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Los nacionalismos vascos y catalán: En la Guerra Civil, el franquismo y la democracia
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Los nacionalismos vascos y catalán: En la Guerra Civil, el franquismo y la democracia
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Los nacionalismos vascos y catalán: En la Guerra Civil, el franquismo y la democracia

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Así como en los años 30 el reto principal para España era la revolución, hoy ha pasado a ser el separatismo, particularmente en Cataluña y Vascongadas, en menor medida en otras regiones.

Se trata, en resumen, de si España va a permanecer unida como nación independiente, o a disgregarse, balcanizarse, en estados pequeños e impotentes, objeto de las maniobras e intereses de potencias mayores. Sorprendentemente, este crucial problema es vastamente ignorado en cuando a su origen, fundamentos e historia. Y no solo lo ignora la opinión pública, sino la inmensa mayoría de quienes la orientan, políticos, periodistas e intelectuales.

Decía Toynbee que las sociedades evolucionan respondiendo a los retos que les presenta la historia. Si no responden adecuadamente, perecen. Y cuando se empieza por desconocer el carácter y evolución del desafío, las consecuencias pueden ser trágicas.

Este libro aspira a disolver en lo posible las brumas de ignorancia en que se viene desenvolviendo la política española con respecto a esta vital cuestión. Sobre la obra de Pío Moa ha escrito el prestigioso historiador Stanley Payne: "Es crítica, innovadora e introduce un chorro de aire fresco en una zona vital de la historiografía contemporánea española, anquilosada desde hace mucho tiempo en angostas monografías formulistas y vetustos estereotipos".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 oct 2013
ISBN9788490552421
Los nacionalismos vascos y catalán: En la Guerra Civil, el franquismo y la democracia

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    Los nacionalismos vascos y catalán - Pío Moa

    estudio.

    PRIMERA PARTE: LA GUERRA CIVIL

    Capítulo 1

    INTERPRETACIONES SOBRE LAS CAUSAS DE LA GUERRA CIVIL

    La Guerra Civil es el dato crucial de la historia de España en el siglo XX, pues marca un antes y un después hasta hoy mismo. Sobre sus causas y carácter se han dado dos versiones esenciales, más una tercera propia de los nacionalismos separatistas. De acuerdo con la primera versión, muy difundida y de base marxista, la guerra surgió de la lucha de clases, del conflicto de intereses entre una «oligarquía privilegiada» (financieros, terratenientes, jerarquía militar y eclesiástica) y «el pueblo». La II República habría traído reformas tan beneficiosas para las «clases trabajadoras» como perjudiciales para la oligarquía, por lo que esta las saboteó por sistema hasta terminar rebelándose y triunfar después de tres años de lucha, con ayuda de Hitler y Mussolini.

    La segunda versión deja de lado la lucha de clases y sostiene que el grueso de la derecha, lejos de sabotear la legalidad republicana, la aceptó pese a haberle sido impuesta sin consenso en 1931. Y que fueron las izquierdas y los separatistas quienes destruyeron su propia legalidad, su Constitución, generando violentos golpes revolucionarios que hicieron imposible la convivencia pacífica.

    Aunque tras la emblemática caída del Muro de Berlín pocos se dicen marxistas, esa ideología, con su lucha de clases, sigue presente en numerosas versiones de la historia y la política. Pero la secuencia de los hechos no la abona. Así, los comunistas fueron los primeros en rechazar la República. Antes de un mes de proclamada esta, las izquierdas incendiaron más de cien iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza católicos. Luego tres insurrecciones anarquistas causaron dos centenares de muertos. Las izquierdas perdieron ampliamente las elecciones de 1933, prueba de que el pueblo llano apreciaba poco sus reformas. El PSOE, la Esquerra catalana y otras izquierdas respondieron a su derrota en las urnas declarándose en pie de guerra y lanzándose al asalto de la República en octubre de 1934, asalto tipificado por el propio PSOE como guerra civil para instaurar un régimen a la soviética: en las dos semanas que duró antes de ser vencida, la insurrección causó 1.300 muertos e ingentes daños materiales y culturales. En tal ocasión, las derechas en el poder demostraron su legalismo al defender al régimen en lugar de contragolpear para acabar de destruirlo. La derrota de las izquierdas no moderó a estas, y violentaron las elecciones de febrero de 1936 con motines y coacciones a un gobierno débil, para alzarse con una victoria fraudulenta. A continuación, desde el poder y la calle, impulsaron un proceso revolucionario que en solo cinco meses ocasionó más de 300 muertos, centenares de incendios de iglesias, quemas de registros de la propiedad, prensa y sedes derechistas, invasiones de fincas e incontables desmanes más. Las agresiones culminaron en el secuestro y asesinato del líder de la oposición, Calvo Sotelo, por fuerza pública y milicianos socialistas, última gota que desbordó el vaso de la indignación de una gran masa del pueblo, causando la rebelión derechista.

    De acuerdo con esta segunda versión, las causas de la guerra habrían sido no unas reformas desdeñadas por el pueblo en las elecciones de 1933, ni una legalidad democrática ya arrasada por las izquierdas, sino un sangriento empuje revolucionario que amenazaba, entre otras cosas, la integridad de España y su tradicional cultura cristiana.

