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De Campesino Tímido a Líder Comunitario
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Libro electrónico367 páginas5 horas

De Campesino Tímido a Líder Comunitario

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Cuando un niño de cinco años debió trasladarse de Quito, capital ecuatoriana, a la hacienda Caldera en el Valle del Chota, sin querer ingresaba a la Universidad de la Vida; comprendió a su tierna edad que a partir de aquí su vida se vio envuelta en una apasionante e insólita historia.

El tímido campesino se volverá un luchador incansable, un potencial líder en su accionar diario, inolvidable y solidario y sobre todo radical en la lucha por la justicia social. El escenario de la vida se desarrolla en Pimampiro, su lugar natal, Ibarra, Quito, Machala, Guayaquil, y otras ciudades del territorio ecuatoriano; ya en su madurez se traslada a Chicago, Estados Unidos, lugar de su última estancia. No fue ajeno al amor, la ilusión y la contrapartida de éstas, el desamor, la decepción; condumio infaltable de esta obra es el humor, ese humor inteligente y vivaz, concomitante con ello, en este tiempo tan conflictivo y brutal, se logra una atmósfera inquietante, un delicado aire de esperanza.

Nelson Alfredo Benítez Tobar, nace un 3 de Noviembre de 1946.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2020
ISBN9781643341811
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    De Campesino Tímido a Líder Comunitario - Nelson Alfredo Benítez Tobar

    cover.jpg

    De Campesino Tmido a Lder Comunitario

    Nelson Alfredo Bentez Tobar

    Derechos de autor © 2020 Nelson Alfredo Benítez Tobar

    Todos los derechos reservados

    Primera Edición

    PAGE PUBLISHING, INC.

    Conneaut Lake, PA

    Primera publicación original de Page Publishing 2020

    Crédito a los fotógrafos de portada:

    Paúl Salazar Urgiles y Emma Jácome Ramos

    ISBN 978-1-64334-180-4 (Versión Impresa)

    ISBN 978-1-64334-181-1 (Versión electrónica)

    Libro impreso en Los Estados Unidos de América

    Tabla de contenido

    Chapter 1

    El incendio

    El Estanque de don Víctor

    Nuevo hogar: Hacienda Caldera

    Se ensaña la desgracia y la naturaleza

    Jilgueritos:Mi primer libro

    Mis primeros líderes, ejemplo a seguir

    Mi regreso a Quito

    La hacienda Pinandro, otro latifundio

    Pimán, remanso de paz

    El caballo Castaño y la yegua Mora

    Mi maravilloso encuentro con los reyes de los Andes

    Égloga Trágica

    Mi trajín por el boxeo amateur

    El Warehouse

    Mi primera infancia la viví, muy poco tiempo en Pimampiro, creo dos o tres años a lo mucho, con mis padres: Jaime Benítez, Petita Tobar de Benítez y mis dos abuelitas: materna, Benigna Buenaño, paterna, Celia María Jácome. Luego en Ibarra; después en Quito, ciudad en la cual recibí mi casi total educación, salvo primer, quinto y sexto grado. Primer grado lo terminé en escuela de la hacienda Caldera, quinto en la escuela de los Hermanos Cristianos en Ibarra, sexto en la escuela Fiscal de Niños Antonio Ricaurte, Pimampiro. L a otra escuela fiscal era de niñas Rosa Zárate; y, una tercera regentada por las monjas Franciscanas, mixta; a ésta le decían el colegio en verdad era escuela primaria. La alienación simulada,la segregación marcada sin lugar a dudas, eran esos los resabios de la inquisición, la conquista y el colonialismo. Así se decía para diferenciar de la escuela de mujeres; en cambio a la escuela de las monjas, le nombraban colegio, pese a ser escuela primaria.

    Reflexionando sobre el título de mi libro, debo puntualizar y aclarar que si en verdad siempre fui tímido, no me gustaba hablar, pedir favores, inter actuar con las personas; con el devenir del tiempo, observándole a mi papá y mi hermano Viche, fui soltándome Viche me insistía que debo ser como los otros muchachos que hablaban sin miedo, sin vergüenza.

    Era el tercer hermano de los diecisiete Benítez Tobar, siete fallecieron a pocos meses de nacidos a excepción de Carlos Vicente que dejó de existir a los treinta y cuatro años de edad, en 1976.

