Antología
Por Julián del Casal
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Por toda nuestra América era Julián del Casal muy conocido y amado, y ya se oirán los elogios y las tristezas. Y es que en América está ya en flor de la gente nueva, que pide peso a la prosa y condición al verso y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura. Lo hinchado cansó, y la política hueca y rudimentaria, y aquella falsa lozanía de las letras que recuerda los perros aventados del loco de Cervantes.
Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo. El verso, para estos trabajadores, ha de ir sonando y volando. El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo, como una nota de arpa. No ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble y graciosa. Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, es el que trabajaba Julián del Casal.
José Martí
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Antología - Julián del Casal
Julián del Casal
Antología
Edición de Ángel Augier
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Antología.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9897-341-9.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-417-4.
ISBN ebook: 978-84-9007-527-2.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Prólogo
Julián del Casal en el contexto del modernismo hispanoamericano 11
Julián del Casal y Rubén Darío: paralelo revelador 11
Notas dominantes y recursos artísticos 26
«Mi museo ideal». El soneto modernista casaliano 33
Las Rimas con los Bustos 36
Prosa de Julián del casal. «La otra cara de la luna» 45
Crónicas 61
La sociedad de La Habana 63
Dedicatoria a madame Juliette Lambert 63
Capítulo I. El general Sabas Marín y su familia 64
Capítulo III. La antigua nobleza 68
Capítulo XI. La prensa (Fragmentos) 85
Capítulo IV. Los antiguos nobles en el extranjero 90
Capítulo XIII. Los pintores (Fragmentos) 94
El general Salamanca 99
Bustos femeninos 103
Crónica 107
Los funerales de una cortesana 113
Seres enigmáticos 115
El hombre de las muletas de níquel 115
Salones habaneros 121
Gran baile de trajes 121
Veladas teatrales 125
La señorita Ina Lasson y las hermanas Joran 125
Álbum de la ciudad 127
I. Frío 127
II. En Tacón 128
La herodíada perruna 131
Todavía los perros 133
Noches azules 137
Un gran matrimonio 137
Croquis femenino 143
Derrochadora 143
A través de la vida 147
Bocetos sangrientos 151
El matadero 151
Siluetas artísticas 155
Claudio Brindis de Salas 155
Salones habaneros 159
Una recepción 159
Temas literarios 163
Carta abierta 163
Rubén Darío 169
Azul y A. de Gilbert 169
Rubén Darío 176
Manuel Reina 183
I 183
II 184
III 194
Recuerdos de Madrid 195
Un poeta mexicano: Francisco de Icaza 195
Joris-Karl Huysmans 203
La vida errante 213
Guy de Maupassant 213
En el cafetal 219
La vida literaria 225
Aurelio Mitjans 225
Verdad y poesía 229
Bustos 233
I. Ricardo del Monte 233
II. Enrique José Varona 241
III. El doctor Francisco Zayas 246
IV. Aurelia Castillo de González 253
V. Esteban Borrero Echevarría 258
VI. Juana Borrero 265
VII. Bonifacio Byrne 276
VIII. José Fornaris 282
IX. José Arburu y Morell 290
Libros a la carta 303
Prólogo
Julián del Casal en el contexto del modernismo hispanoamericano
Julián del Casal y Rubén Darío: paralelo revelador
Si nombrar las cosas es función atribuida al mito, la de nombrar a las personas, que es obra del azar, en algunos casos podría creerse que es obra de la fábula. Uno de esos casos es el del poeta cubano Julián del Casal. Recuérdese el inicio del fino y amoroso obituario que le consagró José Martí: «Aquel nombre tan bello; que al pie de los versos tristes y joyantes, parecía invención romántica más que realidad».¹ Sobre lo que significó esa fabulosa realidad queremos reflexionar. Una realidad que sin dejar de parecer también «invención romántica», paradójicamente contribuyó a la agonía del romanticismo, para enriquecer a la poesía hispánica con más transparencia y pureza artística.
