No tenemos un Dios de cuya misericordia podamos dudar.

    ¿En qué creen los que no creen? es el título de la publicación de un debate que se dio entre el gran escritor y lingüista italiano Umberto Eco y el entonces cardenal de Milán, Carlo Maria Martini. La mejor respuesta que yo encontré en su lectura a esta pregunta es de Eco: [los ateos] encuentran en la Vida, en el sentimiento de la Vida, el único valor, la única fuente de una ética posible. Y agrega a continuación: "Y sin embargo, no existe un concepto más fugitivo, vago, o como suelen decir ahora los lógicos, fuzzy —esto es, confuso—".⁶ Eco tiene razón. Muy pocas cosas hay tan vagas, fugitivas y, en una palabra, confusas, como la propia vida. En otras palabras, el sentido que para un agnóstico tiene la vida corresponde a las características mismas de la vida.

    Pascal piensa que la autoafirmación de un no creyente, lejos de ser una manifestación llena de alegría, debería ser un acto cargado de tristeza. Para mí, ser un no creyente no es un hecho que me haya dado una satisfacción particular. Tampoco una tristeza especial. No vivo en la noche oscura del alma, como podría suponer San Juan de la Cruz. Tristeza tengo, sí; la he tenido desde siempre, por el mundo. Pobre gente toda la gente, decía el gran poeta portugués Fernando Pessoa. Sí, pobre gente todos nosotros.

    Esto no significa que tenga lástima de mí mismo. Al menos no más de la que es estrictamente necesaria para aproximarme a la comprensión de los vínculos que existen entre mi persona, como ser humano, y la realidad. Entre mi persona y los demás. Entre mi vida y mi muerte. Entre el encanto del paraíso perdido que es la infancia, cuando se tiene una infancia razonablemente feliz —que no es siempre el caso, pero fue el mío—, y el desencanto que, con paso lento, se apodera de nosotros a medida que pasan los años. Que tampoco es siempre el caso, pero que sí es el mío.

    Durante muchos años pensé —lo que desde luego implicaba una buena dosis de arrogancia— que los no creyentes entendemos mejor por qué creen los creyentes, de lo que los creyentes entienden por qué no creemos los no creyentes. Sin embargo, un día me di cuenta de que no siempre es así, y que una buena parte de mi vida la había dominado —la domina todavía— una curiosidad nunca saciada: la de encontrar una respuesta a la pregunta inversa a la que da título a la polémica entre Eco y el cardenal de Milán: ¿en qué creen los que sí creen? Y sobre todo, ¿por qué?

    Una de las experiencias que más me impresionaron en la infancia está vinculada a un muchachito que no podía tener un apellido más judío: Cohen. En la calle donde nací, en la colonia Roma de la Ciudad de México, vivían dos o tres familias judías que tenían grandes residencias. Unas cinco calles hacia el este del barrio existía un núcleo de judíos de muy escasos recursos. Éstos eran los que enviaban a sus hijos a las escuelas públicas. Mis padres me inscribieron primero en una escuela de monjas, pero no pudieron pagar la colegiatura y me enviaron entonces a la primaria Benito Juárez. Allí conocí a Cohen. Como en toda escuela pública mexicana, estaba prohibido enseñar religión. Pero la maestra de tercero de primaria, una española franquista, católica acérrima, nos obligaba a todos a rezar el Padre Nuestro y a persignarnos antes de comenzar las clases. No hacía excepción con el pequeño Cohen, el único judío de la clase: era necesario salvar su alma. Y a Cohen, mientras movía la mano y los labios, se le escurrían las lágrimas. Creo que ésa fue la primera vez que aprendí lo que significaba la palabra injusticia, porque cuando se lo conté a mi madre, católica ella misma, eso dijo: Es una injusticia. No fui amigo de Cohen, pero nunca olvidé sus lágrimas. Nunca, tampoco, por qué la profesora no entendía que Cohen no creía en las mismas cosas que ella, y que estaba en su derecho de hacerlo. Pero comencé a darme cuenta de que había en el mundo personas que creían en cosas muy diferentes de las que me habían enseñado en la casa como las únicas cosas en las que había que creer.

    En la secundaria tuve mi primer amigo judío, un genio de las matemáticas —a las que entonces yo aborrecía—, quien durante los exámenes me pasaba a hurtadillas las soluciones. En una ocasión le dije que quería volverme judío. Su familia, como era de esperarse, me disuadió. Fue en esa misma época en la que comencé a frecuentar las librerías esotéricas, en las que adquirí Isis sin velo, de Madame Blavatsky, y leí a Maimónides. El título del tratado más conocido de este célebre filósofo, teólogo y médico judeoespañol se ha traducido al español cuando menos de dos maneras diferentes: Guía de los descarriados y Guía de los perplejos. Prefiero la segunda versión, porque, después de leerlo, a los doce o trece años de edad, me agregué, como era de esperarse, a la lista de los perplejos. A esa edad, desde luego, nunca había oído yo hablar de Aristóteles ni su influencia sobre el sabio judío.

