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Historia de un maestro
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Libro electrónico327 páginas4 horas

Historia de un maestro

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¡Cuántas vidas malogradas¡ ¡Cuánto ha perdido la sociedad con los castigos, la incomprensión y el autoritarismo en la escuela oprimiendo así la creatividad y desarrollo del niño, surgiendo su infravaloración e impidiéndole desarrollar todo su potencial que tanta repercusión podría tener en el futuro para el ser humano. Que nadie pueda decir como la nieta de Margareth Mead Mi abuela quiso que yo tuviera una buena educación, por eso no me mandó a la escuela Este Libro está basado en la historia y experiencia del autor como maestro y como persona. Su deseo al escribirlo es que se produzca una revolución en la escuela, que al maestro no lo ahoguen las instituciones políticas ni educativas, porque el niño es niño y no puede ir al paso de adulto, ha de ir al paso de niño, y el maestro tiene que descubrirlo, apoyarlo y desarrollarlo a cada alumno en su individualidad, potenciando en cada uno su inteligencia su afectividad, y su desarrollo social con el entorno, sólo así el niño podrá llegar al clímax de sí mismo y podrá desarrollar la semilla personal en el mundo futuro que vivirá. La vocación de maestro, la profesión de maestro, es la más grande de la existencia humana, pues solamente ella tiene acceso directo a las potencialidades futuras que pueden regir nuestro mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2014
ISBN9788468627878
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    Historia de un maestro - Julio Martines Riera

    Santos

    PRIMEROS RECUERDOS, AÑOS 41 - 42

    Nací en Febrero del año 1.939 en el sótano de una casa solariega, huía mi madre y mi familia de los bombardeos que, puntualmente, sufría la ciudad de Cartagena por parte del llamado bando Nacional.

    La dueña de aquella finca y casa, doña Bernarda Cánovas, era de una familia de acaudalados mineros. La finca denominada La Loma, está situada en las estribaciones del monte y castillo Atalaya. Actualmente dicha finca está en proceso de urbanización con chalets de lujo en zona privilegiada de Cartagena, con la impresionante vista del Puerto. La otra casa palacio-familiar que poseían está en la calle mayor de Cartagena, llamada desde siempre Casa Cervantes (Don Serafín) actualmente sede central de la CAM en dicha ciudad.

    Toda mi familia, por parte de padre, eran fieles servidores de los numerosos negocios y empresas que aquella emprendedora familia tenía en Cartagena y fuera de la provincia.

    Cuando nací, mi padre estaba en el Frente, perdido, no sabían nada de él, por eso me pusieron su nombre. Apareció poco después de yo nacer al terminar la Guerra, hecho una pena, procedente de un campo de concentración en Francia

    Fui un niño muy llorón y era consciente de aquello. Lloraba sin ningún motivo aparente. Era casi un placer y un descanso. Mis padres, supe años después, se desesperaban conmigo.

    Mis primeros recuerdos se remontan a la cocina de mi casa, azuzado por el hambre, de la que muy pocos se libraron en aquella época. Buscando algo que echarme a la boca encontré habichuelas blancas en el cajón de aquella mesa de cocina que había en mi casa. Aquello estaba muy duro y no sabía a nada.

    Joaquín el lechero ordeñaba las cabras y te servía la leche en la puerta de tu casa. Aquella leche, con aquel sabor, se perdió para siempre. Sopas de pan, leche y azúcar, una delicia.

    Los huevos, supe de ellos, siendo ya entradito en años.

    Lo de cuando seas padre comerás huevos, era una realidad.

    Aquellas niñas mayores de mi calle me tomaban en brazos y me daban juego. No sé si esto lo recuerdo en sí o me lo contaron ellas años después. A las hijas de aquellas niñas les di clases posteriormente.

    Se me agolpan todos los recuerdos de mi primera infancia. Deduzco que nacemos muy despiertos a todas las experiencias y sensaciones, y de marcadas experiencias está señalada nuestra primera infancia por aquella Guerra y la siguiente que estaba a las puertas.

    Recuerdo la muerte, velatorio y funeral de mi tío Pedro, hermano de mi padre. Él fue otra víctima, como tantos miles de españoles, que vinieron muy tocados del Frente. De aquel hermano de mi padre nada más recuerdo su muerte, velatorio y funeral.

    Tenía yo entre dos y tres años.

    Otro de mis primeros recuerdos era la tensión que había en aquellos locales abarrotados de gente, era la cárcel de San Antón (Cartagena) o el penal Militar. Íbamos a ver a familiares y amigos.