Siempre se ha reconocido la importancia de este poeta cubano, dentro del movimiento renovador de la literatura iberoamericana —encabalgado entre los siglos XIX y XX— al que se puso la etiqueta de modernismo. No obstante, a lo largo de toda una centuria la crítica literaria debatió sobre la ubicación del poeta, situándosele ya entre los precursores, ya entre los iniciadores de aquel poderoso impulso artístico de las letras de nuestra América que se extendió a las españolas. Otro punto polémico fue el de si precedió Casal a Rubén Darío —otro nombre de signo fabular— en el cultivo de la nueva poesía e influyó sobre él, o viceversa, si fue el poeta de Azul (1888) quien ejerció influjo sobre el poeta de Nieve (1892). La incógnita quedó despejada en su momento, con un criterio conciliador que ya se verá.
Para mí, cierto es que el estudio de la personalidad poética de Casal en paralelo con la de Darío no solo confirma tal criterio, sino que, además, ofrece un ángulo de observación y de valoración de mucha apertura y calado en la búsqueda de claves para comprender mejor su discurso lírico, en el contexto del modernismo. Las relaciones personales entre ambos poetas han de aportar elementos definitorios en el análisis y las conclusiones.
El paralelo tiene un inicio significativo: la coincidencia de que la primera composición publicada respectivamente por uno y otro poeta se titulara «Una lágrima», sin más diferencia que la de haber colocado Casal su título entre signos de admiración (diferencia que también ha de resultar significativa a la hora de las conclusiones). El poema nicaragüense apareció en el periódico El Termómetro, de Rivas (junio de 1880), a los trece años del niño prodigio, y el cubano en un semanario habanero, El Ensayo (febrero de 1881), a los diecisiete años de su autor, quien, como se sabe, era tres años y dos meses mayor que Darío, si bien la precocidad de éste compensaba de cierta manera la distancia cronológica.
Fue simple coincidencia, por el tema escogido, la muerte; en Darío, la del padre de un amigo, a quien dedica el poema; de la madre de una niña en Casal. Es improbable que Casal tuviese oportunidad de conocer en La Habana el periódico local de un pueblo de Nicaragua. Además, el espíritu y la factura de cada composición no presenta semejanza alguna. Son balbuceos poéticos de un niño tocado por la magia de la poesía y de un adolescente munido ya de esa gracia.
A esta coincidencia de carácter literario antecedió otra de tipo personal. Al hacer brotar esa «lágrima» poética en ojos ajenos, ambos habían tenido que regar de lágrimas propias el breve camino recorrido hasta entonces, pues desde temprana infancia tuvieron más motivos para verterlas que la generalidad de los niños. Contando cinco años, Casal quedó huérfano de madre, y desde los nueve tuvo por hogar el internado de una escuela religiosa. También fue aciaga la infancia de Darío: casi desde la cuna perdió padre y madre, y no precisamente por fallecimiento, aunque tuvo por hogar adoptivo el de sus tío-abuelos. La prematura orfandad marcó sus vidas para siempre.
Fueron hombres profundamente tristes. Pero mientras Casal cultivó su melancolía innata, Darío se sobrepuso a ella, relegándola a lo más hondo, y solo asomó a su verso ocasionalmente («¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?»). Pero ya habrá oportunidad de perfilar las antítesis de temperamento, dentro de las muchas analogías biográficas.
Aunque las oportunidades de educación no fueron semejantes en uno y otro, Casal y Darío llegaron a un punto en el que, de alguna manera, coincidieron las condiciones a través de las cuales, en disímiles circunstancias, lograron formar su propia personalidad literaria. Tuvo Casal el privilegio de una esmerada educación en el Real Colegio de Belén, donde los jesuitas acogían y preparaban a los vástagos de la burguesía insular. El grado de bachiller, en 1880, le liberó del largo internado, cuyos últimos años transcurrieron en circunstancias difíciles, debido a los severos quebrantos de fortuna de su padre; por esa misma causa, se vio forzado a interrumpir estudios de Derecho que había matriculado en la Universidad de La Habana.