    Y es indudable que, frente a esta serie, aquí muy abreviada, de violencias, solo sectores minoritarios de la derecha conspiraron contra la República. Así el golpe del general Sanjurjo en 1932, fácilmente abortado (Sanjurjo, por lo demás, fue decisivo en la llegada del régimen, al poner a la Guardia Civil a las órdenes del gobierno provisional republicano). Hubo otras conspiraciones, de relevancia casi nula, excepto la de Mola, ya en 1936, frente al imparable movimiento revolucionario. Las derechas gobernaron legalmente durante los años 1934 y 1935, llamados por la izquierda «Bienio Negro». Pese al acoso y a la insurrección izquierdistas de 1934, el año 1935 fue desde el punto de vista económico, y casi desde cualquier otro, el más próspero de la República.

    Otro argumento contra la versión marxista: según ella, los partidos reflejaban intereses de las clases sociales, y por tanto algún partido representaría a la clase obrera. Pero al menos cuatro grupos pretendían esa representación: los comunistas, los socialistas, los anarquistas y el POUM. Pues bien, esos «representantes del proletariado» se libraron a una rivalidad feroz, con asesinatos y persecuciones que en plena guerra alcanzaron su apogeo en dos pequeñas guerras civiles entre ellos.

    La segunda versión de la guerra centra el peso explicativo en el aspecto legal y suena mucho más razonable. En toda sociedad actúan y compiten variados intereses, fuerzas, sentimientos y aspiraciones, lo que exige la presencia y respeto de la ley, para evitar un caos de colisiones entre unos y otros, o la tiranía. Las izquierdas, como es sabido, hicieron una Constitución a su gusto, y ellas mismas la destruyeron violentamente por diversas causas. A la derecha no le quedó otro remedio que sublevarse para no ser definitivamente excluida y aplastada, como no se recataban en amenazar sus contrarios.

    La Constitución era solo a medias democrática, pues no fue consensuada con partidos representativos de gran parte del pueblo, agredía los sentimientos religiosos de la mayoría, cercenaba la libertad de enseñanza y reducía al clero a ciudadanos de segunda. La derecha principal, la CEDA, pensaba cambiar la Constitución por vías legales. Por lo demás, está claro que las izquierdas no eran democráticas en sus metas ni en sus medios, y lo demostraron en la práctica aunque alzasen propagandísticamente la bandera de la democracia. Las derechas lo interpretaron como imposibilidad de una democracia en España (realmente se hallaba en crisis en toda Europa), y durante la guerra instalaron un régimen autoritario, visto por unos como definitiva superación tanto del socialismo como del liberalismo, y por otros como una solución excepcional a una crisis excepcional. Por tanto, la democracia no jugó papel alguno en ningún bando.

    Finalmente se ha ponderado mucho la ayuda de la Alemania nacionalsocialista y de la Italia fascista al bando de Franco, suponiendo que ello equiparaba a los tres regímenes. Otra versión carga las culpas sobre Francia e Inglaterra, que por motivos espurios habrían desamparado a la democracia representada en el Frente Popular. Los datos conocidos colisionan, nuevamente, con tales explicaciones. El Frente Popular se compuso, de hecho o de derecho, de estalinistas, marxistas revolucionarios del PSOE y anarquistas, como fuerzas principales. A su lado lucharon, en segundo plano, los republicanos de izquierda, que habían respondido a las urnas en 1933 con intentos de golpes de Estado, los separatistas catalanes, igualmente golpistas, y los separatistas vascos, de un racismo extremado. Naturalmente ni juntas ni por separado podían estas fuerzas presentarse como democráticas salvo como maniobra táctica, y los gobiernos de París, y sobre todo de Londres, eran bien conscientes de ello. No «abandonaron» a ninguna democracia, sino a un régimen revolucionario violento en extremo. Fue natural, en cambio, que recibiera el mayor apoyo del Moscú comunista.

    Tampoco puede compararse la actitud de Franco hacia Hitler y Mussolini con la del Frente Popular hacia Stalin. Hitler no había emprendido aún la política de crímenes y genocidio de la guerra mundial, y Mussolini nunca lo hizo, mientras que Stalin ya acumulaba una cordillera de cadáveres. Además, Stalin pudo condicionar y orientar decisivamente la política del Frente Popular, mientras que Franco se mantuvo en todo momento independiente de sus aliados de ocasión, declarando incluso su intención de permanecer neutral en la guerra europea que se avecinaba. Intención que por otra parte cumplió. Moral y políticamente fueron dos tipos de relación muy distintos.

    En fin, vale la pena reseñar el juicio de los «padres espirituales de la República», como se llamó a Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y Gregorio Marañón, firmantes de un influyente manifiesto republicano en 1931. Ortega criticó ácidamente la frivolidad de los intelectuales extranjeros que se adherían a una imaginaria democracia del Frente Popular. De Einstein dijo: «Usufructúa una ignorancia radical sobre lo que ha pasado en España ahora, hace siglos y siempre. El espíritu que le lleva a esa insolente intervención es el mismo que desde hace mucho tiempo viene causando el desprestigio del hombre intelectual, el cual, a su vez, hace que el mundo vaya hoy a la deriva, falto de pouvoir spirituel». Pérez de Ayala describía con crudeza a los republicanos en conjunto: «Cuanto se diga de los desalmados mentecatos que engendraron y luego nutrieron a sus pechos nuestra gran tragedia, todo me parecerá poco. Nunca pude concebir que hubieran sido capaces de tanto crimen, cobardía y bajeza»; Marañón clama: «¡Qué gentes! Todo es en ellos latrocinio, locura, estupidez. Han hecho, hasta el final, una revolución en nombre de Caco y de caca»; «Bestial infamia de esta gentuza inmunda»; «Tendremos que estar varios años maldiciendo la estupidez y la canallería de estos cretinos criminales, y aún no habremos acabado. ¿Cómo poner peros, aunque los haya, a los del otro lado?»; «Horroriza pensar que esta cuadrilla hubiera podido hacerse dueña de España. Sin quererlo siento que estoy lleno de resquicios por donde me entra el odio, que nunca conocí. Y aun es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos». A decir verdad, el propio Azaña pinta a sus correligionarios como afectos a «una política incompetente, de codicia y botín, sin ninguna idea alta». Crudo contraste con la mitificación de la República y del Frente Popular servida al público durante estos años y comenzada... ¡por comunistas tipo Tuñón de Lara!

