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Los cien últimos días de Berlín
Los cien últimos días de Berlín
Los cien últimos días de Berlín
Libro electrónico152 páginas2 horas

Los cien últimos días de Berlín

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Información de este libro electrónico

En julio de 1945, apenas dos meses después de la caída de Berlín, se publicó un libro excepcional, pero que pasó prácticamente inadvertido en el alud informativo del momento. Su autor no era escritor profesional ni historiador ni periodista (de hecho, no volvería a publicar nada más), sino un joven español que se había traslado a Alemania en 1943 para estudiar ingeniería de caminos.
El tiempo, y los miles de obras publicadas sobre la Segunda Guerra Mundial, no le han restado valor a su testimonio, escrito en un estilo directo, sin énfasis retórico alguno, sin compromisos ideológicos. Los hechos que creíamos que nos habían sido contados desde todos los puntos de vista se nos ofrecen ahora con una perspectiva inédita.
Para conocer cómo vivió Alemania los años finales del nazismo, esta apasionante crónica, en la que abundan los "pequeños detalles exactos" que tanto le gustaban a Stendhal, vale más que muchos gruesos tomos de la historia oficial.
Los cien últimos días de Berlín, el conmovedor testimonio de un hombre común sobre unos acontecimientos que cambiaron el mundo, se lee hoy como un ejemplo del mejor periodismo, esa novela sin ficción.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2017
ISBN9788416034710
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  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Quede fascinado con la historia contada.

    Lo recomendaría una y otra vez, muy buena publicación.

    No he encontrado otro libro que sea tan explícito como este.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Muy interesante y emotivo, una narracion muy completa, llena de sobresaltos y horror por lo que sucedio en esos dias, lo que no deja de impresionar la lucha por la supervivencia de una poblacion, qu.la menor esperanza de sobrevivir

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Los cien últimos días de Berlín - Antonio Ansuátegui

Antonio Ansuátegui

Los cien últimos días de berlín

Edición de José Luis García Martín

Espuela de Plata MMXVI · Biblioteca de Historia

© Herederos de Antonio Ansuátegui

© Edición: José Luis García Martín

© 2016. Espuela de Plata

Diseño de cubierta: Editorial Renacimiento

Fotografía de cubierta: Alzando una bandera sobre el Reichstag, 2 de mayo de 1945, de Yevgueni Jaldéi

Maquetación ebook: elalambrestudio.com

ISBN: 978-84-16034-71-0

TESTIMONIO DIRECTO

¿Quién fue Antonio Ansuátegui? De él solo sabemos lo que nos cuenta en su único libro, aparecido en julio de 1945, apenas dos meses después de la derrota de Alemania. El 7 de octubre de 1943 había llegado a Berlín para estudiar ingeniería en la Universidad Técnica de Charlottenburgo. Muy poco después comenzaron los grandes bombardeos que destruyeron la ciudad, pero tuvo tiempo de conocer un Berlín «que respiraba aún calma» y cuya vida era casi normal «a pesar de encontrarse en el tercer año de guerra».

Cuando su universidad berlinesa fue destruida, trató de continuar sus estudios en Breslau, pero pronto las bombas aliadas llegaron hasta allí. Se trasladó después a Dresden y, cuando ya el país era invadido por el este y el oeste, volvió a Berlín para ser testigo de la hecatombe final. La razón no fueron las simpatías ideológicas. Antonio Ansuátegui no tiene nada en común con Miguel Ezquerra, otro español que fue testigo de los últimos días de la capital del Tercer Reich y que dejó constancia de ello en un libro: Berlín, a vida o muerte. Miguel Ezquerra había luchado en la División Azul y luego, tras diversas peripecias, se alistaría como voluntario en las ­Waffen-SS, alcanzando el grado de SS-Hauptsturmführer, ­equivalente al de capitán. Las razones de Ansuátegui para volver a Berlín fueron otras, que nada tienen que ver con la política: se había enamorado de la hija de uno de sus profesores.

Antonio Ansuátegui no se nos muestra como partidario ni tampoco como detractor del régimen nacionalsocialista. Aunque viene de la España de Franco, y más de una vez alude a la tranquilidad de su país frente al desastre alemán, no se refiere para nada a la ideología triunfante en la guerra civil. Es, claramente, un hombre apolítico, un testigo imparcial, todo lo imparcial que se podía ser en aquel lugar y en aquellos momentos.

