Marranos: El otro del otro
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El marrano es una figura clave para comprender el conflicto irresoluto en el que se debate toda existencia. Desde la mística de Teresa de Ávila hasta el concepto de libertad de Baruch Spinoza, los conversos fueron los precursores de los grandes marranos de la razón que transformaron radicalmente el pensamiento elevando a categoría filosófica su oposición a toda forma de Inquisición.
Disidentes por necesidad, supervivientes gracias a la clandestinidad, a la resistencia de la memoria y a mantener en secreto el recuerdo, los marranos no se pueden dar por extinguidos. Su historia no ha terminado.
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Marranos - Donatella Di Cesare
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Índice
Los últimos judíos. Para empezar
Inarchivables
¿Héroes románticos o viles tránsfugas?
Ester y otra soberanía
¡Convertíos y huid!
Cuando todo empezó
Entre silencio y nostalgia
¿«Cristianos nuevos»?
El otro del otro
Una duplicidad existencial
El descubrimiento de sí
El agua y la sangre. De Toledo a Núremberg
La gran purga
Huida y retiro
La teología de los marranos
Teresa de Ávila y el castillo interior
«¡Válete por ti!»
Un insulto y su rocambolesca historia
El archipiélago planetario y la Nación anárquica
Los «judíos nuevos». Entre Livorno y Ámsterdam
Pavesas mesiánicas
Spinoza, la democracia, la libertad del secreto
El laboratorio político de la modernidad
El marranismo en el Tercer Reich
Contrahistoria de los vencidos y desquite de los marranos
«El marrano es un espectro al que amo»
El secreto del recuerdo - el recuerdo del secreto
Breve bibliografía razonada
Los últimos judíos.
Para empezar
Al hablar de «marranos» en su acepción histórica nos referimos a aquellos judíos que, en la península ibérica y los dominios españoles, se vieron forzados a convertirse al cristianismo para zafarse del exilio o de la muerte. Resultado de la violencia política y la intolerancia religiosa que tienen en la Inquisición su símbolo hiperbólico, el «marranismo» genera una identidad desgarrada, trágicamente escindida entre dos pertenencias inconciliables: una exterior y oficial; la otra, íntima y ocultada. Esos que, una vez bautizados, reciben el nombre de «cristianos nuevos», siguen estando separados de los «cristianos viejos», quienes se malician que sigan judaizando en secreto. No hay auto de fe que valga; las sospechas contra los marranos —que, pese a todo, aparecen como extraños e inasimilables— se amplifican hasta el punto de promulgar las primeras leyes racistas de la edad moderna: la sangre se convierte en criterio para preservar una presunta pureza. Quedan, así, cerradas las puertas de la hermandad universal.
Perseguidos, torturados, acorralados, los marranos son arrojados a una cripta que echa a perder sus vidas y mina su condición. Se ven así atrapados en un espacio híbrido, exiliados en una tierra de nadie donde, acusados de desleales, perjuros y traidores, mantienen impenetrable su secreto por largos siglos. Pero dicha fidelidad inmemorable tiene resultados paradójicos. Ese criptohebraísmo con tantas fatigas conservado acaba por no tener ya casi nada de la antigua fe. Alejados de los demás judíos, con quienes las relaciones escasean o faltan, los marranos elaboran una religión y una forma de vida que, al igual que su identidad, se asientan de manera inestable en la ambivalencia y la disidencia. Vistos desde fuera ya no está claro si son cristianos heréticos o judíos encubiertos. Con todo, una ferviente espera mesiánica, sustentada en el recuerdo del porvenir, ilumina la noche oscura de su exilio. Aislados, excluidos, segregados, persisten en el secreto convencidos de ser los últimos judíos sobre la tierra.
En los lugares más remotos y recónditos de la opresión permanecen largos siglos en la clandestinidad, y no reaparecen hasta el siglo xx: así ha sido en algunos casos notorios. Muchos otros regresan al judaísmo bastante antes, uniéndose a las comunidades antiguas o fundando nuevas comunidades. Con un efecto demoledor. Los marranos llevan consigo la semilla de la duda, el fermento de la oposición. Disidentes por naturaleza, dan principio a un pensamiento radical. Extremos y excéntricos por haber vivido largo tiempo al límite, en el confín, contribuyen al surgimiento de movimientos mesiánicos que sacuden la religión institucional. Su regreso deja impresa en la tradición una ruptura profunda e insanable de la que nace la modernidad judía.
