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La escritora
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Libro electrónico290 páginas4 horas

La escritora

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Novela de amor, ambición y abandono, desarrollada prolijamente en el espacio histórico argentino desde la década de 1870 hasta 1985. En los personajes y en los hechos, la autora, describe con riqueza de vocabulario cada lugar y acontecimiento, donde vivió una familia numerosa y ambiciosa, que llega al tope de la escala social, sacrificando mucho más que lo debido. Pasados los años de gloria, cada hijo buscará su destino, pero nunca podrá desprenderse del desamor materno. Hizo falta que una humilde niñera devenida en apasionada y talentosa escritora, reuniera los trozos de las historias personales de cada uno de sus cuñados para armar la historia familiar de su esposo y poder comprender su tristeza infinita.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2016
ISBN9788416815753
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    La escritora - Sonia Lembeye

    Primera edición: noviembre de 2016

    © Difusión de revistas y libros, S. L.

    © Sonia Lembeye

    ISBN: 978-84-16815-74-6

    ISBN Digital: 978-84-16815-75-3

    Depósito Legal: M-37784-2016

    Ediciones Lacre

    Monte Esquinza, 37

    28010 Madrid

    info@edicioneslacre.com

    www.edicioneslacre.com

    IMPRESO EN ESPAÑA — UNIÓN EUROPEA

    Para Fede por el acompañamiento

    y el entusiasmo.

    Para Jorge por el aliento.

    Para mis hijos, mis nueras

    y toda mi familia.

    Para mis divinos nietos Mora,

    Iñaki, Ramón y Rosario.

    Para mi suegra Ñata y mi tía Nené por habernos enseñado que sí se puede.

    Para mis tres amigas del alma:

    Marta, Sonia y Graciela.

    Para la Biblioteca Popular Bartolomé Mitre de Pilar, mi segundo hogar,

    por su excelente bibliografía.

    Para vos mamá que tuviste esta idea.

    Para papá que se fue tan temprano.

    «De los diversos instrumentos inventados por el hombre,

    el más asombroso es el libro; todos los demás

    son extensiones de su cuerpo.

    Sólo el libro es una extensión de la imaginación

    y la memoria»

    Jorge Luis Borges

    PRÓLOGO

    Cuando me enfrenté a esta primera novela que publica Sonia, no pude dejar de lado la profesión que ejercí durante tantos años y traté de desentrañar cómo había sido concebida. Y, al llegar casi a la mitad del texto, comencé a imaginar a la autora, como la paciente y prolija bordadora de un intrincado tapiz, semejante a aquellos en que no hay simetrías y, como en un cuadro del Bosco, es necesario observar cada detalle en forma independiente, aunque cada centímetro forme parte de la misma obra.

    Manejando una increíble policromía de hilos, su imaginación va dando forma al diseño complejo en el que ocupa todos los espacios.

    Como fondo, en colores más desvaídos, observamos hechos y personajes reales, los que aparecen en los libros de historia, los que la ayudan a crear los marcos referenciales que encuadran la novela. Aparecen, entre otros, Napoleón III, Sarmiento, Urquiza, Roca, Yrigoyen, Alvear, Tellier y su método de refrigerar, o el Gral. Mosconi inaugurando YPF. También se cruzan artistas como Evaristo Carriego, Regina Pacini, Isadora Duncan, Fernando Fader, Borges, Marechal, Girondo y hasta un Carlos Gardel niño acomodando flores en el pasillo de un teatro.

    El impecable bordado detallista permite arabescos casi independientes en que los datos sobre terrois, cepas y vinificación, se entretejen con un completo menú de la alta cocina francesa, los pinchos y tapas servidos bajo las sombrillas de la Plaza Mayor de Madrid, o los embutidos y quesos fabricados en una estancia cordobesa; maridando armoniosamente con la descripción de mansiones y jardines, diseñados por arquitectos franceses, en el medio del campo argentino, las modas de diversas épocas, los viajes transatlánticos, veladas en la ópera, tareas rurales en las sierras y el esplendor parisino de la belle epoque.

