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Un viaje heroico hacia la abundancia y la prosperidad
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Libro electrónico193 páginas1 hora

Un viaje heroico hacia la abundancia y la prosperidad

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"Para la mayoría de las personas, el tema dinero resulta incómodo.
Algunos están más dispuestos a hablar de sexo que de cuánto ganan.
El dinero nos provoca amor, deseo, miedo, culpa.
Es una pasión. Puede darnos alegrías o angustias. Su falta también.
Creatividad o miseria, según nos relacionemos con él".
Con su estilo directo e irreverente, Ana Blesa, autora de "Mi teta izquierda" bucea en las problemáticas y urticantes, negadas por nuestra cultura: la riqueza, la prosperidad, el éxito y el dinero.
A través de un texto dinámico y práctico, la autora nos ha de transformar en personas capaces de vivir generando abundancia para nosotros y para quienes nos rodean.
Partiendo de su experiencia personal, Ana nos muestra como subyace en nuestra cultura, que la prosperidad es sospechosa y la pobreza, signo de honestidad. Es un libro ensayo que en su última parte presenta los talleres que te conectarán con la "abundancia y prosperidad".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 ago 2022
ISBN9789878727417
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    Un viaje heroico hacia la abundancia y la prosperidad - Ana Blesa

    PRÓLOGO

    La diferencia marca la diferencia.

    Al comenzar a escribir éste, mi quinto libro, me hago varias preguntas: ¿cuál será mi pequeña diferencia?, ¿qué marcará esta diferencia con respecto a tantos otros textos acerca del mismo tema que pululan por todas las librerías del mundo?, ¿cuál será la directriz, la mía, la que logrará distinguirlo del resto?

    Comencé por hacer una lista de mis características como comunicadora que, en realidad, son las mismas que tengo como facilitadora, persona, mujer, amiga, abuela, madre: frontal, expresiva, auténtica, comprometida, confiada, transgresora, avasallante, sincera y arriesgada.

    Así fui construyendo, desde mi deseo, este desafío.

    El primer libro, Mi teta izquierda, fue más fácil, pues los casos eran tiernos y apasionantes. Ellos eran los protagonistas y yo, su simple presentadora. En el segundo, Una cuestión de coraje, el compromiso fue mayor, pues decidí hablar de lo que veo, siento y hago, con total desinhibición, en relación con los temas más urticantes en la sociedad de hoy en día: pareja, vínculos, sexo, dinero, sanación y humor, además de mi vida privada. Desde allí, me deslicé a un ter­cero: El hechizo de Huahine (inédito); un viaje iniciático, pero esta vez a través del sexo, para llegar a la iluminación.

    El resultado fue que muchos lectores se quedaron esperando la segunda parte de este último, que yo no había fantaseado siquiera con escribir y comprendí el mensaje: debía profundizar más sobre el tema sexo. Y entré de pleno a investigar, hasta terminar Intimidad y sexo en diez y una noches y exponer, definitivamente, mi intimidad.

    Luego de esta energía tan fuerte y poderosa, ¿Qué otra cosa me podía fascinar? ¿Qué otro tema podría ser tan apasionante? Sólo uno: el dinero.

    Excitante, deseado, temido, amado, odiado, necesitado, como el sexo. Por él se cometen las mayores grandezas y las más pútridas bajezas. De él tampoco se habla, no se legaliza su deseo, no se admite su pasión, su falta, su demasía. Por él se vende, se compra, se corrompe y se originan guerras. Con él, también, se hacen los más grandiosos avances de la humanidad, tanto una vacuna como un cohete espacial.

    Uno de los cambios que más me ha costado en la vida ha sido lograr ser próspera. Parece una tontería, casi un libreto de folletín radial barato. Sin embargo, es, de todas las metas que me he propuesto, la que más trabajo me ha requerido. Arduas jornadas de lectura, textos diversos, cursos, seminarios y situaciones de escasez hasta el pánico profundo.

    Aquí te transmito mis propias experiencias y reflexiones. Incluyendo, al final, el contenido de mi Seminario de

    Abundancia y Prosperidad.

    CAPÍTULO 1

    los pobres viven más

    Nací pobre, se me mostró la pobreza, se me enseñó que la riqueza, aunque la veía, no era para nosotros. Ellos, los abundantes, eran diferentes. Mi padre trabajaba como obrero metalúrgico y mi madre, como modista de prostitutas. Nuestro único recurso era vivir con la parte próspera de la familia paterna.

    Al contrario de mi padre, su hermano quiso estudiar y se había empleado de contable; años más tarde compró una fábrica de zapatos con un socio. Mi tía se había casado con él y no necesitaba trabajar. Su hijo, mi primo, pasaba a ser el niño rico, caprichoso y pusilánime del clan. Iba a un colegio privado, tenía vacaciones y veraneos en los cuales, a veces, me incluía. Gracias a uno de ellos, a mis nueve años, conocí la ciudad que más me deslumbró: Barcelona. Imposible no describir lo que escucho en este instante. Una escala insurgente en la voz de Monserrat Caballé que, junto con Freddy Mercury, inicia el tema que la honra y que fue compuesto en ocasión de los juegos olímpicos. Así la escucho cada vez que la nombro y éste es el sonido que acompaña el recuerdo, indefectiblemente...