    Miembros de mi familia y amigos sufrieron la represión feroz al terminar la contienda. El padrino de mi madre, don Diego Baeza, Teniente Coronel de Infantería Marina, lo fusilaron sin piedad al terminar la Guerra.

    Se pudo haber exiliado pero no lo quiso hacer. Decía que él no había hecho nada malo y tenía las manos muy limpias. Ni siquiera quisieron, a petición de la familia, personas creyentes, hacerle una misa.

    Desde aquel día, su madre, doña Antonia, juró que jamás pisaría una iglesia, como así ocurrió.

    Recientemente he podido leer la carta que aquel hombre escribió la noche anterior a su ejecución. Se despedía de todos y de cada uno de sus familiares. Instando a todos al perdón.

    Su madre, Dª Antonia, murió en 1.964. Me tocó llevarle al sacerdote para administrarle los últimos auxilios. Pude ver como esta señora se agarraba al crucifijo que llevaba el cura. Su mujer, Dª Luisa, a quien toda la familia llamábamos madrina, murió en 1980, con 99 años.

    No creo que haya españoles que sientan la nostalgia de las lindezas de aquella época.

    ¡Tan ciegos estamos.! Esas dos Españas nos siguen helando el corazón.

    Retengo en mi retina la cantidad de edificios convertidos en escombros por toda la ciudad y sus barrios al acabar la Guerra Civil Española, guerra bendecida por Pío XII y todos sus adláteres. A la que denominaron Cruzada.

    —¿No es cierto que las iglesias las quema Dios? —Decía el poeta.

    Y todos los días paseíllos, por uno y otro bando.

    En aquellas quemas los cartageneros respetaron la imagen de la patrona, La Virgen de la Caridad y la imagen de la Virgen de los Californios, cofradía cartagenera. Los milicianos montaron férrea guardia para que se respetasen aquellos dos símbolos sagrados.

    Fue después del año 1952 cuando los cartageneros empezaron a ir a misa, una parte importante. Hasta entonces los que íbamos éramos los niños de las escuelas Graduadas, así era en mi parroquia, acompañados por los maestros. A unos y a otros, maestros y alumnos, nos obligaban. Y eran muy pocas personas más las que asistían al culto divino.

    En aquella iglesia, mi parroquia, se podían contar con los dedos de una mano y sobraban dedos, las personas que comulgaban.

    Aquel cura que nos llegó en el año 1952, don Damián, organizó con los niños de la barriada, el Rebañito de los pastores de la Virgen de Fátima. Todos los sábados, con el cura al frente y los niños en procesión, trasladaban aquella virgencita de una casa a otra y allí permanecía toda la semana.

    El señor Martínez, persona muy significada en mi barriada, dueño de la tienda de comestibles más popular del barrio, ante aquel espectáculo, niños en procesión detrás de la Virgen, se echaba las manos a la cabeza viendo aquello. Así estaban las cosas por aquel entonces:

    —¿Pero esto qué es, esto qué es?—decía el Sr. Martínez..

    Y de la noche a la mañana, fue imponiéndose el Nacional Catolicismo. Y que cada cuál analice lo que aquello representó para nuestra España y para nuestras vidas.

    Al estar mi padre en el frente vivíamos con la hermana de mi madre, viuda. Discutían las hermanas con frecuencia. Se echaban mutuamente la culpa la una a la otra y yo sin entender lo que quería decir aquello, culpa. El significado de las palabras era una preocupación constante en mí.

    Prohibido fijar carteles, decía un letrero de una fachada próxima a mi casa.

    ¿Qué sería aquello de fijar carteles? Pensaba

    Pregunté donde se hacían los botones. Me dijeron que en la fábrica. Sería en la fábrica que había cerca de casa. Aquella fábrica se dedicaba a fabricar hielo.

    Lo preguntaba todo y continuamente. El vecino de enfrente, el señor Sebastián, no hace mucho me lo recordaba.

    —Este jodío zagal lo preguntón que era.

    Pero el gran recuerdo de mi infancia y adolescencia fue Carlicos.

    Carlicos era el suegro de mi tía, la hermana de mi madre, de su primer marido. Este hombre, murió al empezar la guerra. El otro hijo de Carlicos tuvo que exiliarse al finalizar la Guerra Civil. Apareció mucho después de la muerte de Carlicos y del dictador y se marcharía a Barcelona con su mujer y su hija. Esto ocurrió en el 1942 y mi tía se casó en segundas nupcias.

    Carlicos se quedó sólo.

    Lo recuerdo durante muchos años esperando en vano la carta del hijo, carta que nunca llegó. Todos los días, pendiente del cartero. Mi padre convenció a mi madre para que Carlicos se viniese a vivir con nosotros. Y en mi casa estuvo hasta su muerte, ocurrida en el 1961.

