Infancia entre dos esquinas
Por Alicia Ortiz
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Creo poder decirlo sin pudores, porque el tiempo transcurrido desde mi primera lectura de este libro, y desde la muerte de su autora –mi madre–, me permite analizarlo con suficiente objetividad: la pintura de las tremendas escenas a las que Alicia Ortiz asistió durante su niñez, en el conventillo de al lado de su casa, convierten a este libro en un auténtico tango de los años veinte.
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Infancia entre dos esquinas - Alicia Ortiz
Alicia Ortiz
Infancia entre dos
esquinas
©Libros del Zorzal, 2010
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Índice
Prologo de Alicia Dujovne Ortiz
Las dos escaleras | 7
I. El escenario | 18
II. Casas contiguas | 23
III. La muerte de mi padre | 27
IV. El retrato | 33
V. Mi madre | 40
VI. La casa del capitán Contreras | 45
VII. El gallinero vecino | 50
VIII. Las primeras letras | 53
IX. El conventillo | 59
X. La semana trágica | 70
XI. Mi hermano Héctor | 73
XII. El cacique Manquillán | 82
XIII. Isidora | 88
XIV. Doña Juana la carnicera | 99
XV. El barco de vela | 104
XVI. El carnaval | 110
XVII. Los recibos del tercer sábado | 114
XVIII. La familia de Bertini | 121
XIX. La muerte del mulatito | 127
XX. Las hermanas Kruger | 130
XXI. La familia de Genoveva | 137
XXII. Don Sixto, el estibador | 141
XXIII. La visita del señor Bertini | 145
XXIV. Manuela | 148
XXV. La negrita Alicia | 156
XXVI. Las caballas | 159
XXVII. La fogata de San Juan | 162
XXVIII. Profesiones confusas | 167
XXX. Mi abuelo | 174
XXXI. El suicidio de Don Federico | 181
XXXII. Don Juan Tenorio fallido | 183
XXXIII. El velatorio de Doña María | 185
XXXIV. Un vigilante en el conventillo | 189
XXXV. La Rusita
| 192
XXXVI. La familia de Borel Tagle | 197
XXXVII. La familia de Cáceres Montoya | 203
XXXVIII. Jesús | 209
XXXIX. Don Cenobio | 215
XL. Mi tío Roberto | 219
XLI. Amigas de infancia | 224
XLII. María | 237
XLIII. El altillo | 240
XLIV. El escritor | 250
XLV. Sofía Strudel | 255
XLVI. Remigia | 270
XLVII. Eso no es bastante | 274
XLVIII. La mudanza | 277
A mi madre
Las dos escaleras
Alicia Dujovne Ortiz
Digámoslo de entrada, esta reedición de una novela autobiográfica publicada por mi madre, Alicia Ortiz, en 1957, es el tercer cuerpo de un retablo familiar que para mí comenzó en 2007 con la edición de la obra inédita de mi tío materno, Néstor Ortiz Oderigo¹, y prosiguió el mismo año con la biografía de mi padre, Carlos Dujovne². Todos cargamos sobre nuestros hombros con antepasados cuyas obras o acciones nos exigen una respuesta, a veces simplemente afectuosa (acordarse de ellos), y otras, como en este caso, de naturaleza activa. Que buena parte de la obra del africanista Ortiz Oderigo hubiera quedado enterrada, tras su muerte, en un cajón de su escritorio, y que la historia de Carlos Dujovne, miembro del grupo fundador del Partido Comunista argentino y enviado secreto de la Internacional Sindical Roja con sede en Moscú, hubiera permanecido también en la sombra, por muy diversas razones, me obligaban a desempolvar esos manuscritos y a escribir esa historia. Al publicar este libro tengo la sensación de haber cumplido con tres personas que objetivamente no se merecieron tamaño olvido.
Mi madre perteneció a una de esas familias a las que suele llamarse ilustres, aunque venida a menos. Los Ortiz provenían originariamente de un pueblito de Cantabria, montañoso y lluvioso, llamado San Pedro del Romeral. Durante el Virreinato de Vértiz, en el siglo XVIII, Benito Ortiz de la Torre se estableció primero en Salta y después en Paraná. Propietario de cinco estancias en la Provincia de Entre Ríos, su nieto Manuel Ortiz, abuelo de mi madre, le dio caballos, vacas y hombres a Urquiza en su campaña contra Rosas. Manuel era un hombre de ideas avanzadas, pero no pudo tolerar que ninguno de sus dieciséis hijos se quedara en el campo (uno de ellos, Toribio, colaboró con Ameghino y descubrió un gliptodonte pampeano que lleva su nombre).