    Siempre recibía algo de más, algún juguete prohibido para nuestras honradas arcas: una bicicleta, alguna excursión. Además, vivíamos en lo de mi yaya Ana y su pareja. Él tenía mucho dinero y traía a casa las cosas más insospechadas para mí como, por ejemplo, una lapicera estilográfica. Mi abuela era muy próspera y constantemente estrenaba joyas nuevas y su mesa parecía un ban­quete continuado, a pesar del racionamiento reinante después de la guerra. Ella no tenía nada que aprender de la película La fiesta de Babette. Después de comer en nuestra modesta mesa de la cocina, se nos permitía, a mi primo y a mí, frecuentar la mesa principal. Allí me quedaba mirando boquiabierta, al igual que el perro de turno, esperando algún bocado. Conocí así los faisanes, los langostinos, los caracoles, las ranas, los más variados licores, todos los tipos de melones, tanto los de Valencia como los de Villa Conejo, y el prohibitivo pan blanco.

    Cada tanto, mi abuela tenía la maldita costumbre de reunirnos a todos y sacar un cofre del cual, con mis pupilas dilatadas hasta el asombro, yo veía salir las más diversas joyas. Mientras, nos decía, riendo:

    -Esto lo vais a heredar cuando muera, no antes. Tenéis ganas de que fallezca, ¿no?

    Fue en aquel preciso instante cuando empecé a detestar las joyas y a sentir un profundo asco por todo lo que fuera oro y piedras preciosas, hasta el punto de regalarlas, una vez heredadas, a pesar del juramento exigido de no sacar­las nunca de mi poder, según regla el mandato de esta familia aragonesa.

    Mi padre se ufanaba, cual pavo real, diciendo: mejor pobre, pero honrado.

    Y lo decía con el más puro acento castizo, con ahínco y convicción. Rayos estelares surgían desde su cabeza, iluminándolo, y casi podía escuchar los clarines de gloria victoriosa exaltando ese honor, como una presentación de la Metro Goldwyn Mayer. Yo observaba curiosa su expresión radiante y la sonrisa hipócrita de mi madre que, interpreto ahora, nunca le perdonó que la hubiera instalado en el rol de los pobres de la familia.

    Mejor pobres, pero honrados. Repito la frase y recuerdo el orgullo que me daba tener un padre tan honesto. Cuando vivimos en Montevideo, fuimos los únicos aragoneses que no se compraron una casita, aunque fuera modesta. Claro, con tanto orgullo, mi padre nunca pudo salir de esa creencia, y casi me pasa lo mismo a mí. Y no fue la única que se me grabó en la infancia.

    Los domingos, en verano, mi padre me llevaba de paseo con él. Mi madre, mientras me acicalaba como mono de feria, repetía una y otra vez: "Ana, no pidas que, si pides la luna, tu padre te la va a dar. Y somos pobres’’. Después de tan sublime entrenamiento, los dos partíamos. De reojo miraba la luna y pensaba: ¿cómo haría mi papito para alcanzarla? Jamás me atreví a intentar siquiera semejante desastre. No podía ser tan indecente de desear algo absolutamente inalcanzable. ¿Se me habrá anclado en ese momento el deseo intermitente, que me ha acompañado del brazo por mi vida, por las cosas difíciles o casi imposibles?

    Por suerte, mi padre era muy creativo y, cuando me negaba a aceptar el helado, él se compraba uno, lo probaba y me decía con cara de asco: "Hija, cómetelo tú, que éste no me gusta’’. Así, con la misma escena repetida, lograba que yo me comiera tantos como tres. No por placer ni merecimiento, sino porque a mi papi no le habían gustado e iba a tirarlos.

    Luego fui observando que los prósperos se morían antes. Mi yaya se murió de un infarto a los cincuenta y un años. Mucho tiempo después, mi tío, dueño de la fábrica de zapatos, decidió tirarse por el hueco de un ascensor, al no poder enfrentar un problema de dinero. Mi primo se quedó huérfano a los dieciocho y tuvo que resolver lo que su padre, un adulto, no había podido.

    Ahora, después de tanto tiempo, logro interpretar claramente cómo el poco merecimiento hizo que mi tío no pudiera seguir con su Prosperidad.

    Era el hermano amado de mi padre, pero tenían distinto apellido. Mi papá llevaba el de mi abuelo; pero mi tío, que nació un año después, llevaba el de mi abuela. Era hijo natural. Esto, creo yo, lo había marcado profundamente; sobre todo en aquella España del pasado. Seguramente se le grabó la creencia de que él no era merecedor,ya que su padre no lo había legitimado. Y, con esa idea, es difícil sostener la Abundancia.

    Ambos hermanos eran como las dos caras de una misma moneda. Mi padre, muy gracioso, divertido, actor amateur, futbolista de éxito. Cuando llegó la guerra, los dos tenían una hernia. Mi tío, serio hasta la solemnidad (sólo se reía con su hermano), decidió operarse para cumplir con la "mili’’. En cambio, mi padre ni loco entraba a un quirófano, así que intercambió su destino. Mi tío tuvo que ir al frente de batalla y papá, por herniado, se quedó en la retaguardia para recibir los cadáveres, en compañía de un sacristán muy pícaro. Recuerdo la seriedad de mi tío, su tremenda melancolía

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