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Vivencias del abuelo Paco: Corregidas y aumentadas
Vivencias del abuelo Paco: Corregidas y aumentadas
Vivencias del abuelo Paco: Corregidas y aumentadas
Libro electrónico445 páginas7 horas

Vivencias del abuelo Paco: Corregidas y aumentadas

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El libro de mi vida: 98 años de vivencias.

A los 85 años -nunca es tarde si hay empeño- me puse a practicar con un viejo ordenador que se retiraba del servicio. Confieso que estuve a punto de mandar todo al infierno pensando en cómo me privaba de las ocupaciones que tenía en mi despacho. Pero continué,con el único propósito de que los tres jóvenes ejecutivos de la empresa tuvieran el coraje de seguirme los pasos y comenzasen a utilizar la informática. Dio resultado.

Inicié este trabajo -que actualizo hoy, a mis 98 años- como un duro deporte y gracias a la insistencia de mi nieta Sonia, al entusiasmo de su madre por conocer nuestra biografía y a la paciencia que ha tenido mi esposa por las horas que le resté para dedicarme a escribir, con el nuevo y firme propósito de realizar este libro sobre mis propias vivencias para dedicárselo a todos los míos. ¿Les servirá de algo?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento22 dic 2018
ISBN9788417637293
Vivencias del abuelo Paco: Corregidas y aumentadas
Autor

Francisco Sabucedo Fernández

Nacido en Castrelo de Miño (Orense) en 1920, Francisco Sabucedo Fernández llegó a Vigo en 1934 para trabajar como administrativo en Hacienda para la identificación de personas mayores de edad -cédulas de identificación- del Ayuntamiento de Lavadores. En el año 1936 estalló la guerra civil en España y fue llamado a filas -dedicó a esa guerra siete años de su juventud-. Pasado ese tiempo regresó a Vigo, perdiendo el trabajo anterior e incorporándose finalmente a una empresa de seguros -sector al que se dedicaría toda la vida consiguiendo en 1998 el nombramiento de Colegiado de Honor por el Colegio de Agentes de Seguros de Pontevedra-. Contrajo matrimonio en 1950, tuvo tres hijos, seis nietos y, en este momento, un bisnieto. Y sigue sumando.

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    Vivencias del abuelo Paco - Francisco Sabucedo Fernández

    Vivencias del abuelo Paco

    Corregidas y aumentadas

    Primera edición: 2018

    ISBN: 9788417447380

    ISBN eBook: 9788417637293

    © del texto:

    Francisco Sabucedo Fernández

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A todos los míos.

    Introducción

    1º.)Comprende: «La aldea», «Mi presentación», «Osera», «Urraca», «Priorato», «Y seguimos con el comentario de la aldea, hasta tomar la salida a Vigo».

    ———

    2º.)Le sigue «Las dos vivencias». Vigo, campaña militar, aldea y a Vigo

    ———

    3º.)«Libro Dos», «Vivencias del abuelo Paco». Vigo-Coruña, aldea, Vigo al fin del libro.

    ———

    Prólogo

    Se lleva gastada mucha tinta. Yo me propongo gastar otra gota, para contaros mis pequeñas minucias, en la época que me tocó vivir, para vérmelas pasar por la maldita guerra hasta hoy. Sobre la larga contienda, quien haya leído Las vivencias del abuelo Paco, verá alguna de mis afirmaciones. Todo sucintamente, usando de la poca información que había, y menos de la que no estaba a mi alcance y, si queréis, hasta poco de fiar, valiéndome del boca a boca, que a veces tenía dos caras. Era lo que había. Por supuesto que trato de usar mi propia experiencia, con el único propósito de si con mi grano de arena ayudo a concienciar, de evitar que no se repita la lamentable historia que nos tocó sufrir.