Pocos meses después del libro de Ansuátegui, a comienzos de 1946, se publicó otro que, de algún modo, lo complementa y le sirve de contraste, Lo que sé de los nazis. De su autor, Luis Abeytua, un represaliado inspector de Aduanas que acabó en Berlín como corresponsal y traductor, sabemos muchas más cosas (su libro ha sido reeditado con un excelente prólogo de Ricardo Martín de la Guardia) que de Antonio Ansuátegui, quien, tras la publicación de su única obra, parece esfumarse. Solo ha reaparecido fugazmente, convertido en personaje de ficción, en una novela de Ignacio del Valle, Los demonios de Berlín (2009).

Luis Abeytua llegó a Berlín en una fecha especialmente significativa: el 10 de noviembre de 1938, en la madrugada de «la noche de los cristales rotos», el primer gran estallido de violencia antisemita en la Alemania nazi. Regresó a España más o menos por los mismos días en que Antonio Ansuátegui aterriza en el aeródromo de ­Templehofer-Felde. Tenía otra cultura que el estudiante de ingeniería y su libro constituye un espléndido análisis, a ratos novelado, de lo que significó el nazismo. Pero de cómo se vivía en Alemania en los años peores de la guerra no puede dar testimonio directo.

Muchas cosas nos sorprenden en Los cien últimos días de Berlín. La primera de todas que al problema judío, tan presente en Abeytua, no se alude ni una sola vez en la obra. Un anciano, que había sido albañil, al que se encuentra en Bautzen durante su regreso a Berlín, le cuenta al autor escenas «en verdad macabras». Al leer una de ellas no podemos dejar de pensar en los trenes que entonces cruzaban Alemania camino de los campos de exterminio: «Me dijo que durante uno de los trayectos de su viaje, que él logró hacer como ayudante de cocina de un batallón militar, al pasar los soldados junto a un tren detenido en una estación destruida, las madres les alargaban por la ventanilla sus hijos para que se los llevaran y los pusieran a salvo antes de que perecieran en los vagones de hambre y de frío. Él no pudo resistir y alargó los brazos a un niño envuelto en pañales que le ofrecía una madre extremadamente joven, pero cuando estuvo el pequeño en sus manos un escalofrío de horror recorrió todo su cuerpo. El niño estaba helado, había muerto de frío».

Los judíos no existen para Antonio Ansuátegui como habían dejado de existir para buena parte del pueblo; ese problema era un problema ya resuelto. Mientras los campos de exterminio funcionaban a pleno rendimiento, otros eran los problemas que les preocupaban. «Me contó también –continúa Ansuátegui– la trágica suerte de algunos convoyes evacuados por tren a los cuales la aviación enemiga había aislado en medio de las llanuras de Estonia, sin que les fuera posible avanzar o retroceder. Estas gentes que se encontraban en parajes desiertos rodeados de nieve organizaban alguna expedición de auxilio, pero cuando este llegaba, con frecuencia encontraban a la mayoría muertos de hambre y de frío después de haber consumido todas sus provisiones y haber usado como combustible la madera de los vagones».

Ansuátegui no nos cuenta toda la verdad de aquellos días, pero nos cuenta entera su verdad. No noveliza, como Miguel Ezquerra en su tardío testimonio (de 1975, treinta años después), lleno de detalles inexactos. Cierto que Ansuátegui también comete algún error. Como cuando –«un grato recuerdo en medio de las visiones inquietantes de la guerra»–, nos cuenta su visita, junto a otros estudiantes, al museo del escritor Karl May en la ciudad de Radebeul. «El mismo Karl May nos atendió mientras estuvimos en su casa», añade. Bien sabido es que Karl May murió en 1912. Pero ese error (al contrario de los de Ezquerra, que nos habla de un encuentro con Hitler cuando este ya se había suicidado) más bien añade que resta veracidad al testimonio de Ansuátegui, estudiante de ingeniería sin especiales conocimientos de literatura.

Ansuátegui se pone en el lugar del pueblo alemán y nos refiere sus sufrimientos durante los años finales de la guerra. Han pasado suficientes años para que podamos aceptarlos sin que ello suponga mostrar ninguna simpatía por el régimen nazi.

