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Nada a la vista
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Libro electrónico143 páginas2 horas

Nada a la vista

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Valiéndose de un estilo preciso, casi clínico, que echa a rodar con sencillez los mecanismos sutiles de la intriga, "Nada a la vista" presenta la historia de dos soldados enemigos que vagan a la deriva en un pequeño bote, durante la Segunda Guerra Mundial. Publicada originalmente en 1953 y redescubierta en años recientes como un clásico indiscutible de la literatura alemana de las últimas décadas, "Nada a la vista" es una de las mejores novelas de guerra (de cualquier guerra) y un poderoso alegato antibelicista.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jul 2015
ISBN9788491140085
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    Nada a la vista - Jens Rehn

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    LA MAREA había cesado por completo. El sol ardía sobre el mar inmóvil. Sobre el horizonte flotaba una ligera neblina. El bote neumático avanzaba de forma imperceptible. El manco observaba fijamente el horizonte. El otro dormía.

    No había nada a la vista.

    Cuando el cuerpo ya no puede alimentar un brazo, la piel se desprende. El brazo comienza a supurar y se vuelve gelatinoso y de varios colores. Es aconsejable operar rápidamente. Debido a que los grandes vasos sanguíneos se han contraído a causa del disparo, no es de esperar que haya hemorragias. El trozo de hueso, deshilachado y dentado, asoma por fuera de la herida: una fractura de disparo perfecta. Es bastante sencillo: con una incisión circular, se seccionan los músculos restantes, entonces el brazo se desprende. El muñón se venda con una de las mitades de la camiseta. Naturalmente, éste seguirá supurando. Los restos de músculos también cambian de color, predominando el gris y el verde. Los dolores son temporalmente fuertes. Los ganglios linfáticos se enrojecen y crecen hasta hacerse grandes como huevos de gallina. Pulso acelerado y escalofríos, respiración dificultosa y boca seca. Y así sucesivamente. Apenas puede hacerse nada.

    –Dame otro whisky. De todos modos, ya casi ha terminado la jornada de trabajo por hoy –dijo el manco–. ¡Y tira de una vez el brazo al agua!

    –¿Cómo van los dolores?

    –Bien.

    –¿Un cigarrillo?

    El otro arrojó el brazo al agua y le dio fuego al manco. El brazo se hundió muy lentamente y todavía pudieron verlo un rato en el agua transparente. Ambos se inclinaron bastante hacia delante y lo observaron hasta que hubo desaparecido en las profundidades.

    –Ahí va y ya no cantará más –dijo el manco, y se bebió el vaso de un trago.

    En los pelos de la barba se le quedó prendida una gota que brillaba con el sol. El humo del cigarrillo permanecía inmóvil sobre sus rostros. Algunas algas marinas pasaron flotando a la deriva. El cielo estaba despejado. El horizonte temblaba a causa del calor. El mar parecía una tabla.

    Cada uno se bebió un trago más de whisky y luego intentaron dormir. El bote neumático se balanceó ligeramente cuando se movieron para encontrar una posición soportable para dormir. El manco se tumbó sobre su lado bueno. Tenía el muñón erguido como una vela mirando al cielo. Los sueños se le movían bajo los pelos de la barba y la pierna izquierda se le agitaba de vez en cuando.

    Un bote neumático tiene aproximadamente 2,5 metros de largo por 1,5 metros de ancho. En proporción, el Atlántico es tan grande que sus medidas exactas carecen de importancia.

    Cuando un bote neumático flota en mitad del Atlántico, da igual si va a la deriva en tiempos de paz o de guerra. También resulta insignificante de qué nacionalidad son dos personas que flotan solas en mitad del Atlántico y se van a morir de sed en caso de que nadie las encuentre a tiempo. Al sol le es indiferente si el manco es norteamericano, el otro alemán, o si ambos se encuentran en el año 1943 acurrucados en un bote neumático en mitad del Atlántico. El sol tan sólo desprende su energía térmica, sale, llega a su punto más alto y vuelve a ponerse. El mar es impasible y no muestra interés por quién navega en él. El Atlántico sigue siendo grande y el bote neumático sigue siendo pequeño. Los límites no cambian.