    Una tercera versión, de signo separatista, entiende la guerra como un ataque de la «reacción española» a Cataluña y Vascongadas. Es obvio que vascos y catalanes estaban tan divididos como el resto del país, y la pretensión contraria choca de tal modo con los datos históricos que no hará falta aquí extenderse al respecto. Y el presente estudio dejará claro, espero, la escasa lealtad de la colaboración entre izquierdas y secesionistas: en definitiva, los separatismos resultaron una importante ayuda objetiva a los nacionales, al dividir y esterilizar muchos esfuerzos del Frente Popular.

    Capítulo 2

    LA ESQUERRA Y EL PNV ANTE LA GUERRA

    El 17 de julio, cuatro días después del asesinato de Calvo Sotelo, comenzaba en Marruecos la sublevación militar, extendiéndose al día siguiente a numerosas guarniciones peninsulares. Entonces salió a la luz hasta qué punto el proceso revolucionario gestado en los meses anteriores se había hecho incontenible. Durante unas horas de patéticas resistencias, entre los días 18 y 19, en que se sucedieron tres gobiernos, los republicanos Casares y Martínez Barrio intentaron aguantar la presión de las masas izquierdistas en demanda de armas. Ambos comprendían que ceder equivalía a hundir las últimas apariencias de legalidad republicana. Martínez intentó incluso negociar con los sublevados sobre la única base posible: el restablecimiento del orden, es decir, el aplastamiento de la revolución entre las derechas y las izquierdas «burguesas». Habría sido una solución meses antes, incluso un solo mes antes, cuando Gil-Robles y Calvo Sotelo pedían al gobierno el cumplimiento de su obligación constitucional; pero a aquellas alturas ya no había remedio. Mola rehusó, y las masas acosaron a Martínez Barrio. Dimitió este, y Giral, su sucesor, procedió a armar a los sindicatos.

    En aquel momento la República, o más bien sus últimas apariencias tras los epilépticos meses previos, cayó definitivamente por tierra, y, abiertas todas las compuertas, la revolución inundó el país. Quedó en pie el gobierno republicano, aunque inoperante, por puro descontrol de los extremistas al principio, y después por interés propagandístico y para reclamar legitimidad ante el exterior. No se trataba de una revolución única con un fin determinado, sino de dos, o incluso tres revoluciones, entremezcladas al principio, pero pronto diferenciadas: las de orientación socialista o comunista, y la anarquista.

    Contra una versión corriente, no fue el levantamiento derechista el causante de la revolución, sino el armamento de las masas por el gobierno jacobino. En 1934, ante el asalto izquierdista, el gobierno legítimo de centro derecha había defendido la Constitución, pese a disgustarle su carácter antirreligioso. En 1936, cuando la derecha se alzaba a su vez contra un gobierno de izquierdas sin verdadera legitimidad, este respondía precipitando la revolución que antes no había querido contener. Y, a diferencia de la insurrección de 1934, el golpe dirigido por Mola no buscaba una guerra civil sino un rápido golpe de Estado.

    A los cuatro días pudo hacerse un balance general: el golpe militar había fracasado. No había logrado apoderarse de la capital ni de los principales centros urbanos del país, y en manos del Frente Popular quedaba la aplastante mayoría de los recursos materiales: la industria, la mitad de la agricultura, los grandes nudos de comunicaciones, empezando por Madrid, y las cuantiosas reservas financieras. Además, casi la mitad del ejército de tierra y casi dos tercios de la marina y la aviación, y de las fuerzas de seguridad (Guardia de Asalto, Guardia Civil, etc.), quedaba en el bando izquierdista. La marina y la aviación anulaban la única ventaja de los alzados, el reducido (menos de 25.000 hombres) pero bien preparado Ejército de África, aislado en Marruecos.

    El gobierno y los revolucionarios solo tenían que cortar el estrecho de Gibraltar, reducir con una acción enérgica los enclaves rebeldes andaluces, y operar contra la extensa zona centro norte, desde Galicia hasta Aragón, en manos de los sublevados. Esta zona, sobre todo la parte navarra, generaría una caudalosa corriente de voluntarios rebeldes, pero su talón de Aquiles residía en su penuria de municiones, que le impediría resistir más allá de dos o tres semanas.

    Por lo tanto, los rebeldes tenían pocas esperanzas, como apreciaron casi todos los observadores. Se confirmaba la dificultad de triunfar por la fuerza contra el aparato del Estado, el cual, aunque precario, daba la superioridad a quien lo poseyera de entrada. La victoria del Frente Popular, afirmaría Prieto, estaba garantizada por mucho heroísmo que derrocharan sus enemigos.

    En Barcelona, la rebelión, dirigida por el general Goded, fue vencida en una cruenta lucha de calles por la Guardia de Asalto, la Guardia Civil y grupos anarquistas. Sin pérdida de tiempo, la CNT tomó las calles y se impuso en la ciudad, y por tanto en Cataluña. Siguió, como en las demás regiones en poder de las izquierdas, un torbellino de colectivizaciones y de terror contra las derechas y la Iglesia.