    En la secundaria tuve otro amigo, que era evangelista. Un sábado en la tarde me invitó a asistir a su templo, a lo que él llamaba un duelo. Me agregué a una reunión de unas diez o quince personas, de sexos y edades diferentes, aunque los jóvenes éramos mayoría. Cada uno tenía en sus manos una Biblia cerrada: la protestante, la versión de Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina. A mí me prestaron un ejemplar. El director del duelo, al frente de nosotros, tenía también una Biblia en las manos. El duelo, o competencia, consistía en que el director pronunciaba el nombre de uno de los libros de la Biblia y los números de un capítulo y versículo de éste, del Nuevo o del Antiguo Testamento, si bien con mucha mayor frecuencia de este último. Por ejemplo, decía: Sofonías uno diecisiete o Éxodo veintinueve veinte. El primero que encontrara el versículo lo leería enseguida en voz alta y se anotaba un punto. De Sofonías: Y atribularé a los hombres, y andarán como ciegos, porque pecaron contra Yahveh; y la sangre de ellos será derramada como polvo, y su carne será como estiércol. Del Éxodo: Y matarás al carnero, y tomarás de su sangre y la pondrás sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón… Y así por el estilo.

    Pronto aprendí a calcular dónde quedaba cada uno de los libros. Era difícil localizar los atribuidos a los profetas menores, como el mismo Sofonías, Habacuc, Hageo o Abdías, ya que no pasan de una o dos páginas. Lo mismo el Libro de Jonás. Pero era más fácil ubicar libros como el Levítico, Isaías o Ezequiel. Vencí en algunos duelos, pero lo más importante es que me habitué a leer la Biblia. La leí varias veces en mi juventud. La volví a leer otras tantas cuando comencé a escribir este libro.

    Conozco algunas de las principales teorías científicas o pseudocientíficas que explican el origen de las religiones. Por otra parte, la necesidad de entender en qué creen los que sí creen me llevó, también desde muy joven, a leer una parte de la obra de Aristóteles y a los escolásticos como Aquino, San Buenaventura, Alberto Magno; después a Luis de Molina y Francisco Suárez, Duns Escoto. También, por supuesto, al fundador de la Escolástica, el santo inglés Anselmo, quien en su Proslogium —Discurso o Alocución— estableció según él la prueba de la existencia de Dios, que a partir de Kant recibió el nombre de prueba ontológica,⁷ y que proclama que la idea de Dios como un ser absolutamente perfecto es en sí misma la prueba de su existencia. Todo eso me llevó, varios años después, a teólogos como los suizos Karl Barth y Hans Küng; al estudio —superficial— de otras religiones; a la adquisición desordenada de diccionarios y libros sobre religión; a la lectura de los profetas de los movimientos milenaristas y mesiánicos, y, por último —y de manera ya no tan superficial—, al misticismo judío y a la teología islámica; a la pasión, también, por la historia, y en particular la del judaísmo y el islam. El interés por el antisemitismo, por la Alemania nazi, por el Holocausto, por la negación de éste y por el conflicto en el Medio Oriente fue consecuencia natural de esa pasión.

    Los creyentes pensarán que una buena parte de mi vida, hasta ahora, no ha sido otra cosa que una intensa búsqueda del Dios que perdí cuando era niño. Y que, como toda búsqueda, su propósito —consciente o inconsciente— ha sido el de encontrar el objeto del deseo.

    Sin embargo, es evidente —al menos yo así lo veo— que creer o no creer es una cuestión de predestinación, y no de libre albedrío. No es posible tomar la decisión de comenzar a creer un día, a las diez de la mañana o las tres de la tarde, y comenzar a creer. En otras palabras, no se cree por el solo deseo de creer. Existen, sí, lo que unos llaman revelaciones súbitas, a las que yo llamaría más bien alucinaciones, que logran el milagro de la conversión. Quizá yo experimenté una revelación, pero en sentido contrario: el resultado fue una desconversión. Pero se trata de revelaciones que no obedecen a nuestra voluntad. Vienen de fuera, llegan, quizá de lo alto —otros dirían que de lo bajo—, pero nos son impuestas. Dos de las más célebres de esas conversiones milagrosas, como sabemos, fueron la que tuvo Saulo de Tarso camino a Damasco y la que le ocurrió al emperador Constantino el Grande en el puente Milvio en las cercanías de Roma. Por supuesto, esta última estaba teñida de oportunismo político. De la misma manera, es imposible proponerse el dejar de creer un día, y lograrlo gracias a la sola fuerza del deseo. Comenzar a creer o dejar de hacerlo son cosas que pasan, nada más. Que nos pasan a los seres humanos. Tampoco he gozado del privilegio de ser un gnóstico, es decir, uno de aquellos que se acercan al conocimiento de Dios por medio del conocimiento de sí mismos: yo no me conozco, por la simple razón de que toda mi vida —como es el caso de casi todos los seres humanos, supongo— he sido una sucesión de yoes distintos, con frecuencia contradictorios y en ocasiones simultáneos.

    No considero por otra parte que sea el cristianismo el mejor método de conocerse a sí mismo, si comenzamos por odiar nuestra propia vida y odiar a nuestro padre, a nuestra madre, a nuestra mujer, a nuestros hijos, como condición para ser discípulo de Cristo, tal como lo expresa el Nazareno en el capítulo 14 del Evangelio según San Lucas: Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío,⁸ y de otra forma en el capítulo 10 del Evangelio de San Mateo: El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí.⁹ Yo prefiero el humilde amor pedestre que he tenido a mis seres queridos. No cambiaría el amor por un hijo por ningún Cristo. Por ningún cielo.