    El primero de los hermanos, Carlos Vicente, familiarmente Viche, era un hombre excepcional, inteligente, bastante hábil para dibujar y pintar, noble, altivo, justo, generoso, respetuoso con nuestros padres, daba la vida por ellos. Lamentablemente, fallece cuando apenas tenía 34 años, hecho que me afectó intensa y fuertemente, al punto que, me dediqué a beber y fumar desenfrenadamente. Indudablemente era un justificativo innecesario fundamentarme en que, por calmar mi angustia, me volví vicioso

    Cursaba yo 2do año en la Escuela de Derecho de la gloriosa Universidad Central del Ecuador, cuando ocurrió este hecho aciago.

    La segunda hermana, Matilde Lasteña, sacrificada, hogareña, muy buena gente, generosa, inteligente y merlina (así le decía mi mamita porque no aguantaba la risa), se reía por todo y no tenía vergüenza hacerlo delante de quien se reía. Salió igual a mamita, decía mi papacito; su mamita, mi abuelita Celia María Jácome.

    El tercero, Oswaldo, había fallecido antes de cumplir un año.

    Cuarta, Lupita, al igual que Oswaldo fallece a los tres meses de nacida.

    Quinto, yo, para que me describo si mi vida entera está a continuación…

    Sexto, Jaime Humberto, mi Don Jimmy, bien solidario conmigo, atento, amable, inteligente e igual que Viche, bien hábil con sus manos.

    Séptima, Martha Susana, delicadita, consentidita, bonita y lista.

    Octavo, Edgar Ramiro, inquieto, detalloso, elegante, vivás.

    Noveno, Víctor Eloy, Suco, super amable, generoso, tranquilito, buena gente.

    Décimo, Milton Eduardo, Zurdo, con un coeficiente intelectual envidiable de 150.

    Undécimo, José, fallece a los dos meses de su nacimiento.

    Décimo segundo, décimo tercero y décimo cuarto, fallecen al mes del nacimiento.

    Décimo quinto, Patricio Germán, tranquilito, buena gente, muy pegado a Laste.

    Décimo sexta, Elena Beatriz, Elenita, sensible, sincera, buena gente.

    Décimo séptimo Marcelo Rubén-Marcelito—noble, lindo, muy buena gente, el último de los Benítez Tobar.

    Todos nosotros tenemos una particularidad: Queríamos, venerábamos, respetábamos, obedecíamos a nuestros padres hasta el sacrificio; los recordamos día a día porque fueron excepcionales y nos legaron disciplina, respeto, altivez, honradez, irreverencia ante la injusticia.

    Bien, ahora si me dedicaré al propósito de este libro: Relatar mi vida; desde cuando me acuerdo: cuatro años de edad.

    Cuando tenía cinco años de edad, mis padres me inscribieron en primer grado, en el Pensionado Leonardo Murialdo, regentado por curas italianos. Con el pasar del tiempo, esta escuela pasó a llamarse Paulo VI, en ese entonces mi profesor era el padre Forte, funcionaba en el convento de La Magdalena, al sur de Quito. Al frente estaba la iglesia, cuyo párroco era el Padre Juan. En la parte posterior funcionaba la escuela, edificio con grandes corredores.

    Mi mamacita, mi tía Beatricita y mi prima Zoila Cruz, coincidían en una dura realidad que vivieron desde mi nacimiento: Nací muy jodido, llorón, bravo; no les dejaba descaso, me curaban hasta de mal aire, agua de anís para los gases, nada me paraba los berrinches. Decepcionadas, Beatricita y Zoila Cruz, me llevaban a la iglesia, allí me hacían rodar las gradas del Altar Mayor, además de ponerme en la Piedra del Altar para que me sacara los demonios, eso me comentaban cuando tenía cuatro años.

    Nelson en el maizal, diciembre de 2019, allí fue la tomatera, donde trabajó, en Pimán en 1963

    El incendio

    No había pasado ni medio año lectivo cuando en la madrugada fría y lluviosa, mis dos hermanos mayores y yo, fuimos socorridos por mi papá Jaime: El departamento donde vivíamos, frente al parque La Magdalena, estaba consumiéndose por las llamas; nadie sufrió quemaduras, excepto mi papá que, por rescatarnos, sin medir consecuencias, entraba y salía salvando lo que pudo. Como consecuencia de esa desgracia, consumidas todas las pertenencias del hogar, mis abuelitos maternos, Benigna Buenaño y Eloy Tobar, convencieron a mi papá para que fuéramos a vivir a su casa en Pimampiro.