    La tapicería, sin embargo, requiere que la bordadora abandone los fondos esbozados con tonos tenues y empuñe la aguja enhebrada con tonos vibrantes para narrar con mínimas y ajustadas puntadas, la historia de la familia protagonista de la novela. Una familia cuyos integrantes llevan nombres franceses, navegando sin apellido manifiesto, en el mar de apellidos burgueses e inclusive patricios que los rodea. Es allí donde el diseño alcanza realce, se separa del fondo para retratar el tesón de algunos, el spleen casi romántico de otros, la intención de europeizar la pampa por parte de los terratenientes de toda una generación, su sentimiento de superioridad disfrazado de paternalismo hacia los hijos de la tierra, la sumisa resignación de los peones, el desamor, la ambición y casi todas las virtudes y defectos que retratan a los miembros de esta familia que va abriendo sus ramas extendiéndose por todo el tapiz y brindando, desde los frutos oscuros del dolor y el duelo, hasta los rojos frutos de la pasión y el erotismo.

    Sin embargo, un grupo de futuros lectores, descubrirá en el bordado una zona de colores muy especiales, familiares, conocidos, entrañables. Es donde la narradora nos habla de su madre, La Escritora, que conoce a su padre en Pilar. Reconocemos allí lugares y personajes que nos trampean con su existencia, llevándonos a tratar de adivinar hasta donde se extiende la ficción haciendo frontera con la realidad.

    No importa, porque Sonia nos regala literatura y por lo tanto, esto es íntegramente producto de la imaginación de una autora creativa y generosa en el momento de trasmitirnos sus fantasías.

    Profesor Manuel Vázquez

    PRÓLOGO DE LA AUTORA

    La ausencia aunque estemos presentes,

    es la más perfecta forma del desamor.

    Esta novela narra la formación de una familia de origen francés, radicados primero en Buenos Aires y después en Córdoba. El nacimiento de sus numerosos hijos, el esplendor económico, la fama, el dinero, la frivolidad, el amor, la soledad y la muerte. El estrepitoso fracaso económico, la enfermedad incurable del primogénito, y el dolor irreparable de su madre.

    La trama de la historia va creciendo a medida que avanzan los años, como así también va creciendo nuestro país y nuestras ciudades.

    Las referencias históricas son producto de una rigurosa investigación en el ámbito agradable de la Biblioteca Popular Bartolomé Mitre de Pilar.

    Los hechos narrados son producto de mi imaginario, poco o nada tienen que ver con la realidad. Para nombrar los personajes utilicé los nombres de mi familia y de mis amigos.

    Sonia Lembeye

    EUROPA

    Tres veces miró hacia atrás. La densa polvareda que levantaba el trote vigoroso de los cuatro caballos empañaba su visión. Las lágrimas que humedecían su rostro trazaban surcos que su madre deshacía con besos y caricias. Su padre no hablaba, sólo carraspeaba para aclarar su garganta disimulando el llanto.

    El extenso camino desde los viñedos hasta el Grand port maritime de Bordeaux demandaría muchas horas de sacrificio para las bestias que tiraban los carros. En la noche se hospedarían en casa de los tíos Guillot, primos de Marguerite, para continuar al día siguiente muy temprano en la mañana.

    A pesar de la insistencia de la dulce anciana Brigitte para que consumieran sus nutritivos alimentos, el perfumado y colorido ratatouille, la fuente de quenelle y los dulces crêpes para untar con diferentes jaleas, apenas si fueron probados.

    Nadie pudo dormir, pero los animales, ajenos al drama, pudieron descansar.

    Sólo quedaba por andar un estrecho tramo cruzando le pont de Pierre que atraviesa el Río Garona en su paso por Burdeos uniendo la orilla izquierda Cours Victor Hugo con el Barrio de la Bastide en la orilla derecha.

    Antes de partir de la granja de los Guillot, Pierre se fundió en un abrazo interminable con su perro Galo. Lo dejaron allí hasta poder recogerlo al regreso del puerto. Su intuición canina supo que era la despedida definitiva. Galo aulló atado al ciprés hasta que ya no pudieron oírlo. Ese llanto animal quedó grabado en los oídos de mi abuelo siendo motivo de pesadillas y falta de sueño en las noches de navegación. Despertaba empapado en lágrimas y sudores.