    Por último —y considero esto como un alivio—, los agnósticos no nos vemos obligados a escoger entre el libre albedrío y la predestinación, ni debemos preocuparnos por nuestra incapacidad de elegir entre esos dos conceptos antagónicos, o de aceptar su milagrosa coexistencia.

    Lo único que me queda claro es que nadie tiene la libertad para elegir nacer o no nacer, ni el momento o las circunstancias de su nacimiento. Tampoco nadie tiene la libertad de elegir entre la muerte o la inmortalidad en este mundo, ni la hora ni las circunstancias de su muerte. La única libertad verdadera y completa es el suicidio.

    Aun así, mi madre, si estuviera viva, diría —pese a que ella calificaría este libro como el de un hereje— que Dios fue quien me puso en este camino, y que por él he transitado de la mano de Dios.

    LA PROMESA Y LA ESPERANZA

    Bajo la sombra de la Historia no es, desde luego, un libro de memorias. Y esta parte, que hace las veces de introducción, no pretende ser una especie de presentación de credenciales, sino una exposición de aquellas circunstancias de mi infancia, mi adolescencia y mi vida como adulto que me llevaron a escribirlo. De esas circunstancias y también de los intereses que me han absorbido a lo largo de los años que lo hicieron inevitable. No sólo los intereses propios; desafortunadamente también aquellos de las empresas y las instituciones en las que me vi obligado a dejar una parte de mi vida para ganarme el pan.

    A los 18 años de edad me estrené como copywriter en una agencia de publicidad: la sucursal en México de la que en ese entonces era la agencia más importante del mundo y, por lo mismo, la más célebre de Madison Avenue: Walter Thompson. La palabra copywriter, que en la jerga publicitaria quiere decir escritor de textos, perdió su sentido original con el desarrollo, en los años cincuenta, de la televisión y los comerciales filmados. Los escritores de textos de los anuncios de los diarios y publicaciones como Life o Selecciones del Reader’s Digest nos transformamos en creativos. Teníamos que crear las imágenes y la estructura de los comerciales, aunque desde luego el idioma escrito y hablado no dejó nunca de desempeñar un papel primordial en la imagen del producto y en su campaña publicitaria, ya fuera en el texto de los comerciales como en los slogans o lemas, o los jingles —comerciales cantados—, así como en la publicidad a base de grandes carteles, folletos y radio. En los primeros dos años mi salario ascendió vertiginosamente. Las ideas estaban muy bien pagadas, porque, cuando eran buenas, se traducían en ganancias millonarias para los clientes.

    El gurú de la publicidad en aquel entonces era un tal doctor Ernst Dichter, el genio que descubrió, modeló y explotó los motivos que llevaban al consumidor a comprar tal o cual producto, a preferir uno sobre otro. Los antigurúes eran Ralph Nader y Vance Packard. El primero se hizo célebre en 1965 con la publicación de Unsafe at Any Speed [Inseguro a cualquier velocidad], en el que hizo una acerba crítica de la industria automotriz norteamericana, y en particular del automóvil Corvair, de la General Motors, por las fallas de seguridad que distinguían a este modelo. Nader se transformó en una especie de apóstol del consumidor y, junto con sus asociados, los Nader’s Raiders —los Corsarios de Nader—, realizó a fondo estudios sobre la calidad y los posibles riesgos para la salud que representaban productos como los alimentos para bebés y los insecticidas, así como las plantas procesadoras de carne de aves y de res. Con estas y otra multitud de iniciativas, Nader logró que se hicieran cambios importantes en la legislación norteamericana.¹⁰ Se distinguió también, este apóstol del consumidor, por participar varias veces como candidato a la presidencia de los Estados Unidos, a sabiendas de que le sería imposible triunfar.

    Del segundo, Vance Packard, aprendí, en libros como The Hidden Persuaders —traducido al español como Los cazadores ocultos—, que los publicistas formábamos parte de esa inmensa conspiración destinada a crear necesidades artificiales y los productos que las satisfacían. Productos de precios inflados —duplicados, triplicados a veces— por los costos de empaque y presentación: envases de lujo innecesarios, etiquetas impresas a todo color, etc., y por su publicidad. Productos de los cuales los consumidores podrían prescindir, sin por ello ser un ápice menos felices. Pero la publicidad no se distingue por normas éticas, sino por las que rigen la mercadotecnia.

    Trabajé durante catorce años en distintas agencias: dos veces en Walter Thompson, dos veces en Young & Rubicam y por una temporada en la agencia mexicana más importante, Noble y Asociados. Durante ese tiempo hice textos e imaginé comerciales para todos los productos imaginables y por imaginar: cigarrillos, papel higiénico, pegamentos, conservas, calcetines y camisas; ginebra, ron, whisky y cervezas; automóviles, lubricantes y bujías para automóviles; fotocopiadoras, pastas, peines y cepillos de dientes; harina para hot-cakes, mantequilla, mayonesa, mostaza, cereales; plumas fuente, cremas de afeitar, colchones, desodorantes, lociones para el cabello, antiácidos, jabones y detergentes; vajillas de melamina, salsas catsup, jarabes para la tos y tónicos geriátricos; tractores, pudines y gelatinas en polvo; café instantáneo, gaseosas; brasieres y fajas; lápiz de labios, aerosoles vaginales; aparatos de televisión; escuelas de danza, raquetas de tenis; cemento, acero; aspiradoras; comida para cerdos y gallinas y cien cosas más. En otras palabras, dediqué todo el ingenio y el tiempo de los que disponía, toda mi energía, a vender los productos de empresas como Kimberly Clark, Dupont, Monsanto, Kellogg Company, Anderson Clayton, Minnesota Mining & Manufacturing Company, Johnson & Johnson, Mobil Oil, Kodak, Ford Motor Company, Lever Brothers, American Airlines, Nestlé, John Deere, Bayer, Goodrich, Xerox, Westinghouse Electric Corporation, Philips, Bristol-Myers y otra decena más, de las cuales fui un servidor eficaz y anónimo.