Una vez al descubierto, aquellos que se creían los últimos judíos se revelan como los primeros modernos. Un sí mismo escindido, la imposibilidad de una pertenencia plena y un extrañamiento constitutivo son el legado indeleble de los marranos. Con ellos el mito de la identidad implosiona y se quiebra.
Por eso es necesario trascender la estricta acepción histórica para indagar en un fenómeno que no ha concluido todavía, como tampoco la modernidad se ha agotado aún. Tanto más que, rehusando divulgar su secreto, los marranos han vuelto invisible su historia e irrealizable cualquier intento de historiografía. ¿Qué queda, pues, de los marranos, fuera del archivo del recuerdo?
Reflexionar sobre el marranismo sin condenas ni apologías, considerando su sentido complejo y articulado, volviendo a recorrer sus singulares sendas, significa sondear a fondo la modernidad.
Inarchivables
Su historia no ha concluido. Imponerle la estampilla del «fin» sería una violencia añadida, como decretar su desaparición irrevocable. En los últimos años se han multiplicado los casos de personas que, quizás en circunstancias dramáticas, han hallado rastros escondidos de un pasado ignoto; que, gracias a algún débil indicio, han intuido, han adivinado; que han dejado que resurgieran jirones de recuerdos que se iban desvaneciendo. La carta de un pariente lejano, una confesión murmurada a las puertas de la muerte, una foto encontrada por azar, un objeto que asoma en un cajón, una ritualidad antigua y un gesto singular que vuelven a la memoria, un nombre —el de la familia, especialmente— que encubre, impenetrable y aun así elocuente, las vicisitudes de generaciones enteras. Los marranos de ayer y los de hoy salen al descubierto.
Desperdigados por todas partes, desde el sudoeste de Estados Unidos al noreste de Brasil, de Portugal a Italia, piden que no se los archive, encomendándose a esa larga experiencia de resistencia y memoria que les ha permitido sobrevivir más allá de todas las eliminaciones traumáticas. Lo piden por responsabilidad hacia ese secreto de cuyo recuerdo son portadores.
«Inarchivables» por vocación, tras enfrentarse al olvido contestan desde lo más hondo el arché, el principio del archivo, el orden de la archivación; se sustraen anárquicamente al aoristo de la antigüedad para reclamar un futuro. Futuro que se confiaría a una contrahistoria de los olvidados de la historia, de los ya casi vencidos, pues se han visto obligados a buscar amparo en la clandestinidad. ¿Cómo recuperar su testimonio, cómo hacer para que resurjan de la cripta, cómo rescatar su nombre?
Las preguntas se amontonan y, paradójicas como son, sacan a la luz la figura del marrano, fascinante y enigmática, que de manera ingeniosa se zafa de toda captura. Lo cual irrita a más de un historiador, que se inclinarían más bien por dar carpetazo al asunto definiendo al marrano, obligándolo a declarar su identidad de una vez por todas, confinándolo en un capítulo cerrado. ¡Basta ya de los marranos! Y de quienes querrían extender de manera abusiva la presencia de los marranos.
Aun así, en los últimos años el marranismo ha salido del dominio de la historia oficial —los marranos, ya se sabe, son experimentados trashumantes— despertando un interés enorme entre filósofos y novelistas, antropólogos y psicoanalistas. Precisamente un historiador, Jacques Revel, ha sido quien ha planteado la cuestión de los diversos modos del ser del marrano, los cuales, si por un lado amplían su semántica en lo horizontal, por el otro, en lo vertical, jalonan su cronología y, en definitiva, su durabilidad. ¿Existe una «condición» del marrano? ¿Qué rasgos la caracterizan?
Más que como figura terminal, la del marrano debe verse como figura inicial, que, además de inaugurar una nueva era de la historia judía, da comienzo a la modernidad. Pero no a una modernidad bien avenida y armoniosa, sino atravesada por una irremediable disonancia. Se origina aquí la tradición de una larga revuelta no concluida.
Ésa es la razón de que en la figura inquietante y espectral del marrano pueda captarse eso que Giorgio Agamben denomina «paradigma ejemplar». Como el Homo Sacer o el Muselmann, también el marrano traspasa los límites de la historia sin dejar de estar en ella circunscrito, y al arrojar luz sobre conexiones, sobre lazos de parentela que podrían caer en el olvido, por su carácter ejemplar vuelve comprensibles fenómenos actuales.
¿Héroes románticos
o viles tránsfugas?
Quizás ninguna otra figura haya dado pie a interpretaciones tan diversas. Con su singular destino y su insólita duplicidad, los marranos siempre han provocado división y juicios enfrentados. Tampoco su lugar está del todo claro. ¿A qué historia pertenecen, a la española o a