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Libro electrónico446 páginas6 horas

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Un viaje al centro de la identidad de los españoles que emigraron tras la Guerra Civil.

En plena Guerra Civil, Aitor tiene que dejar su pueblo natal de Elizondo (Navarra) y huir a Francia para no caer en las manos del ejército republicano e ir al frente de combate.

Su viaje a través de Francia y Estados Unidos y su participación en la Segunda Guerra Mundial le llevarán a comprender los verdaderos valores que ayudan a una persona a construir su identidad.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento22 jun 2019
ISBN9788417915889
Amerikanua
Autor

Pablo Medina Aguerrebere

Pablo Medina Aguerrebere nació en Elizondo (Navarra) en 1982. Doctorado en Comunicación Institucional (Universidad de Navarra, 2011), Pablo ha trabajado como profesor de comunicación en varias universidades de España, Francia y Suiza.

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    Amerikanua - Pablo Medina Aguerrebere

    Primera parte

    Elizondo, 1939

    Capítulo 1

    España, tierra de miserias

    Carreteras destrozadas, casas derribadas, puentes hundidos en los ríos, gente sin hogar esperando durante horas para recibir unos pocos alimentos racionados, sirenas constantes para advertir sobre el peligro de bombardeos inminentes y barcos repletos de gente —«afortunada» camino del exilio: así estaban muchas ciudades de España en 1939. El levantamiento militar que el general Franco había protagonizado tres años antes contra la II República Española había dado lugar a un conflicto bélico caracterizado por la violencia extrema y por la participación de varios países extranjeros (Alemania, Francia, Italia, etc.). España se había convertido en un campo de entrenamiento para futuros combates bélicos: el destino quiso que la Guerra Civil Española pasase a la historia como la antesala de la Segunda Guerra Mundial.

    —«El Gobierno Francés acaba de abrir de nuevo la frontera, tendríamos que aprovechar e irnos de aquí», dijo Aitor, un niño de tan sólo 11 años que vivía en Elizondo, un pequeño pueblo del norte de Navarra situado a tan solo 23 kilómetros de la frontera francesa, y capital del Valle de Baztán. —«No podemos irnos Aitor, tu padre y tu hermano regresarán pronto a casa, y tenemos que estar aquí cuando vuelvan», le contestó su madre, que se llamaba Arantxa y que desde hacía varios años estaba viviendo un tormento ya que su marido, Ramón, y su hijo mayor, Garikoitz, estaban destinados en el frente, y no enviaban ninguna carta a casa para informar sobre su situación. Arantxa sabía que mucha gente del pueblo había muerto en la batalla del Ebro. Desde que su marido y su hijo se fueron al Frente, las noches se le hacían eternas a Arantxa: —«Espero que mañana el Ayuntamiento no me envíe un aviso para informarme de la muerte de Ramón o Garikoitz», solía pensar Arantxa todas las noches, antes de acostarse. Ni Aitor ni Garikoitz querían ir a la guerra: ambos estaban acostumbrados a una vida apacible entre montes y ovejas. Por eso, cuando las autoridades republicanas les obligaron a alistarse en el ejército, una parte de la vida de Arantxa se derrumbó.

    —«¡Ha caído Barcelona!» —«¡Ha caído Barcelona!», gritaba la gente de Elizondo desde los balcones. El 26 de enero de 1939, el ejército franquista entró en Barcelona y asentó un golpe definitivo a la II República Española. Por eso, ese día, los vecinos de este pueblo del norte de Navarra comentaban constantemente este tema. Aunque muchos de ellos desconocían las verdaderas implicaciones de la caída de Barcelona, albergaban la esperanza de que esta noticia supusiese el tan ansiado final de la guerra. Cuando Arantxa escuchó a los vecinos de su pueblo hablar sobre la caída de Barcelona, pensó que, en cuestión de días, Ramón y Garikoitz estarían de vuelta en casa.

    La Guerra Civil Española había cambiado radicalmente el tipo de vida que, habitualmente, solían llevar los vecinos de Elizondo: toques de queda, racionamiento de alimentos, presencia del ejército en las calles, etc. Sin embargo, había rutinas que no cambiaban, como por ejemplo la obligación de los niños de ir al colegio. Todos los días, de 9h a 13h, Aitor solía ir al colegio, el cual situado a escasos 500 metros de su casa. En Elizondo, como en muchos otros pueblos, los colegios se habían convertido en oasis de paz y tranquilidad en donde sólo se hablaba de matemáticas, lectura o religión, y nunca de guerras, batallas y heridos. No obstante, el inicio de la guerra civil había provocado ciertos cambios en la rutina del colegio. Entre todos ellos, destacaba la ausencia de muchos profesores, que habían sido movilizados por el ejército para ir a combatir al frente. Para remplazarlos, los directores del colegio habían pedido ayuda a las madres, quienes se habían convertido en profesoras de sus propios hijos. De este modo, y a pesar de la ausencia de muchos recursos humanos y materiales, los niños pudieron seguir recibiendo una educación. Gracias a sus propias madres.