    El impacto de este hecho nos golpeó duro a mis padres y mis hermanos. Ya en el nuevo hogar, éramos bien queridos y considerados como refugiados, se nos atendía con inmenso amor, por parte de mis abuelos maternos, mamita Benigna, como le decíamos, nunca estaba enojada, siempre dulce, laboriosa, atenta, todo lo que hablaba lo hacía en verso, tenía una capacidad e inteligencia envidiable, no sabía escribir, si leer, era bien endiosada; tenía en la casa un oratorio lleno de imágenes, cristos, crucifijos; sabía curar toda clase de enfermedades solo mirando las orinas de los enfermos, les cobraba una insignificancia o nada.

    Debido a que a mi papacito le criticaban por todo, mi abuelita Benigna le decía: Jaime, acuérdese de este verso y no haga caso a las críticas:

    "Por un tropezón que di,

    Todo el mundo se admiró,

    Todos tropiezan y caen,

    ¿cómo no me admiro yo?"

    Lo malo de las críticas, chismes y comentarios no lo hacían o decían directamente a mi papá, sino que lo hacían por lo bajo, como todo acto de vileza y cobardía.

    Tuve unos padres amorosos, cuidadosos, amaban a todos y cada uno de sus hijos, aparentemente no se veía predilección por ninguno.

    Muchas veces yo creía era el menos favorecido, sin darme cuenta de que así mismo era el más travieso, molestoso, imprudente, necio y pendenciero; claro, por esa razón me castigaban diariamente de la manera como ellos, mis padres, fueron criados y educados; aprendieron en la escuela, por ejemplo, que la letra con sangre entra, o en la iglesia A Dios rogando y con el mazo dando. Recuerdo que los padres de familia iban a la escuela hablar con el profesor para darle todas las prerrogativas para que eduque esto es que le pegue, que lo amanse al irrespetuoso hijo, lo castigue a fin de que lo enderece, ya que, decían: Al árbol hay que enderezarlo de chiquito, de grande es imposible.

    Por lo expuesto, y conforme crecía, asimilaba el apego hacia mi padre, ayudarle o simplemente ir donde él iba, creo fue fortaleciendo un vínculo afectivo y de gratitud sublime al punto de que mis hermanos empezaron a vislumbrar cierto favoritismo hacia mí, pero no era real dicho favoritismo sino el hecho de sentir, mi papá, que yo lo apoyaba o me solidarizaba con él más que los otros; a lo mejor era por mi carácter.

    Al respecto quiero poner en perspectiva una opinión acerca del favoritismo o no de los padres hacia los hijos:

    Seguramente, si tenemos más de un hijo, alguno de ellos nos ha preguntado a quién queremos más y seguramente alguna vez nos hemos quedado pensando sobre este tema, pues déjenme decirles que según los psicólogos la mayoría de los padres tienen un hijo favorito incluso si tratan de ser imparciales. (http://syters.com/conocenos/).

    En Pimampiro no tenía amigos, era un advenedizo; quería saber a qué se dedican niños de mi edad, no los encontraba; sin embargo, un domingo veía que jóvenes, adolescentes iba a nadar en el estanque de Don Víctor, pregunté a mi papá qué es el estanque, y por qué dicen de don Víctor. Me explicó que es similar a una piscina, no revestida de cemento sino cavada en la tierra, lo llenaban con el agua sucia de la acequia; era en definitiva un reservorio de agua, que servía para regar los sembríos. Por lo tanto, si ese estanque era llenado con agua que venía desde la montaña por una acequia no entubada, que pasaba por muchas viviendas, en esa agua lavaban la ropa, hasta habían animales muertos, desaguándose; es de imaginarse la calidad de agua empozada por varios días.

    El estanque tenía aproximadamente una profundidad de 5 metros, 10 metros de largo por 5 de ancho, había un óvalo que era el hueco pequeño que se lo tapaba herméticamente, para que se llenara de agua; al destaparlo con cuidado y precaución salía el agua como un chiflón, decían.

    Otra particularidad del estanque era que fue cavado como a un metro de una chanchera, misma que tenía un cerramiento de pared de mano decían, es decir un trabajador la construía con lodo y piedras pequeñas, tenía una altura como de tres metros por unos cuarenta centímetros de ancho, claro muy irregular.

