La soleada mañana del 28 de junio de 1838, la nueva reina de Inglaterra, Victoria, de dieciocho años, acompañada por una brillante escolta de guardias, se desplazó en una dorada carroza hasta la abadía de Westminster, donde el arzobispo de Canterbury la coronó. Victoria, sobrina del fallecido rey Guillermo IV, padre de once hijos –ninguno de ellos legítimo–, había sido criada con esmero por su madre, una princesa alemana; ante sí tenía un futuro libre de preocupaciones económicas.
Al pasar por los barrios prósperos entre el Palacio Real y la abadía de Westminster, la joven oía los aplausos y devolvía los saludos que le dirigían los caballeros y las señoras elegantes que ocupaban los palcos y asientos reservados. No era consciente de la miseria de las zonas pobres de la capital, y apenas sabía nada de la vida de decenas de miles de muchachas de su edad de clase baja.
Sin futuro
A la sazón, Londres contaba con cerca de dos millones de habitantes. Centro comercial del país y gran puerto, miles de mujeres malvivían en sus rincones, criadas entre la mugre y el alcoholismo, en casas