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Si buscas un símbolo de la historia berlinesa del siglo xx, no puedes perderte Teufelsberg. Esta colina de 114 metros de altura, que emerge del bosque de Grunewald, en el extremo oeste de la ciudad, se compone casi en su totalidad de escombros de la Segunda Guerra Mundial. La mayor parte son ladrillos, pero también hay dinteles rotos, mosaicos destrozados y piedras marcadas: a la postre, 26 millones de metros cúbicos de escombros retirados de las calles de Berlín terminaron aquí, sobre el armazón incompleto de una academia militar. Los nazis la estaban construyendo cuando, en 1945, llegaron los tanques de Stalin.
Después, británicos y estadounidenses colocaron un puesto de vigilancia en la cima, coronado con un puñado de antenas encapsuladas bajo cúpulas, como grandes pelotas de golf blancas. Alguna vez aquí trabajaron 1500 espías de la Guerra Fría que no solo escuchaban las conversaciones de los comunistas; los periodistas de Alemania Occidental también sospechaban que intervenían sus llamadas telefónicas. No es de extrañar que recibiera el nombre de Teufelsberg, teufel es diablo en alemán.
En la actualidad, el panorama es muy diferente. Los aliados se retiraron en 1991 y, antes de que se decidiera qué hacer con el terreno, los habitantes abrieron agujeros en la valla perimetral y se colaron por ahí. Algunos solo querían ver por qué había tanta polémica; otros llevaban latas de pintura en aerosol.
“¿Cómo podría haber sido distinto?”, pregunta Richard Rabensaat, artista berlinés y guía turístico en Teufelsberg, cuando me lleva hasta ese lugar una mañana entre semana. “Era un lugar maravilloso