    Como veréis, pretendo reflexionar —por eso dejé pasar mis noventa y cuatro años—, y ahora o nunca, para contaros algunas de las duras ocasiones que me tocó vivir en esta parte de nuestra historia. Con el mejor recuerdo para aquellos sanos amigos «de piñón fijo» que, ante su credo, se arriesgaron a todo, incluso entregando sus vidas. Otros, con mejor suerte, supervivientes, años después continuaron con el erre que erre, con los que conservé buena relación y amistad. Alguno amargado, desanimado, aburrido, indignado…

    Bien supongo que más de uno de estos que sigo considerando como buenos amigos: derecha, izquierda, o bien, izquierda, derecha, se van todavía a sorprender, y espero la misma pregunta que ya me tienen hecho: ¡¿Pero tú…?! ¡¿No me digas que…?! Sí, tenéis razón, les voy confirmando, cuando no me vuelco por aquellas ideas que antes defendía. ¿Queréis decirme —les suelo contestar— que ganamos nosotros, dando la cara y exponiendo el pellejo por el político de turno? Cuando llegan arriba, los veréis pronto —no todos— encumbrados, con buenos coches, comprando chalés, nuevos pisos o incluso cambiando de mujer, ¿os dais cuenta? Los partidos hacen falta. Tratar de elegir a la persona que mejor nos pueda dirigir, pero no deis la cara por ninguna sigla, no hay diferencias.

    Veréis que, en una de las vivencias de la mejor etapa de mi edad, no me importaba poner la cara al descubierto, sin tapujos, sin malicia, entregado. Eso sí, cargado de inocencia, de ignorancia. Soñando despierto, con los pies en las nubes. ¿Seremos tan volubles? Ahora, con el paso de los años y dura experiencia, me fui desengañando. ¿Decepcionado? Pues sí, al cabo de siete años de miseria, pesadillas, hambre, frío, en la campaña militar, angustiado. ¿Por qué? ¿Aplaudiéndole a incontrolados y ambiciosos políticos, salvo excepciones, sin sentido de la responsabilidad, sin capacidad de gobernar, para llevarnos a un callejón sin salida? ¡¡A la maldita guerra!!

    .

    Primera parte

    Me abrieron la puerta a este mundo el 10 de junio de 1920 en la pequeña aldea de Prado de Santa María de Castrelo de Miño, Orense, donde fui despertando, formando parte de ocho hermanos. Allí, en una modesta viviendo, nuestros padres nos fueron recibiendo —más que recibiendo, encargando—, no poco a poco, deprisa, deprisa. Había que alcanzar pronto el cupo y nos fueron amontonando, sin completar la familia numerosa, para recibir el premio que entonces había.

    Mi hermano mayor, Etelvino, falleció a sus cinco años de edad, de escarlatina, diagnosticada por su padrino y tío, doctor Bello. A todos nos fueron sacando, con vitalidad, sanos y útiles, como solían decirnos. Lo que no comprendo es cómo nos pudieron atender en lo principal.

    Nuestra iglesia —me considero un vecino más— denominada de Santa María, de estilo románico, data del año 1200. Alrededor, el cementerio, unido a su casa parroquial. Esta, con amplias escaleras en su patio interior, en obra de vistosa y trabajada piedra hasta el primer piso y amplio corredor de noble madera, y no digamos su amplia y reservada finca —hoy administrada por el propio Obispado—, con agua de manantial propia para uso personal y regadío, cercada con muro de piedra. Como parroquia feligresa, dado su patrimonio, es una de las mejores del obispado, que ya es decir.

    En tiempo, también hubo cuatro capillas en la parroquia, de las que nos decían de su existencia en la de San Sebastián, la capilla, A Granxa, la de Santa Águeda, en A Cuqueira —subida a Macendo— y, por último, la del priorato, en lugar de A Cal. Excepto esta última, donde hay todavía buenos vestigios de su ubicación, de las otras ya no quedan rastros. Me sorprenden tantas capillas en un pueblo pequeño, aun suponiendo que todos quisieran ser santos. Es de suponer que, como sus construcciones fueron anteriores a la llegada de la Iglesia, esta las fuera absorbiendo. Lo normal. ¡El pez grande comiéndose al chico! ¿O no?