La leyenda familiar pretende que por ese motivo (la decepción del padre), las cinco estancias fueran a dar a manos ajenas. En todo caso, mi abuelo Ricardo, el menor de los dieciséis, no heredó un alfiler
, como solía decir mi madre, empleando una formulación inamovible que de chica me dejaba perpleja: ¿Qué nexo misterioso podía existir entre la posesión de la tierra y el dichoso alfiler?
Ricardo Ortiz era notario, se instaló en Buenos Aires y se casó con Carmen Catalina Oderigo, nieta de un navegante genovés invitado por Rivadavia en 1826 para crear una flotilla fluvial que uniera el puerto de Buenos Aires al de Asunción. Los Oderigo también se arruinaron, pero no porque sus descendientes no quisieran seguir navegando, sino porque la guerra del Paraguay acabó con sus barcos. Sólo quedó como recuerdo un cuadro de la Virgen del Carmen, patrona de una de las naves, la Carmelita, que terminó fondeada en aguas de La Boca.
Mi madre creció en una casona de Palermo, en Billinghurst entre French y Peña, con su madre viuda (el padre murió joven) y sus seis hermanos. Como todos estaban vivos en el momento de escribir este texto, ella prefirió cambiarles los nombres y reducirlos a cuatro: el Héctor de este texto es Ricardo Ortiz hijo, ingeniero y autor de libros sobre nuestros ferrocarriles; el Tito es Néstor, el africanista, familiarmente llamado Chocho; y Susana es un concentrado de sus cuatro hermanas, María Esther, Nina, Tila y Tita. Cuatro mujeres con destinos distintos, casadas o no (cosa rara en su medio y en su tiempo, una de las cuatro fue madre soltera), pero que no influyeron en la vida de mi madre como sí lo hicieron sus hermanos varones.
Con el mayor, la pequeña Alicia podía hablar de libros (sin ninguna inocencia, Ricardo le daba a leer novelas de contenido social), y con el menor, treparse a una escalera de mano para espiar el conventillo de al lado. Tanto los libros de ese hermano que llegaba a la casa cantando La Internacional, para gran escándalo del tío de cuello duro que vivía con ellos, como la cotidiana observación de la miseria, transformaron a esta chica llamada a ser una niñita casadera de esas que aporreaban el piano y chapurreaban el francés, en una escritora revolucionaria.
Lo mismo cabe decir acerca de Néstor: la célebre escalera que los dos chicos apoyaban contra la pared medianera, la del patio del fondo, para ver los dramas que se desarrollaban en el patio contiguo, les cambió el rumbo a los dos. Si Alicia se volvió feminista y comunista, Néstor se volcó hacia los temas africanos debido a su pasión por el jazz, pero también porque los negros a los que consagró la totalidad de su vasta obra estaban allí, en el conventillo, al alcance de sus ojos.
La casona era la casa de ricos
de la cuadra. Poco importaba que mi abuela viuda viviera tironeando los centavos: para el conventillo, era una mansión elegante con mucamos gallegos. Eso bastaba para idealizarla, o para tomarle bronca: cada tanto, la frase infamante, Boicot a los pitucos de...
(mi madre en este libro los llama Llanos), que a Néstor y a Alicia los dejaba temporariamente sin compañeros de rayuela o de fóbal, aparecía pintada sobre la pared. Hoy cuesta imaginar que alrededor de 1920, una calle del ahora reluciente Barrio Norte haya estado poblada en su casi totalidad por inmigrantes pobres, por chicos descalzos y en harapos o por chicas que se morían de tisis, como en un tango de Libertad Lamarque.
Alicia Ortiz, que firmó sus primeras obras como Alicia Ortiz Oderigo, va detallando a cada habitante de su cuadra, casa por casa, con un lenguaje vivo, rico, gracioso, que rescata la niñez (su memoria ha guardado con sorprendente frescura los celos, las timideces, las ansias de la nena que fue), pero sin privarse de salpimentar el relato con una pizca de malicia nada infantil.