    El terror fue practicado por los dos bandos, y respondía al odio incubado en las violencias de los años anteriores. Las izquierdas ensalzaban ese odio como virtud revolucionaria, y en las derechas surgió como ansia de desquite tras cinco años de frecuentes, y a última hora continuas, agresiones de sus contrarios. Unos y otros habían resuelto hacer una «limpia» ejemplar de enemigos. En Cataluña, el principal instrumento del terror serían las «patrullas de control», formadas mayoritariamente (algo más de la mitad) por anarquistas. Andando los meses, los demás partidos, allí como en el resto de la zona izquierdista, intentarían descargar sobre la FAI y los llamados «incontrolados» la responsabilidad por el terror, pero todos los partidos participaron en su organización.

    La Esquerra encontraba muy inquietante el poder ácrata, máxime cuando entre ambas fuerzas mediaban tantas cuentas por saldar. De momento la oposición al golpe militar creaba un nexo entre ellas, pero la cuestión radicaba en si los anarquistas llevarían a fondo su revolución o no sabrían bien qué hacer con su victoria.

    En la ardua situación, Companys tomó la iniciativa con un acto de aparente sumisión a los triunfantes ácratas. Conocía su mentalidad, pues antaño había sido abogado de muchos de ellos complicados en el terrorismo. El día 20 convocó a sus líderes, entre ellos García Oliver, Durruti y Abad de Santillán. Los jefes de la Esquerra, si bien algo asustados, supieron impresionar a sus oponentes. Según parece, Companys les dijo: «Habéis vencido y todo está en vuestro poder; si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña, decídmelo ahora, que yo pasaré a ser un soldado más en la lucha contra el fascismo». Y, hábilmente, les sugirió que podría beneficiarles como representante legal, ya que la guerra exigía reconocimiento internacional y armas, que no obtendrían los anarquistas, pero sí él. García Oliver lo resume: «Declaraba que [...] habíamos sido injustamente perseguidos [...]. Que si opinábamos que todavía podía ser útil en la lucha, que [...] no sabíamos cuándo y cómo terminaría en el resto de España, podíamos contar con él, con su lealtad de hombre y de político convencido de que aquel día moría un pasado bochornoso, y que deseaba sinceramente que Cataluña marchase a la cabeza de los países más adelantados en materia social». Como presidente de la Generalidad, «estaba dispuesto a asumir todas las responsabilidades» al servicio de la causa común. Y les propuso crear un comité con representación de todas las izquierdas, a las que había reunido al efecto en otra sala del Palau³.

    La respuesta de la CNT demostró su inseguridad sobre qué hacer. García Oliver y otros deseaban «ir a por el todo», es decir, liquidar cualquier poder «burgués» e imponer una sociedad libertaria; pero la mayoría vaciló. La líder ácrata Federica Montseny, de acuerdo con Abad de Santillán, dirá que «vencer al fascismo [...] era más importante que realizar nuestros propios ideales»⁴. Acordaron, por fin, crear un «Comité de Milicias Antifascistas», dando generosa participación a los partidos que con tanta humildad se les ofrecían. Aquella cesión, señala agudamente García Oliver, marcó el comienzo de la derrota cenetista en el apogeo de su éxito. Porque, además, dejaban en pie, al lado del Comité de Milicias, a un gobierno «burgués», una Generalidad impotente por el momento, pero decidida a recobrar posiciones.

    Y a los dos días Companys hacía valer solapadamente su autoridad desde el Butlletí Oficial, que «nadie leía». Un decreto creaba milicias ciudadanas al mando de Pérez Farrás, militar esquerrista y participante en el 6 de octubre. El comité anarquista tendría misiones «de enlace» y el conjunto dependería de la Consejería de Gobernación. Un «golpe de audacia», señala García Oliver, pero prematuro: «En la euforia de una victoria que caía en sus manos sin haber realizado él ni su partido el más mínimo sacrificio, una vez vencido el miedo de tener que pasar por la humillación de octubre del 34, cuando fue él quien tuvo que explicar por radio su capitulación, debió de pensar Companys que, tras la rendición de Goded, los hombres de la CNT-FAI procederían a su vez a deponer las armas y regresar a sus hogares [...]. ¡Ilusiones!»⁵.

    Al crear una Consejería de Defensa, el decreto iba también contra la Constitución, prueba de un designio de rebasarla. El día 23, Companys reunió a los partidos para dar fuerza a sus medidas, pero los anarquistas las echaron abajo, aunque solo en parte: aceptaron en principio el decreto, pero rechazaron las «milicias ciudadanas» y el mando de la Generalitat, e impusieron a los partidos su Comité de Milicias Antifascistas como centro del poder efectivo, para sostener y encauzar un «orden revolucionario». Los demás hubieron de asentir, de muy mala gana.

    Las vacilaciones anarquistas persistieron. En un pleno regional se planteó hundir el Comité de Milicias para imponer la revolución social. García Oliver defendió esa postura, pero la mayoría rehusó. Federica Montseny, haciendo un juego de palabras, afirmó que ello supondría implantar una dictadura anarquista, la cual por ser dictadura no podía ser anarquista. Influía también el miedo a una intervención extranjera, hábilmente difundido por Companys y varios líderes de la FAI para frenar a los revolucionarios.

    Las medidas anarquistas favorecían indirectamente a la Esquerra, pues al echar abajo el estatuto autonómico debilitaban también a un gobierno central al garete. Los separatistas explotaban los hechos consumados frente a Madrid, y disputaban sinuosamente el poder a la CNT-FAI en Cataluña. Lo último exigía evitar que los ácratas percibiesen el alcance de sus propuestas, hechas siempre en nombre de un supuesto interés común.

