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El misterio de La Luz
El misterio de La Luz
El misterio de La Luz
Libro electrónico347 páginas5 horas

El misterio de La Luz

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Algunas cosas no se pueden esconder.

Escrita en un doble plano narrativo, es una novela que mezcla elementos del thriller policíaco y de la novela juvenil con la más clásica tradición de la novela histórica de corte medieval.

La trama se desarrolla a medio camino entre la época medieval y el siglo actual, siendo el hilo conductor entre ambas épocas un objeto misterioso, dotado de extraordinarios poderes que atrae la atención de las protagonistas. El final es tan sorprendente como inesperado.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento7 nov 2019
ISBN9788417669997
El misterio de La Luz
Autor

Purificación González Ibeas

Escritora de novelas, amante de la literatura y gran lectora, Purificación González Ibeas lleva varios años siendo asesora literaria y colaboradora de la Academia Española de la Radio, con la que formó parte de su delegación en la Sesión del Consejo Ejecutivo de la UNESCO, que aprobó la proclamación del Día Mundial de la Radio (2011). Como novelista ha publicado La habitación de los fantasmas (Ediciones Oblicuas, 2011), El secreto de los girasoles vagos (www.purificacionibeas.com), Un paseo en el tiempo (UNO Editorial, 2014), El hijo del indiano (Ediciones Oblicuas, 2015) y El enigma de las perseidas (Ediciones Oblicuas, 2016). En 2016 salió a la luz Impotencia, publicado por AXN España, uno de los relatos finalista de «La audiencia ha escrito un crimen 2016». Haber residido en varios sitios, así como su formación académica como maestra (Universidad de Valladolid), psicóloga (Universidad Autónoma de Madrid) y filósofa (UNED), se plasman en su obra a través de la creación de personajes del más variopinto origen y sensibilidad. Ya desde la publicación de su primer libro, La habitación de los fantasmas, ha sido entrevistada por diferentes medios de prensa escrita y radio. Desde su creación, forma parte del jurado del certamen de microrrelatos Micro Rock, que se celebra anualmente en Laredo.

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    El misterio de La Luz - Purificación González Ibeas

    Parte I

    El monasterio de La Luz

    Situado en medio de la meseta castellana, Castillejos de las Torres era uno más de esos pequeños pueblos que debían su esplendor a la cercanía de alguna orden religiosa; en este caso, al monasterio benedictino de La Luz.

    La Luz no era un monasterio cualquiera, y precisamente por eso, había sido el lugar elegido por la hija de un poderoso y mítico jefe astur para profesar en él. Con su ingreso, la joven Aldana había logrado evitar un matrimonio concertado por su padre y su hermano con otro jefe rival; un hombre que no era de su agrado. La dote que aportara la joven postulante había sido tan cuantiosa que el convento hubiera podido mantenerse gracias a ella durante varios años, sin necesidad de ningún otro tipo de ingreso, pero la riqueza de La Luz, que ya era considerable antes del ingreso de Aldana, siguió aumentando durante los siguientes años con la llegada de nuevas novicias pertenecientes a familias nobles del noroeste de la península ibérica. Y con ellas, llegaría más dinero, así como también más reliquias y más exvotos para el cenobio.

    Así pues, casi doscientos años después de la llegada de la joven astur a La Luz, el monasterio contaba con un buen nutrido número de siervos, varios rebaños de las mejores ovejas churras de la península, varios de los mejores bosques de roble, haya y pino albar de la zona, y una nada desdeñable cantidad de tierra de cultivo, no solo en Castillejos; también en algunos pueblos cercanos, tierra que iba desde el cercano monte de Los Grijalvos a la zona conocida como La Ballesta. En hectáreas, no se trataba de una superficie tan extensa como la que poseían otros monasterios de la comarca, pero era lo suficientemente fértil y estaba situada en un lugar considerado especialmente estratégico dentro del Camino de Santiago como para ser codiciada por los más poderosos señores del momento.