Todas las hermanas Ortiz hablaban bien, utilizando una lengua colorida y castiza, con giros entrerrianos, que se transmitió a la escritura de la hermana menor. La piedad por los miserables experimentada por mi madre durante sus años de infancia no le impidió paladear, al escribir sus recuerdos, la descripción de sus fantásticas fealdades, la rememoración de sus frases cómicas o desgarradoras, la narración de sus desgracias o de sus tan escasas felicidades. El placer con que lo hace, visible, se contagia al lector. Creo poder decirlo sin pudores, porque el tiempo transcurrido desde mi primera lectura de este libro, y desde la muerte de su autora, me permite analizarlo, o así me lo parece, con suficiente objetividad.
Lo que aparece es una extraordinaria variedad de tipos humanos cuyos rasgos fuertemente delineados nos permiten visualizar nuestro propio cambio: convertidos en miembros de la clase media, los nietos y bisnietos de aquellos pobladores desaparecidos parecen haberse uniformizado, borrando sus diferencias y, con ellas, su color y sabor. ¿Por qué? Por la mezcla que se inició en ese patio del conventillo donde también surgieron productos mestizos como el tango y el sainete (en el tipo físico del porteño de hoy se funde y desvanece aquella diversidad multicolor); y porque la relativa prosperidad actual favorece la homogeneidad, más aún, obliga a respetarla. Peinadas, teñidas y vestidas de lo mismo, las descendientes de aquellas gordas bigotudas o de aquellas patéticas renguitas de trenzas y chancletas, que cantaban yo no soy buena moza / ni lo quiero ser
, descriptas por mi madre, componen un paisaje humano indiferenciado, de pelo pajizo e indumentaria limitada a la gama del beige, con el que la aguda observadora de Infancia entre dos esquinas se habría conmovido y divertido, de eso estoy segura, bastante menos.
Lo anterior no implica nostalgia de la miseria (en nuestros días no es eso justamente lo que nos anda faltando). Pero este retrato de un viejo barrio porteño bulle de una vitalidad que nos empalidece por contraste, y que hoy se ha refugiado en el universo de la Villa. Dispersadas por el viento, las arenas que la vida se llevó
sobreviven en Barracas, en La Matanza o en José León Suárez.
La perspectiva histórica se vuelve vertiginosa cuando mi madre nos cuenta de su abuelo Oderigo, el nonagenario genovés que presidía la mesa en la casona de Billinghurst, con la barba metida detrás de la servilleta, y que, gracias a su longevidad, se acordaba de Rosas. Don Juan Manuel era evocado en las conversaciones de sobremesa con una familiaridad que ya a mi madre la asombraba en su infancia (para ella se trataba de un personaje estudiado en el colegio), pero que hoy nos resulta alucinante. Bastan dos o tres generaciones para que la pintura de una simple realidad cotidiana se vuelva libro de historia.
Al entrar en la adolescencia, la protagonista de estas memorias ya no juega a subirse a los árboles o a comer gofio con las chicas del conventillo (las piojosas
, como las apodaban sus melindrosas hermanas mayores), sino que manifiesta su rebeldía de otro modo, no menos claro. No, ella no será como su prima tilinga que se conforma con unos vagos estudios para niñitas bien. Ella será universitaria y vivirá de acuerdo con sus ideales de justicia
. Ella rechazará indignada el consejo de su madre, tenés que encontrar a un hombre que te proteja bajo su ala
. El compañero con el que Alicia sueña no la protegerá en lo más mínimo, faltaba más. Ese compañero mantendrá con ella una relación de camaradería o, como siempre lo repetirá la soñadora sin desdecirse nunca, de igual a igual
.
Y es aquí donde la autora de estas páginas introduce un personaje novelesco que a mí, como podrá comprenderse, me conmueve: un muchacho judío de ojos verdes que se instala a vivir en una humilde piecita de su misma cuadra. Es estudiante y recibe a unos amigos tan estrafalarios como él, que suben a visitarlo mirando a derecha e izquierda como si se supieran perseguidos. La jovencita lo espía (tiene experiencia, ya lo ha hecho con sus vecinos desde que tiene memoria), fantaseando con él porque lo ve distinto.
Distinto es. Tan distinto que, cierto día, una amiga judía a la que, esta vez, Alicia no ha inventado, le viene con el cuento: el misterioso estudiante se ha marchado… a Moscú.
En la ficción, ese personaje se llama Gregorio. En la realidad se llamó Carlos Dujovne y fue mi padre. Mi madre y él no se conocieron en la calle Billinghurst y en la adolescencia, sino en el Partido Comunista y en la edad adulta, cuando Carlos acababa de volver de Moscú. Al introducirlo en su relato autobiográfico, Alicia Ortiz nos sugiere que, para ella, el misterio representado por este hombre en particular, pero también, de un modo general, el misterio judío, fueron tan decisivos como los libros de su hermano Ricardo y las escenas de la miseria. El europeo aventurero, el extranjero revolucionario no podía estar ausente de esta historia. En la vida de Alicia, Carlos y lo que él significaba parecen haber estado presentes desde siempre, indicándole una riesgosa dirección que ella, audaz y fervorosa como era, no vaciló en seguir.
