LA BELLE ÉPOQUE
Bella, aunque no para todos. Ese podría ser un lema realista de la Belle Époque, una etapa en la que las desigualdades sociales eran todavía bien patentes, e incluso la diferencia entre unos países y otros en Europa. Sin embargo, tras el horror de la Gran Guerra, la nostalgia de los años previos al conflicto permitió acuñar una ilusión retrospectiva, la de los buenos viejos tiempos. Una belle époque que simbolizaba, como afirma el historiador francés Michel Winock, “la preguerra: los años de vida, por oposición a los años de muerte”.
Fue un período de progreso, avances técnicos, grandes inventos, vanguardias artísticas, colorido y frivolidad, en el que París quiso convertirse en la capital del mundo. En pleno apogeo de la Tercera República, la capital francesa era el mayor escenario de lujo y ostentación, de riqueza y derroche, de orgullo nacional y exhibicionismo, de talento y creatividad. Así se puso de manifiesto con la inauguración de la Exposición Universal de 1900, el primer gran espectáculo del siglo xx.
Exclusivos y exquisitos
Bajo la dorada superficie de aquella época, la aristocracia acotó su espacio en, aquel núcleo social exclusivo inmortalizado por Marcel Proust en su monumental obra . “Los refinados –afirmaba Proust– calculan el valor social de un salón por la cantidad de gente excluida”. Ejemplo de ese dandismo era Boni de Castellane, un aristócrata considerado el hombre más elegante de la Belle Époque. Poseedor de un gusto exquisito, coleccionó arte y despilfarró ingentes cantidades en todo tipo de caprichos, gracias a la fortuna de su esposa, Anna Gould, heredera de un magnate ferroviario estadounidense. Su Palacio Rosa en la Avenue du Bois de Boulogne, sus fiestas suntuosas y su combinación de refinamiento con el lujo extremo lo convirtieron en símbolo de un mundo a punto de extinguirse.
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