    Atrás habían quedado los maravillosos colores del otoño, los rojizos atardeceres, la alegre ceremonia del pisado de vides a cargo de los más jóvenes, bailando las melodías que el tío Gerard arrancaba a su alegre acordeón y el envasado de las primeras prensadas a cargo de los mayores.

    Se terminaron también los juegos de escondidas y búsquedas de tesoros con los hermanos, los primos y los amigos, en medio de caminos polvorientos o en verdes prados, no importaba el lugar, siempre disfrutaban las correrías a caballo que remitían a las hazañas del valiente D’Artagnan y los tres mosqueteros escritas por Dumas para deleite de los jóvenes.

    Con su inmensa carga de tristeza, Pierre emprendió el camino hacia su nueva vida.

    Marguerite y Antoine, los padres, por temor a que su primogénito fuera convocado para la guerra habían amasado con dolor, la idea de enviarlo a América.

    El lugar elegido fue Buenos Aires, seguramente por la influencia de la propaganda que llegaba a Europa, desde el año 1857, reforzada años más tarde por la publicación de la ley N°817, de octubre de 1876, llamada por los argentinos de «Inmigración y Colonización» .

    En Francia transcurrían los días del segundo imperio, después de un plebiscito triunfal, Napoleón III fue proclamado emperador en diciembre de 1852.

    Eran épocas de bonanza y buenos negocios para algunos. París se había convertido en la capital de la Europa continental, de la mano de la reforma urbanística de Georges-Eugene Haussmann, su mentor, que la hizo única en el mundo.

    En el exterior, los franceses se expandieron en África, logrando su establecimiento definitivo en Argelia; renovaron el asentamiento en Egipto (Suez), y en 1854 en Senegal. Además en Asia, fueron a China por la conquista de Cochinchina, intervinieron en Italia a favor de los piamonteses, en contra de los austríacos, lo que propició el rechazo de Napoleón por parte de los católicos y el clero.

    Esta política exterior, que en su afán de conquista truncó miles de jóvenes vidas, dejando familias desmembradas, hijos sin padres y mujeres sin esposos comenzaron a imponer la idea de abandonar Francia en la cabeza de muchos franceses, que emigraron a distintos lugares de la nueva América. Hartos de perder varones, ver a las mujeres trabajar y criar solas a los vástagos, sostener con sus fuerzas y con sus lágrimas las campañas del emperador, que les devolvía en el mejor de los casos esposos mutilados, locos o cadáveres en lugar de los sanos jóvenes que les había robado.

    Para poblar los grandes espacios vacíos de la Argentina hacía falta gente, y los europeos eran bien recibidos, con la esperanza que ayudaran a modernizar y progresar es decir «europeizar la sociedad criolla» , situación que se complementaba en Europa, con la expulsión de gran parte de la población motivada por guerras, persecuciones políticas, religiosas, falta de trabajo y bajos salarios que dificultaban la supervivencia.

    Mis bisabuelos asumieron el riesgo de no ver nunca más a su hijo, pero lo pusieron a salvo desde el día que enviaron una extensa carta a un amigo residente en el Río de la Plata, para que al llegar, Pierre pudiera tener acceso a los escasos y diminutos grupos de franceses que intentaban comerciar, a pesar del predominio que ejercían los ingleses en esta materia.

    Su padre y tíos se encargaron de asesorarlo en lo comercial, cederle una suficiente cantidad de oro, producto del ahorro y las apuestas de varias generaciones. Confiaban en él, pues desde pequeño siempre había acompañado a mi bisabuelo en los negocios, mostrándose interesado y sus opiniones parecían de una persona mayor por la sensatez y la conveniencia. Aunque de política no entendía más que lo que puede entender un adolescente, sólo oía las quejas de su padre y de sus tíos Gerard, Jean Pierre y Marcel, para quienes la política belicosa francesa les hacía peligrar la seguridad familiar, y la política económica les hacía tambalear el patrimonio.