    El Estanque de don Víctor

    Un domingo de Agosto de 1951, aproximadamente a las dos de la tarde, pedí a mi mamacita me permita salir a jugar un ratito, desconozco si me escuchó o no, afirmo porque no recibí su respuesta, salí, la tarde era típica del verano, cálido, seco, con un sol radiante y abrazador, ni corto ni perezoso, silbando, como era mi costumbre, me dirigí al reservorio de don Víctor Andrade, sabía que a esa hora ya están los bañistas, los nadadores del pueblo; no distaban sino unas cuatro cuadras, desde la casa al lugar, conforme me acercaba escuchaba gritos, algarabía, no miraba nada, la vegetación y mi pequeña estatura no me permitía.

    Al fin divisé a los bañistas, estaban como unos doces, se destacaban entre ellos unos que tenían el pelo corto, eran coshcos o conscriptos que a lo mejor salieron francos el fin de semana, no se, no eran más de tres los nadadores, los valientes que desde la orilla del estanque se lanzaban al reservorio.

    Nadie me conocía, era un niño de unos cinco años, mi curiosidad e intriga era al ver a la mayoría que no se lanzaban al agua, los nadadores los recogían de pies y manos, y los lanzaban al agua al estilo marinero decían, se veía que no sabía nadar, escapaban a ahogarse, a eso se debían los gritos.

    Inquieto por la cobardía o desidia de estos bañistas , fui tras unas ramas me desvestí completamente, inclusive el calzoncillo me saqué, miré por donde subirme a la pared del corral de chanchos, nadie me paraba bola logré subir la pared caminé al centro del estanque y antes que me impidan o haya un rescatista grite a voz en cuello: Para qué es la vida sino para morir, acto seguido me lance de esa altura de 4 metros. Yo no sabía nadar, pero no tuve miedo. fui creo hasta el fondo y subí a la superficie, ya habían tres rescatistas lanzados al agua para salvar al guagua que seguro se ahogaría. No se, lo que sí recuerdo es que estilo perrito salí nadando, claro, luego de haber tragado buena cantidad de agua sucia.

    Los jóvenes, todos mayores que yo, con más de quince años, me miraban y felicitaban, en el argot del pueblo, a eso le llaman: guagua macho, arrojado.

    Ese hecho me causó un serio problema en la casa; nadie sabía a dónde me había ido, sin embargo, como decían los pobladores, pueblo pequeño, infierno grande. En efecto, como reguero de pólvora, varios de los asustados fueron a pasar la voz, empezando por la casa de mis abuelitos, diciendo que un guagua se lanzó de la tapia del corral de puercos al estanque de don Víctor, que para colmo grité al lanzarme: Para que es la vida sino para morir, dizque decían: Que guagua tan arrojado.

    En la casa, mi papá ya se había supuesto era yo el arrojado. Al llegar, como a las 4:00 p.m., porque luego del lanzamiento me gustó y seguí repitiendo la hazaña ante el clamor de los bañistas; al llegar a la casa me dieron una cálida bienvenida. Mi mamacita asustada me reprendió con látigo en mano, aconsejándome que primero pida permiso, segundo no vaya a cometer tal acto de suicidio, tercero que esa agua es sucia, sale paspa en la piel, tanto tiempo en el agua resfriará tus pulmones, te enfermarás y quedarás ronco como don Emiliano; no sé quién era ese señor afectado en sus cuerdas bucales al cual no se le escuchaba hablar.

    Mucha gente comentaba Que ha sido el hijo del Jaime quien se ha lanzado al embalse; desde allí, todo el mundo, en especial los jóvenes, cuando me veían me decían Para qué es la vida, así quedé con ese mote.

    Nuevo hogar: Hacienda Caldera

    Pese a ello, mi papá no se sentía bien en la casa, ya que sin ingresos, sin tener donde trabajar, pero con el potencial que él tenía, con su gran visión y capacidad, creo ni un mes estuvimos en la casa de mis abuelitos maternos; fue a la hacienda Caldera a buscar a su ex compañero de escuela, Germán Rosales, a fin de solicitarle trabajar en su propiedad.

    La hacienda Caldera se extendía desde Piquiucho, Cantón Bolívar, provincia del Carchi, en el valle del Chota, hasta Monte Olivo, que es un pueblito hospitalario, hermoso, de gente amable y trabajadora, que igual pertenece al Cantón Bolívar.