    La directora del colegio se llamaba Marta. Esta joven elizondarra había completado sus estudios superiores hacía tres años, y trabajaba en el caserío de sus padres, donde se ocupaba de la huerta y del ganado. Su gran capacidad de trabajo y su formación superior llevaron al Ayuntamiento de Elizondo a nombrarle directora del colegio mientras durase la guerra. El padre de Marta estaba en el frente, y su madre había muerto hacía ya 7 años, por lo que Marta vivía sola en su caserío. Para Marta, trabajar en el colegio era una forma de volcar en los niños su sabiduría y su cariño.

    El lunes 26 de enero de 1939, a las 7,45h, Marta tuvo que realizar, como todos los días, el recuento de niños para ver si estaban todos. Sin embargo, ese día, en el patio del colegio había una persona más de las esperadas:

    —«Señorita, interrumpa ahora mismo todas las clases y lleve a los niños a la Iglesia», dijo un soldado republicano que había irrumpido en el patio en el que Marta solía recibir a los niños.

    —«¿Qué sucede? Vamos a empezar ahora las clases de religión, las madres están esperando en las aulas», dijo Marta.

    —«Interrumpa las clases, y lleve a los niños a la Iglesia, se lo digo por última vez», respondió el soldado, con cara de pocos amigos, mientras acababa de fumar un cigarro.

    —«Está bien, ahora aviso a las madres», respondió Marta, que estaba muy descolocada por las intenciones del soldado.

    La Iglesia de Elizondo estaba situada a escasos 200 metros del colegio. La Iglesia se construyó en 1925 y tenía grandes dimensiones. Por eso, muchas de las reuniones organizadas por el Ayuntamiento se solían realizar en algunos de los inmensos atrios y salones de los que se componía la Iglesia. La mayoría de los vecinos del pueblo eran practicantes, por lo que estaban felices por disponer de una Iglesia moderna y amplia. Sin embargo, desde el inicio de la Guerra Civil Española, la Iglesia se había convertido en un refugio para militares, en un comedor social, en un centro de enfermería para heridos en el frente, etc. La Iglesia se había convertido en la verdadera casa del pueblo.

    Cuando Marta llegó a la Iglesia acompañada por los 44 niños que habitualmente solían acudir al colegio, el panorama con el que se encontró le dejó pálida, hasta el punto que se quedó paralizada durante varios segundos. Un soldado le tuvo que increpar. Marta volvió en sí y siguió andando hasta la puerta de la Iglesia. En el exterior del edificio, había cinco coches militares, un pequeño autobús y más de 100 soldados sentados en el suelo limpiando el armamento. En el interior de la Iglesia, ya no había bancos, ni crucifijos, ni cuadros ni ningún motivo religioso. El ejército republicano había montado varios despachos en las naves laterales de la Iglesia. En dichos despachos, los mandos militares hablaban por teléfono y daban instrucciones a sus respectivos solados. El único espacio que quedaba libre era la nave central. Justamente fue allí donde se sentaron todos los niños, salvo Marta; a quien un soldado le invitó a salir de la Iglesia mientras duraba la conversación con los niños.

    —«Déjenos solos mientras hablamos con los niños. Tenemos que explicarles que su país les necesita», dijo el soldado, de un modo poco convincente, como si él mismo no se creyese lo que estaba diciendo.

    —«Son solo niños, señor; muchos ya han perdido a sus padres en el frente; y ahora sus madres están solas en casa, y no pueden sacar adelante todo ellas solas», dijo Marta, que de repente se acordó de su padre, que estaba en el frente y de quien no tenía noticias desde hacía casi un año.

    —«Son órdenes. Vuelva al colegio, y cuando acabemos de hablar con ellos, le avisaré para que venga a recogerlos», respondió el soldado rápidamente a la vez que se daba la vuelta, entraba en la Iglesia y cerraba la puerta, dejando a Marta fuera, con una cara de incredulidad y de preocupación.