    La mayor parte del valle donde estaban ubicados el monasterio de La Luz y Castillejos de las Torres estaba formado por un terreno especialmente fértil gracias a un pequeño arroyo que, pese a su escaso tamaño, poseía un caudal de agua subterránea tan rico en nutrientes que era capaz de hacer prosperar los cultivos más variados y exigentes. Además, la comarca, protegida del frío invierno castellano por los montes que la circundaban, poseía un microclima especial que hacía que árboles, plantas, animales y hombres se sintieran dichosos de vivir allí. Al amparo de este bienestar, tanto el monasterio como el pueblo habían ido consolidando su influencia en esta bella zona de la conocida como Tierra de Campos.

    Sin embargo, todo esto iba a cambiar por culpa de los planes de un caudillo moro que alcanzaría la fama eterna y la gloria de Alá gracias, precisamente, a su éxito en multitud de combates, como el proyectado por uno de sus lugartenientes para tomar La Luz; plan que se tejería a escasas leguas del tranquilo valle castellano.

    Así es que, en la última década del siglo x, iban a cambiar muchas cosas en la vida de los esforzados, perseverantes y recios habitantes de aquellas tierras castellanas.

    Mar

    —¡Jo, papá! ¿Por qué tengo que ir? —preguntó la niña, tocando el hombro de su padre, que se encontraba enfrascado en su diaria rutina de leer la sección deportiva del periódico.

    —Cariño, ¿no querrás que la abuelita se quede sin su veraneo…? Y ya sabes cómo le gusta ir al pueblo —dijo el hombre, apartando brevemente la mirada del artículo que estaba ojeando en aquellos momentos.

    —Sí, papá, pero ¿por qué tengo que ser yo la que se tenga que quedar siempre con ella? ¿Y mi prima? —se atrevió a objetar, inocentemente.

    —Sabes que la abuela te quiere mucho. Mar, por favor, no le des ese disgusto. Además, cariño, deberías saber lo que tiene que hacerse en estos casos. Y no olvides que lo que haga tu prima es su problema, y no el nuestro.

    Como ocurría cada verano, Juana Ortega le había dicho a su familia que quería irse a su querido pueblo de Castillejos de las Torres, aunque en esta ocasión no se conformaba con dos semanas, pues quería permanecer allí hasta que refrescara el tiempo. «Se está mejor que aquí», había alegado.

    Pero como bien sabía su hijo, huir del calor no era el único motivo de la anciana; la mujer, cada vez con más achaques, sentía la necesidad de regresar a sus orígenes. Manuel, claro está, había accedido, pero con la condición de que estuviera Mar con su madre. Así mataba dos pájaros de un tiro: su madre tendría a alguien al lado para ayudarla cuando lo necesitara, y lo mismo ocurría con la niña, a la que alejaba de las malas compañías a las que, en medio del tedio que acecha a los jóvenes en los meses de verano, podría acercarse por curiosidad, por desconocimiento o por rebeldía.

    Es cierto que Mar se estaba haciendo mayor y, en consecuencia, era comprensible que cada vez quisiera más independencia. Pero estaba entrando en una edad muy peligrosa, y esto a Manuel y a su esposa les ponía nerviosos: creían que si la niña se quedaba sola mucho tiempo —y las vacaciones escolares duraban mucho—, sin nada que hacer ni nadie que la controlara —ya que tanto él como su mujer tenían que trabajar—, corría el riesgo de juntarse con gente que no le convenía. Y esto era algo que querían evitar por todos los medios.

    —Bueno, ya hablaremos en otro momento —se atrevió a decir la joven, viendo el cariz que estaba tomando la conversación.

    —Ya está todo dicho —sentenció el hombre, contento, después de todo, y a pesar de prever nuevos enfrentamientos.

    Aquella noche la familia se fue a la cama más pronto que en otras ocasiones.

    —Si por lo menos hubiera tele… —se quejó Mar, días después, cuando volvió a salir el tema de las vacaciones, intuyendo que sus padres no iban a cambiar de idea y debía aceptar lo inevitable.

    —Así no pierdes el tiempo viendo tonterías. Te vas a llevar los cuadernos que te ha recomendado la tutora y haces algunos ejercicios cada día. Ya verás qué rápido se te pasa —comentó su madre, que, como era habitual, estaba de acuerdo con las decisiones que tomaba su marido.

    —Mami, si he aprobado todo y… —comenzó a defenderse Mar, pero ante la cara que ponía la mujer, decidió no insistir.

