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Yo combatí en el Ejército Rojo
Yo combatí en el Ejército Rojo
Yo combatí en el Ejército Rojo
Libro electrónico242 páginas3 horas

Yo combatí en el Ejército Rojo

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La repentina acometida alemana contra la U.R.S.S., en 1941, encontró al Ejército Rojo falto de preparación técnica para enfrentar al poderoso invasor. En el apremio de aquellas horas, el gobierno soviético llamó a filas a todos los ciudadanos capaces de empuñar las armas, y las nuevas divisiones así formadas, sin organización y sin armamento adecuado, fueron enviadas al frente con el intento de oponer resistencia al enemigo.
• Konstantinow refiere que él, también, ajeno a las más elementales nociones de la guerra, se incorporó a un cuerpo de ejército en el sector de Leningrado. donde, en una pugna desigual, las bisoñas tropas fueron aniquiladas y tomados millares de prisioneros rusos, entre ellos el autor de este libro.
• Destaca la incapacidad de los jefes y oficiales soviéticos para la conducción de la guerra, y por encima de este defecto, la inevitable ingerencia de los "comisarios políticos", a quienes inculpa principalmente de las sucesivas derrotas y de las inútiles matanzas a que fueron empujadas las divisiones rojas.
• En algunos pasajes la narración es patética, en cuanto evidencia el desprecio de las autoridades soviéticas por las convenciones pactadas, cuando necesita tomar venganzas políticas, o cuando así conviene a los ocultos propósitos del gobierno. Tales los casos, entre otros, que este libro refiere, de fusilamientos inmediatos de prisioneros canjeados, en el preciso instante en que el canje se estipulaba con la condición de respetar la vida de esos soldados.
Esta obra de Konstantinow, pues, agrega nuevos documentos a los muchos que ya conocemos relativos al régimen comunista de la URSS.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 ago 2018
ISBN9781005260576
Yo combatí en el Ejército Rojo
Autor

Dimitri Konstantinow

Dimitri Konstantinow, descendiente de una antigua familia de intelectuales, nació en Petrogrado, ex capital de la Rusia de los zares, en 1909. Realizó sus estudios en la Escuela Normal y más tarde siguió los cursos de dos Escuelas Superiores, en una de las cuales ocupó el cargo de profesor. En este lapso pudo dedicarse a trabajos científicos, llegando a ser estimado en su patria como un especialista calificado en la esfera de sus conocimientos. Publicó numerosos trabajos de investigación, que le valieron honrosas distinciones. Hallándose en esta tarea, estalló la Segunda Guerra Mundial y Konstantinow fue llamado a las filas del Ejército Rojo, en calidad de combatiente. Durante 33 meses actuó en los frentes de Leningrado, el Báltico y Ucrania, hasta la primavera de 1944 en que cayó prisionero de los alemanes, cuando las tropas soviéticas, a las que él pertenecía, fueron derrotadas y aniquiladas por el enemigo. A raíz de ese acontecimiento fue trasladado a Alemania, donde se consagró al servicio de la Iglesia Ortodoxa, en función de sacerdote parroquial, al mismo tiempo que colaboraba en la redacción del diario anticomunista "EJO", que le publicaba en Regensburg.• En 1949 consiguió radicarse en la Argentina, donde ha continuado actuando en el periodismo. Fruto de aquellas amargas experiencias recogidas en las líneas de batalla, en las que ha podido verificar de cerca las modalidades del régimen soviético, el sentido de su política interna y de su conducta internacional, es el libro que presentamos a nuestros lectores. "YO COMBATÍ EN EL EJÉRCITO ROJO" es un testimonio más del sistema imperante en la enorme república comunista, sus métodos de organización social, la propaganda interna y exterior con que pretende convencer sobre la existencia del paraíso soviético.

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    Yo combatí en el Ejército Rojo - Dimitri Konstantinow

    INDICE

    Introducción

    El primer día

    En el comisariato

    En la escuela de aspirantes

    Entrando por el aro

    En el frente de Leningrado

    En la retaguardia lejana

    Otra vez en la retaguardia

    Etapas finales

    El ejército soviético en la futura guerra

    INTRODUCCIÓN

    Vayan unas palabras iniciales acerca de este libro, el cual puede ser juzgado a través de diversos prismas: como un relato de dramáticos perfiles; como una serie de crónicas de extraordinarios contornos; a guisa de memorias fieles de un oficial en el ejército rojo en la segunda guerra mundial; a modo de producción literaria escrita con sangre y sudor de agonía, con lágrimas de niños, esposas y madres; y, por último, como una obra que describe situaciones imposibles de ser superadas por la más exuberante imaginación de un autor de novelas policiales.