    Hablar de política no era bien visto en la publicidad. Dejarse la barba, tampoco. La dejé crecer en una ocasión y estuve a punto de que me despidieran. Eran los tiempos en los que Fidel Castro afianzaba su poder en La Habana, el Che Guevara hacía sus maletas para luchar y morir en las selvas bolivianas y Wright Mills publicaba Listen, Yankee! —¡Escucha, yanqui!—, una apasionada defensa de la Revolución cubana. Estados Unidos había perdido un burdel de lujo, regenteado por Santo Trafficante, Anastasia y Genovese, los miembros de la Mafia que, expulsados del territorio norteamericano, se mudaron a La Habana y construyeron un emporio hotelero. No faltaba el capo di tutti i capi —jefe de jefes— Lucky Luciano, al que la justicia norteamericana había conmutado una pena de treinta a cincuenta años de prisión, tras los valiosos servicios que el siciliano había prestado a la inteligencia de la marina estadounidense. Y el bufón y perro faldero de los mafiosos, Frank Sinatra. Los lujosos casinos de la capital cubana, los restaurantes y cabarets como el Tropicana, el Sans-Souci y Club 21 recibían a los millonarios y a los políticos norteamericanos —muchos de ellos también dueños de grandes fortunas— para esquilmarlos a su gusto, en tanto que, para redondear el negocio, algunos miembros de la Mafia, como Trafficante, le vendían armas a Castro.

    La literatura y el arte eran también temas tabú en la publicidad. Los que hablábamos de una u otro formábamos un pequeño círculo en el que prevalecía la discreción. Menos tolerable era el pretender ser escritor o artista. La publicidad exigía que uno le entregara el alma. Durante todos los años que trabajé en las agencias, sólo unos cuantos amigos sabían que estaba yo escribiendo una novela. Era yo una especie de escritor clandestino. De hecho, en ninguna empresa en la que trabajé recibí el menor aliento en este sentido. Cuando ingresé al Servicio Exterior mexicano, primero como consejero cultural de la embajada de México en Francia, y después como cónsul general de México en París, reconocido ya como un escritor de prestigio, la intensidad del trabajo me impidió contar con tiempo suficiente para escribir. Sólo hasta que regresé a México, a los 58 años de edad, la Universidad de Guadalajara me dio el apoyo y el tiempo que yo necesitaba, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes me otorgó una beca vitalicia, e ingresé a El Colegio Nacional. Los ingresos procedentes de estas tres instituciones me permitieron, al fin, dedicarme de lleno a mi obra.

    No puedo, sin embargo, decir que la experiencia en la publicidad haya sido negativa. El trabajo era fascinante, porque todo comercial, toda campaña cuyo fin es el de vender un producto, representaba un reto cotidiano para la imaginación. La publicidad no sólo es una ciencia, sino un arte. En los festivales anuales en los que se exhibía una antología de los mejores comerciales de todo el mundo, tuve oportunidad de ver anuncios que no sólo eran un derroche de talento comprimido en treinta segundos: también algunos de una gran belleza. Lástima, sí, que más que vender productos, vendíamos promesas y esperanzas que en su mayor parte nunca se cumplían. Ningún jabón hace a una mujer más bella. Ningún detergente hace a un ama de casa más feliz. Ningún automóvil hace a un hombre más valioso. Pero al público estas consideraciones no parecen importarle. La satisfacción, como sabemos, está en la compra. En la línea de pensamiento del teórico canadiense de la comunicación Marshall McLuhan, se podría aventurar la idea de que la casa es la extensión del cuerpo entero de quienes la habitan, y que, por lo mismo, hay que alimentarla en la medida en que sus habitantes tienen también que alimentarse: la casa traga aspiradoras, lavadoras, refrigeradores, vehículos, aparatos de televisión y toda clase de objetos chatarra. Hoy día, en su dieta se incluyen numerosos aparatos y artificios electrónicos que más temprano que tarde, por ser todos desechables por excelencia, formarán parte de sus excrecencias naturales.

    El trabajo en la publicidad era también una promesa y una esperanza de enriquecimiento personal. Una se cumplía, y por lo tanto la otra se satisfacía con la lealtad de por vida a los principios sacrosantos de la publicidad. Los salarios, como comenté antes, eran muy altos. No sólo los de los copywriters, también los de los dibujantes, con los que trabajábamos en mancuerna. Algunos copywriters y algunos dibujantes tenían talento y soñaban con ser escritores o pintores. A casi todos los devoró la publicidad. Se hicieron ricos, sí, pero envejecieron a la par que sus ilusiones. Yo aproveché la primera oportunidad que se me presentó para dejar atrás la promesa y la esperanza de hacer una fortuna vendiendo corn flakes y pasta Colgate, y un día salí de México decidido a hacer uso, como artista y como escritor, de las armas que recomendaba Stephen Dedalus en A Portrait of the Artist as a Young Man [Retrato del artista adolescente], de James Joyce: el silencio, el exilio y la astucia.