    —¡Mira que te gusta llevar la contraria! Parece que olvidas que esa es tu obligación —comentó el padre.

    Efectivamente, la niña sabía muy bien que, para sus padres, lo único que había hecho trayendo buenas notas era cumplir con su deber, del mismo modo que ellos cumplían con el suyo yendo a sus trabajos, o preocupándose por el bienestar de la familia.

    Mar era la única hija del matrimonio formado por Manuel Ortega y Cecilia Díaz, ambos originarios de Castillejos de las Torres. Como les ocurre a todos los hijos únicos, a lo largo de su corta vida había tenido muchos caprichos, pero también muchos momentos de soledad en los que la ausencia de otro niño con el que compartir juegos le había hecho agudizar su imaginación. Así, con tan solo cuatro años había sido capaz de ver hadas en las sombras de su habitación, brujas en el viento que jugaba con las cortinas, duendes en el silencio de la noche… Incluso durante un tiempo se había inventado la existencia de un amigo invisible que la seguía, le hablaba, la escuchaba… Y que, al final, era la excusa para conseguir muchos de sus caprichos.

    —Mamá, que mi amigo me ha dicho que quiere comer macarrones —solía decir Mar, tratando de que su plato favorito formara parte del menú del día.

    —Pues pondremos macarrones. Pero dile que, a cambio, también deberá comerse un filete de hígado —respondía la madre, siguiéndole el juego.

    —¿Y por qué hígado? Ni a mi amigo ni a mí nos gusta —trataba de objetar la pequeña.

    —Vamos, Mar, sabes que te lo ha recetado el médico. Tú dile a tu amiguito que le va a gustar mucho y que va a acabar chupándose los dedos.

    —Pero, mami…

    —Venga, cariño, que el hígado es muy bueno. Ya verás como acabas pidiéndome más.

    En muchas ocasiones, la actitud conciliadora de la madre no terminaba de convencer a la pequeña, que, sin embargo, debía resignarse y obedecer.

    Cecilia nunca se había extrañado por estas pequeñas fantasías de la niña. Sabía que su hija, al no tener hermanos, en muchas ocasiones se sentía sola y trataba de compensar esa soledad con la imaginación. A ella también le había pasado y se acordaba muy bien de las cosas que había hecho y de los juegos que se había inventado para pasar las horas lo más entretenida posible. Cuando era pequeña, también ella había pedido a sus padres un hermanito con el que poder jugar, pero sus padres no habían podido dárselo. Ahora a su pequeña Mar le ocurría lo mismo. Ella, más que nadie, lo lamentaba porque siempre había soñado con tener una gran familia; pero las cosas son así y pocas veces salen como queremos… Aunque también era consciente de que los años son los únicos que ayudan a aceptar la vida, y Mar aún era una niña.

    —Ya verás como en el pueblo vas a poder jugar con las hijas del tío Paco —añadió Manuel Ortega, dando por terminada cualquier conversación sobre el veraneo de la abuela y de la nieta.

    Mar sabía que a sus padres, cuando se cerraban en banda, no había forma de hacerles cambiar de opinión. Intuía, con razón, que este iba a ser uno de esos casos; por eso, mientras pensaba en esos dos meses que tendría que estar en Castillejos de las Torres, intentó hacer una lista con todo lo que necesitaría llevarse para hacer más llevadera su estancia allí: la colección de libros de aventuras que le había regalado por su cumpleaños su tía Francisca, la única hermana de su padre; la muñeca… «¡No, nada de muñecas, que ya era mayor para andar con vestiditos y comiditas de mentira!», se dijo. Pero sí que se llevaría los últimos casetes de su grupo preferido… «¡Ah —pensó—, y los patines!». Sabía que se podía aburrir, pero ya haría todo lo posible para pasárselo lo mejor que pudiera… Se había resignado a ir, aunque no por eso iba a dejar de intentar que cambiaran de opinión hasta el último momento. Así, a cambio, seguramente conseguiría alguna cosilla extra.