    A buen seguro no faltará gente original para la cual lo que aquí se escribe no carece de un ameno interés, digno de ser comentado durante un rato en rueda de amigos mientras se toma una copa. Tampoco dejará de haber ingenuos que con entera buena fe incurran en un error de apreciación, ni miserables que califiquen todo cuanto aquí se dice como un tejido de falsedades. Así acontece siempre y mucho nos sorprendería que no ocurriera ahora.

    Nuestra respuesta a juicios tan dispares es bien simple: comiencen a leer este libro y si todavía no han perdido por completo todo sentido de la realidad, sentirán y comprenderán que cuanto en él se dice no es sino el reflejo de una verdad desnuda y horrenda, verdad que lleva ceñida una corona de espinas y es digna de ser meditada y comentada. Inventar este relato hubiera sido imposible: tras de verlo y vivirlo referir la vida y vivido no puede ser producto de una mentira.

    ***

    Error fundamental sería juzgar este trabajo como una producción literaria más... El mundo está enfermo... Padece un mal grave y doloroso; muchos de los que, en este caso, pretenden asumir el papel de médicos, no siempre están, por desdicha, en condiciones de acertar en d diagnóstico.

    Al hacer su aparición una nueva enfermedad infecciosa, los médicos suelen tratar de hallar, no solamente medicinas y procedimientos empíricos para combatirla, sino el medio de dar con el virus entre las cuatro paredes de un laboratorio, estudiando sus características, origen y desarrollo, la intensidad de su acción sobre el organismo humano y los riesgos de su propagación, a fin de que, sobre la base de tales datos, se puedan fijar los medios de lucha para atacar al mal en sus orígenes.

    También este libro constituye, en cierto modo, una investigación científica de laboratorio acerca de las propiedades de un microbio que pone en peligro la vida normal del mundo entero. El autor, que por su vocación es esencialmente un hombre de ciencia, creyó de su deber investigar en el escenario de la segunda guerra mundial, ciertas particularidades de un virus que perturba en nuestros días el organismo de la sociedad civilizada.

    No instaló su gabinete de trabajo en los cuarteles ni en las cómodas oficinas de la retaguardia, como tampoco la zona inmediata al frente o en la seguridad relativa de los estados mayores, sino en la línea de fuego del frente oriental.

    En una forma u otra, consiguió ubicar su microscopio sobre el parapeto de una trinchera cubierta por el hielo, en las posiciones fortificadas de las primeras líneas, en los puestos de observación de la artillería, en los campamentos del ejército rojo, en las chozas y en los trenes militares, en suma, ahí donde estuviera a la vista la auténtica realidad en toda su impúdica desnudez.

    Las conclusiones a las cuales arribó el autor al cabo de sus tareas de investigación y observación, que se prolongaron por espacio de treinta y tres largos meses, son espantosas, dominadas como están por el terror sangriento. La infección, de virulencia extraordinaria y fulminante desarrollo, que se propaga por el globo entero, puede llegar a ser fatal para la humanidad si no se presta oídos a aquellas voces que, una vez más, elevan sus clamores, conociendo como conocen el peligro sobre el cual se empeñan en prevenir al mundo.

    Esta obra ve la luz por vez primera en lengua española. De ese modo se rinde al idioma nacional de este país el homenaje de una primicia, aún desconocida por los lectores de otras lenguas, circunstancia que para el autor es motivo de singular complacencia, pites, por haber encontrado refugio y paz en la libre y hospitalaria República Argentina, considera de su deber referir al público argentino aquella orgía de sangre, cuya realidad viviente se cierne como una amenaza de muerte sobre toda la humanidad.

    En mi lengua nativa escribí el original de este trabajo. Su versión española la debo a la gentileza de irnos amigos, a quienes expreso por estas líneas mi hondo reconocimiento por la ardua tarea realizada.

    D. K.

    CAPÍTULO I

    EL PRIMER DÍA

    Aquel domingo desperté ya muy entrado el día. El radiante sol de junio brillaba en todo su esplendor. Por la ventana abierta penetraba el múltiple y monótono estrépito de toda gran ciudad, destacándose a ratos las bocinas de los automóviles y las campanas de los tranvías.