    EL MUNDO EN MARCHA

    En algo más participé al ingresar en Walter Thompson, durante los primeros años. Fue un trabajo especial en el que aprendí algo más importante que manipular las motivaciones del consumidor para seducirlo con tal o cual producto: se trataba de manipular la conciencia de los ciudadanos mexicanos para convencerlos, a través de un noticiario, de la grandeza de Estados Unidos. De su papel en el mundo como defensor de la democracia y la libertad y azote de los tiranos. El Servicio de Información de la embajada norteamericana le había encomendado a Walter Thompson la tarea de producir un programa semanal de radio, llamado El Mundo en Marcha. El programa, cuya duración era de una hora, se transmitía los sábados de ocho a nueve de la noche por la estación de radio de más prestigio y mayor alcance de México —y Latinoamérica—, la XEW, la cual, en una época en la que la televisión estaba en pañales, era también el medio de comunicación no impreso más influyente del país.

    Yo fui una de las tres personas elegidas para confeccionar el programa. Se trataba de una labor extra que estaba muy bien pagada. Cada jueves de cada semana nos reuníamos con el encargado del Servicio de Información de la embajada, quien nos daba instrucciones sobre cuáles noticias no podían faltar en el programa y la forma de enfocarlas. Dedicábamos toda la noche del jueves a escribir el programa; lo enviábamos a la embajada el viernes por la mañana y, en la tarde del mismo día, asistíamos a otra reunión para hablar sobre las correcciones y los cortes o añadidos necesarios, de acuerdo siempre con el criterio del funcionario norteamericano en turno. Los sábados, una o dos horas antes de la transmisión del programa, nos presentábamos en el estudio de la XEW para hacer la última revisión y, si era necesario, para eliminar alguna parte y sustituirla por una noticia importante de última hora. A medida que ganábamos experiencia las correcciones eran cada vez menores en número y trascendencia: aprendimos a conocer la mentalidad de los encargados del Servicio de Información de la embajada. Nos transformamos en buenos servidores de los intereses económicos y políticos de los Estados Unidos.

    El programa, por otra parte, gozaba de una gran popularidad. Todo el mundo, en México, escuchaba El Mundo en Marcha.

    Por supuesto, nunca se pronunciaba el nombre del patrocinador. El programa parecía un regalo semanal de la XEW a sus oyentes.

    Cuando comencé a trabajar en El Mundo en Marcha, había todavía en los restaurantes y cafés de varios estados norteamericanos letreros que decían No Mexicans, no dogs; esto es, no se admiten ni mexicanos ni perros. En varios de esos estados estaban prohibidos los matrimonios interraciales entre blancos y negros. Martin Luther King iniciaba su lucha por los derechos humanos de los negros y el Ku Klux Klan cumplía noventa años de vida. Esta siniestra organización había nacido en 1865, y su primer presidente, o Grand Wizard, fue el general Forrest.

    En esas fechas, Estados Unidos vivía en plena paranoia. Aunque en realidad ésa ha sido la constante de su vida política, en ese entonces había poderosas razones que, si no la justificaban, la explicaban.

    Cuando comencé a trabajar en El Mundo en Marcha habían pasado dos años de la ejecución, en la prisión norteamericana de Sing Sing, de Julius y Ethel Rosenberg, acusados de suministrar al vicecónsul soviético en Nueva York información sobre el proyecto nuclear norteamericano de Los Álamos, en Nuevo México, donde laboraba un hermano de Ethel, el sargento David Greenglass. Ambos, Julius y Ethel, eran hijos de inmigrantes judíos. También eran judíos el fiscal Irving Saypol, su asistente Roy Cohn y el juez Irving Kaufman.¹¹

    Cuando me inicié en el arte de adaptar, no mi pensamiento pero sí mi forma de enfocar y escribir las noticias de acuerdo con el criterio de la propaganda norteamericana, el tristemente célebre senador por Wisconsin Joseph McCarthy estaba ya al borde del abismo en el que la insania y el odio lo iban a precipitar. No era desde luego el único político norteamericano que se había distinguido por una feroz y estridente retórica anticomunista. En diciembre de 1920, el Departamento de Justicia norteamericano había expulsado a seis mil personas que consideraba rojillos, según nos cuenta Alicia Gojman de Backal en su libro sobre el antisemitismo en México —el entrecomillado es de la autora—.¹² Y a principios de la década de los cuarenta se había puesto en vigor la Ley de Registro de Extranjeros —o Alien Registration—, que pretendía conocer a fondo las afinidades políticas e ideológicas de todo aquel extranjero residente en Estados Unidos que tuviera más de catorce años, así como averiguar su supuesta pertenencia o filiación a un partido o movimiento clandestino. Por otra parte, en 1949 el senador demócrata por Nevada, Pat McCarran, acusó a la Displaced Persons Commission —Comisión de Personas Desplazadas— de Estados Unidos de seguir procedimientos laxos que permitían el ingreso al país de elementos subversivos. Esta comisión había sido creada para estudiar el problema de los refugiados europeos sobrevivientes del Holocausto, los cuales eran desde luego judíos en su mayoría, y varios años después de haber terminado la guerra, continuaban, decenas de miles de ellos, viviendo en circunstancias lamentables, con frecuencia en compañía de sus verdugos y torturadores y algunas veces en los mismos campos de concentración donde habían sufrido el cautiverio, a falta de vivienda, y portando los mismos uniformes carcelarios proporcionados por los nazis, a falta de fondos destinados a renovar su vestimenta. Como nos señala Leonard Dinnerstein, McCarran no estaba preocupado por la entrada a Estados Unidos de nazis o fascistas. Se temía a los comunistas, esto es, a lo que se pensaba que podrían ser, en buena parte, judíos bolchevizados. Esta aprensión se había puesto ya de manifiesto en 1946, junto con una buena dosis de desprecio hacia las víctimas que más habían sufrido durante la guerra, por otro senador norteamericano, Chapman Revercomb, de West Virginia, quien creía que todos los judíos habían sido influidos por las teorías comunistas.¹³