    Cuando Aitor entró en la Iglesia, se quedó impresionado por el estado actual de la misma. ¿Dónde estaban los bancos? ¿Por qué había tanta gente fumando y gritando? ¿Quiénes eran todas esas personas que hablaban por teléfono? Aitor, junto con su hermano y sus padres, solía acudir a misa todos los domingos. Aunque, muchas veces no comprendía gran cosa de lo que decía el sacerdote, a Aitor le encantaba venir a misa porque le aportaba mucha tranquilidad, y porque siempre aprendía algo útil para su vida. Cuando Aitor vio las banderas republicanas en los altares en donde habitualmente solía haber cuadros y crucifijos, se quedó boquiabierto. El ruido de los soldados hablando y gritando había sustituido al silencio que habitualmente solía haber en la Iglesia. —«¿Dónde está el padre Pedro?», se preguntó Aitor a si mismo, que no cesaba de mirar por las diferentes naves para intentar localizar al párroco de la Iglesia.

    Durante un momento, Aitor pensó que igual, alguno de los soldados presentes en la Iglesia, sabía dónde estaban su padre Ramón y su hermano Garikoitz. Sin embargo, cuando se quiso dar cuenta, Aitor ya estaba sentado en el suelo, junto a todos sus compañeros de clase, sin entender por qué estaban ahí. El temor a la incertidumbre le impedía asimilar lo que estaba pasando. Habitualmente, los niños solían armar barullo en la Iglesia mientras los adultos permanecían en silencio; esta vez, la situación era justo la inversa. Los compañeros de clase de Aitor estaban boquiabiertos y bastante asustados. Todos querían saber por qué estaban allí y, sobre todo, dónde estaba su profesora. —«España está en peligro», dijo de repente uno de los soldados, que tenía unos 30 años y que se había sentado en el altar donde habitualmente se solía sentar el padre Pedro. —«El ejército rebelde de Franco ha causado numerosas pérdidas entre las filas del ejército republicano. Muchos de vosotros habéis perdido a vuestro padre, o a vuestro hermano. Ahora, os toca a vosotros ayudar al país», dijo el soldado, en un tono muy solemne como si los niños, en vez de 11 años, tuviesen 30 años.

    Al minuto de empezar a hablar, el soldado, se quedó mirando fijamente a los niños, y permaneció en silencio durante varios segundos. De repente, cogió un cigarro, lo encendió y empezó a fumar delante de todos los niños. Nadie entendía por qué ese soldado les había dicho que —«ahora les tocaba a ellos ayudar al país». La situación era esperpéntica, y la tensión cada vez más palpable. Nadie se atrevía a preguntar nada al soldado. Algunos compañeros de clase, se preguntaban en voz baja: —«¿Por qué tenemos que estar aquí? ¿Dónde está la señorita Marta?» La inmensa mayoría de los niños presentes en la Iglesia provenían de familias humildes en las que el padre, generalmente, trabajaba como pastor de ovejas y vacas; y la madre, se encargaba de trabajar en casa y en la huerta, así como de educar a los hijos. Para todos ellos, la Guerra Civil Española era un conflicto sobre el que no entendían prácticamente nada.

    —«Si miráis a vuestra izquierda, veréis unas cajas que contienen varios uniformes. Ahí tenéis para cada uno un uniforme del ejército republicano», dijo de repente el soldado, mientras seguía dando caladas a su cigarro.

    —«¿Para qué queremos ese uniforme?», preguntó uno de los niños, con la voz temblorosa.

    —«Son para vosotros», dijo riéndose el soldado. —«Estos uniformes los llevan los soldados. Y a partir de mañana, vosotros también seréis soldados. Mañana a las 9h, tenéis que venir todos a la Iglesia vestidos con este uniforme».

    —«¿Por qué?», volvió a preguntar el mismo niño.

    —«Porque a partir de mañana vais a ser soldados al servicio de la II República Española. Trabajaréis en donde se os diga», espetó el soldado, con un tono muy serio.