    Era aquél un día como cualquier otro; nada alteraba el ritmo normal de la vida, salvo cierta desusada regularidad con que cruzaban el espacio formaciones de aviones, cuyos motores ahogaban con su peculiar rugido monocorde las estridencias del diario trajín ciudadano.

    Estábamos a 22 de junio de 1941. Ya pronto, dentro de un par de semanas a lo sumo, finalizarían los cursos en el instituto donde desempeñaba yo una cátedra de profesor suplente (en ejercicio, por ausencia del titular) y sería llegado el momento de tomarme un anhelado descanso; pero mientras llegara esa hora, me encontraba en la parte que correspondía a nuestra familia en uno de los clásicos departamentos colectivos.{1}

    {1} Debido a la escasez de departamentos y a la crisis de la vivienda en general, cada departamento en la URSS es ocupado por varias familias. Dichos departamentos llevan el nombre de colectivos.

    Los parientes que conmigo vivían habían marchado ya a sus vacaciones y hallábanse veraneando en una población suburbana, en tanto yo —tal acostumbraba hacer los domingos— disponíame a poner al día un cúmulo de papeles que, no obstante mi buena voluntad, no había logrado despachar en el curso de una semana de intenso trabajo. Por otra parte, tenía pensado ir esa noche con un amigo y su mujer a la Opera, donde a h sazón se estaba dando El Barón Gitano, pieza que venía' representándose con rotundo éxito en aquella temporada de primavera de 1941 en Leningrado.

    Alrededor de las once me dispuse a salir; hasta ese momento no se me había ocurrido poner la radio ni fue mi soledad perturbada por ninguna visita. En eso sonó el timbre de la puerta de calle. Acudí a ver quién llamaba. Era mi amigo...

    —No sé qué hacer —comenzó diciendo, luego de cambiados los saludos de práctica—. ¿Vamos o no al teatro esta noche? Porque yo estoy como abombado por la noticia.

    —¿De qué noticia me está usted hablando? —dije yo, sin caer en ello.

    —Pero, hombre, ¿de veras no está enterado?

    —No sé nada. ¿Qué ha ocurrido?

    —Pues, que estamos en guerra con Alemania.

    —Pero ... ¿es posible?

    —Y tan posible: ponga la radio y se convencerá usted. Deben estar por trasmitir un discurso de Molotov.

    En pocas palabras, mi amigo me puso al corriente de los sucesos ocurridos en la noche del 21 al 22 de junio de 1941. Después de estallada la segunda guerra mundial, más de una vez había yo cavilado sobre la posibilidad de un conflicto armado entre la URSS y Alemania, de suerte que en realidad la noticia no podía sorprenderme mayormente. Sin embargo, la inesperada realización de mis suposiciones me dejó anonadado.

    Cambiamos con mi amigo algunos comentarios triviales (ya que explayarse sobre el tema hubiese sido peligroso) y, conviniendo ir al teatro esa noche, acaso por última vez, nos despedimos.

    Al quedarme solo puse la radio. Se estaba trasmitiendo el discurso de Molotov: sus palabras sonaban a hueco y percibíase en su tono ciertas inflexiones de marcado desconcierto. Los llamados a defender la patria contra un enemigo que en forma artera atacaba a la URSS y la confianza absoluta en la victoria final traducían cierta depresión de ánimo, ausente la habitual arrogancia, tan característica en los dirigentes del bolcheviquismo.

    Mientras escuchaba, sensaciones contradictorias iban apoderándose de mi espíritu. Mi natural repulsión por la guerra; el espanto ante los horrorosos padecimientos y sacrificios que aguardaban al pueblo en la lucha; el mar de lágrimas y los infinitos dolores que a todos nos esperaban; la perspectiva de un empobrecimiento general de las masas, todo eso confundíase con la esperanza de que la guerra traería cambios fundamentales en el régimen político de la dictadura staliniana, librando al país de la oprobiosa férula material y espiritual que venía soportando de largos años atrás. ¿Obtendrían con la guerra su libertad los veinte millones de seres que se consumían en los campos de concentración soviéticos?

    ¿No señalaría este día el principio del renacimiento de Rusia? Me imaginé a mi patria de nuevo libre y nacional; otra vez Rusia, y no la URSS, y el pueblo, dueño ya de sus libertades, empeñado en los afanes de reconstruir una existencia normal y humana.