    Carlicos fue como nuestro abuelo.

    Nos contaba, a mi hermano y a mí, cuentos, jugábamos con él al parchís. Nos contaba las historias de cuando él hizo el Servicio Militar y los jabalíes que cazaban en las montañas del Norte.

    Y en el desmonte, cerca de casa, para ampliar los astilleros de Bazán, nos llevaba Carlicos para ver aquellas obras y las reatas de vagonetas tiradas por aquella máquina. Aquel desmonte fue, primeramente, nuestro campo de fútbol, el campo de La Oficina. Y después, magníficas instalaciones del club social para suboficiales de la Armada. Nos quedamos sin campo de futbol para jugar.

    Sabemos que el hijo de Carlicos estuvo en Cartagena después de su muerte. Pero a nosotros nunca vino a visitarnos.

    Otro suceso, para mí de mucho alcance, era el recuerdo constante en mi madre de su hija Finica. Esta niña murió con tres años y, quizá, por eso, nací yo, para reemplazarla.

    Era lo cierto que mi madre hablaba continuamente de su hija Finica, su Finica.

    Yo tendría que ser muy inferior a aquella niña pensaba, con la cuál yo no podía competir y me sentía, de antemano, vencido y acomplejado. Veía muy claro que mi madre tenía predilección por su hija fallecida y a quien quería verdaderamente era a ella. Así lo veía y sentía. Y después mi hermano y mis primos, todos me pasaban en la consideración de nuestros mayores.

    Yo quería ser mayor como mis primos por parte de padre. Y una gran alegría sentí el día que pude alcanzar el pestillo de la puerta de mi casa y poder abrirla desde dentro.

    Estaba la Segunda Guerra Mundial en marcha. Pasaban con frecuencia aviones por el cielo de Cartagena. Aquello era de mucho interés para los niños. Yo sufría porque no localizaba en el cielo aquellos aviones que los otros niños si veían.

    La maestra que tuve en mis primeros años, Antoñita Baeza, se apercibió enseguida de que yo no podía leer bien y me aproximaba mucho la cartilla a la cara.

    Y, ahí me tiene Uds. con cuatro añitos y con gafas. Me daba mucha vergüenza ponerme las lentes. Ningún niño de mi entorno llevaba gafas y a mi me decían gafitas. Las dichosas lentes fueron el calvario de mi infancia.

    En la escuela procuraba ponerme lo más cerca posible de la pizarra, disimulando todo lo posible para que los otros niños no se dieran cuenta de que yo no veía bien.

    El hombre que todos los meses venía a mi domicilio para cobrar el alquiler de la casa, era persona muy miope y poco o nada agraciada. Y encima les oí decir a mis tíos que había sido un delator al terminar la Guerra Civil. Por este motivo muchas familias lo pasaron muy mal. Y pensaba siempre que le veía, que cuando yo fuera mayor sería tan miope como aquel hombre. Todo un drama al que yo no le veía solución.

    Soy hipermétrope y me siento muy bien con mis gafas que, con los adelantos en óptica, los cristales de mis gafas no pesan casi nada y sirven para cerca y para lejos y he desechado llevar lentillas. Sin gafas soy otra persona, no me reconozco.

    Y volviendo otra vez atrás también recuerdo muy vivamente, el nacimiento de mi hermano. Yo tenía unos tres años.

    Las puertas de las habitaciones de mi casa eran de cuatro hojas y desde menos de la mitad hacia arriba eran de cristal recubierto de un papel muy fino de tonos amarillos.

    Aquellas puertas siempre estaban abiertas, pero, cuando nació mi hermano las vi cerradas por primera vez y aquello, yo tenía menos de tres años, me llamó mucho la atención.

    Durante aquellos días comía en mi casa una señora, desconocida para mí, doña Josefa, la comadrona y, observé, que representaba un papel importante, a juzgar por el trato deferente que se le daba en mi casa.

    Y el recuerdo imperecedero de los vecinos de mi calle, muy buena gente, entrañables. El trato con aquellas personas era como de familia muy cercana. Solamente el recuerdo de aquellas personas me resulta muy gratificante.

    El tema de Dios era y lo sigue siendo de lo más importante. Me decían o se decía que Dios lo veía todo. Y no podía ser ¡Si Dios no tenía ojos¡ Me decía.

    Me costaba mucho creerme todo aquello. Y me ponía al lado de mi tío Antonio que tampoco lo creía.