    El rio Chota sirve de lindero entre dos provincias: Imbabura y Carchi; Caldera estaba en el lado del Carchi, al igual que Piquiucho, caserío pequeñito, sus viviendas, como casi todas del Valle del Chota, tenían techo de paja, paredes de bareque. Piquiucho es un caserío emblemático para el Ecuador, allí nace uno de los mejores futbolistas de La Mitad del Mundo: Ulises de la Cruz.

    El nombre del emblemático ranchito se debe a que, solo allí, se produce un ají chiquito pero super picoso, el ají Piquiucho; en otro lugar no lo encuentra ni se produce.

    Cabe destacar que el Valle del Chota está ubicado en las dos provincias norteñas del Ecuador: Carchi e Imbabura. La primera tiene un clima frío, es la típica región andina, en consecuencia, la agricultura se caracteriza por producir: maíz, cebada, papas, ocas, mellocos, trigo, quinua, etc. En cambio, el Valle, tiene un saludable clima cálido-seco, recomendado para aliviarse de la artritis y el reumatismo.

    A más de Piquiucho, siguiendo el caudal del rio Chota, que luego se convierte en rio Mira, está la Estación Carchi y Ponce. Las otras comunidades son Ambuquí, El prodigio natural, su clima benefactor, topografía, laboriosidad de su gente, constituye un atractivo natural. La producción y talento de su gente es increíble, pese a no contar, como debería ser, con el apoyo de las autoridades, desarrollan el turismo, cuyo atractivo es la producción del ovo, y sus derivados, antes los vendían es cestos, una envoltura de la hoja seca de plátano que cubría a la deliciosa fruta. Poblado más por mestizos; Carpuela, El Juncal y Chalguayaco, están en la Provincia de Imbabura.

    El Juncal y Carpuela, al igual que Piquiucho, dio al Ecuador jugadores insignes como Agustín Delgado, Édison Méndez, Cléber Chalá, Raúl Guerrón, Geovanny Espinoza, Giovanni Ibarra, entre otros.

    En efecto, su ex compañero de escuela le permitió a mi padre que trabajara en una parte de su latifundio, no como empleado, sino aparcero, debe decir: Sino aparcero, al partir, al mejor estilo de la conquista: el peón, el indio, el campesino que no es dueño sino de su fuerza de trabajo, debe labrar la tierra haciéndola productiva; o sea, el aparcero o partidario debe empezar a desmontar, sacar árboles de raíz, preparar el terreno para luego arar, huachar y sembrar; claro, todo este arduo trabajo no es reconocido, ni pagado por el terrateniente, el partidario asume el compromiso, sin beneficio de inventario, como se dice en la jerga de la abogacía.

    En el lote asignado a papá, además de monte espinoso, había muchísimas piedras, debíamos hacer montones de ellas para poder arar y sembrar. Las piedras pequeñas las recogía y amontonaba yo, mi papacito las grandes y pesadas. No teníamos trabajadores porque no había dinero para pagar el jornal.

    Recogeremos boñiga de ganado, dijo papa. Boñiga es el excremento del ganado que ya seco tiene varias utilidades en la agricultura: abono, combustible, porque al encenderlo no hace llama sino humo, a este no lo soportan los insectos voladores que pican y succionan sangre.

    Allí empiezo a vivir la cruda realidad de la explotación, la injusticia social, el racismo. Pese a que aún no cumplía 6 años de existencia, ni entendía cómo, cuando, fui creciendo y madurando; afirmo esto por cuanto, el dueño de la tierra no aportaba con nada, tan solo las 5 hectáreas para que mi papá las trabajare y produjera.

    Ingresando así a la Universidad de la vida, se forma y templa el carácter, se va entendiendo que en todas partes hay ricos y pobres, propietarios, explotadores y explotados, trabajadores y patrones.

    Creo que estas vivencias no determinan para nada que me haya vuelto un resentido social, sino observador crítico, objetivo y analítico.

    Alguien alguna vez me dijo que soy un resentido social por ser rebelde, frontal, porque que organizaba a la comunidad para reclamar a quienes detentaban el poder económico-político, que compartan o equilibren el poder, es decir, que den a la comunidad atención, solucionen los agobiantes problemas que soportan día a día en el vecindario, por luchar contra la injusticia.

    Fue un gran soporte para esta dura faena agrícola mi tía Beatricita, ella vivía y trabajaba en Quito, era la última hermana de mi papá; mi tia le facilitaba víveres o dinero, cuando arreciaba la carestía.Que gratitud la he profesado desde mi tierna infancia hasta hoy; la recuerdo con profundo amor filial y respeto sublime. Beatricita ya falleció el 17 de julio 2017.