Darío no pudo rebasar la escuela primaria, que fue la inestable e irregular de los pobres. Pero en el ilustrado ambiente de la ciudad de León, su talento precoz y su temprana e impetuosa afición poética, le propiciaron un saber literario considerable para su edad y una prematura fama. En 1882, ya instalado en Managua, por acuerdo de la Cámara de Diputados, se le concedió una beca en una escuela superior de Granada, pero él la rechazó olímpicamente, porque se le había prometido esa beca en Europa. Desde entonces, el mimado adolescente decidió hacer vida de hombre de letras, prodigando generosamente sus versos en publicaciones y actos públicos locales.
También coincidieron los jóvenes Casal y Darío en su conducta protestataria: Darío fue de ideas ácratas y además defendió y luchó por la unión centroamericana; Casal, en el Colegio de Belén, estuvo vinculado a los grupos estudiantiles más liberales y patriotas y codirigió un periódico manuscrito subversivo que fue suspendido por los jesuitas.
Este año de 1882, en el que tanto Casal como Darío emprendieron libremente, sin ataduras académicas, el camino abierto de la poesía y comenzaron a penetrar en sus secretos, es un año decisivo en el proceso renovador de la literatura latinoamericana. Es el año en que José Martí (1853-1895) publica en Nueva York su poemario Ismaelillo, sugerente inicio de la nueva poesía, cuya necesidad había proclamado el poeta cubano con especial énfasis, desde sus destierros de la década anterior en México y Guatemala. Recuérdese su exhortación: «Se ha de escribir viviendo con la expresión sincera del pensamiento libre, para renovar la forma poética vaga que de España tiene América».² También ese mismo año estrenó Martí en sus correspondencias a La Nación de Buenos Aires, la prosa modernista que ya anunciaban sus ensayos de la Revista Venezolana, de Caracas, un año antes, y ya entonces también le brotaban los «endecasílabos hirsutos» de los Versos libres.
Asimismo, en 1882, el poeta mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) labraba, como Martí, la nueva prosa artística del modernismo. Razón tendría más tarde el poeta modernista panameño Darío Herrera, al afirmar que:
«Para mí Darío y Casal han sido los propagadores del modernismo, pero no los iniciadores. Este título corresponde más propiamente a José Martí (…) y a Manuel Gutiérrez Nájera. Ambos vinieron a la vida literaria mucho antes que Darío y Casal, y eran modernistas cuando todavía no había escrito Darío su Azul ni Casal su Nieve.³
Por entonces, en efecto, Casal y Darío iniciaron independientemente el intenso período de formación literaria que los incorporaría años después al movimiento renovador. A diferencia del nicaragüense, el habanero no fue pródigo en la publicación de sus versos en esa etapa inicial. Después de aparecer la composición «¡Una lágrima!» y otras dos más en números sucesivos de El Ensayo (1881), no se encuentra colaboración alguna suya en publicaciones cubanas hasta agosto de 1883: en la revista El Museo un poema titulado «Amor en el claustro». Es precisamente con el que presentó Nicolás Azcárate a Casal en una de las veladas literarias de Nuevo Liceo, suceso que evocaría luego el novelista Ramón Meza (1861-1911), como inicio de su amistad con el poeta, y por inferencia debe situarse en 1883, fecha de publicación del poema, y no en 1885, como se ha dicho erróneamente.