    La paranoia había sido también alimentada por el célebre caso de Alger Hiss, un funcionario del Departamento de Estado norteamericano, acusado de ser miembro de la red de espionaje comunista en Estados Unidos. El acusador, un tal Whittaker Chambers, quien había participado en un movimiento comunista clandestino, hizo la denuncia ante el ya existente House Committee on Un-American Activities —Comité de Actividades Antiamericanas—. Chambers afirmó que Hiss le había proporcionado documentos clasificados provenientes del Departamento de Estado para ser entregados a un agente soviético. Hiss se declaró inocente y nunca se probó su culpabilidad. Condenado a cinco años de prisión por perjurio, salió libre a los tres años, en 1953. Sobre el caso de Alger Hiss se han publicado varios libros.

    Cuando yo trabajaba en El Mundo en Marcha, Richard Nixon era vicepresidente de Estados Unidos. Eisenhower lo había designado como segundo durante su campaña electoral, debido a su bien ganada reputación de anticomunista. Nixon desempeñó un papel importante durante el macartismo. Primero lo alentó, al insistir a los congresistas a ocuparse del caso Hiss. Después, según afirman algunos historiadores, cuando el macartismo adquirió una magnitud insostenible, Eisenhower instruyó a Nixon para que engatusara a McCarthy con objeto de que éste implicara en sus acusaciones a personajes del gobierno norteamericano que gozaban de un sólido prestigio. El delirio del senador por Wisconsin llegó a tal extremo que no se escaparon de sus diatribas el propio Eisenhower y algunos líderes de los partidos Demócrata y Republicano.

    La ferocidad de McCarthy y la enjundia de sus discursos le hicieron ganar una gran popularidad. Fueron acusadas por él, por realizar actividades antinorteamericanas, cerca de doscientas personas, pero su blanco preferido fue el mundo del cine y del arte. Entre otras de sus víctimas figuran el guionista Dalton Trumbo, uno de los talentos más brillantes de Hollywood, autor de los guiones de Thirty Seconds Over Tokio, Exodus y Spartacus [Treinta segundos sobre Tokio, Éxodo y Espartaco], quien en 1947 se negó a atestiguar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, y fue condenado a once meses de prisión. El famoso autor de novelas policiacas Dashiell Hammett —El halcón maltés, la más conocida—, quien pasó seis meses en la cárcel por negarse a revelar los nombres de los contribuyentes del fondo del llamado Civil Rights Congress —Congreso de los Derechos Civiles—, del cual era fideicomisario. El director Jules Dassin, autor de Brute Force, quien abandonó su país para establecerse en Francia. El compositor norteamericano Aaron Copland, hijo de un judío ruso inmigrante. Hubo artistas de cine que se destacaron en la defensa de los acusados, como Humphrey Bogart y su esposa Lauren Bacall, y también quienes se adhirieron al macartismo. El destacado director de cine nacido en Constantinopla, Elia Kazan —en cuya obra figuran filmes tan destacados como Al este del paraíso, Un tranvía llamado deseo y ¡Viva Zapata!—, no pudo desprenderse nunca, en vida, del estigma de haberle proporcionado al Comité de Actividades Antiamericanas los nombres de artistas y trabajadores de teatro que habían sido miembros secretos del Partido Comunista Norteamericano.

    Joseph McCarthy se hundió cuando el malestar causado por su fanatismo lo condujo a una audiencia en el Senado, en la que fue condenado por 67 votos contra 22 por una conducta contraria a las tradiciones del Senado. El macartismo había sido una desgracia para los Estados Unidos y, una vez más, su prestigio internacional quedó lastimado; entre los extranjeros ilustres perseguidos se encontraban el dramaturgo Bertoldt Brecht —que se refugió en la República Democrática Alemana— y quien sin duda fue el caso más notorio: Charles Chaplin. Una parte de la prensa norteamericana intentó vincular al famoso cómico inglés con actividades subversivas y, en consecuencia, Chaplin dejó los Estados Unidos, y no volvió hasta 1972, para recibir el premio de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. Mientras tanto, había producido en Londres A King in New York [Un rey en Nueva York], película que contenía una ácida crítica al Comité.