    Las festividades que actualmente se celebran —anteriormente hubo alguna más— son de las Candelas, San Blas y del Carmen. La procesión sale en esos días después de la misa mayor, acompañada por la banda de música y feligreses haciendo un recorrido de unos ciento cincuenta metros para dar vuelta sobre el crucero de la plaza de A Eira O Torreiro —ya fue restaurado—. Una vez terminada la ceremonia, continuará la fiesta pagana. Destacar la magnífica cruz de plata, por suscripción popular del año 1603. Es, se dice, una obra maestra de Bernardino Velasco, de Orense, y se usaba cuando el sacerdote iba hacer alguna extremaunción, acompañar un sepelio y, por supuesto, en tales procesiones de las fiestas.

    La principal fiesta era la del patrón san Blas, a la que mayormente se invitaba a familiares y amigos, y a la que concurrían muchos devotos de los vecinos de inmediatos pueblos. Incluso de estar un día apacible, venían en plan de romería familias completas o grupos de amigos que iban acampando en el inmediato comunal, próximo a la iglesia. Tenían a su alcance O Torreiro, donde no faltaban las pulperas, algún servicio de comidas y complementos.

    Durante el día, se iban formando grupos, en una ladera de ese comunal, para jugar al bugallo. Se trataba de lanzar unas seis pequeñas bolitas, del tamaño de aceitunas —semillas de roble—, a una pocilga, sobre tierra descubierta, a una distancia de cuatro o cinco metros. Encajando pares, ganaba el que tiraba. Y apostar dinero, por supuesto. Por la tarde, se animaba la fiesta. Tómbola, fruta y otras atracciones para todas las edades. La banda de música tenía cuerda para que no decayera el baile. Entonces, se permitía el cambio de parejas, que daba motivo para algún «chispazo». Hay celos que matan.

    Ese año, 1950, con motivo de la festividad del patrón san Blas, compartió con los vecinos de nuestra aldea nada menos que el excelentísimo señor don Rafael Ibáñez de Aldecoa, general gobernador militar de la plaza de Vigo, en compañía de su hija y chófer, asistiendo a la misa mayor y procesión, acompañados e invitados por mi hermano, Rafael Sabucedo Fernández —fecha a la que yo no pude asistir—, acontecimiento que suscitó mucha curiosidad entre aquella vecindad. Entonces cumplía mi hermano el servicio militar, como enlace de tal general, en la Capitanía de Vigo.

    En el conjunto del municipio, nos queda la Iglesia de Santa María de Prado de Castrelo de Miño, del siglo xi, con importantes pinturas del siglo xvi, y la barroca de Astaríz. Entre la arquitectura civil o Pazos está la casa Da Capela en Barral, O Casar y a Torre en Vide. El municipio cuenta con un área recreativa de estimado interés. El coto de Novelle, con una altura de ochocientos metros sobre el nivel del mar, desde donde se puede divisar todo su magnífico entorno, incluso algunos montes de Portugal, y a caballo del embalse del río Miño, el embalse de Castrelo, dicho de paso, de muy polémica ocupación, por anegar tierras de la mejor producción vinícola. Hoy, con tal motivo, hay escuela de vela, remo, windsurf y piragüismo, entre otros.

    Historia

    Si vemos la historia, extractando, y según nos la cuentan, en alguna biblioteca, nuestro municipio fue estancia de reyes:

    Alfonso iv de León, fecha 12 de febrero, año 926, él y sus hermanos se repartieron el reino de León, y al hermano mayor Sancho Ordóñez, que contrajo matrimonio con una dama gallega, Gota Núñez, le correspondió el reino de Galicia. Sancho Ordóñez fue ungido como rey de Galicia por Hermenegildo, obispo de Santiago de Compostela y, durante los tres años que duró su reinado, mantuvo buenas relaciones con su hermano, Alfonso iv, quien visitó en varias ocasiones el reino de Galicia.

    La historia de Castrelo de Miño, como otras, es compleja; está ligada a las diferentes órdenes monásticas que pasaron por el monasterio dúplice de Castrellun, la actual Iglesia de Santa María, en el que se sucedieron importantes hechos, y fue enterrado el rey Sancho Ordóñez de Galicia, después de su envenenamiento y a la espera de que sus restos fueran trasladados a León.