Es importante establecer la fecha, porque permite situar el período recordado por Meza en su conocido ensayo sobre Casal, que abarca dos etapas de su formación literaria y de su evolución estética, desde el romanticismo hasta su asimilación de las tendencias modernas de la poesía ochocentista. La primera etapa es la que evoca Meza, cuando con el joven poeta, codo a codo en el mismo lado de la mesa, en la vasta biblioteca de los abuelos del novelista, estudiaban la literatura «en preceptores tan amenos (…) como Lamartine y Madame de Stäel».⁴ Con romántico arrebato recitaban versos de Núñez de Arce, Zorrilla, Espronceda y Bécquer, y conmovíanles las heroínas y los héroes literarios de todos los tiempos. E insistía Meza:
Nos hallábamos en el período agudo de la fiebre de lectura, tributamos, por segunda o tercera vez a los grandes hombres, la admiración profunda que se merecen los genios: Esquilo, Sófocles, Virgilio, Dante, Goethe, Petrarca, Milton, Shakespeare»; y se preguntaba: «¿Qué no leímos? ¿Qué autor de universal celebridad no conocimos?⁵
La duración de esta primera etapa pudiera calcularse entre 1884 y 1886, pues al comienzo de las sesiones de lectura se reunían «en las horas de ocio, muy frecuentes por entonces, en que dejando de la mano a Justiniano y las Pandectas, estudiaba con el poeta la literatura», o sea, sugiere que se trata de la época universitaria del futuro novelista. Más adelante en su testimonio, reconoce Meza que «aquella mole aterradora de lectura comenzó a pesar sobre nuestros pulmones»,⁶ al punto de enfermarse ambos, pues, agrega, «trabajábamos algo, bastante», y enumera las múltiples tareas de una época muy posterior a la del ocio:
Además de nuestra ocupación diaria, él, de escribiente de Hacienda, yo, en el bufete, nos ocupábamos con toda puntualidad en la semanal tarea de redactar La Habana Elegante, de nuestras lecturas e investigaciones, y, por si fuera poco, íbamos a la biblioteca de la Sociedad Económica a copiar, página por página, obras de Cirilo Villaverde,
agregando: «Manuel de la Cruz y Aurelio Mitjans nos acompañan en esta tarea».⁷
Hay que recordar que no es sino hasta octubre de 1885 cuando figuran Casal y Meza, junto con Aniceto Valdivia, como redactores del semanario habanero. Han transcurrido varios años y en ese lapso han cambiado las circunstancias de vida de los protagonistas de la evocación de Meza.
La segunda etapa de este período —que pudiera ubicarse entre 1886 y 1890— comienza cuando, según Meza, Aniceto Valdivia «nos absorbió por completo a Casal», quien dejó «su íntima comunión de lectura con nosotros y entró con pasos firmes y decididos por otros derroteros, influidos tanto por la tendencia poética predominante en sus días, como por su forma material de expresión».⁸ Valdivia había regresado recientemente de Europa bien provisto de cultura literaria general y en particular de la literatura francesa contemporánea, bagaje avalado por una biblioteca envidiable y provocadora, que fascinó al poeta. Es bien explícito el párrafo de Meza al respecto:
Casal, que ya poseía el francés, se perfeccionó con facilidad admirable en este idioma penetrando los giros exquisitos de la rima en los autores de más difícil traducción. Los versos nuevos de Parnaso, de Teófilo Gautier, Carlos Baudelaire, Teodoro de Banville y Leconte de Lisle, señalaron otra tendencia en el poeta y sin duda que grabaron profunda huella con sus poesías sucesivas. Fue apartándose de los grandes poetas de su hermoso idioma: de Núñez de Arce, de Espronceda, Duque de Rivas, Zorrilla y Bécquer y de los románticos franceses, Hugo, Lamartine y Musset para estudiar la forma de expresión e inspirar sus ideales en la escuela novísima.⁹
Agregaba Meza otros nombres que lograron la devoción de Casal: Verlaine, D’Aurevilly, Huysmans, Viele Griffin, Moreás, Mallarmé, entre otros.
La línea fronteriza de estas dos etapas puede fijarse en el primer libro de Casal, Hojas al viento (1890), donde ya en los poemas posteriores a 1887, incorpora elementos de las nuevas tendencias, que alcanzarían plena manifestación en Nieve (1892).