    La niña recordaba con cariño la casa solariega que tenía su abuela en Castillejos… Pero, además de la casa, estaba el jardín, con una fuente en medio. También el cercano monte, donde podría pasear; el riachuelo, que le parecía tan grande cuando era apenas un mico que no levantaba un palmo del suelo —como decía su padre cuando aludía a los primeros cuatro años de vida de su pequeña— y que, conforme pasaban los años —y ella aumentaba de estatura—, había adquirido su tamaño real. Todo era hermoso, realmente hermoso. Pero también estaba la finca, donde corrían a su voluntad varias parejas de caballos, y la curiosa majada, que protegía del frío al pequeño rebaño de ovejas que poseía el tío Paco.

    —Seguro que la abuela me deja ir a jugar con los borreguitos —se dijo, recordando el tacto de su piel.

    Mar sabía que la mayoría de los castillejeros les querían, porque cada vez que alguno de los suyos iba al pueblo, sus habitantes le recibían con cariño y con multitud de regalos: fruta y verdura fresca para los adultos; caramelos y juguetes para su prima y para ella… Sí, sabía que querían mucho a los suyos, pero eso no impediría que se aburriera allí, porque dos meses era mucho tiempo… Mucho mucho tiempo.

    «Bueno —se dijo—, ya que no tenía más remedio que obedecer, intentaría disfrutar con todo lo que encontrara… Incluso con la compañía de las únicas niñas de su edad que vivían allí, aunque le constaba que eran aburridas e insoportables. Lo único bueno era que, como ya era mayor, esperaba que la abuela la dejara jugar con las ropas que guardaba en el ropero del desván, con los viejos libros de forro de piel que acumulaban el polvo de los años en los anaqueles de una pequeña habitación de la primera planta, con la bicicleta que había en el desván, de cuando eran jóvenes su padre y su tía; con los viejos alambiques de cobre y las botellas de vino casero de la bodega… Unas botellas de las que nadie se atrevía a beber, y mucho menos quería tirar, a pesar de que alguna databa de la época de sus bisabuelos.

    La bodega… Siempre le había atraído el misterio que encerraba aquel lugar, aunque raras eran las ocasiones en las que había estado en ella, porque cuando iban al pueblo, sus padres, sus tíos o su abuela siempre la prevenían de que procurara no bajar allí sola. Como si allí viviera algún monstruo… Pero ya no creía en monstruos.

    —¿Mamá, podré llevarme mi linterna? —dijo con la esperanza de que no le preguntara por qué quería hacerlo.

    —¿Y para qué quieres la linterna? —dijo la mujer, inmersa en sus propias preocupaciones más que en lo que le decía su hija.

    —Por si se nos funde el automático; ya sabes que la casa es muy grande y vieja —mintió la niña, que tenía pensado hacer otros usos de ella, por supuesto.

    —Bueno, cariño, haz lo que quieras.

    Con esta respuesta, Mar confirmó la impresión que siempre había tenido de que su madre, la mayoría de las veces, no le prestaba la más mínima atención. Así que decidió que metería en su mochila no solo la linterna; también una pequeña brújula, que había visto medio escondida en el armario donde su padre guardaba las herramientas, y un pequeño martillo. «No los echará de menos», pensó. No sabía muy bien para qué podría utilizarlos, pero estaba segura de que les encontraría alguna utilidad. Tal vez cuando saliera a pasear por el campo, o puede que cuando estuviera revolviendo en la bodega. O… «Bueno, para algo servirán».

    Mientras Mar seguía concentrada en elaborar mentalmente la lista de cosas necesarias para llevar al pueblo, su madre, por su parte, preparaba otra con su suegra, compuesta por ropas y alimentos de primera necesidad.

    Ana

    Al poco tiempo de cumplir los doce años, Ana empezó a darse cuenta de que las transformaciones que estaba sufriendo su cuerpo la dejaban fuera del mundo al que había pertenecido hasta entonces, encuadrándola en otro, pero no la llevaban a ningún sitio dentro de su propia casa. La culpa de todo la tenía, por supuesto, su familia. Seguía siendo una niña para sus padres, para sus hermanos —los dos, mayores que ella—, para sus tíos, para sus primos… Pero el cuerpo de mujer que florecía bajo su ropa le indicaba que ya no lo volvería a ser para el resto de la gente.

    «¿Por qué es tan complicado todo? —pensaba—. ¿Acaso no es suficiente con abrir los ojos para darse cuenta de la realidad?».