Pero existe un juego de espejos entre sus dos historias –no las imaginarias sino las reales–, que me complazco en destacar. Se trata de otra escalera, y de otra confrontación entre mundos opuestos. Si la chica de la casa de ricos
, que provenía de una vieja familia argentina, espiaba a los inmigrantes, el rusito
de padres ucranianos, nacido en una de las colonias del Barón de Hirch, espiaba a los gauchos. Once años tenía cuando su familia lo envió a trabajar a la farmacia de su tía, que quedaba en Haedo. Y en los fondos de esa farmacia también había una pared medianera, y esa pared daba al campo donde los arrieros que llevaban el ganado a Mataderos se juntaban a cantar alrededor del fogón. Carlos se trepaba a la escalera de mano y se quedaba noches enteras escuchando a los payadores que, sin saberse observados, lo iban introduciendo en la vida argentina. Alicia desde su escalera vio las escenas típicas de un tango en plena formación, y Carlos, las de un mundo que ya en ese momento se estaba yendo como quien se desangra
. Bien mirado, mi madre no exageró en lo más mínimo al situar su encuentro muchos años antes de que se produjera en realidad.
Los primeros libros de Alicia Ortiz, publicados durante su etapa comunista, se titularon La mujer en la novela rusa³, Stefan Zweig, un hombre de ayer⁴, y Sinclair Lewis, un espíritu libre frente a la sociedad norteamericana⁵. Después de 1947 vino la pérdida de la fe, tanto para Carlos, que había pasado dos años en la cárcel de Neuquén, como para ella, que para entonces ya había roto con el Partido por su cuenta y riesgo. Los dos pagaron su independencia de criterio con una soledad absoluta que los persiguió hasta el final. Con la diferencia de que él, hombre de acción, no tuvo la feliz escapatoria que a ella la dotó de una maravillosa juventud: la escritura.
Mientras Carlos se dejaba ganar por sus achaques, ella permanecía joven, activa. Entre su renuncia al Partido, y su muerte, en 1984, Alicia Ortiz publicó un libro de viajes, Por las calles de Italia⁶, un reportaje estremecedor sobre la revolución boliviana del MNR, Amanecer en Bolivia⁷ e Infancia entre dos esquinas⁸, pero también Dos siglos de literatura europea⁹, algunos de cuyos veinte tomos permanecen inéditos, como si el destino de Néstor y el de su hermana fuera dejar enormes manuscritos durmiendo en los cajones.
Sobre la relación de igual a igual
entre Carlos y Alicia, y sobre el papel estimulante de este marido editor (mi padre fue el fundador de la editorial comunista Problemas), me parece interesante reproducir unos párrafos de El camarada Carlos.
En el verano de 1953, Carlos dejó el diario a un costado y le dijo a su esposa:
—Chochita (Néstor en la familia era el Chocho
, y ella, la Chocha
), Chochita, ha estallado en Bolivia una revolución nacional de lo más interesante, ¿por qué no vas con la nena y a tu regreso te mandás un libro periodístico de mi flor sobre la realidad boliviana?
—Bueno —dijo mi madre.
Antes, en 1950, le había dicho:
—Chochita, no puede ser que una escritora no conozca Europa. Además, qué mejor aprendizaje para una nena, que un viaje al continente de la cultura. Váyanse las dos, que a mí con lo que gano en Bonafide (adonde entró a trabajar cuando dejó el PC) me sobra para financiarles un periplo de un año.
—Bueno —dijo mi madre.
Él se apretó el cinturón (para costearnos la vuelta al mundo en 365 días no le sobraba ni un céntimo); mi madre y yo recorrimos, con mínimos recursos y abundancia de ánimos, Italia, Austria, Suiza, Francia e Inglaterra durante un año entero; y Alicia, a su regreso, escribió dos libros, Una visita a Europa y Por las calles de Italia.
O si no:
—Chochita, ha llegado la hora de que escribas tus recuerdos de infancia. Chochita, ¿por qué no te mandás una serie de libros basados en las conferencias que diste en la Universidad de La Paz?
—Bueno —decía mi madre.