    El macartismo condujo a Arthur Miller a escribir una de sus más brillantes obras teatrales: The Crucible [El Crisol], traducida al español como Las brujas de Sálem, obra en la que recrea los célebres juicios de 19 supuestas hechiceras que tuvieron lugar en 1692 en la población aludida en el título, en el estado de Massachusetts, y en la que sigue el modelo de Un enemigo del pueblo, de Ibsen.¹⁴ También, entre muchas otras películas, el macartismo inspiró Good Night, and Good Luck [Buenas noches y buena suerte], sobre el comentarista de televisión Edward Murrow —de la cadena CBS—, quien, por denunciar una y otra vez las maniobras del senador, fue humillado y perdió su empleo.¹⁵

    Cuando yo trabajaba en El Mundo en Marcha, la llamada Guerra Fría no alcanzaba aún su apogeo, pero afectaba no sólo las decisiones diarias del comportamiento de Washington sino, por ende, también el comportamiento y el humor semanales de los Servicios de Información de sus embajadas. El término Cold War fue difundido por un asesor presidencial de los Estados Unidos, Bernard Baruch, en 1947, es decir, un año antes de la creación del llamado Plan Marshall y de la imposición, por parte de la Unión Soviética, de gobiernos comunistas en los países de Europa Oriental que habían sido liberados por el Ejército Rojo. A todo esto se añadió el bloqueo, por parte de los mismos soviéticos, del sector occidental de Berlín, que estaba en manos de los aliados. Trece años más tarde, los soviéticos levantarían el muro de Berlín, o Berliner Mauer. Ya existía para entonces el concepto de Iron Curtain [Cortina de Hierro] como barrera ideológica edificada por la Unión Soviética apenas finalizada la segunda Guerra, concepto que hoy se atribuye al ministro de propaganda nazi Joseph Goebbels, pero del cual se llevó el crédito Winston Churchill cuando en 1946, en referencia a los países comunistas, dijo: Desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, ha descendido sobre el continente europeo una cortina de hierro.¹⁶

    Al secretario de Estado norteamericano George C. Marshall se debe el nombre del plan destinado a la rehabilitación de diecisiete países cuyas economías habían sido gravemente lastimadas por la segunda Guerra Mundial. Entre estas naciones se encontraban Alemania Occidental y Gran Bretaña. Como era de esperarse, los Estados Unidos adujeron que la democracia sólo podía florecer en países con regímenes estables. Pero existían sin duda otros motivos para esta reconstrucción de Europa: el mundo había ya aprendido la amarga lección del Tratado de Versalles —un país humillado y en ruinas, como quedó Alemania tras la Gran Guerra, era terreno fértil para el rencor, la venganza y la dictadura—, y era urgente crear mercados para los productos y servicios derivados de la transformación imperativa —aunque parcial, desde luego— de la industria militar de los Estados Unidos. El fortalecimiento de Alemania, por otra parte, habría de constituir otro muro —esta vez de contención— que detuviera el avance soviético en Europa. Se dio asimismo un poderoso estímulo a la economía del Japón, que obedeció a motivos similares, frente a la amenaza latente de China: entre 1949 y 1953 los norteamericanos financiaron la duplicación de la producción industrial japonesa.¹⁷ El Plan Marshall hizo posible el nacimiento de un pacto de defensa colectiva, bautizado como Tratado de Bruselas, entre el Reino Unido, Francia y los Países Bajos, más Bélgica y Luxemburgo.

    Pero esto no era suficiente. Al Tratado de Bruselas se agregó la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), cuyo objetivo era presentar un contrapeso militar a la presencia soviética en Europa. Como sabemos, los países del bloque comunista respondieron con el Pacto de Varsovia seis años más tarde. El Plan Marshall y la creación de la OTAN exacerbaron la Guerra Fría. Un tercer factor que incidió en el conflicto fue, desde luego, la feroz competencia por la conquista del espacio, estrechamente vinculada a la carrera armamentista.

    Cuando mis colegas y yo nos pasábamos en vela la noche de cada jueves para presentar los viernes por la mañana al Servicio de Información de la embajada el primer esqueleto del programa de la semana, estaba cerca de su fin la Guerra de Corea. Como se recordará, en el conflicto, iniciado en 1950 por un enfrentamiento entre la República Popular Democrática de Corea del Norte y la República de Corea del Sur, intervino Estados Unidos con la complicidad y el apoyo de las Naciones Unidas. El objetivo era detener la expansión del comunismo en Asia en nombre de la democracia. Esta defensa de la democracia ajena costó cerca de tres millones de muertos. A nosotros, desde las oficinas de Walter Thompson, nos tocaba defender —y glorificar— la intervención norteamericana.