    Su familia parecía estar ciega, y era la impotencia que le generaba esa absurda ceguera la que acrecentaba su habitual rebeldía; una rebeldía que manifestaba a través de sus continuas protestas: con su rechazo a las normas familiares, con sus berrinches ante las imposiciones de sus hermanos, con sus quejas ante todo aquello que le hacía sentirse inferior y más pequeña… ¿Pero no era lógica su actitud? ¿Acaso le quedaba alguna otra salida para protegerse de todos ellos y encontrar su espacio? ¿Acaso podía sentirse de otro modo? Sí, no podía actuar de otra forma si quería ser ella misma.

    —¡Venga, a la cama, que es tarde y mañana tienes que levantarte temprano para ir al colegio! —le decía su madre, señalando el reloj de pared que había en el salón en cuanto las manecillas de este marcaban las diez de la noche.

    —Solo un poquito más, mamá, que aún no tengo sueño —objetaba ella.

    —Vamos, Ana, no me repliques. Mañana me lo agradecerás —indicaba, con voz tajante.

    Y Ana, aunque obedecía —no le quedaba más remedio—, no podía evitar hacerlo refunfuñando por lo bajo:

    —¡Siempre igual!

    —¿Decías algo, niña?

    —No, nada, mamá. Ahora me voy a la cama. —¿Qué otra cosa podía hacer? Al menos, en su cama podría soñar que las cosas eran distintas.

    Ana se rebelaba constantemente contra las normas de la familia, pero esta, en vez de ver en su rebeldía una demostración de que estaba creciendo, se reía de ella por esas pequeñas rabietas, como las llamaba, y la seguía llamando niña. ¿Acaso no le había dicho muchas veces que no le gustaba que la siguiera tratando como si aún lo fuera? ¿Acaso no tenía la misma edad que su vecina Celia? Y a ella sus padres la dejaban quedarse viendo la tele hasta más de las once de la noche, como hacían los adultos. Y lo peor de todo era que sentía que cada vez que trataba de convencerlos de lo contrario, chocaba contra una pared o se enfrentaba a una muralla que no le permitía avanzar, que la frenaba. En fin, sentía que luchaba contra un imposible.

    —¡Ya no soy una niña! —protestaba, recordando con amargura el hermoso jersey de color cereza que su madre se había negado a comprarle, alegando que le marcaba todo. ¿Acaso debía avergonzarse de su cuerpo? ¿Hasta cuándo tendría que vestirse como una cría?

    Y, sin embargo, pese a saberse cada vez más adulta, ella misma se daba cuenta de que, en muchas ocasiones, sus propios sentimientos no estaban totalmente claros. A esto contribuían las diferentes reacciones de la gente. Así, cuando salía del colegio, donde era una alumna más, veía que algunos hombres la miraban no como a esa niña que sale de clase, sino que apreciaban sus formas de mujer… Y en ocasiones sentía miedo.

    Sí, llevaba algún tiempo observando que cuando pasaba por algunos sitios, sobre todo donde había hombres, muchos ojos la seguían, y algunos hasta se atrevían a decirle piropos de esos que sabía que solo se dedican a las mujeres. Últimamente, incluso algunos de sus compañeros de colegio, aquellos que tenían más edad, parecían mirarla de otra forma… Pero en su familia las cosas seguían como siempre. ¿Por qué no eran capaces de ver que había cambiado y que ya casi era una mujer? ¿Por qué no? Y, para empeorar las cosas, su padre había recibido la confirmación de su ascenso, con un nuevo destino en Madrid… ¡y ella era la única a la que no le habían consultado para aceptarlo! Como si su opinión en algo tan importante para la familia no les importara lo más mínimo.

    Lo había estado meditando: no quería abandonar su ciudad; aunque pequeña, era lo suficientemente grande para vivir con todas las comodidades de las grandes ciudades y con todos los beneficios de las pequeñas. Era allí donde había nacido, donde estaba su colegio y donde tenía todo su mundo. No, no quería irse porque eso significaba perder todo lo que formaba su mundo. Y, sin embargo, a pesar de sus deseos, sabía que se vería obligada a irse. ¿Acaso no sabían que no le gustaban los cambios? Como había escuchado a su tutora en una ocasión, la desestabilizaban.