    Sancho Ordóñez falleció en el verano del año 929, sin haber dejado descendencia y, a su muerte, el reino se integró en los dominios del reino de León. Decir que la viuda de este monarca, la reina Gota, y, según se desprende de una donación realizada por el rey Ramiro ii de León al monasterio de Castrelo de Miño en el año 947, la reina Gota era en esas fechas abadesa del cenobio.

    ¿Y qué decir, según estudios posteriores, reconociendo como primera reina de España, a doña Urraca? Aquí hay mucha tela para buenas tijeras, y no es mi propósito extenderme en su prolongada lista de muchas acciones. Nos dicen que antes de morir su padre, Alfonso vi, sin herederos varones, la reconoció con todos los derechos de reina, y la prometió en matrimonio cuando apenas tenía seis años, para celebrar la boda probablemente cuando tenía doce, con el conde Guillermo de Borgoña, en el supuesto año de 1093, siendo destinada al reino de Galicia, donde llegó a tener su propia corte.

    Doña Urraca se casaría algunas veces más. Debió ser guapa y de carácter. Fue una reina insólita por sus reiteradas participaciones en revueltas, escaramuzas y venganzas en varios puntos de España. Destacar sus continuados enfrentamientos belicosos —interviniendo su hermana, Teresa de Portugal— con el que después sería el cardenal Gelmírez, defendiendo en especial el monasterio de Castrelo de Miño, ahora Iglesia de Santa María.

    ¿Y de su hijo Alfonso? Se dice que el príncipe fue proclamado, como rey Alfonso vii, de Galicia independiente, en Santiago de Compostela el 17 de septiembre de 1111, bajo promesa, para que después de la coronación fuese llevado a León, a brazos de su madre, comitiva iniciada a mediados de octubre, siendo rechazados en el paso de Viadangos, cerca de Astorga, por orden de su padre, muriendo en la refriega Fernando García y prisionero el conde de Traba, y Gelmírez, a duras penas, pudo escapar con su rey para Galicia. Posteriormente, Gelmírez y nobles de Galicia se sublevaron en contra de este rey, haciéndole prisionero en el monasterio de Castrelo de Miño.

    ¿Urraca? No cabe duda de que era dura de pelar.

    En una de sus muchas demostraciones de carácter, y cuando peor parecían marcharle las cosas, por dos veces, Urraca entró en Santiago de Compostela para prender al obispo, y por dos veces este se escapó […]. Posteriormente, en 1117, firmaron el llamado pacto del Tambre, entre ambos, consolidando el reinado de Alfonso, en Galicia y Castilla. Después de otras continuadas tropelías, Urraca y Gelmírez tuvieron que refugiarse en la torre del palacio episcopal, de Santiago de Compostela, pues los insurrectos habían prendido fuego a la catedral, en busca de venganza.

    Dos buenos peleones.

    Cuando por fin el populacho localizó el escondite de la Reina y Obispo, las reacciones de ambos bastaron para situar a cada uno en el lugar que le corresponde: Gelmírez le arrancó la capa a un pobre vagabundo y escapó embozado, trepando por los tejados de la ciudad, hasta refugiarse en la iglesia de Santa María. Urraca fue violentamente atacada y despojada de sus ropas; pero, aun así, en paños menores, plantó cara a los amotinados y les conminó a que expusieran sus quejas, ayudando con ello a calmar la violenta situación.

    Después de otras continuadas trifulcas, en 1124, con unos veinte años, Alfonso se armó caballero en la Catedral de Santiago, ceremonia que significó la retirada de la escena política de Urraca, para alivio de Gelmírez. La indómita reina castellana falleció en Saldaña el 8 de marzo de 1126, y su hijo heredó sin mayor problema el reino de Castilla y León.