    Más al propio tiempo asaltábanme dudas atroces: ¿sería así de verdad? ¿Acaso las guerras no son, con frecuencia, instrumentos de esclavitud antes que de liberación? Ninguno de nosotros había leído Mein Kampf. Del nazismo alemán y del fascismo italiano nada sabía el pueblo soviético en realidad, privado como estaba de toda fuente de información. Nuestras informaciones no tenían otro origen que los periódicos y libros soviéticos, o bien las películas filmadas en los estudios de Leningrado; conociendo la parcialidad y la tendencia unilateral de la propaganda soviética, no le prestábamos entera fe y más bien nos imaginábamos todo lo contrario.

    Tal circunstancia planteaba un interrogante a la vez per turbador y angustioso: ¿sería ésta una guerra de liberación o de conquista? Si el enemigo venía en son de conquista y sin otro propósito que avasallar nuestra patria, había que defenderse por todos los medios, relegando para más tarde el arregla de cuentas con los amos del Soviet. Así pensaba la gran mayoría del pueblo y en torno de aquella incógnita giraba te el porvenir de la nación.

    Reflexionando de ese modo sentí el espíritu agobiada porque conociendo la realidad soviética, no me forjaba muchas ilusiones con respecto a la capacidad combativa del ejército rojo y no dudaba de que los alemanes se abrirían paso rápidamente a través de nuestro territorio.

    Preocupábame la suerte de parientes y amigos. ¿Qué sería de ellos? En cuanto a mi situación personal, podía estar tranquilo, dado mi carácter de hombre de ciencia especializado disciplinas nada comunes, aunque no sin relación con la guerra Por ello, sentíame seguro de que, en el peor de los casos, utilizarían mis servicios como especialista, pero jamás en calidad de combatiente en las filas del ejército.

    Pero el sentido común y la lógica no son factores dominantes en la dictadura soviética, como ya tendrá sobrada oportunidad de comprobarlo el lector a través de estas páginas

    Esa noche fuimos al teatro. El público llenaba apenas las dos terceras partes de la sala, no obstante haberse vendido todas las localidades. Las melodías familiares de El Barón Gitano sonaban a marcha fúnebre. En los entreactos, notose la ausencia de la acostumbrada animación entre la gente; el público parecía cohibido y todo el mundo conversaba a media voz.

    Terminada la función, salimos a la calle. La noche estaba calurosa, blanca, estival... pero todas las luces habían sido apagadas. Obscurecimiento completo. Los automóviles llevaban faros con vidrios azules y del mismo color eran las luces que alumbraban la puerta de entrada de las casas particulares.

    Nos largamos a pie. Acompañé a mis amigos hasta su casa. Por supuesto, comentamos la noticia del día. Mi amigo mostrose pesimista. Igual que yo, se sentía dominado por la incertidumbre. El comunicado de la noche, trasmitido por radio, daba a conocer la retirada del ejército rojo, realidad que se trataba de disfrazar con arranques declamatorios y las sutilezas de práctica en tales casos.

    Llegamos al puente Trotski... En la media luz de aquella noche blanca, el hermoso Neva cimbreaba sus aguas a lo largo de los murallones de granito de la, populosa urbe. La aurora estival, de luz perpetua, reflejaba sus rayos sobre la cúpula de la catedral de San Isaac, dorando la aguja de la fortaleza de Pedro y Pablo.

    Reposados, majestuosos y serenos alzábanse aquellos monumentos a modo de testigos mudos de la pasada grandeza de Rusia... Hacia el poniente cubrían el horizonte densos y negros nubarrones. Sucedíanse los relámpagos. Y a la distancia se percibían los primeros truenos de una tormenta que iba aproximándose a la ciudad.

    CAPÍTULO II

    EN EL COMISARIATO

    1. JORNADAS INICIALES

    A través de los comunicados del mando supremo del ejército rojo iba revelándose el avance uniforme y fulminante de las tropas alemanas en territorio ruso. Ya habían caído Smolensk y Pskov; no tardaron en ser ocupados los países bálticos. Los elementos avanzados del ejército alemán habían llegado a Luga, situado a 130 kilómetros de Leningrado. Se tenía la impresión de que el ejército rojo rehuía la batalla, replegándose en desorden hacia el interior del país, o se rendía en masa por regimientos, divisiones y aún cuerpos de ejército.

    Diríase que el pueblo se negaba a defender al régimen, esperando que los alemanes vinieran a libertarlos de una esclavitud de largos años, dándoles a los rusos la oportunidad de constituir su gobierno propio, como medio de realizar sus anhelos. Pero tales esperanzas habían de frustrarse antes de mucho.