    Durante los escasos dos minutos que duró la conversación entre el soldado y los niños del colegio, Aitor dejó de ser un niño de 11 años para convertirse en un adulto. Su infancia se terminó cuando le comunicaron que tenía que enrolarse en el ejército. Durante esos dos minutos, a Aitor le vino a la mente la imagen de su padre cuidando las ovejas, las partidas de pelota a mano con su hermano Garikoitz, las tardes con su madre recogiendo tomates y lechugas en la huerta, los paseos por el monte para ir a recoger castañas, los recreos con sus compañeros de colegio, las clases con la señorita Marta, etc. Aitor no podía asimilar que, con tan sólo 11 años, su infancia se había terminado. ¿Con qué derecho el ejército de un país puede robar la niñez y la adolescencia a sus ciudadanos? ¿Por qué los ciudadanos tienen que pagar con su vida los errores cometidos por los altos mandatarios de un país? ¿Quién puede disponer de la vida de otra persona? Para Aitor resultaba imposible responder a dichas preguntas.

    En 1939, la Guerra Civil Española estaba vista para sentencia. Tras muchos meses de combates entre las tropas franquistas y las tropas republicanas, las primeras se habían impuesto gracias a su mejor organización, a sus mayores recursos materiales y a sus apoyos por parte de países extranjeros, como por ejemplo Alemania. En Elizondo, como en muchos otros pueblos fronterizos con Francia, quedaban algunos reductos republicanos que intentaban aguantar como fuese frente a los ataques incesantes de las tropas franquistas. No obstante, a principios de 1939 se precipitaron los acontecimientos: la dimisión del Presidente del Gobierno de España, Manuel Azaña; el exilio a Francia de varios dirigentes políticos españoles, como Juan Negrín; la escasez de medios materiales que afectaba al ejército republicano; los apoyos diplomáticos a Franco por parte de países extranjeros; y, sobre todo, la caída definitiva de Madrid en marzo de 1939 provocaron una huída en masa de los integrantes del ejército republicano hacia las fronteras más próximas, especialmente las de Behobia (Guipúzcoa), Dantxarinea (Navarra) y la Jonquera (Cataluña). Dichos pasos fronterizos se convirtieron en testigos mudos del exilio de miles de españoles que partieron sin nada en sus bolsillos para instalarse en un país extranjero, sin saber qué sería de ellos.

    A pesar del gran impacto que tuvo la guerra civil para toda la población española, Aitor vivía ajeno a dicho conflicto. No sabía nada sobre lo que estaba sucediendo. Entre otras cosas porque su madre, para evitarle sufrimiento, le ocultaba todas las informaciones relativas a la guerra. Lo único que sabía Aitor era que su padre y su hermano no estaban en casa. Y eso era una razón más que suficiente para estar enfadado. Garikoitz, el hermano de Aitor, tenía tan sólo 17 años cuando el ejército republicano le obligó a alistarse. Aitor pensaba que su hermano era muy pequeño para ir a la guerra. —«Y ahora quieren que vaya yo», pensaba Aitor, indignado con la noticia que les había dado el soldado en la Iglesia. El enfrentamiento entre republicanos y nacionales había dividido a todo un país, incluso a varias familias, en las cuales los hermanos lucharon entre sí ya que se alistaron en bandos diferentes. Sin embargo, ese no fue el caso de la familia de Aitor. Su rechazo hacia la política y su pasión por el trabajo en el campo les había hecho vivir completamente ajenos a lo que sucedía en el campo de batalla en el que se había convertido España desde 1936.

    Cuando todos los niños salieron de la Iglesia, Marta les estaba esperando sentada en un banco, con un rosario en la mano. Desde que salió de la Iglesia, Marta no había parado de rezar para que Dios protegiese a sus alumnos. —«Nos van a dar uniformes de soldado», le dijo uno de los niños a Marta, completamente asustado y con la voz entrecortada. Marta no pudo reprimir un llanto de indignación. Su padre estaba en el Frente desde hacía dos años. Su madre había fallecido hacía ya siete años a causa de una enfermedad pulmonar. Estas dos pérdidas habían afectado mucho a Marta, que se había vuelto muy vulnerable e irascible. Sin embargo, Marta se había prometido a si misma que tenía que salir adelante para que, cuando volviese su padre, el caserío estuviese a pleno rendimiento. Por eso, a pesar de vivir sola, trabajaba intensamente en el caserío y en la huerta. Esta fuerza vital que inundaba el corazón de Marta desde hacía varios meses se diluyó entre las lágrimas que no pudo contener cuando sus alumnos le dijeron que tenían que ir a la guerra.

    —«¡Estos niños ya han sufrido demasiado, muchos han perdido a sus padres, y no saben cómo salir adelante!, ¿Por qué queréis robarles a sus madres la única razón que les queda para levantarse cada día?», gritó Marta, desconsolada, al soldado que había venido al colegio para pedirle que trajese los niños a la Iglesia y que estaba sentado en un banco cercano a la entrada de la Iglesia.