    Por contraste, lo que quedaba de la Lliga, siempre capitaneada por Cambó, tomó partido bien pronto por los sublevados, a quienes aportó dinero, una activa propaganda y apoyo internacional, un servicio de espionaje y numerosos voluntarios entre los catalanes que lograban evadirse del poder revolucionario.

    En Vascongadas el golpe triunfó en Álava, fracasó en San Sebastián, y no se intentó en Bilbao. El PNV padeció dudas torturantes. ¿Debía aliarse a quienes llevaban las de ganar y prometían el estatuto, pero traían el desorden y la persecución contra la Iglesia? ¿O a una derecha reacia a la autonomía —máxime cuando el PNV pensaba rebasarla—, pero defensora de la religión? ¿O debía mantenerse al margen?

    Luis Arana, en el grupo Jagi-Jagi, propugnó la abstención considerando el conflicto un asunto «entre españoles». El hermano del Maestro Sabino seguía gozando de influencia en el ámbito nacionalista, pero su postura no surtió efecto porque, por mucha doctrina que quisiera echarle, la lucha afectaba inevitablemente a los vascos, como a los habitantes de cualquier otra región. La mayoría de los nacionalistas de Navarra y Álava se unió a los sublevados, ayudándoles al rápido dominio de ambas provincias.

    Más confusión hubo en Vizcaya y Guipúzcoa, donde el PNV constituía la primera fuerza política y su postura tenía la mayor relevancia para los dos bandos. Las cosas empezaron a aclararse apenas conocida la sublevación, cuando Irujo, en San Sebastián, y sin consultar con los demás líderes anunció por radio el alineamiento de su partido «con la encarnación legítima de la soberanía popular representada en la República». Días después contribuyó a la rendición de los alzados en la ciudad, prometiéndoles respeto a sus vidas (serían masacrados por las milicias izquierdistas). El órgano superior del partido, el EBB (Euzkadi Buru Batzar), reacio a colaborar con las izquierdas, preparó un comunicado neutralista, pero Irujo se ingenió para evitar su publicación e imponer los hechos consumados. En Vizcaya, el dirigente Juan Ajuriaguerra siguió a Irujo, y el mismo día 19, cuando la revolución se extendía por el país, sin exceptuar a Vizcaya y Guipúzcoa, el comité vizcaíno radiaba su célebre comunicado: «El Partido Nacionalista Vasco [...] planteada la lucha entre la ciudadanía y el fascismo, entre la república y la monarquía, sus principios le llevan indeclinablemente a caer del lado de la ciudadanía y de la república, en consonancia con el régimen democrático que fue privativo de nuestro pueblo en sus siglos de libertad»⁶.

    A decir verdad, ni había existido aquel régimen democrático en siglos pasados, ni la mayoría de los sublevados era fascista o especialmente monárquica (la monarquía no fue invocada como fin del golpe); y pocos llamarían «ciudadanía y república» al movimiento revolucionario en marcha. El PNV conocía bien los hechos, pues había señalado poco antes la rápida descomposición del Estado, y en aquel momento las milicias izquierdistas en Vizcaya y Guipúzcoa tomaban la calle y realizaban numerosos arrestos y asesinatos de «gente de orden». Mas la clave política para Irujo, Ajuriaguerra y los suyos consistía en el estatuto. «Bendecirían la mano» de quien se lo otorgase, y a él supeditaban cualquier otra consideración.

    Deseando atraerse al PNV, los rebeldes tardaron todavía un tiempo en ilegalizarlo. De no lograr su apoyo, le exigían al menos la defensa del orden en Vizcaya y Guipúzcoa. El 3 de agosto los peneuvistas navarros F. J. Landaburu y M. Ibarrondo transmitían a Aguirre una advertencia: «Si los nacionalistas de ahí os limitáis, mientras ahí manden los rojos, a ser guardadores de edificios y personas, si no tomáis las armas contra el Ejército, seréis respetados»; pero en caso de alianza firme con los extremistas serían tratados como estos. Exigencia difícil, pues el PNV solo podría defender algo el orden si aparecía aliado a las izquierdas. De otro modo, estas le atacarían⁷.

    En principio la opción por la «república», es decir, por la revolución, era una buena apuesta para el PNV: el Frente Popular parecía el ganador. Al mismo tiempo podría frenar en alguna medida los desórdenes y, al abrigo de la confusión y las divisiones entre las izquierdas, utilizar a su modo el prometido estatuto. Aun así, había malestar entre muchos nacionalistas, discrepantes de Irujo y Aguirre.

    La revolución tuvo un efecto beneficioso para los alzados. La euforia inicial llevó a los partidos, seguros de la pronta liquidación del alzamiento, a rivalizar entre sí por el reparto de poder, y esa actitud y el desorden del principio dio a aquellos el respiro preciso para mejorar sus posiciones.

    Así, Franco pasó tropas de África a la península en el primer puente aéreo de la historia. Fuerzas escasas, pero suficientes para asentar y ampliar una zona segura en Andalucía occidental, bajo el mando de Queipo de Llano; para abastecer a Mola, angustiosamente necesitado de municiones; y para unir por Extremadura las dos zonas rebeldes. Estos logros, en poco más de dos semanas, salvaron del desastre a los sublevados. Los aviones eran españoles fundamentalmente, y solo después intervinieron de lleno los alemanes y los italianos, a quienes suele atribuirse, sin base, el puente aéreo.