    Durante los primeros meses del desmonte, labrando el terreno para hacerlo productivo, no teníamos donde cocinar, dormir, ni refugiarnos de la dureza del clima, menos servicios básicos necesarios para vivir adecuadamente; no había sino una acequia por donde pasaba el agua para regadío. Mi papacito preparó una tulpa, debajo de una árbol de algarrobo o espino, cortó dos palos con horquetas que los enterraba en el suelo, las horquetas hacia arriba, se consiguió una varilla, la puso sobre las horquetas, allí se colgaban los peroles para cocinar; también hizo otra tulpa con tres piedras medianas, colocadas como en triangulo en las que se ponía la olla o tiesto para hacer tostado.

    Caldera en general, por tener un clima cálido seco e inmensos cañaverales, éstos eran habitados por culebras, en gran cantidad, los lugareños les decían bobas eran huidizas, medían sobre los dos metros o más, su piel era cubierta por colores vistosos, ellas eran como nuestras celadoras, en nuestro dormitorio ubicado en el cañaveral; de noche, sentía que pasaban sobre nosotros, seguían, supongo buscando sapos, mi papacito se hacía el dormido; al día siguiente de esa primera experiencia me dijo: Las culebras viven en los cañaverales, deben sentirnos que estamos acostados, pero no atacan, no muerden, no son venenosas, si atacaran o mordieran y tuvieran veneno, jamás lo expondría a una desgracia de esta índole. Hijito, así se forjan los varones, carajo!

    Dormíamos en el cañaveral adyacente al desmonte, un huacho o surco era la cama, tendíamos costales, encima una cobija y nos cubríamos con dos ponchos de agua; generalmente si llovía no nos mojábamos mientras dormíamos por cuanto el cañaveral era alto, tupido, como un gran techo espeso de una choza.

    Es preciso puntualizar que mi mamá Petita no podía acompañarle a papá en esa aventura: Se quedó en Pimampiro, por cuanto estaba embarazada; además, cuidaba a mi hermana y mis abuelitos, sus padres.

    Cuando terminó el desmonte, el terreno listo para la siembra, mi papá solicitó a su amigo Rosales le facilitara una vivienda en el rancho por cuanto las condiciones objetivas de la vivienda no eran ni saludables menos humanas, además, que ya se trasladaba a vivir en Caldera mi mamacita. El dueño de la hacienda le asignó a papá un cuarto grande, piso de tierra, que antes fue bodega del trapiche, pero al fin ya era una vivienda; afuera había un horno para hornear pan.

    Mi mamacita, para ayudarle con los gastos que demandaba cultivar la cementera, amasaba 1/2 quintal de harina todos los días; claro, quien revolvía la masa era papá, además encendía el horno. Cuando las llamas consumían toda la leña, calculada para que estuviera apto para hornear, lo barría con escoba de chilca; luego, para determinar si no estaba demasiado caliente, en la puerta del horno hacía tres veces cruces con su mano, si aguantaba la temperatura su mano, era momento de meter el pan al horno.

    Todo esto era como un ceremonial. Mamita, primero limpiaba las latas con un trapito limpio con manteca desleída, como aceite, luego daba forma a los panes, las latas que recibiría a los futuros panes, adornadas en hileras y a distancia calculadas las colocaba en lugar seguro, cubiertos los panes con un mantel, decía para que no se posen las moscas, no caiga polvo y se leude bien; revisaba si ya estaba el pan leudo, si llegó la hora, empezaba otro ritual consabido, poner las latas en la pala que eran introducidas al candente horno, sin moverlas mucho, menos agitar las latas, so pena de que se dañe el leudo, por consiguiente, el pan ya no tenga el sabor apetecido; las latas eran colocadas en el tope de horno e iban formando filas hacia la entrada.

    La pala de hornear el pan era fabricada por papá, consistía en un palo largo como de unos 3 metros similar a un remo. La práctica le hace al maestro. Papá Jaime tenía la habilidad de ir colocando las latas sin dejar caer un pan, e igual, cuando las sacaba del horno, podía manejar la pala para sacar las latas de bien adentro sin topar o dañar los panes de las latas adyacentes. Como a las 5:00 p.m. Se olía el agradable e inconfundible aroma del pan elaborado por mi mamá; los vecinos del rancho acudían a comprar. En ese tiempo vendía cinco panes, grandes por un sucre, más uno de vendaje, esto es seis panes grandes y deliciosos, como se decía, pan hecho en casa. Se terminaba todo el pan porque hasta llevaban a Monte Olivo.