    —«Están sirviendo a su país, señorita, es su deber», gritó el soldado, un tanto avergonzado, ya que sus palabras sonaban vacías y sin sentido.

    —«¿Y su país les sirve para algo? ¿Para qué sirve ser español? ¿Para morir en una guerra?», respondió Marta, que definitivamente había perdido los nervios y dejaba escapar la tensión acumulada durante varios meses.

    —«Lo siento, pero ahora tienen que irse de aquí. Vuelvan al colegio y mañana traiga a sus alumnos a las 9h de la mañana. Mi superior les explicará dónde tendrán que viajar y qué funciones tendrán que realizar», dijo el soldado, con un tono de voz frío y desconsiderado.

    Marta estaba destrozada. Ella, al contrario que sus alumnos, sabía perfectamente lo que era una guerra: el miedo, el dolor, la tortura y la muerte eran escenarios demasiado macabros para cualquier niño. Conforme todos los niños salieron de la Iglesia, todos fueron corriendo hasta Marta, que estaba más afectada que los propios niños. Perder a un ser querido es un trauma del que, mucha gente, no se recupera. Marta había perdido ya dos seres queridos: su padre y su madre. Y ahora, tenía que perder a sus alumnos, quienes, para ella, eran como sus hijos. La Guerra Civil Española le había robado 46 seres queridos.

    A los pocos minutos de salir de la Iglesia, Marta acompañó a los niños al colegio. El cortejo, liderado por Marta, parecía una marcha fúnebre. Los niños caminaban en silencio, con caras de preocupación y miedo. De repente, los niños habían perdido su energía vital: andaban lentamente, con la mirada perdida y sin ganas de hablar con nadie. Al llegar al colegio, Marta decidió acompañar a algunos alumnos a sus casas para explicarles a los padres lo sucedido en la Iglesia. Ese día, todos los niños volvieron a casa con una bolsa que contenía su uniforme de soldado. Un pasaporte al horror.

    Capítulo 2

    Madre coraje

    Arantxa nació en Elizondo en 1898. Sus padres eran originarios de Elbetea e Irurita respectivamente, dos pueblos situados a escasos kilómetros de Elizondo. Desde hacía varias generaciones, la familia de Arantxa siempre se había dedicado a trabajar en el campo. Con el paso de los años y tras mucho esfuerzo, habían logrado acumular un cierto patrimonio: el caserío, las huertas, los prados, los terrenos situados en las zonas comunales del monte de Bagordi, etc. El trabajo en un caserío exigía mucho esfuerzo ya que la mayor parte de las labores se hacían a mano: esquilar ovejas, ordeñar vacas, hacer quesos, cavar la huerta y recoger los frutos, llevar el ganado de un prado al otro, cortar la hierba en el verano para que el ganado tenga alimento en el invierno, etc. La lista de tareas que había que realizar en el caserío de Arantxa era inmensa. Sin embargo, Arantxa era feliz en su caserío y realizaba prácticamente todas las labores descritas.

    El caserío de Arantxa era uno de los más bonitos de Elizondo. Construido en 1910, el edificio tenía tres plantas. En la planta baja, había un establo para el ganado. Arantxa tenía 14 vacas, 4 terneros, 23 ovejas, 8 corderos y 2 cerdos. Hacía unos años, la familia de Arantxa tenía más ganado. Sin embargo, las circunstancias actuales habían obligado a Arantxa a reducir el número de animales. En la primera planta del caserío, vivía Arantxa con su familia. Una cocina, un salón, un recibidor y cuatro habitaciones componían su hogar. Los medios materiales de los que disponía Arantxa, así como —«la calefacción central» que tenía el caserío, es decir, el calor que el ganado desprendía y que subía hasta la primera planta, hacían que su calidad de vida fuese superior a la media de las familias en Elizondo. En la tercera planta del caserío, había un desván en el que guardaban el alimento del ganado, es decir, la hierba que cortaban durante el verano para darla al ganado en invierno.

    Aunque el caserío era moderno y contaba con los recursos suficientes para llevar una vida agradable, había un recurso que a penas existía: el dinero líquido. En el caserío de Arantxa, como en la mayoría de los caseríos de toda España, las familias disponían de alimentos (queso, carne, hortalizas, etc.) pero a apenas tenían acceso al dinero líquido. Esta vida de subsistencia hacía que todos los ciudadanos de los pueblos fuesen conscientes de la importancia del trabajo, la disciplina y el ahorro. En Elizondo, todos los caseríos de la zona practicaban el auzolán, es decir, la ayuda mutua para realizar las distintas labores. Gracias al auzolán, todos los vecinos se habían convertido en una gran familia, muy unida y muy fiel. Y, gracias a este modo de vida, los caseríos en los que vivían personas mayores solas podían salir adelante.