    Entre tanto, el brazo se encuentra en el fondo del mar, a unos 2.300 metros de profundidad, en el caso de que ningún pez se lo haya comido ya.

    A media tarde, el manco volvió a despertarse. El brazo le dolía allí donde ya no estaba.

    El cielo era como un manto de cardenal completamente extendido. El mar estaba cubierto de acuarelas de colores.

    El manco buscó la pitillera, pero luego no fue capaz de encender una cerilla: le faltaba la mano derecha. Sujetó el cigarrillo entre los labios. Sentía la lengua dura y torpe dentro de la boca. Sin embargo, no despertó al otro. Se alegraba de que al menos el otro estuviera allí, se inclinó hacia delante y observó su rostro dormido. Sólo le brillaba la frente. En las cuencas de los ojos y en las arrugas de la piel tenía sombras violetas. Los labios tenían un aspecto costroso. Como la corteza de un pino, pensó. O como la piel chamuscada de un asado.

    El manco se quitó el cigarrillo de la boca y se tocó sus propios labios. Estaban igual, cortados y costrosos.

    Uno sólo se da cuenta de las cosas cuando las ve, pensó el manco, e intentó encender la cerilla de nuevo. No funcionó. Sujetó la caja de cerillas con las rodillas, pero de pronto las piernas empezaron a temblarle tanto que se le cayó la caja. Simplemente no funcionaba. El manco sentía con provocadora nitidez el papel del cigarrillo entre sus labios cortados.

    Buscó el horizonte. No había nada a la vista.

    Así es, pensó. "Betsy se asombrará de que me haya vuelto zurdo. Probablemente no se asombrará. Dulce et decorum est pro patria mori¹."

    El otro se despertó sobresaltado y miró a su alrededor sin entender nada. Su rostro todavía permaneció adormecido hasta que se dio cuenta de dónde estaba realmente.

    –Dame fuego –dijo el manco–. No consigo encender la maldita cerilla.

    –¿Cuántos cigarrillos nos quedan todavía?

    Los contaron. Todavía tenían 64 cigarrillos. Además, les quedaba más de media botella de whisky. También les quedaban unas cuantas barritas de Chocacola² y algunos chicles. Eso era todo. No habían encontrado nada más en el bote neumático.

    El otro le dio fuego y luego se puso a fumar también. El humo sentaba bien. Dio una calada profunda y se mareó un poco.

    Poco a poco, el cielo se había vuelto verde. Sobre el horizonte había unos cuantos cúmulos.

    Ambos se bebieron su ración de whisky de la tarde. Daba la impresión de que el líquido no llegaba hasta el estómago, era como si sus lenguas resecas lo absorbieran antes.

    El muñón se encontraba de nuevo en posición perpendicular con respecto al cuerpo del manco. El otro quería decirle que bajara el brazo de una vez, aquella posición tan poco natural lo irritaba. Mejor no, pensó las personas se vuelven difíciles cuando les pasa algo malo. De modo que sólo dijo:

    –¿Cómo va el brazo?

    –Se está haciendo mantequilla. Tienen que encontrarnos pronto. Ya llevamos 36 horas de retraso. Tienen nuestra última posición. Sólo siento un dolor bastante molesto en el hombro izquierdo.

    –Déjame ver.

    –¡Te digo que ya hace tiempo que nos han dado por perdidos y que ya no nos están buscando!

    El otro examinó el muñón.

    Los bordes de la herida habían seguido penetrando en la carne sana. La venda estaba llena de pus.

    El otro cogió la otra mitad de la camiseta y le puso una venda nueva. Luego lavó la venda vieja. El agua del mar estaba tibia y le envolvía las manos como si fuera gelatina. La tela se había impregnado de pus y éste no se disolvía con el agua salada. El otro se puso pálido y sintió que se le revolvía el estómago. Pero se le pasó enseguida.