    El priorato de Santa María de Prado

    Símbolo del pueblo. Esto es otro cantar. En este coto, priorato, con su magnífica cercada propiedad, con altos muros de piedra y amplio caserío, fue iniciado, en el año 1217, por, y de dominio del Monasterio de Osera, durante más de quinientos años. Tiene su larga historia, donde han intervenido muchos personajes: obispos, chantres, condes, priores, marqueses, hidalgos, licenciados, caballeros de la Orden de Santiago, escuderos y otros de toda la geografía gallega, entre los que hubo numerosos pleitos. Pleitos que luego proliferaron entre colonos y el propio Monasterio de Osera, hasta la intervención en su día por el Gobierno, de la llamada desamortización de Mendizábal. Aquí queda todo por esclarecer, en tanto no se desclasifique la documentación que sigue a la espera, según me informan.

    Así apareció el Monasterio de Santa María de Osera, en Orense, de la orden Cisterciense, se estima fundado entre 1117 y 1167, y su intensa labor fue de gran impulso, tanto en construcciones de caseríos, casas-fortalezas, bodegas, agrupación y preparación de tierras para nuevas explotaciones por toda Galicia, principalmente en la parroquia de Prado, tanto por varias compras, cesiones y donaciones, que luego aforaban a diversos personajes por tres, cinco y hasta vitalicias generaciones en algunos casos.

    El primer paso: ¿coto y sus entornos, y luego priorato? Parece ser que fue unos de los dominios donde más invirtió, ocupando prácticamente todo el pueblo, del que aparece información sobre el año 1300, mencionando el escrito de fecha 1217, por lo que el abad Lorenzo primero hace referencia a este núcleo y entrega a Pedro Eanes y otros, el monte del Couso, para su roturación y preparación para viña que supuestamente fue la iniciación del priorato.

    Se cita como primer administrador del conjunto de la propiedad del priorato al granjero Santa María de Oliveira, de Rivadavia, se dice que bajo la influencia de la poderosa popular familia de los Sarmientos de aquella Villa. El personaje Sarmiento fue uno de los interesados en obtener propiedades en Prado, procediendo a roturaciones, preparación y plantación de viñas, pero ya sobre el año 1400, cuando el pueblo tenía de dieciséis a veinte vecinos.

    Quedando atrás muchos supuestos, nos pasamos a los aforados, quienes, a su vez, aforaban a terceros en pequeñas parcelas y en las mismas condiciones de tiempo y plazo. A través de las generaciones, según iban heredando, se multiplicó el minifundio consecuentemente numerosos pleitos. El Monasterio de Osera contra los primeros señores por incumplimientos de condiciones, y estos contra colonos, y todos revueltos contra el monasterio, siempre con problemas de juzgados y contenciosos. Por otra parte, eran tan lentas las actuaciones, que los interesados ya no llegaban a saber de los resultados que, dicho sea de paso, en su mayor parte siempre eran favorables a Osera, como era de esperar.

    En estos pleitos de toma y daca, estaban involucrados muchos personajes: obispos, chantres, condes, priores, marqueses, hidalgos, licenciados, escuderos y otros de toda la geografía gallega, extensos de enumerar —aun cuando de alguno hablaré— que intervinieron en la administración de los aforamientos. En su mayor parte, promovidos por los herederos de los señores aforados, justificando algunos haber adquirido propiedades o efectuado construcciones propias que habían añadido a lo aforado y que, pasado el tiempo, reclamaban toda la propiedad como herencia suya, lo que igualmente hacían los herederos de los colonos, por las circunstancias apuntadas.

    Por mencionar pleitos, tengo a la vista el memorial del primer caso del pleito de don Diego Mosquera Sarmiento, caballero de la Orden de Santiago, como marido y conjunta persona de doña Inés de Villamarín y Vaamonde, con el abad y monjes del Monasterio de Osera, detallando el aforamiento en el año 1504 a Pedro Vázquez de Puga y Sancha Bello Mosquera, su mujer, el coto y granja de Prado por sus vidas y por otras tres siguientes, con cargo de doscientos maravedíes de moneda vieja de canon y pensión en cada año literalmente.