Hay que destacar la coincidencia de que precisamente en aquellos mismos años, Rubén Darío experimenta una evolución similar a la de Casal, también en dos etapas con iguales características y resultados. En su primera visita a El Salvador (1882-1883), Francisco Gaviria lo inicia en el conocimiento de Víctor Hugo y le revela su adaptación al castellano de la cadencia rítmica del alejandrino francés. De regreso a Managua, el joven Darío obtuvo empleo en la recién fundada Biblioteca Nacional nicaragüense. Allí, según testimonio del poeta en su Autobiografía,¹⁰ Antonino Aragón, que fungía de director, supo orientar sus lecturas durante largos meses de avidez intelectual. Edelberto Torres, el más autorizado biógrafo dariano, afirma con acierto que para Darío aquella etapa de afanosas lecturas en dicha biblioteca, constituyó la carrera universitaria del poeta. Leyó entonces a los clásicos castellanos del Siglo de Oro, frecuentó literaturas de diversas épocas y países, y profundizó de modo especial en el estudio de los románticos franceses —Hugo, Musset, Vigny— y españoles —Núñez de Arce, Campoamor, Zorrilla, Bécquer—. También en esa ocasión leyó por primera vez las crónicas de José Martí en La Nación de Buenos Aires, que habrían de influir en su estilo, como él reconoció posteriormente. Con ese bagaje, similar al que acumuló Casal en la primera etapa que hemos examinado, viajó Darío a Chile en 1886.
Es notoria la especial significación que tuvo para el veinteañero Rubén Darío su tránsito por ambiente superior de cultura como el de Chile, de 1886 a 1889. En la segunda etapa del período de consolidación de su personalidad literaria, fue Pedro Balmaceda Toro tan determinante en Darío como Aniceto Valdivia en Casal. El joven escritor chileno, que utilizaba el seudónimo de A. de Gilbert, poseía selecta biblioteca de autores franceses que fueron una revelación para Darío, y recibía las más importantes revistas literarias de Francia y de otros países.
Puede considerarse que Darío cerró su ciclo romántico influido por Bécquer, Campoamor y otros poetas españoles, con sus colecciones editadas en Santiago de Chile en 1887: Abrojos, Canto épico de las glorias de Chile y Otoñales (Rimas), a semejanza de la línea divisoria trazada por Casal coetáneamente y que culminó con Hojas al viento en 1890. A partir de entonces, inició Darío su nueva etapa renovadora que significó Azul (Valparaíso, 1888), aunque la parte poética de esta edición (las composiciones de «El año lírico» y las que le acompañan), aún participan del clima estético que se dispone a abandonar. Sabido es que lo novedoso de Azul está en su prosa, donde el autor incorpora procedimientos estilísticos de la nueva literatura francesa. En breve nota lo explicaría él mismo alguna vez:
Azul es un libro parnasiano y, por lo tanto, francés. En él aparecen por primera vez en nuestra lengua, el «cuento» parisiense, la adjetivación francesa, el giro galo injertado en el párrafo clásico castellano, la chuchería de Goncourt, la calinerie erótica de Mendès, el encogimiento verbal de Heredia, y hasta su poquito de Coppée.¹¹
Ambos poetas ya se habían situado, simultáneamente, en una misma latitud artística, a la que arribaron por caminos distintos en parecidas circunstancias, pero se ignoraban mutuamente.
No tenemos referencia alguna acerca de cuándo tuvo Darío noticias de Casal y su poesía. Podemos suponer que fuese en Chile, en la redacción de revistas que mantenían canje con El Fígaro y La Habana Elegante, las publicaciones en las que aparecieron textos de Casal desde 1886. En mi libro sobre Cuba en Darío y Darío en Cuba, creo haber dejado establecido que Casal y sus compañeros de redacción en La Habana Elegante supieron de Darío por primera vez, cuando en julio de 1887 su director, Hernández Miyares, se hizo eco en sus páginas de dos encomiásticos comentarios de la prensa chilena sobre Rubén Darío, por lo que dedujo que se trataba de «un nuevo poeta chileno», algunos de cuyos «abrojos» reprodujo de los artículos mencionados. Y en diciembre del mismo año, la misma revista dio a conocer por primera vez en Cuba un texto de Darío, un poema de la etapa campoamoriana de su autor.