    Me encerraba en mi habitación, me escondía debajo de la cama y apagaba la luz. Allí era imposible que Dios me pudiera ver. Y muy niño, cuando con mi madre pasaba por la puerta de la iglesia del Carmen, de Cartagena, me parecía que aquello de la religión, como la oscuridad de aquella iglesia, era muy lúgubre y aburrido.

    No hice la Primera Comunión. A mi padre lo tuvieron que operar del estómago en Barcelona, Quedaron empeñados y se olvidaron de este asunto, mi Primera Comunión. El no hacerla como todos los niños, lo sentí como una grave desatención de mis padres hacia mí.

    En definitiva, a Dios no lo entendía nada y, por supuesto, hasta hoy día lo sigo sin entender. Y no sé si soy ateo o agnóstico. Tengo casi todo lo publicado en exégesis y hermenéutica sobre el tema y la mitad de mi tiempo, que es mucho, lo dedico a leer y releer sobre este asunto. Pero lo más concluyente sobre esto es, sin lugar a dudas, todo lo publicado por Gonzalo Puente Ojea. Pienso que debiera ser de interés público la lectura de este autor, de este gran hombre, de éste gran pensador

    Cuando tenía 20 y muy pocos años leí, con gran fruición, los dos tomos de El Señor de Romano Guardini. Me impresionó aquello muy vivamente. Los acabo de leer otra vez. Se me caían de las manos. Indigeribles y, no obstante, los leí hasta el final con gran tedio. Como el que acaba de publicar recientemente el actual Papa sobre el mismo asunto, Jesucristo, La Segunda persona de la Santísima Trinidad o el actual del sacerdote vasco, José A. Pagola, con visos de muy adelantado. Indigeribles.

    Siempre sentí, desde muy pequeño, la frustración y el desasosiego porque yo no podía hacer el bachiller. Aquello costaba un dinero que no había en casa.

    De mi barriada nada más que eran 4 ó 5 chavales de mi edad, los privilegiados que podían ir a Maristas o al Instituto de Enseñanza Media.

    Cursaba yo por entonces, Segundo Curso de Aprendizaje en la Escuela Técnica de la Empresa Nacional Bazán, (había entrado por oposición como aprendiz a los 14 años, sacando el numero 23 de 200 para 40 plazas) cuando varios compañeros de mi curso, Alfonso Gabarrón (Pocho), Pepe Conesa (Ficho), Andrés Ibarra (Ratón Miky), se matricularon como alumnos libres de Ingreso y Primero de bachiller, tenía yo entonces 17 años

    Y, a aquella iniciativa, al año siguiente, me apunté.

    Fuimos 6 ó 7 aprendices de Bazán, los que acudimos a hacer nuestra prueba de Ingreso al Instituto de E. M. Con 18 años cumplidos nos mezclamos con chavalines de 10. El secretario del Instituto, un señor de cara avinagrada nos cerraba el paso.

    —¿Adónde van Uds.? Inquiría en tono muy autoritario.

    —Vamos a examinarnos de Ingreso —

    Y aquel señor se quedó muy parado.

    La preparación que teníamos adquirida en la Escuela Técnica de Bazán era más que suficiente para superar aquellas pruebas en las asignaturas, llamadas hoy troncales, a excepción del latín.

    Y terminamos nuestra Reválida de Cuarto con el propósito de hacer el Ingreso en la Escuela de Peritos Industriales ubicada en nuestra ciudad, son los llamados hoy Ingenieros Técnicos de Grado Medio. Prueba bastante difícil que me costó un año entero de estudiar a fondo. Tenía entonces que estudiar y trabajar.

    Superar aquel examen me produjo una honda satisfacción. Estudiábamos cuatro amigos juntos y solamente yo aprobé. Los otros tres nada más que estudiaban, no trabajaban.

    Nos preparamos en la Academia Politécnica situada en la cartagenerísima calle del Carmen. Cuando voy a Cartagena hago todo lo posible por pasar por esta calle y sentarme junto a la escultura de Carmen Conde, en bronce, sentada en un banco en la calle leyendo un libro. Pienso que algo se me pega de esta gran mujer. Nació Carmen Conde muy cerca de este lugar.

    Aquella academia, situada encima de la fotografía de Matrán. Don Clemente, su director, todo un carácter

    En los primeros años de mi adolescencia, cuando despertaba a los intereses sociales, pensé muchas veces en la Escuela Pública, la que había no me satisfacía nada. A nadie podía satisfacerle tanta desidia, pobreza y abandono. Nuestra sociedad sería otra, me decía con insistencia, si una sólida base de cultura tuviera el proletariado, en el cuál me movía, todo sería muy distinto.