A lo largo de todas sus páginas, y de ahí el valor excepcional de este libro, Ansuátegui no quiere apartarse de su papel de testigo. Tras contarnos «la opinión general en Berlín» sobre la muerte de Hitler (habría muerto a consecuencia de las heridas recibidas mientras luchaba junto a sus soldados en el exterior de la Cancillería), añade: «De los rumores y noticias que más tarde he sabido por los periódicos sobre Eva Braun, sobre el casamiento de Hitler con esta señorita en los últimos momentos y sobre los cónclaves celebrados en los subterráneos de la Cancillería, nada he oído en Berlín y, si algo de esto es cierto, ni el más ligero rumor ha trascendido al pueblo berlinés, por lo cual yo, que durante todo el curso de esta narración he procurado atenerme a testimonios directos captados por mí, me abstengo de hacer ningún comentario sobre estos extremos».

Los cien últimos días de Berlín constituye así un espléndido reportaje, una obra maestra del periodismo escrita por un aficionado, sobre el final de la guerra en Alemania y, muy especialmente, en su capital. Nuestra visión actual de aquellos días está contaminada por todo lo que hemos ido sabiendo después: estas páginas nos ayudan a entender cómo se vivieron verdaderamente.

Antonio Ansuátegui nos permite viajar en el tiempo, convivir con el hombre de la calle alemán –mon semblable mon frère– que apoyaba o simplemente soportaba el nazismo; nos ayuda a entender un hecho capital en la historia del siglo XX, sin maniqueísmos y sin revisionismo.

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

los cien últimos días de berlín 

A Eva Schneider, que yace bajo

los escombros de la Siemensstadt

PRÓLOGO

Antes de ahora no he cogido la pluma para dirigirme al público, aconsejo, por tanto, a quienes gusten de galas literarias y de profundidades filosóficas, que no lean este libro. Estas páginas interesarán tan sólo al que quiere hechos y detalles para sacar luego la conclusión por sí mismo.

Me he puesto a escribir por insinuación de mis amigos, que creen que cuanto les he contado en íntimas tertulias puede interesar al público en general, deseoso de saber detalles de la gran tragedia acaecida en Berlín. No ha sido fácil convencerme para este cometido, ya que sólo con dolor y lágrimas he vuelto a recordar los trágicos momentos vividos últimamente en Alemania.

No me guía ninguna tesis política ni pretendo echar las culpas a unos o a otros, o descargar de ellas a alguien. Creo que sólo la historia, podrá dar con el tiempo un juicio desapasionado sobre las cosas y yo me limito a reproducir cuadros y escenas por mí vividas. Si estos cuadros o estas escenas son incompletos es que mi visión lo ha sido también en el momento de vivirlos.

Escribo aún con el dolor en el alma por tantos sufrimientos como he presenciado y por tantas torturas como yo mismo he sufrido. Quisiera que estas páginas fueran acogidas con la misma buena voluntad como yo las he escrito. Son modestas pero verídicas y me dolería muchísimo que fueran causa de polémicas o falsas interpretaciones.

¡Que Dios se apiade de la humanidad y dé un descanso eterno a las víctimas innumerables de esta guerra!

EL AUTOR

I

BERLÍN 1943

No es precisamente Berlín una de las ciudades más hermosas del mundo aunque sea una de las más grandes, puesto que el ornato exterior ha sido sacrificado a la eficiencia industrial y económica. Ni tampoco se puede afirmar que el berlinés sea un hombre cortés en demasía, aunque en verdad no está exento de un fino sentido del humor. Pero a pesar de que no reúna estas excelencias, tanto el berlinés, como su ciudad, tienen algo que desde el primer momento cautiva e interesa al extranjero que llega a ella con los ojos dispuestos al asombro. Y aunque este algo no sea tan fuerte como el atractivo que cada alemán siente por Berlín hasta el extremo de no dejar pasar ningún año sin la correspondiente visita a la capital, con todo es bien cierto que Berlín ejerce una grande atracción sobre todos los demás países de Europa, pues es, como centro de estudios y como el primer emporium de la ciencia matemática y experimental, la meta de miles y miles de estudiantes del mundo entero.

Existe en Berlín un espíritu sutil e indefinible que envuelve la ciudad, espíritu que yo nunca he visto captado por completo en los libros que he leído sobre la misma y sus habitantes. Un espíritu que se hubiera podido definir como una potencialidad desconocida y misteriosa y que para hacerla plenamente evidente ha sido precisa la gran hecatombe que se ha vertido sobre la ciudad y que nos ha puesto al descubierto el temple y el alma más íntima de este desdichado Berlín.

Cuando se

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