    De este modo el fracasado golpe se transformaba en guerra civil. Con todo, las débiles fuerzas de Franco debían terminar derrotadas, y así lo juzgaba la mayoría. Pero lograron abrirse paso por Extremadura y el valle del Tajo, liberando a finales de septiembre el Alcázar de Toledo, cuya empecinada resistencia lo había convertido en símbolo mundial. Y en menos de cuatro meses, el 6 de noviembre, las tropas franquistas se asomaban a Madrid, mientras el gobierno del Frente Popular, que acababa de integrar a cuatro ministros anarquistas, huía a Valencia en medio de una inmensa confusión. La capital parecía a punto de caer, y con ella el Frente Popular. Una guerra corta, después de todo.

    Los rebeldes a punto de vencer se dieron a sí mismos el nombre de «nacionales», descartando el término «nacionalista», poco grato a sus doctrinas. Aquí emplearé ese término, o los de «bando derechista» o «franquista». Habiéndose derrumbado lo poco que quedaba de la legalidad republicana en julio de 1936, no llamaré republicano al bando contrario, sino izquierdista, populista (de Frente Popular) o revolucionario.

    Capítulo 3

    LA GENERALITAT SE ARMA Y ACOMETE EMPRESAS bélicas

    Durante esos meses la situación evolucionó también muy rápidamente en Cataluña.

    Como primera medida militar, el Comité de Milicias envió una columna, mandada por Durruti y asesorada por Pérez Farrás, contra Aragón. Pronto se le sumarían columnas de diversos partidos, con un total de 18.000 hombres, incluidos contingentes militares y fuerzas de seguridad. La salida de milicias, en su mayoría anarquistas, beneficiaba a la Esquerra, que, con escasa participación en la ofensiva, la alentaba dándole un tinte nacionalista o imperialista, como empresa de la «Gran Cataluña»: aprovechaba la iniciativa ajena y dejaba que la CNT sufriera el desgaste y se debilitara en Barcelona, reservándose para la prueba de fuerza que, obviamente, había de llegar antes o después.

    Según la leyenda, las columnas iban mal armadas, pero, como ha mostrado R. Salas Larrazábal, disponían de bastante más armamento que sus adversarios y de dominio casi absoluto del aire. La expedición empezó el 24 de julio y avanzó sin apenas obstáculos, hasta estancarse ante la firme resistencia de las capitales regionales Zaragoza y Huesca (Teruel la atacaban milicias de Valencia). En el territorio ocupado los anarquistas iban a intentar aplicar su comunismo libertario⁸.

    «Los frentes de combate de Cataluña» solo registraban éxitos. Los nacionalistas hablaban de un magno plan de ofensiva por Huesca sobre Navarra, en coordinación con fuerzas vascas. Todos los cálculos demostraban la inevitabilidad de la victoria: «Cataluña sola tiene 2.800.000 habitantes. Navarra solo 353.000. Y el medio Aragón de los fascistas no llega al millón. Cataluña sola puede poner en línea efectivos DOS VECES más numerosos [...]. Sin contar que los navarros han de hacer frente al País Vasco, y los de Teruel a los valencianos». Además, el enemigo era mucho más pobre. Companys resumía: «Contamos con la industria, con las armas y con la moral». Acertaba más en los dos primeros factores que en el último⁹.

    Rovira i Virgili, orientador intelectual nacionalista, aclaraba: «En el siglo XII, Cataluña evitó que Aragón cayese bajo el dominio de la férrea monarquía castellana, y lo encaminó en la dirección de la política catalana, más abierta, más liberal, más universal. En este año crucial del siglo XX, Cataluña evita que Aragón sea dominado por la vieja España monárquica y lo lleva, liberándolo, a la nueva unión de los pueblos peninsulares [...]. Estamos seguros de que esta nueva gesta catalana será recordada siempre por el auténtico pueblo aragonés, y que aquel grito de alegría y gratitud que ahora brota de las villas y aldeas de Aragón —«¡Madre, los catalanes!»— perdurará después de la guerra, en la paz y la libertad de todos». Ni la peculiar visión histórica ni el optimismo un tanto paternalista tenían mucho fundamento. La conducta de las columnas anarquistas y nacionalistas, identificadas excesivamente con «Cataluña», había despertado más bien la furia de los aragoneses contra sus vecinos¹⁰.

    Otro artículo de Rovira reflejaba la euforia y manía de grandezas de las semanas iniciales: «Cataluña está a la cabeza no solo de la península, sino aun del mundo. Está en gestación un nuevo sistema económico, y aquí toma forma y orientación concretas. No es la reproducción de la Revolución francesa ni de la Revolución rusa. Es el inicio de la Revolución catalana, profundamente original y ampliamente constructiva [...]. Cataluña muestra más que nunca su fisonomía de nación [...]. Hacía ya muchos meses que nosotros [...] señalábamos con insistencia esta misión a nuestro pueblo». Se fundían «catalanismo y universalismo». Era el triunfo del profeta Prat de la Riba. Aunque no faltaban los llamamientos a poner un poco de orden en la revolución¹¹.

    La ofensiva sobre Aragón iba a completarse con otra, planeada inicialmente en Madrid, para conquistar Mallorca. En la gran isla había triunfado el alzamiento derechista, impidiendo al Frente Popular el pleno dominio del Mediterráneo próximo, y amenazando la zona levantina y catalana izquierdista. La Generalidad, viendo la ocasión de ganar protagonismo militar, se apropió la iniciativa: la Gran Cataluña se extendía por el frente de Aragón y ahora por el mar, aunque precisara contar con la flota de Cartagena y con voluntarios valencianos. Rovira i Virgili cantaba épicamente: «La expedición a Mallorca. Este título clásico en la historia de Cataluña vuelve a ser actualidad. Otra expedición a Mallorca sale de las costas catalanas. ¿Qué catalán nacional no sentirá la emoción del nuevo acontecimiento? [...] Que la mar y los vientos y el fuego sean propicios a los expedicionarios de Cataluña!»¹².