    En mi barriada no se estimaba en nada a la Escuela Pública y casi toda la escolaridad la cursé en una academia privada, reconocida oficialmente. La palabra Pedagogía o Metodología eran conceptos que allí no existían. La creatividad en la escuela, intereses del niño, autoestima... Todo eso era música celestial, palabras de otra galaxia. Así eran las cosas en aquella España, aquella escuela.

    El director y dueño de aquel Centro en el que estudiaba era Facultativo de Minas y nada más. Persona distante y autoritaria donde las hubiera, muy serio y estricto. El dibujo, la plástica, las manualidades, la Educación Física; todo eso pertenecía a otro mundo.

    La clase duraba hora y media y el resto del día libres, lo cuál estaba muy bien. Todo el día jugando y haciendo deberes. Aquel maestro nos atiborraba de ejercicios, problemas, cálculo matemáticas y todos los días plana y dictado. Y una lección del Grado Medio de Dalmau Carles. La enciclopedia Álvarez vendría después. A dar la lección salía siempre el mismo niño, que era el único que se la estudiaba de memoria y la recitaba como un papagayo. A aquel niño le llamábamos El Andrés de la María. María era su hermana.

    Y silencio, mucho silencio. Pobrecico del que levantara la voz. La palmeta y la alpargata funcionaban eficazmente. Un niño ya entrado en los catorce años, le plantó cara al maestro y hubo unos momentos muy tensos en clase.

    Aquel maestro, que ni siquiera era maestro, nunca reía. Yo me preguntaba si aquel hombre reiría en su casa.

    Mis primeros años de maestro coincidieron con los últimos de él. Hablamos muchas veces. Sus facciones habían cambiado, su cara era amable y bondadosa. Su talante era muy distinto a la de aquél que conocí como alumno suyo

    A mis doce años acudí a la Escuela Pública, sin dejarme la Academia. Se hacia necesario el Certificado de Estudios Primarios que allí te proporcionaban, necesario para poder optar a un trabajo futuro. En mi caso, mis miras estaban puestas en los astilleros que la Empresa Nacional Bazán tenía en Cartagena, actualmente llamada Navantía. Antes Consejo Ordenador de construcciones Navales, antes Sociedad Española de Construcciones Navales.

    MIS DOCE AÑOS EN LOS ASTILLEROS DE BAZÁN

    Ingresé con 14 años como aprendiz en la factoría que Bazán tenía y tiene en Cartagena.

    Aquellos cuatro cursos de que constaba el aprendizaje para salir como operario de tercera de la empresa, en aquella Escuela Técnica, modélica en su época y modélica lo sería hoy día.

    Eran cuatro cursos, los dos primeros de cultura general y los dos últimos de enseñanzas teóricas y técnicas de acuerdo con el oficio que cada uno había elegido al aprobar el Ingreso. Yo era mecánico, practiqué el ajuste y la máquina de fresar. El régimen de Franco algo bueno tendría que tener. Pero, el tinte autoritario y manipulador era más que evidente.

    Los que trabajábamos la mecánica, ajustadores, torneros y fresadores, teníamos nuestro propio taller. Taller de Aprendices, con tres instructores, operarios especializados de Bazán. Don Antonio García, en sus horas libres, profesor de Inglés, don Pedro Garres, en sus fines de semana, arbitro de fútbol y don Miguel, don Miguel Ligero, amantísimo del deporte y de la Educación Física. Nuestros maestros y nuestros amigos.

    Nos enseñaron un oficio bien aprendido y nos abrieron los ojos a la vida. Allí se trabajaba y se hablaba. La veta republicana y anticlerical salía a relucir, burla burlando. Así era Cartagena en sus clases más populares, a pesar de sus procesiones de las que tan orgullosos se sienten los cartageneros. Contradicciones de la vida.

    En los concursos de Formación Profesional, nacionales e internacionales, los aprendices de Cartagena, los de Bazán, destacábamos.

    Yo superé, en la modalidad de Fresa B, de 14 a 16 años, la fase Local y Regional. En la Interregional, celebrada en Valencia, no me clasifiqué, tuve un desliz tonto y quedé eliminado.

    La formación teórica y práctica que recibíamos en aquella Empresa a un porcentaje muy alto de aprendices, un 70%, nos motivaron para acceder a las carreras de Marinos Mercantes, Peritos Industriales, Facultativos de Minas. Y, en mi caso, Magisterio.

    Puestos de responsabilidad en empresas importantes, están ocupados hoy día, a lo largo y a lo ancho de la geografía nacional, por los que fueron aprendices de Bazán de Cartagena.

    Aquel profesorado, en todos los casos, era muy bueno y eficiente, hasta los

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