    Aquí, en el memorial, quedan más de cien casos por los que se puede conocer toda la geografía del pueblo. En algunos se menciona la pequeña participación del Monasterio de San Rosendo en Celanova, con mención principal a viñas en la Cuqueira, Cal, y derechos de la barca para cruzar el río Miño. Me figuro lo pesado que deber ser todo esto para quien le importe un comino.

    En tal memorial hay mucha tela para cortar y pasarse buenas horas contemplando las argucias políticas en los procedimientos judiciales de entonces, como ahora, los amiguismos de siempre, las injusticias, las venganzas. Cabe todo. Escrito mayormente en latín, figuran apellidos que todavía suenan por el pueblo —algunos de hace más de ochocientos años— y no digamos de la mayor parte de lugares que fueron habitados y explotados.

    Los pagos de los aforamientos se hacían con los propios productos: vino, maíz, castañas, nueces y otros, y excepcionalmente en maravedíes. La preparación del terreno, plantación de viña, árboles frutales, injertos y, en general, toda la agricultura, era planeada y dirigida por los monjes de Osera, así como la elaboración del vino y otras ocupaciones instructivas para los vecinos. Parece ser que, con la llegada de los monjes o personal adecuado para determinados trabajos o la llegada de colonos, se inició la lengua gallega, que se impone en la documentación del monasterio hacia los años 1200-1300. ¿No sería lo que se practicaba en Portugal antes de su independencia?

    Año 1515: Pedro Vázquez de Puga fallece, según consta en su sepulcro de la capilla absidal al lado de los Evangelios de la Iglesia del Convento de Santo Domingo de Rivadavia. Toda la obra de esta capilla fue a cargo de Pedro Vázquez y su mujer, Sancha Bello Mosquera. Sus sepulcros a ambos lados configuran una capilla que es una obra artística excepcional del gótico tardío. El sepulcro de ella lleva las armas de los Vaamonde, los que últimamente vivieron en el priorato y fueron sus principales impulsores, con atención especial al viñedo de la Cuqueira. Sus inmediatos sucesores llevaron todo en precario, del mal en peor, interviniendo el monasterio, produciéndose nuevos e interminables pleitos llenos de turbulencia por los juzgados gallegos, hasta la Chancillería de Valladolid y las propias barbas del rey; interviniendo hasta los descendientes de los condes de los Figueroa, herederos del pazo de Fitiñanes de Cambados, para liarse unos doscientos años y, con ello, la ocupación de Gobiernos en su nueva ley, donde yo lo dejo. Para hurgar en toda la historia, hay que esperar que algún día puedan desclasificar la documentación sobre este particular.

    Venta del coto-priorato

    A la vista, el documento del año: «18 de Mayo de 1.843. Según consta en acta, libro 3.0881j.188», compra don Antonio Villar, médico, vecino de Orense en subasta pública. Sale a la venta por la Junta Superior de Ventas de Bienes Nacionales, todo lo que compone la magnífica granja, compuesta de un monte peñascoso, con algunos castaños y robles, de noventa y ocho ferrados y medio de viñedo y labradío, por importe de treinta y un mil quinientos escudos, rematada el 10 de marzo de ese año y adjudicada por la Junta Superior de Ventas de Bienes Nacionales el l8 del mismo mes, exceptuando la edificación.

    Poco después, aparece otra acta, número doscientos ochenta y seis, del inventario, ya viuda, la mujer de este doctor comprando, por el mismo procedimiento el resto edificable —caserío y sus dependencias— que ocupa unos ochocientos doce metros, «la que habita en buen estado de conservación, marcada en mil ochenta y cuatro escudos que, no habiéndose presentado licitador a las subastas se fue rebajando para adjudicarla en 583 escudos, 334 milésimas».

    En el matrimonio de ese doctor tuvieron cuatro hijos, un varón y tres mujeres, a los que se les trataba de «don». La propiedad, con sus amplios servicios, bien atendida por medio de personal encargado. Así fue pasando el conjunto de esta propiedad del priorato a los herederos de este matrimonio, abuelos de mi abuela Áurea Villar.