    Durante estos últimos años, la vida de Arantxa había cambiado radicalmente. En 1934, falleció su madre. Una enfermedad degenerativa la tuvo en cama durante varios meses hasta que, finalmente, murió. El médico del pueblo nunca supo qué era exactamente lo que le había sucedido a la madre de Arantxa: —«Su madre ha muerto por una enfermedad degenerativa», le dijo el médico a Arantxa, el día que certificó su fallecimiento. A las pocas semanas, el padre de Arantxa, que nunca superó la pérdida de su mujer, murió de un infarto. Arantxa siempre pensó que su padre se dejó morir. Desde que falleció su madre, el padre de Arantxa había perdido la ilusión por la vida: dejó de trabajar en el caserío, a penas hablaba y sólo comía una vez al día. Tras el fallecimiento de su padre, Arantxa, y su marido Ramón, tuvieron que ocuparse del caserío. Entre los dos consiguieron cultivar la huerta y los prados y gestionar correctamente el ganado para que el caserío tuviese beneficios y la vida pudiese seguir su curso. Sin embargo, cuando en 1936 empezó la Guerra Civil Española, Arantxa tuvo que ocuparse ella sola del caserío ya que su marido Ramón y su hijo Garikoitz fueron movilizados por el ejército republicano para combatir en la Batalla del Ebro. Desde entonces, Arantxa trabajaba 12 horas diarias. Su vida era agotadora, pero no tenía alternativa.

    Cuando Aitor llegó a casa cargado con una bolsa grande de ropa, Arantxa pensó que algún vecino de los caseríos de alrededor le habría a su hijo algún regalo. Aitor andaba más lentamente de lo habitual, con los brazos semicaidos y con la mirada perdida. Arantxa se percató rápidamente de que algo no iba bien. Generalmente, Aitor solía subir el camino que lleva desde el pueblo hasta el caserío a un paso muy rápido, incluso corriendo, y cuando llegaba al prado que está enfrente del caserío, siempre solía jugar con su perro Loby, o se entretenía viendo cómo las vacas pastaban en el prado.

    —«Aitor, ¿Qué te pasa?», le dijo Arantxa muy preocupada, nada más ver a Aitor.

    —«Mamá, tengo que irme con papá y con Garikoitz», respondió Aitor.

    —«No digas tonterías Aitor, no hagas bromas con estas cosas: tu padre y tu hermano van a volver pronto a casa», replicó Arantxa, que detestaba que su hijo hiciese bromas sobre la guerra.

    —«Esta mañana, un soldado ha venido al colegio y nos ha dicho que mañana a las 9h tenemos que ir a la Iglesia todos los compañeros de clase. Nos ha dado un uniforme a cada uno para que nos lo pongamos mañana», dijo Aitor, mirando fijamente la bolsa que traía en la mano.

    En el momento en el que Arantxa escuchó esta última frase, se dio cuenta de que Aitor decía la verdad: las expresiones que había utilizado no eran las propias de un niño. Arantxa cogió la bolsa que traía su hijo y vio que dentro había un pantalón verde oscuro, una camisa también verde y una gorra que tenía una insignia con los colores de la bandera republicana. Arantxa se quedó paralizada. En tan sólo dos años, había perdido a sus padres, a su marido y a su hijo mayor; y ahora, el ejército le reclamaba a su hijo menor. —«¿Cómo se atreven a llevar niños a la guerra?», pensó Arantxa para si misma. Ella a penas sabía nada de lo que estaba sucediendo en la guerra porque al pueblo llegaban muy pocas noticias. Sin embargo, tras casi tres años de conflicto, Arantxa tenía por seguro que el fin de la guerra estaba muy próximo. Además, todo el pueblo estaba revolucionado con la caída de Barcelona. Arantxa entendía nada. Lo único que sabía es que ver a su hijo menor vestido de militar y rodeado de soldados armados era una pesadilla irreal. De hecho, a penas podía imaginárselo.

    —«¿Me van a enviar con papá y Garikoitz?», preguntó de repente Aitor, mientras su madre miraba la ropa que había en la bolsa con una cara de indignación y repulsión.