    Quizás sus padres abrigaban la idea de poder venir a estas tierras con el resto de la familia, y fundar una cava como la que poseían en Burdeos, cosa que jamás sucedería, aunque el oro que le dieron a mi abuelo Pierre, rindió excelentes frutos en la Argentina.

    Al abandonar le Vignoble de Bordeaux, dejó Francia y el escenario vinícola de su niñez, esos verdes valles que se extienden por el oeste en la región de Aquitania. Los vinos de esa zona eran tan afamados como lo son en la actualidad, pero Europa no vivía un momento para desarrollar y comercializar buenos vinos, pues sus prioridades eran otras.

    Sus raíces quedaron en Burdeos, esa tierra de viñedos, polvaredas, buenos racimos y buenos vinos. Quedó su niñez con las humeantes croissants sacadas del horno de barro para ser devoradas con la leche tibia recién ordeñada, esperando paciente en la prolija hilera de niños que integraba; sus primeros amores adolescentes, la cándida prima Ivette, bella e inocente a la que besaba toda vez que quedaban a solas; su primera vez con Amelie la complaciente amiga de su tío que hacía favores a todos los jóvenes del lugar. Tan agradecido y contento estaba Pierre que por sus generosos servicios le regaló un caballo contando con la aprobación del padre y el enojo de la madre.

    En el año 1868 mi abuelo tenía 17 años, muy poca edad para iniciar semejante aventura solitaria.

    «Embarquements au Départ du port de Bordeaux» leyó en el cartel mientras apretaba en sus manos el pasaporte emitido en Gironde. Abrazó a todos, susurró algunas palabras en los oídos de sus hermanas, y abordó a L’ Etoile, un enorme barco de acero y noble madera agrisada, de la «Compagnie Messageríes Marítimes» .

    Confundido entre tantas personas en su misma situación, movió los brazos hasta que las siluetas se desdibujaron, se diluyeron en el lejano puerto. Había comenzado a vivir su nueva vida.

    Sabiendo que no los reconocería, desde el puerto abarrotado de gente, su familia había agitado pañuelos blancos hasta que la silueta de la embarcación fue devorada por el horizonte.

    Suavemente el barco se deslizó alejándose del puerto, el solidario clima, sin vientos ni olas permitió una serena partida. En esas magníficas moles flotantes, desde 1860 se habían comenzado a utilizar las calderas cilíndricas, inspiradas en las utilizadas en las primeras locomotoras de vapor, que permitieron resolver el problema del vapor a baja presión, aunque proporcionaba un empuje muy modesto, posteriormente el vapor a alta presión permitió incrementar notablemente la velocidad siempre en forma serena aún en fuertes tormentas.

    Recordó el fuerte e interminable abrazo de su padre en el puerto y los besos que su madre desesperaba le había dado sin poderse desprender de él y pensó «el amor duele» . Años más tarde lo comprobó cuando enterró a su hijo mayor en las sierras de Córdoba.

    En la soledad del barco, aunque éste estaba atestado de gente, tan triste y conmocionada como él, recordó a Galo su perro, que dormía siempre junto a él. Necesitaba tener su afecto y abrazarlo, acariciar su brillante pelo azabache, ver sus cortas orejas siempre atentas y su cola agitada en abanico para decir sin hablar; rascarle detrás de las orejas o en la panza para que moviera sus patas rápidamente. Imaginaba la tristeza del animal que había sido su compañero inseparable desde el mes de vida cuando lo robó escondido en un bolsillo.

    Su infancia feliz, su adolescencia divertida, el trabajo desde pequeño en la finca, su entorno familiar, los amigos y el amor que siempre tuvo, le habían fortalecido la personalidad que le daría un futuro mejor en América. Sus padres lo habían pensado y fue lo que sucedió, aunque el dolor y la pérdida viajan con uno dondequiera que vaya.