    Era cierto; era una niña complicada, como le decía continuamente su hermana, sin saber que ella misma lo sabía mejor que nadie. Se sentía diferente de los demás niños, de los demás adultos; diferente de todos los seres vivos que la rodeaban. Y cada vez se sentía más así: como el único bicho raro del mundo; ese mundo que, en vez de aceptarla y amarla por sí misma, la juzgaba.

    —¡Mierda! —exclamó, intentando que nadie la oyera.

    ¿Pensaban que era tonta? Siempre igual: que no hagas esto, que no hagas lo otro; que esto no se puede hacer, que aquello está prohibido. Que lo de más allá no es para los pequeños… Con lo bien que estaba en el colegio, donde, después de años de lloros y peleas, aunque no tenía muchos amigos, por fin había encontrado su lugar.

    «Ellos sí que saben que me estoy haciendo mayor», se dijo, sonriendo con amargura al darse cuenta de que, por culpa de sus padres, iba a tener que abandonarlo… Aunque era cierto, como le solía recordar su hermano, que cuatro años antes no opinaba lo mismo ni del colegio ni de sus compañeros.

    —Bien que querías que te sacaran del colegio —le decía.

    Pero había cambiado de opinión; tenía derecho a hacerlo, ¿no? Después de todo, aquella ciudad, aquel colegio y aquella vida eran su mundo; su único mundo… Y se lo querían arrebatar. ¿No era injusto?

    ¡Cuántas cosas iba a echar de menos! Es cierto que podrían encontrarle otro colegio, otra casa, otros compañeros; incluso puede que hiciera amigos, muchos amigos... Y tal vez, con el paso de los años, se acostumbrara a todo y a todos y se sintiera bien, pero ¿y el mar? ¿Acaso no sabían que no había mar en Madrid? ¿Acaso no sabían que, si había un lugar donde se sintiera siempre bien, este se encontraba junto al muelle de su querida Santurce?

    En su casa los preparativos llevaban un ritmo frenético, lo que la ponía aún más nerviosa porque sentía que todos en su familia querían irse, mientras que ella… Ella… Ella no. ¡No sabían lo mucho que le costaba contener las lágrimas!

    Un buen día había llegado su madre y le había dicho que ya tenían piso y que el colegio estaba solo a unos minutos de él.

    —Lo que es una auténtica suerte porque así podrás ir a clase andando —había añadido la mujer, pensando que así su pequeña Ana se daría cuenta de lo mucho que ganaba con el cambio. Pero no era así.

    Le habían dicho que debía preparar sus cosas y meterlas en cajas. Le habían dicho que debía tirar todo lo que no necesitara y no quisiera…

    —¿Tendré mi propia habitación? —se había atrevido a preguntar, intentando ser positiva.

    —Sí, tonta, claro que sí; lo mismo que tus hermanos —había respondido la mujer, pensando que su niña empezaba a razonar—. La vivienda tiene cuatro dormitorios y dos baños. ¡Ya verás como te va a encantar! Además, Ana, está cerca de un parque, donde vas a poder jugar hasta la hora que quieras sin que estemos preocupados por ti. —«¿Acaso lo hacían?», pensó con ironía la niña—. Y tus hermanos podrán ir a la universidad en autobús… Incluso, si quieres, podrán llevarte a conocerla.

    Sus hermanos… ¡Y a ella qué le importaba lo que hicieran sus hermanos! ¿Acaso la habían llevado a Deusto a pesar de habérselo pedido muchas veces? No, nunca; siempre encontraban alguna excusa para no llevarla.

    —Qué bien —respondería sin la menor emoción. Si había que resignarse, lo haría…

    Y, sin embargo… ¿Había oído bien? ¿Había dicho que tendría su propia habitación? Sí, eso había dicho. Bueno, después de todo, no todas las cosas iban a ser malas. Por lo menos, tendría su propio cuarto, porque compartía habitación con su hermana y compartir dormitorio con una veinteañera era duro, muy muy duro. Pero el mar… Perdería el mar y la posibilidad de ver cómo los pescadores se afanan en sacar de las bodegas los botines obtenidos a lo largo de la noche, después de una dura batalla contra el viento y las olas. Siempre había disfrutado observando cómo adecentaban sus barcos, limpiaban el pescado o arreglaban las redes y demás

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