    —«No vas a ir a la Guerra, Aitor», dijo de repente Arantxa de modo decidido. —«Esta familia ya ha dado dos personas a la causa militar: no habrá un tercer soldado en esta familia», dijo Arantxa.

    —«¿Seguro? El soldado ha dicho que tenemos que ir todos», insistió Aitor.

    —«No, tú no vas a ir cariño, las guerras no son para los niños, olvídate de lo que te ha dicho el soldado», dijo Arantxa mientras le quitaba a Aitor la bolsa para llevarla a casa.

    En la España de 1939, tan caracterizada por el machismo y por la ausencia de medios materiales en la mayor parte de las familias, era muy difícil para una mujer sola salir adelante. Pero Arantxa era diferente. La indignación que le generó la noticia de Aitor le dio una fuerza sobrehumana para tomar una decisión que sólo una madre coraje puede tomar: ayudar a su hijo a huir sólo del país. Desde el inicio de la guerra, Arantxa asociaba España con el dolor, el sufrimiento y la muerte; y no estaba dispuesta a que la vida de su hijo terminase a los 11 años. Por eso, Arantxa acompañó a Aitor hasta su habitación y le pidió que se pusiese a leer el libro de lectura que le había dado su profesora hacía unos días. Mientras Aitor leía, Arantxa fue a la cocina para preparar el fuego de la chimenea. Hoy, esta labor sería más fácil que de costumbre ya que tenía buen material para avivar el fuego: el uniforme de soldado republicano.

    Cuando Arantxa miró el reloj, vio que eran las 18,15h de la tarde. Eso significaba que tenía 15 horas y 45 minutos para intentar salvar la vida de su hijo. Ayudarle a escapar del país era una buena idea, pero ¿cómo la iba a ejecutar? ¿A quién podía pedirle ayuda? Desde el inicio de la guerra, la polarización entre republicanos y nacionales era absoluta, por lo que había ciertos vecinos de Elizondo con los que Arantxa no debía hablar para así evitar problemas. Por eso, pensó que lo mejor que podía hacer era ir al caserío más próximo, en el que vivía una amiga de su infancia con quien siempre había tenido muy buena relación. Tanto su amiga, que se llamaba Elisa, como su hermano Ander siempre estaban dispuestos a ayudarle a Arantxa con las labores del caserío. La familia de Ander y Elisa era de máxima confianza. Por eso, Arantxa decidió pedir ayuda a su amiga. Al instante, fue a la habitación de Aitor para avisarle de que iba a salir un momento:

    —«Aitor, voy a salir un momento a hacer un recado. Espérame sentado en la puerta, vigilando el caserío con Loby, yo vuelvo en media hora o así», dijo Arantxa, bastante nerviosa.

    —«¿Dónde vas?», preguntó Aitor. —«Si quieres te acompaño, ya he acabado de leer las dos páginas del libro», dijo Aitor sonriendo e intentado esconder el libro debajo de la cama.

    —«No cariño, quédate en casa. Por cierto, cuando vuelva me cuentas qué has leído en el libro… y de paso quítale el polvo, que debajo de la cama siempre hay suciedad», dijo Arantxa, con una risa de complicidad.

    —«Vale, ya te diré pues. Igual le doy el libro a Loby para que lo lea él, creo que a él le gustará más que a mi», dijo Aitor.

    —«No tienes remedio Aitor», respondió su madre, mientras se daba media vuelta y salía de la habitación de Aitor a toda velocidad.

    En menos de dos minutos, Arantxa salió de la habitación de Aitor y cogió la bicicleta que solía utilizar para ir al pueblo a hacer los recados. El caserío de Ander y Elisa, que se llamaba Zuribeltza, estaba a un kilómetro del caserío de Arantxa. Era un caserío bastante grande, con varios prados a su alrededor en los que pastaban las ovejas y vacas que tenía la familia de Ander y Elisa. Ander era uno de los pocos jóvenes del pueblo que no había sido movilizado por el ejército republicano ya que tenía la pierna izquierda prácticamente inutilizada debido a una caída que sufrió cuando era pequeño.