    Todo pasa, se dijo a sí mismo, y volvió a sentir de nuevo las manos en el agua suave y templada. Le vino a la memoria una frase extraña y un poco cursi que había leído en algún lugar que ya no recordaba: ... y la dura y húmeda existencia humana fluye entre nuestras manos....

    Eso había sido en otro tiempo, cuando María lloraba en sus manos. Un día, antes de que ella se cayera del caballo y se desnucara. Pero ahora, naturalmente, ya era demasiado tarde. Ahora siempre tenía lágrimas en las manos. Las manos mojadas enseguida se quedan heladas, especialmente si la humedad procede de las lágrimas.

    Dios sabe que al principio no había sido nada fácil. María aún había tenido suerte, ya que al menos había tenido unas manos en las que poder llorar. ¿Pero él? ¿Después? Él ni siquiera había tenido un caballo lo suficientemente clemente como para tirarlo en el momento apropiado y que él se desnucara y se acabara todo.

    Naturalmente, la culpa había sido de él. ¡Con qué facilidad llega uno a sentirse culpable! Él siguió sintiéndose culpable, a pesar de que la culpa había sido de María. Eso lo había dispuesto de forma astuta nuestro venerado Dios.

    A veces, cuando se sentía muy desesperado, todavía podía sentir el rostro de ella en sus manos, aquella suave y tierna masa llorona. Y la boca de María sobre las puntas de sus dedos mientras sollozaba.

    En realidad, ahora sí que podía estar contento, ya que todo llegaba a su fin. El caballo ya estaba tirándolo. Probablemente ya lo había tirado. Ya no se encontraba encima del caballo, pero todavía no se había desnucado. El famoso limbo.

    Pero, de pronto, ya no era tan fácil ni tan liberador como él siempre se había imaginado. "Liberador", sonaba bien. Entonces, ¿mejor seguir con las manos heladas? Buscar en la enciclopedia bajo la entrada cobardía. Así es la vida. Pobre María. Pobre, sí, esa palabra también era válida. Dondequiera que uno vaya, uno siempre se ve reflejado en el espejo.

    Y luego está ese dicho tan cursi de la húmeda existencia humana, bueno.

    Él estaba convencido de que María nunca se había querido desnucar. Pero había sucedido y allí estaba él, sentado con las manos heladas.

    Los dos hombres estaban sentados el uno frente al otro en la parte estrecha del bote neumático. Parecían sombras oscuras. Sólo allí donde debían estar sus rostros había algo más de claridad. Cuando, de vez en cuando, miraban el cielo estrellado, la luz nocturna permitía ver mejor sus ojos y sus bocas. En la oscuridad, sus siluetas parecían mayores y se juntaban. Estaban sentados, quietos, sobre el grueso borde de goma.

    El tiempo era agradable y fresco, y ambos habían vuelto a ponerse la chaqueta. De alguna manera, las medidas del manco habían cambiado, era evidente que le faltaba un brazo. El manco había metido cuidadosamente la manga vacía de la chaqueta en el bolsillo lateral. Sin embargo, el muñón seguía estando en posición perpendicular con respecto al cuerpo. Es como si tuviera un asa, pensó el otro.

    La sed se les había calmado. El amargo sabor a humo del whisky permanecía adherido en sus bocas y el alcohol les zumbaba en la sangre.

    Cada uno se comió una barrita de Chocacola. El ruido de los dientes al masticar les crujía dentro del oído y sonaba con fuerza en el silencio que los rodeaba. Las brasas de los cigarrillos proyectaban desde abajo pequeñas luces tiernas sobre sus rostros. Pero ellos no decían nada. Sólo intentaban fumar tan despacio como podían.

    Ya no era posible atisbar el horizonte. La noche había borrado y absorbido la única frontera. El mar permanecía inmóvil.

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