    Cuando yo era un colaborador externo, bien pagado y muy joven del Servicio de Información de Estados Unidos, el Plan Marshall y la OTAN gozaban de óptima salud, y el científico alemán Wernher von Braun trabajaba para ese país en el centro de investigación militar norteamericano de White Sands, Nuevo México, en un proyecto secreto que culminaría el 31 de enero de 1958 con el éxito del primer satélite norteamericano, el Explorer I, en respuesta a los satélites soviéticos Sputnik I y II, lanzados al espacio tres y dos meses antes, respectivamente. Los Estados Unidos le pisaban los talones a la Unión Soviética: en mayo de 1961, apenas un mes después de que la cápsula Vostok llevara a Yuri Gagarin al espacio, los norteamericanos repitieron la hazaña con Alan Shepard, y finalmente tomaron la ventaja en 1969, al enviar a Armstrong y Aldrin a la Luna. Von Braun había trabajado para el gobierno nazi en el desarrollo del misil V2, que fue utilizado contra Inglaterra en el Blitz, o Blitzkrieg, guerra relámpago cuya eficacia habían ya ensayado los nazis en España, en 1938, durante la Guerra Civil, y en 1939 en Polonia. Según Sven Lindqvist, los V2 no causaron grandes estragos en Inglaterra: sólo mataron a unas cinco mil personas con un costo de producción enorme.¹⁸

    En el centro de investigación de Peenemünde —un pueblo del extremo noroeste de la isla de Usedom, situada en el estuario del Río Penne en Pomerania— era donde se efectuaban los experimentos de los misiles de Von Braun. Éste junto con su hermano Magnus, su asistente el notable ingeniero Walter Robert Dornberger y cerca de cien científicos a sus órdenes fueron llevados a Estados Unidos. Nunca se les llamó nazis y ni siquiera ex nazis, a pesar de que habían estado al servicio del esfuerzo de guerra de los nacionalsocialistas, cuyo propósito era exterminar a los amos para los cuales trabajaban ahora; eran inmigrantes alemanes al servicio de la democracia, dignos de todo respeto. El Proyecto Manhattan, que se había creado en 1942 con financiamiento oficial de seis mil dólares y que en 1945 —cuando Estados Unidos hizo explotar en julio su primera bomba experimental en Alamogordo, Nuevo México— tenía ya un presupuesto de 2 000 millones de dólares, había así añadido la crema y nata de la inteligencia científica nazi a los grandes talentos locales que habían colaborado en el proyecto, como Enrico Fermi y Robert Oppenheimer. Entre otros extranjeros involucrados participaron Irene Joliot-Curie —hija de María Curie— y el danés Niels Bohr. Cooperó también, de manera indirecta, el que quizá fue el genio más grande del siglo XX, Albert Einstein, quien en 1939 se dejó persuadir por sus colegas científicos para que convenciera a Roosevelt del gigantesco potencial destructivo de la fisión nuclear.¹⁹ En su libro Historia de los bombardeos, Sven Lindqvist nos cuenta que desde 1947 se había elaborado en Estados Unidos el primer proyecto de guerra nuclear, llamado Broiler, en el cual se planeaba —en caso de que Europa fuera invadida por la URSS— destruir veinticuatro ciudades soviéticas con treinta y cuatro bombas atómicas.²⁰

    Pero la carrera nuclear no fue nunca un tema trillado en El Mundo en Marcha. La explosión, en 1949, de la primera cabeza atómica de la Unión Soviética había sido el principio del fin del monopolio nuclear de Estados Unidos. Ese país desarrolló la bomba de hidrógeno en 1953 y, unos cuantos años después, ambos bandos tenían suficientes bombas como para destruirse uno al otro varias veces. El historiador Eric Hobsbawm nos señala que la Guerra Fría, una confrontación de pesadillas,²¹ había alcanzado una etapa en la que ambas potencias dieron por hecho que ninguna de las dos deseaba una guerra suicida y, por lo mismo, ninguna de las dos la iniciaría. Esta convicción, como sabemos, sólo se tambaleó durante la breve pero intensa crisis de los misiles que los soviéticos desplegaron en Cuba en octubre de 1962.²² Pero para entonces hacía ya tiempo que yo había renunciado a colaborar en El Mundo en Marcha y aprendido que en los años en los que yo era uno de sus guionistas habían coincidido con el auge de algunos de los más sanguinarios dictadores latinoamericanos, como Anastasio Somoza de Nicaragua, Papa Doc de Haití o Alfredo Stroessner de Paraguay, perpetuados todos en el poder gracias al apoyo de Estados Unidos. De Somoza se cuenta una anécdota célebre: cuando un secretario de Estado norteamericano —al parecer John Foster Dulles— abogó por el tirano ante el presidente Eisenhower, éste dijo: But he is a son of a bitchPero es un hijo de puta—, a lo que Dulles contestó, "Yes, but he is our son of a bitchSí, pero es nuestro hijo de puta"—. El destacado es mío, pero estoy seguro de que Dulles enfatizó esa palabra.

    No puedo decir que, por haber trabajado en ese programa, viví en las entrañas del monstruo. Pero ya había aspirado su olor. Poco después, sí habitaría yo en el corazón de otro monstruo magnífico de la historia del imperialismo: Londres.

    ÉSTA ES LA BBC DE LONDRES…

    Dejé México un año después de la matanza de estudiantes que hizo el gobierno de mi país en la Plaza de las Tres Culturas de la Ciudad de México, y a un año y medio de distancia de la Primavera de Praga. En 1969, con una novela escrita, mi esposa y tres hijos —otro hijo, o más bien otra hija nacería después en Kent, Inglaterra—, me instalé en Iowa City, en el estado del mismo nombre, en Estados Unidos, como participante del International Writing Program —Programa Internacional de Escritores—, fundado por un poeta norteamericano y su esposa, una novelista china. En 1971, con una beca Guggenheim bajo el brazo, viajé a Inglaterra, donde muy pronto comencé a trabajar en el Servicio Latinoamericano de la BBC.

    Nos instalamos en el barrio de

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