    Mientras Arantxa pedaleaba y escuchaba el ruido que hacía la cadena de la bici, la cual no había sido engrasada desde hacía varios años, no dejaba de pensar en la decisión tan drástica que acababa de tomar. —«¿Cómo voy a dejar a mi hijo sólo en un país extranjero? ¿Cómo va a salir adelante? ¿Y si en ese país estalla también otra guerra como?», pensaba Arantxa en voz baja, sin poder encontrar ninguna respuesta a todas esas preguntas. El estado de ansiedad y nerviosismo le impedía reflexionar con claridad. Es más, ni siquiera se dio cuenta que al ayudar a su hijo a escapar del país estaba incurriendo en un delito de desobediencia al ejército.

    Cuando Arantxa llegó al caserío, vio a Ander y a Elisa cortando helechos. Durante el verano, los agricultores solían recoger helechos para posteriormente usarlos durante el invierno como cama para el ganado que permanecía en los establos.

    —«Arantxa, menudo ritmo llevas en la bici, no vayas tan rápido que la vas a romper», dijo Ander, a quien siempre le gustaba bromear.

    —«Hola Arantxa, ¿qué tal estás?», dijo a su vez Elisa.

    —«¿Podemos hablar? Estoy muy mal, tengo un problema muy grande, mi hijo…» Arantxa no pudo acabar la frase, ya que se derrumbó y se puso a llorar.

    —«¿Qué le ha pasado a Aitor?», dijo Elisa, mientras corría junto con Ander para para ayudar a Arantxa a bajar de la bicicleta.

    —«El ejército quiere secuestrar a mi hijo, quiere llevarle a la guerra. Le han dado un traje de militar a él y a todos los niños del colegio», dijo Arantxa, muy acelerada.

    —«Malditos militares», dijo Ander. —«Cada vez hacen más locuras por culpa de la guerra. Menos mal que a mi no me han movilizado por lo de mi pierna. Pero vamos, cuando escucho estas cosas, me dan ganas de irme del país», dijo Ander.

    —«Pues eso es lo que quiero. Necesito que me ayudéis, y que no digáis nada a nadie», replicó Arantxa.

    —«¿A qué te refieres Arantxa? ¿Qué quieres que hagamos?», preguntó Elisa.

    —«Necesito que me ayudéis a pasar la frontera, esta noche, sin falta. Aitor tiene que estar mañana en Dantxarinea para que así el ejército no le lleve a la guerra. Una vez en Dantxarinea, seguro que encuentra a alguien que le pueda llevar hasta Bayona», propuso Arantxa.

    —«La frontera está vigilada por la policía española y la policía francesa, ahora es imposible salir del país, a no ser que vayamos por el monte Otsondo. allí hay una pista que está libre y que conozco a la perfección», dijo Ander, que, como buen amigo de Arantxa, ya se había autoproclamado el mugulari de Aitor para semejante viaje.

    Ander dejó la guadaña, se abrochó la camisa y, mirándole fijamente a Elisa, le dijo: —«Me tengo que ir, en dos días o así estaré de vuelta en casa». Elisa se sentía muy orgullos de su hermano ya que, a pesar de su cojera en la pierna izquierda, estaba dispuesto a andar más de 40 kilómetros en una sola noche para salvarle la vida a Aitor. En cuanto Arantxa escuchó la declaración de intenciones de Ander, corrió a abrazarle: —«Sólo quiero salvarle la vida a mi hijo; en Bayona puede estar unos meses, y en cuanto acabe la guerra en España, iré a recogerle», dijo Arantxa. Arantxa pensaba que la Guerra Civil Española acabaría pronto y que, una vez acabada la guerra, todo volvería a la normalidad. Además, sabía que, desde el inicio de la guerra, muchas familias francesas habían acogido a huérfanos españoles. Arantxa estaba convencida de que la decisión de enviar a Aitor a Bayona era acertada.

    —«Pero Arantxa, ¿cómo va a ir Aitor desde Dantxarinea hasta Bayona? Son casi 30 kilómetros, y Aitor no habla francés. ¿Y si le pasa algo?», preguntó Elisa.

    —«Allí estará bien, hay mucha gente del país vasco francés que habla euskera, como Aitor. Además, en Bayona hay muchas familias que están acogiendo a los niños españoles. No me queda otra Elisa, no tengo opción», dijo Arantxa, muy angustiada.

    —«Miles de guipuzcoanos han pasado la frontera por Behobia y los franceses les están tratando bastante allí. Hasta que pase la guerra, es lo mejor que puedes hacer Arantxa. En cuanto acabe, yo te acompañaré a Bayona a recoger a Aitor», convencido también de que el plan de Arantxa era el adecuado.

    —«Eskerrik asko Ander, Eskerrik asko Elisa, me salváis la vida», dijo Arantxa

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