Y escribía Infancia entre dos esquinas, o se instalaba ante la máquina durante veinte años, eternamente joven, animosa y dispuesta, para mandarse
una historia de la literatura europea de los siglos XIX y XX, en veinte tomos, a razón de uno por año.
Las conferencias las había dictado en la Universidad de San Marcos, cuando Carlos trabajaba como asesor del entonces Vicepresidente Hernán Siles Suazo. Convertirlas en veinte volúmenes fue un trabajo titánico. Para semejante labor no contó con otro aliciente que el de Carlos, su devoto lector, y, por supuesto, con el de su indomable vocación. Por su abandono del Partido, que equivale a un exilio, y por su carácter tímido, orgulloso, quisquilloso, Alicia no tenía ni editor ni relaciones. No pertenecía a la familia de escritores que viven en los cócteles con un vaso en la mano
, como ella misma decía, sino a la de quienes sencillamente escriben. Pero tenía el bichito
, vale decir, el acicate interno que a uno lo obliga a seguir escribiendo en forma ineluctable, contra viento y marea, aun sin esperanza de publicar.
Yo la recuerdo picoteando las teclas de su máquina de escribir, de la mañana a la noche, con un ruidito como de pájaro carpintero que se me ha quedado adentro: mi infancia es ese ruido. Alicia se levantaba temprano, se vestía, se pintaba los labios (era lindísima), se ponía zapatos de taco y se sentaba a escribir. Aparte de llenarnos, a mi hija y a mí, de un amor absorbente pero muy corajudo (fue ella quien me aconsejó irme del país cuando la dictadura, llevándome a la nenita de su alma, a sabiendas de que en adelante viviría sola y acaso sospechando que también moriría sola), Alicia me hizo depositaria de tres legados: la tenacidad (yo también me siento ante la computadora diez horas diarias, aunque sin ponerme los aros, ni los tacos, ni el rouge); la lengua (esa lengua perfecta que fue la suya, pasada por un doble tamiz, el de su familia provinciana y el de su sólida formación de profesora de castellano); y el goce de una independencia femenina que no necesité ganarme. Mi madre había luchado por las dos, por ella y por mí. Y por todas. A través de Alicia Ortiz, el feminismo me llegó como un regalo que cada día me despierta mayor gratitud.
A menudo me he preguntado si la ausencia de reconocimiento no la hacía sufrir. Sin embargo, a medida que me acerco a la edad que ella tenía cuando quedó tan sola (en una palabra, a medida que mi madre se vuelve mi hermana), mi respuesta es doble: el tiempo apacigua ese indudable sufrimiento, y además, el trabajo encarnizado nos vuelve olímpicos. Nada puede rozar al que vive escribiendo (o pintando, o tocando el piano) como si respirara. Todos fracasamos sin excepción, es claro, tanto los del vaso en la mano, cargados de honores, como los solitarios metidos en la penumbra de sus casas. Pero en la evolución personal, la aceptación del fracaso es un momento necesario que armoniza los opuestos, un momento neutral que mi madre sin duda conocía.
A veces dejaba descansar su máquina para quedarse pensando. Se daba vuelta apenas, en su silla, apoyaba el codo en el respaldo, y pensaba. Tenía unos ojos muy criollos, de espejo negro, caídos hacia las sienes, y unas cejas de manubrio de bicicleta
que subrayaban la melancolía de los ojos, como una frase musical subraya la otra. Ahora puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que en aquellos instantes, su pensamiento no era ni triste ni alegre. Era un pensamiento de lejanía, un pensamiento desasido que todo lo transmutaba en oro de verdad.
I
El escenario
Casitas bajas, de pared corrida, o viejos caserones se enfilaban a lo largo de ambas aceras. Aquí y allá, un edificio más nuevo mostraba los tímidos tanteos de una construcción de altos entre tanta chatura colonial. Nenas descalzas y sin bombachas se paseaban impávidamente o se revolcaban, como perritos vagabundos, en los cuadros de tierra donde crecían árboles escuálidos. La calzada de adoquines irregulares era frecuentada por niños harapientos que jugaban a la pelota o cruzaban para sentarse en uno u otro cordón, desde donde seguían las incidencias del juego, intercambiando gruesas palabrotas. De pronto, gritaban:
—¡Ahí viene Carlitos Champlín! —y huían a la desbandada ante el vigilante chueco, que caminaba con los pies en ángulo recto.
En la esquina de la derecha, estaba la vieja casona del capitán Contreras, pegada al