Así quedaron abiertas a Rubén Darío las páginas de La Habana Elegante, que en octubre de 1888 reprodujeron la nota de una revista santiaguina sobre la aparición de Azul, y que durante ese año acogieron nuevos textos del nicaragüense, tomados del canje periodístico. No fue sino hasta 1890, que La Habana Elegante recibió colaboración de Darío enviada por él personalmente y dedicada al director Hernández Miyares: los «sonetos áureos», composiciones ya plenamente modernistas que incluyó su autor en la segunda edición de Azul (Guatemala, 1890). Fue esta edición la que se conoció en Cuba en abril de 1891, La Habana Elegante dio cuenta de haber recibido tres ejemplares enviados por Darío: uno para Casal, otro para Raoul Cay y el tercero para Hernández Miyares. Ya quedaba establecida la conexión entre Casal y Darío.
Casal correspondió a la gentileza, dedicándole a Rubén el poema «La reina de la sombra», publicado por la revista habanera en mayo de 1891, y en noviembre del mismo año, su entusiasta artículo sobre «Azul y A. de Gilbert», el ensayo que Darío consagró a su amigo chileno Pedro Balmaceda Toro. A su vez, el poeta de Azul dedicó a Casal su composición «El clavicordio de la abuela», que apareció en La Habana Literaria —continuadora ocasional de La Habana Elegante— en marzo de 1892.
Precisamente en ese primer trimestre de 1892, vio la luz el segundo libro de Casal, Nieve, que lo consagró como uno de los más calificados exponentes del modernismo hispanoamericano, y que le valió ser considerado por Darío como «de lo moderno, el primer lírico que ha tenido Cuba» y «de todos los tiempos, el primer espíritu artístico».¹²
Hay la certeza de que ambos poetas tuvieron intercambio epistolar antes de encontrarse personalmente en julio de 1892, cuando Darío pasó por La Habana de tránsito para España. Hubo un último y dramático encuentro el 5 de diciembre, al regresar Rubén de España y permanecer solo unas horas en puerto para trasbordar al vapor que lo llevaría de retorno a Centroamérica.
Las dos líneas paralelas, tan coincidentes en su formación, trayectoria y rumbos ya justificaban el certero criterio ulterior de don Federico de Onís, de que al encontrarse Casal y Darío, habían llegado los dos independientemente a las mismas fuentes, y a muchos puntos de coincidencias en su creación poética. Imantadas mutuamente por la admiración recíproca, el ansiado y feliz contacto entre ambos, en definitiva, habría de resultar traumático para Casal.
Hasta entonces, el poeta cubano había sobrevivido confesándose a sí mismo, o sea, a su verso confidente, su desencanto de la vida, su tedio incurable, su mortal pesimismo; y solo su profundo amor al arte, que le propiciaba el desahogo de su implacable neurosis, le hacía tolerable la existencia. Casal, cautivado por el genio artístico de Rubén, identificado con él por las mismas tendencias estéticas, lo consideró un espíritu gemelo en cuya afinidad esperaba encontrar una cálida fraternidad. No hay dudas de la admiración, comprensión y afecto de Darío hacia Casal, pero en el aciago momento de la despedida, el dramático choque de temperamentos, el rudo contraste de sus vidas, confirmó a Casal intensamente la triste certidumbre de su soledad.
Esta confrontación sentimental fue relatada por el poeta cubano en ese impresionante testimonio poético y humano que es la composición «Páginas de vida», que sin referencia alguna a Darío publicó su autor en enero de 1893 en la revista La Habana Elegante, y que incluyó en su libro póstumo Bustos y rimas.
Casal describe en tono sobrecogedor el escenario del encuentro y el estado de embriaguez de su amigo: «En la popa desierta del viejo barco/ cubierto por un toldo de frías brumas (...) sintiendo ya el delirio de los alcohólicos/ en que ahogaba su llanto de despedida,/ narrábame en los tonos más melancólicos/ las páginas secretas de nuestra vida». Y reproduce su versión de la imagen que de sí mismo describió Darío:¹³
—Yo soy como esas plantas que ignota mano
sembró un día en el surco por donde marcha,
ya para que la anime luz de verano,
ya para que la hiele frío de escarcha.
Llevada por el soplo del torbellino
que cada día a extraño suelo me arroja,
entre las rudas zarzas de mi camino
si no dejo un capullo, dejo una hoja.
Mas como nada espero lograr del hombre,
y en la bondad divina mi