    La aviación alemana incursionaba a diario sobre Leningrado, pero por una u otra razón, absteníase de arrojar bombas sobre la ciudad. Por la radio de la ciudad se trasmitía de continuo la nueva canción de los aviadores soviéticos, cuya quinta-esencia eran estas palabras: ¡La bienamada ciudad puede descansar tranquila!.

    Dentro de la ciudad, en todos los parques y plazas se cavaban unas trincheras a las que el pueblo no tardó en dar el nombre de rendijas; el cubrecabezas se construía con pedazos de tablas o troncos de árboles, cubiertos por una capa de tierra. Tales abrigos improvisados se transformaron con el tiempo en refugios antiaéreos. Aquí y allá construíanse casamatas destinadas a centros de apoyo y nidos de ametralladoras.

    En plazas, jardines y parques fueron emplazadas baterías antiaéreas. Día y noche había una cortina de globos cautivos como defensa contra los aviones enemigos. Sobre los techos y en las buhardillas se instalaron puestos de vigías, constituidos por los inquilinos y moradores de las casas, con el objeto de combatir posibles incendios provocados por el bombardeo de la ciudad.

    A la salida del trabajo, empleados y obreros, sin distinción de sexo, debían dirigirse formando columnas a los sitios designados con anticipación para cavar rendijas. Además, en las oficinas, fábricas y dependencias oficiales se movilizaba el personal para construir trincheras en los caminos de acceso a la ciudad. En dichas faenas se obligaba a colaborar, sin excepción alguna, a hombres, mujeres y adolescentes —los exploradores— sin excluir a los niños.

    Todos ellos se trasladaban a las afueras de la ciudad donde pasaban todo el día construyendo anodinas obras de fortificación y abriendo fosos antitanques. Dormían en el suelo, a la intemperie y pasando hambre la mayor parte de ellos, pues dado el desorden que reinaba en la ciudad, no había tiempo para proveer de víveres a los trabajadores.

    Entre aquella pobre gente muchos perdieron la vida y otros resultaron heridos, pues los aviones alemanes ametrallaban a mansalva y sin ninguna consideración a los trabajadores, en su afán de quebrar por todos los medios el espíritu de resistencia. Otros fueron llevados a cierta distancia de Leningrado —en las proximidades de Luga— donde al producirse el cerco de nuestras tropas en Gatchina, cayeron prisioneros del enemigo; es muy probable que en la citada ocasión hayan emigrado todos ellos.

    2. MILICIA NACIONAL

    Una de las más grandes tragedias de aquellos días fue la formación de una llamada Milicia Nacional. Me siento obligado a referirme al mencionado episodio, por cuanto aquel bluff político de Stalin costó al pueblo centenares de miles de víctimas sacrificadas estérilmente.

    Calificada la lucha de guerra nacional propúsose el Kremlin dar al mundo la impresión de que ella en nada se diferenciaba de la librada en 1812, o de la guerra contra Polonia en el siglo XVII, en cuyas oportunidades se organizó la famosa milicia nacional de Minin y Posharsky.

    Era menester demostrar al mundo entero que también en la URSS el pueblo se erguía como un solo hombre para combatir contra el enemigo común. Para dar forma exterior a ese movimiento se creyó necesario recurrir a la formación de la llamada milicia nacional.

    En la práctica, el absurdo de aquella burda imitación quedaba al descubierto por el hecho de no tener nada en común con la guardia nacional organizada en el transcurso del siglo XVII.

    En efecto, aquélla se debió a la circunstancia de no existir entonces un ejército nacional, o dado el escaso valor combativo de las unidades militares regulares; era aquél el único medio posible para prestar consistencia y cohesión a la defensa nacional.

    Inclusive las milicias y los destacamentos de guerrilleros que actuaron en las guerras napoleónicas de 1812, constituían elementos que por una u otra razón no formaban parte orgánica del ejército regular. Esa fue la circunstancia que motivó la organización de las milicias, totalmente integradas por voluntarios. Quienes hayan leído La guerra y la paz de Tolstoi no ignoran en qué forma, basados en cuáles fundamentos y respondiendo a qué exigencias surgiere aquellos movimientos de carácter eminentemente popular nacional.

    La guardia nacional soviética, como queda dicho, nada tenía de común con un legítimo movimiento

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