    Los largos días de navegación, por fortuna con buen tiempo, le permitieron estar hasta el ocaso en cubierta mirando el mar o jugando con naipes con otros jóvenes coterráneos, y otros con los que se entendía por gestos, hasta oír las campanas que convocaban a la cena. Algunas noches conseguían alcohol y algunas muchachas con las que bailaban y cantaban al compás de la música de las flautas y la guitarra de la familia Vernot. Estos alegres católicos que venían escapando desde Irlanda por persecuciones religiosas.

    En la categoría inferior que albergaba la clase más baja se viajaba con esperanza. Cantaban, bailaban, bebían, fumaban y se emborrachaban.

    Pierre había tardado varios días para incorporarse a ese grupo, pero cuando lo hizo no los abandonó hasta llegar a Buenos Aires, donde los perdió en la confusión y barullo del desembarco. Nunca más supo de ninguno de ellos.

    ARGENTINA

    Su arribo al Río de la Plata, puerta de entrada a este joven país, cuya lengua y costumbres le eran ajenos, fue traumático. Nada tenían que ver el bullicio eufórico constante ni los malos olores, ni la soledad enmarañada entre tanta gente extraña. Con la garganta cerrada y lágrimas en los ojos sintió temor, esa angustia lo acompañó mucho tiempo porque él no podía despojarse de los recuerdos.

    En medio de éste torbellino inmigratorio Pierre arribó al puerto de Buenos Aires; un pululante sitio, donde se arremolinaban los extranjeros, que sentían el mismo miedo, la misma curiosidad, las mismas sensaciones; que se hacían entender con manotadas, gestos, sonrisas, enojos o lágrimas, según las circunstancias pertinentes. El desarraigo no conoce idiomas, es un dolor desgarrador, que se refleja en los semblantes, que se repite en cada individuo, en cada rostro, se da en familias enteras, pero mucho más cuando se llega solo.

    Desde 1857 y hasta 1920, Argentina fue el segundo país de América que más inmigrantes recibió. Sólo fue superada por los Estados Unidos de Norteamérica. En 1868, por decreto presidencial se creó la «Comisión Central de Inmigración» , con el propósito de concentrar la dirección de los trabajos orientados a fomentar la llegada al país de labradores, artesanos, y mano de obra de la que carecíamos. Se crearon Comisiones con diferentes tareas, para derivar a los inmigrantes, según las necesidades de cada provincia. Entre las múltiples tareas de la comisión estaba la construcción de un asilo u hotel de inmigrantes, para atenderlos, darles alojamiento, alimento y abrigo durante la primera semana.

    El trajinar de las personas en el puerto, el desembarco de trastos, valijas, cajas, jaulas con animales, enormes bultos de extraños contenidos y el griterío de marineros, despertaron su curiosidad y los siguió con su mirada para ver los rostros de las personas que los retiraban. Oyó hablar su idioma, pero también escuchó muchos otros, reconoció el español y el inglés, pero el murmullo inentendible le sugirieron sonidos guturales que lo desconcertaron. Inmóvil, todo lo observaba, al llanto contenido, a las lágrimas que corrían por sus mejillas les siguió un cambio de actitud al recordar los consejos de sus padres, que le habían prevenido y ejercitado en la práctica de despojar la tristeza con aspiración profunda de aire por la nariz, despidiéndolo suavemente por la boca, sin saber que así resolvería más de una vez la carencia de abrazos.

    A pesar de todo, Pierre se envalentonó comunicándose con los franceses que caminaban hacia grandes depósitos; mostró cartas, papeles, direcciones, apellidos escritos en su pequeña libreta y correspondencia para entregar; de esa forma consiguió trabajo, comida y alojamiento.

    Su patrón, como se decía en Buenos Aires, lo llevó al lugar de trabajo en tranvía, subieron en Retiro y bajaron al finalizar el trayecto en la intersección de las hoy avenidas Alem y Rivadavia. El conductor guiaba firmemente a los caballos que tiraban del coche sobre las vías, sin olvidar de sonar la corneta en cada esquina para resguardo de las personas y lugar para el paso del tranvía. Desde allí se trasladaron al área residencial de San José de Flores donde vivía su patrón, muy cercano al lugar donde la familia de Juan Diego Flores había donado en 1806 una manzana de tierra para la construcción de la capilla donde velaron a Manuel Dorrego. El barrio era hermoso, en él habían tenido sus quintas Rosas, los Terrero y en la esquina que hoy se llama Carabobo y Federación estaba la casa de Urquiza.