    El ataque disfrutó de un poder aeronaval abrumador (un crucero, varios destructores, barcos de guerra menores, grandes transportes y una escuadrilla aérea) frente al cual no había nada; más una nutrida fuerza de desembarco de entre 7.000 y 10.000 hombres, que debían arrollar a los 2.000 o 3.000 enemigos esperados. Previamente Palma de Mallorca sufría «la acción dolorosa y terrible de la gloriosa aviación republicana [...]. La bella ciudad de las islas ha sufrido terriblemente por el fuego y la metralla», señalaba La Humanitat. Pero se trataba de acciones necesarias «sobre muchos pueblos y ciudades donde el fascismo criminal» dominaba. «Mil vidas que tuvieran Goded y sus secuaces [...] no pagarán todo el mal que han hecho». Se felicitaba también de que «Zaragoza ha sido bombardeada duramente»¹³.

    Con la mayor facilidad cayó Ibiza, donde empezaron las disputas. El capitán Bayo, jefe de la columna catalana, reclamó el mando supremo, y el crédito y la gloria para la Generalidad, desazonando a Madrid. El desembarco en Mallorca empezó bien, el 16 de agosto. La defensa reaccionó débilmente, siendo elementos civiles y oficiales jóvenes los más decididos. Tres días después llegaron tres hidros italianos y más tarde algunos aviones más, los cuales, en inferioridad, disputaron el dominio aéreo a los atacantes. Pero el factor que cambió las tornas fue la destitución de los flojos mandos de la defensa, sustituidos por el enérgico coronel García Ruiz. Los asediados, en difícil situación, desataron sobre quienes pudieran ayudar al enemigo una represión implacable, descrita con algunas licencias literarias por Bernanos en su célebre Les grands cimetières sous la lune.

    Hacia finales de agosto el avance cesó, y en Barcelona cundió el desaliento. El día 29 los nacionalistas enviaron una comisión a Madrid, que, exagerando mucho las fuerzas enemigas, pedía gran cantidad de material nuevo y el envío del acorazado Jaime I, mientras pretendía que Bayo había obrado por su cuenta. Pero a esas alturas tanto en Barcelona como en Madrid daban la acción por inútil, y se ordenó la retirada, realizada el 3 de septiembre. La Humanitat informaba a su modo: «Han tornado invictas nuestras milicias». La culpa recaía sobre Madrid. El 15 era evacuada Ibiza. El gobierno intentó trasladar las fuerzas expedicionarias a combatir al ejército de Franco, que avanzaba sobre Madrid y podía decidir la guerra en corto plazo, pero no lo consiguió¹⁴.

    Tanto en la ofensiva de Aragón como en la de Mallorca la Esquerra jugó sus bazas de modo sutil: había enviado pocas fuerzas a la lucha, pero maniobró para recoger el laurel político y propagandístico. De todos modos los nacionalistas estaban divididos. Fuera del partido de Companys, y en una mezcla de simbiosis y rivalidad con él, actuaban grupos menores, algunos próximos al fascismo y partidarios de la insurrección contra España, como Nosaltres sols (nombre copiado del Sinn Féin irlandés), Palestra, Estat Catalá (escindido de la Esquerra poco antes del alzamiento derechista), etc. Todos veían la guerra y la descomposición del Estado como la oportunidad para separar a Cataluña, pero chocaban con la hegemonía anarquista, frente a la cual podrían necesitar al poder central, cuando este se recuperase. Companys, inseguro, no predicaba una secesión completa, pero tampoco la excluía: como siempre, dejaba hacer a los secesionistas, cuya actividad podría serle útil.

    Así, se formaron unas «milicias pirenaicas», embrión de un ejército que ocuparía la frontera con Francia para, desde allí, imponerse en todo el Principado desplazando a la CNT. Paralelamente se establecieron contactos oficiosos con París, al que se prometía una influencia excepcional en Cataluña, pese a no gozar la Cataluña francesa de una autonomía como la española. Reinaba el entusiasmo en los círculos nacionalistas, pues se habrían «obtenido garantías de intervención francesa abierta», y «en el Ministerio de Defensa de la República vecina no faltaban sensibilidades para entender, aun si con ciertas reticencias, las tesis catalanas». Llegaron a prepararse aeródromos próximos a los Pirineos para el aterrizaje de aviones con tropas y material franceses¹⁵.

    En la segunda quincena de agosto estos esfuerzos fructificaron en la formación de una columna, llamada significativamente Pau Claris. No sabemos hasta dónde llegaron los tratos con Francia, pero Portela Valladares afirma en sus memorias haber oído «de los labios del cónsul de Francia, M. Trémoulet, que el presidente de la Generalidad había ofrecido anexionar Cataluña, Baleares, Valencia y Murcia a la República Francesa y que estaban en trámite serio tales negociaciones». Sin duda hay bastante por investigar en la conducta de Companys por aquellos días. Debe recordarse que, de no ser por la resistencia de Dencàs a oficiar de chivo expiatorio, posiblemente hoy siguiéramos a oscuras sobre sus actividades previas al 6 de octubre¹⁶.