    ¿Cuánto ganaba o tenía como utilidad por esa labor? No recuerdo, no debe haber sido mayor cosa, ya que mi papacito, metía mano en la venta. Él era humanitario, solidario, generoso, no prevalecía el dinero por sobre la necesidad o pobreza de la gente, en consecuencia, fiaba a quienes no tenían para comprar o se utilizaba, en ese tiempo, el intercambio o cambalache; les recibía plátanos, un atado de yucas, lo que sea a fin de no dejar que la gente se fuera sin el pan de ñora Petita, como le decían los vecinos del caserío a mi mamita.

    Increíble, el olor y sabor del pan amasado en Caldera, hace sesenta y seis años; es inconfundible, hasta ahora lo percibo cuando me encuentro con ese fenómeno.

    Mamita Petita, era una mujer disciplinada, seria, fiel, amorosa y dedicada a criar y educar a sus hijos, bastante abnegada. Era el mejor apoyo, respaldo y guía de mi papá; eran ejemplares, se querían intensa y permanentemente, no se acostumbraban a estar el uno sin el otro. No podían pasar mucho tiempo sin la presencia mutua.

    Como fue la última hija de un hogar de 5 varones y dos mujeres, incluida ella, había sido la consentida y bien querida de padres y hermanos. A papá le había costado mucho tiempo, diez años, para lograr casarse.

    Mi mamita Petita, como le decíamos todos sus hijos, me enseñó a ser honesto, honrado, disciplinado, ordenado y aseado No perdonaba que cogiera cualquier cosa sin su permiso, condenaba la mentira, la vaguería, porque decía: La pereza es madre de todos los vicios.

    Siempre aconsejaba que debo ser comedido, decía: El comedido come de lo escondido. Cuando vayas a cualquier casa, comídete, busca que hacer o sin que te manden, fíjate cómo puedes ser servicial, si te dan un plato de comida, lava los platos, gánate el plato de comida. No seas merecido.

    Ella enseñaba con el ejemplo; era del criterio generalizado en ese tiempo: A dios rogando y con el mazo dando. Era estricta, seria, pero cariñosa, amorosa con todos nosotros.

    Mi papá me decía que él aprendió a sembrar tomate riñón, que era novedoso porque no hay en el mercado, además es nutritivo, laborioso, nada fácil de producirlo, que una hectárea de tomate, le daría una buena utilidad líquida para nosotros. Claro, había que entregar la mitad de la cosecha al terrateniente que solo prestaba su terreno para que papá produjera. De acuerdo al cálculo de papá cosecharía no menos de unas cuatrocientas cajas de tomate, es decir, de papá serías dos cientas y las otras doscientas del hacendado.

    No recuerdo exactamente el precio en el mercado de San Roque, en Quito, por cada cajón con tomates; creo pagaban $50 por cada uno, entonces si representaba una muy buena suma de dinero, que se obtenía luego de seis meses de diario, duro y permanente trabajo. Los gastos, también deben haber sido altos, en especial los insecticidas, fungicidas, sobre todo el pago a los trabajadores. Había como de planta cinco, cada uno ganaba $4.00 diarios, se decía, con comida, esto es desayuno, almuerzo y merienda. Vivían con nosotros en el mismo galpón. Los viernes a las 4:00 p.m. cobraban de su semana de trabajo y se iban a Pimampiro, para regresar el lunes a las 7:00 a.m.

    Como era muy visionario, ya había pensado como cosecharía, como transportaría la cosecha, que conseguiría cajones vacíos en Baños o Río Verde, provincia de Tungurahua, para en ellos empacar el tomate; que si el río se crecía pasaría los cajones de tomates por tarabita; que alquilaría caballos, mulas y burros para llevar de la hacienda hacia Piquiucho, lugar por donde pasaban el escaso transporte interprovincial; que a lo mejor el dueño de Caldera consiga un jeep o camioncito pequeño para sacar el producto.

    Había una limitante: Por el camino de Piquiucho a Caldera, se debía cruzar por dos ríos, sobre el uno había un puentecito angosto y no muy bien hecho, por el otro, se pasaba caminando; los carros, rara vez que transitaban por allí, cruzaban

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