    El espíritu aventurero del joven Pierre renació, se fue reafirmando a medida que transcurrían los días. La familia que lo cobijó lo trataba muy bien pero él no había venido para ser peón. Su simpatía y buen humor lo llevó a hacer amigos, y tratar a los amigos de sus amigos. Pronto lo invitaron a compartir la mesa de algún hogar, a algún paseo dominical, a alguna reunión y a los bailes de los sábados.

    Quizás la soledad, el hambre de familia, o simplemente el primer amor verdadero, hizo que al poco tiempo de llegado, conociera a Juliette, Julia le decían algunas personas. Ella era la joven más bella de los bailes que organizaban los grupos franceses. La disputaban muchos jóvenes, entre ellos «el nuevo»  era Pierre, y ella lo eligió. Aún rodeada de gente, se sentía sola, pero con Pierre encontró al compañero que necesitaba, al amor apasionado, al amigo, al confidente, al cómplice. Sus padres presintieron que en poco tiempo su hija los dejaría, pero nunca imaginaron que el noviazgo duraría tan pocos meses.

    Madame Justine estaba realmente enojada con su hija, pues había imaginado un casamiento con gran ceremonia e importante fiesta. Sólo tenía esta rebelde hija pues la pequeña Nicole murió al nacer. A mi abuela Juliette la había soñado rica, atendida por muchos sirvientes, famosa y elegante, nunca imaginó que elegiría a un muchacho que ni familia tenía en Buenos Aires.

    La boda se celebró el 3 de enero de 1870 en la «Capilla de la Sagrada Familia» de la estancia «Bon Ami» en las Lomas de San Isidro que acaban de comprar los Fourrier, Madame Rose y Monsieur Bernard padrinos de Juliette.

    Sus vecinos de la chacra «Los Eucaliptos» , la familia Bunge Arteaga, tenían rosales enormes y perfumados que generosamente cortaron para adornar la capilla consiguiendo una ambientación alegre y joven como los novios. La sencilla ceremonia precedió a un almuerzo con comida criolla, empanadas, carne asada al aire libre y pastelitos. A lo largo del hermoso día, Madame Justine que observaba desde la mesa principal ubicada debajo de un añoso gomero, fue mutando su enojo al ver la felicidad de su hija. Juliette ya no era la frágil niña ahogada por los ataques de asma, o perdida en sus días depresivos en los que casi no hablaba, era una bella joven que imponía sus ideas a fuerza de hacerse lugar entre tantos varones que la asediaban, de adultos que la reprendían y sus celosos padres que la guardaban para algún príncipe inexistente.

    Sólo tenía 15 años, había nacido en 1855 en el B° de Versalles, en las afueras de París, hablaba un rudimentario español, salpicado de vocablos propios de la Francia de mediados del siglo XIX, mezclado con las voces porteñas de los comerciantes que negociaban con su padre, un noble venido a menos en dinero, que conservaba «el charme» y finas costumbres, las que no abandonaba con la esperanza de recuperar los bienes perdidos, lo que le demandaba grandes esfuerzos y sacrificios.

    Fue ella, con su pasión y picardía adolescente, quien le fue enseñando pacientemente el idioma español a Pierre, quien a la vez tuvo una predisposición especial y una necesidad concreta para aprenderlo.

    Enorme y avasallante fue el volumen inmigratorio que recibió la Argentina. Cada grupo con su idioma, sus costumbres, sus dioses, sus mañas, sus comidas y sus vestidos. Era muy difícil despojarse de la nacionalidad que cargaba cada ser que llegaba al puerto. Temerosos pero decididos, arribaban sucios, hambrientos y desconfiados, como había llegado mi abuelo, quien años más tarde contaría a sus hijos, que durante mucho tiempo tuvo

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