    Un promotor incansable de estas maniobras era Batista i Roca¹⁷, hombre de derecha participante en el golpe de octubre, próximo a Carrasco i Formiguera y a Dencàs, y también a Companys. A su entender, «presenciamos en las últimas generaciones la decadencia de Castilla que arrastra a la decadencia y la desintegración su Estado español, su España. esta es la última etapa. Los catalanes no podemos hacer ningún plan de futuro si no partimos del hecho de la decadencia y próxima disolución de España. La política [...] de cortar amarras y salvarnos haciendo que el Estado catalán llegue a ser uno de los estados sucesores del Estado español, no es una política extremista ni furiosa. Es una política de prudencia inspirada en la reflexión y el estudio»¹⁸. Ideas compartidas por Carrasco, ya expuestas por La veu de Catalunya cuando el 98, pero más radicales, y siempre con una retórica permanente en el nacionalismo catalán: un extremismo inevitablemente belicoso en pro de la balcanización de España, se presentaba como hijo de la prudencia y la reflexión. Así se había expresado Companys cuando incitaba a la rebelión en el verano del 34 (detallado en P. Moa, Los orígenes).

    No hay duda de que esta concepción tenía muchos partidarios, como probarían las iniciativas de la Esquerra, aún bajo el poder de hecho del Comité de Milicias y en competencia con él. El 2 de agosto se formó a espaldas de la CNT un nuevo gobierno de la Generalidad, con todos los partidos y la UGT. Era otro intento prematuro de marginar el poder ácrata, y este reaccionó obligando a excluir a los marxistas. Hubo de formarse un nuevo gabinete, el día 9. Companys se tituló, inconstitucionalmente, «Presidente de Cataluña», y, como si fuese jefe de Estado, encargó la formación y dirección del gobierno a Joan Casanovas, secesionista sin disimulo, que acababa de hablar por radio de unas «fronteras» de Cataluña con el resto de España¹⁹.

    El nuevo gabinete arrasaba el estatuto dotándose de una Consejería de Defensa, depurando las fuerzas armadas a su gusto, suprimiendo la figura del delegado del gobierno, controlando la frontera y las aduanas, creando una comisión de industrias de guerra al margen de Madrid, y hasta emitiendo moneda. Asimismo organizó un Comisariado de Propaganda, encargado a Jaume Miravitlles, separatista sin ambages, y con mucha participación de Batista. Este organismo operaba de cobertura para una clandestina sección de relaciones internacionales, también al margen de la ley. El 30 de agosto la Generalidad declaraba que en Cataluña solo tendrían fuerza de ley las disposiciones del Butlletí, lo que entrañaba la independencia administrativa²⁰.

    Al mismo tiempo, y a espaldas de Madrid, seguían las gestiones oficiosas en Londres, París y Ginebra, en busca de apoyos a una Cataluña separada. Cataluña, creía Casanovas, se había convertido «en el eje de la política europea. Aquí se entrecruzan los hilos más delicados del destino del mundo». Convenía, pues, tirar de esos hilos. Se pensó declarar la independencia y pedir ayuda a Inglaterra y Francia para dominar «el caos anarquista» (con el cual colaboraba la Generalidad) que, como en el golpe de octubre del 34, ofrecía una fácil coartada. No faltaron acercamientos a los nazis por parte de Batista y otros, ofreciendo una Cataluña «ni anarquista ni comunista», tal vez fascista, aunque ajena a un fascismo español. Companys habría estado detrás de los contactos, también encomendados a Dencàs ante el fascismo italiano. El 23 de octubre Ventura Gassol, otro líder nacionalista extremo y complicado en el 6 de octubre, salió de Barcelona perseguido por la FAI, pero con encargos concretos de Companys en París, probablemente para un reconocimiento de la independencia de Cataluña²¹.

    Por un momento el Foreign Office especuló con que «si Madrid caía en manos de los franquistas y el gobierno republicano no oponía serias objeciones», sería factible reconocer a la nueva república catalana, tomando como precedente la separación noruega de Suecia en 1905²², y también París lo tomó en cuenta, como explica el historiador Núñez Seixas, investigador de estas actividades de los «nacionalismos periféricos». Pero Roma y Berlín, comprometidos con Franco y conscientes de la debilidad de la Esquerra, opinaban que una república catalana caería en la órbita soviética, y declararon su oposición. Las democracias tampoco creían viable una independencia no comunista, y temían una mayor desestabilización del Mediterráneo. Por ello la oportunidad de la secesión, si alguna vez la hubo, se evaporó pronto²³.

    Otra esperanza separatista provenía de la URSS. El 23 de julio se había formado, por fusión de cuatro pequeños grupos marxistas, entre ellos la sección regional del PSOE, el Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) dominado enseguida por los comunistas. El nuevo partido apoyó a la gente deseosa de acabar con el desorden y las colectivizaciones, y criticó sin miramientos a los anarquistas y al partido comunista rival, el POUM, ajeno a la disciplina de la Comintern y acusado de troskista. Para la Esquerra, atemorizada por la CNT-FAI aunque colaborase y la socavase con tesón al mismo tiempo, la rápida consolidación del nuevo partido fue una verdadera fortuna, y creyó poder utilizar a su favor su pugna con los anarquistas. Pues bien, el PSUC se había integrado en la Comintern al margen del PCE y bajo la dirección efectiva del consejero húngaro Erno Gerö, «Pedro». Ello indicaba una disposición del Kremlin a favor del separatismo, y en el PSUC iban a registrarse tensiones entre la tendencia nacionalista y la españolista; pero esta última prevaleció conforme la Comintern entendió la imposibilidad de ganar la guerra sin apelar al patriotismo español y sin una dirección política y militar de conjunto firme y

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