    Con las vivencias

    Ahora os cuento: a falta de mi hermano mayor, quedé a la cabeza de los siete hermanos. No comprendo cómo nuestros padres tenían tiempo, para mal atendernos a todos. ¿Cómo se las verían para vestir y calzarnos? Cuando ahora con uno o dos, hay quien dice que le dan mucho que hacer. Nosotros a la mesa llegamos a formar la «sagrada» y completa familia, menos mal que, salvo excepciones —una vez que nos íbamos incorporando—, comíamos todos en una amplia fuente y, para beber, sobraban las dos jarras con agua y vino, por las que bebíamos a morro.

    Según íbamos creciendo, nos íbamos formando unos a los otros. El mayor recibía las primeras instrucciones, los inmediatos ya irían aprendiendo la lección, poniendo cada uno su granito de trabajo. Todos por edades podíamos hacer algo, aportando agua, leña, hasta poder subir al comunal con las cabras y ovejas, y muy pronto al molino, y así ascendiendo hasta los mayores haberes que nos esperaban.

    Desde que empezamos a movernos, recuerdo los primeros chinches que vi en la cama; la preocupación de mi madre, que les «zurraba» de vez en cuando con agua hirviendo, sobre todos los componentes de la cama, nada. Se multiplicaban sobre el entramado de las cuerdas de cáñamo. Para dormir, dos y a veces tres juntos. Uno a los pies, para recibir patadas. Si alguno tiraba de la ropa o se meaba, paro de contarlo.

    Pueblo muy tranquilo, trabajador, solidario y católico —salvo algunas excepciones—. Así fue como empecé por verlo y a entender que, pese al ambiente familiar entre los vecinos, se respetaban por las diferencias económicas de cada cual. Digamos «deferencias sociales», empezando por distinguir al señor tal, por todo lo que representaba, de aquel otro tal, al que ya le entrabas con más confianza. Se respetaba mucho a los mayores.

    Sí, se puede decir que el pueblo vivía principalmente de la producción vinícola, con pequeñas zonas aptas para producir maíz, patatas y otros agrícolas; frutales y forestal, pero el vino era el pan nuestro de cada día. Con mucho trabajo, labradío y forestal, estaban muy atendidas, por la abundante mano de obra familia. Hoy, el 80 % de aquellas plantaciones están abandonadas o mal atendidas. El minifundio sería el primero. La necesidad de viales para acceso a las propiedades con medios mecánicos sería otra, y queda la falta de mano de obra del grupo familiar, que cada día, por otras diversas razones, se están cerrando muchas puertas.

    Está prohibido desde hace años la práctica de la venta a granel que los cosecheros hacían directamente para restaurantes y casas de comidas. Fue una buena y esperada medida, aún solo por higiene. Recuerdo cuando se envasaba en pellejos de cabra y transportados en carromatos tirados por bueyes, hasta que fueron apareciendo los coches y barriles de madera. Ahora se asocian o negocian la venta de uva con las cooperativas o bodegas que van surgiendo. Incluso para añadir a su propia producción para manipularla y presentarla como origen: «¡Viño do Ribeiro!».

    Actualmente, en toda la zona de origen de producción de Viño do Ribeiro, están proliferando algunas buenas plantaciones, con seleccionadas calidades, atendidas mecánicamente con nuevos sistemas. Producto que, una vez elaborado con las mejores técnicas y presentación, está teniendo muy buena acogida en el ambiente de vinos. De todos modos, queda mucho que hacer para agrupar aquel minifundio, quizás generaciones, conscientes de que hay que renovarse o morir. Iniciativa que en su día tomó Cambados, La Guardia, Tomiño y otros, hoy populares con el albariño, adelantándose al entonces estrella, ribeiro.

    De mi primera vivencia, que recuerdo en este mundo, y de la edad que tenía, bien podéis juzgar vosotros, tomándome por un niño, tan niño, como tantos otros niños. Secuelas que te pueden quedar para toda la vida. Algo de lo que debiéramos tratar de evitar, en presencia de los niños. Los que precisamente, muy niños, asimilan muchas cosas, buenas y malas, y hoy como siempre, ¡abundan tantas!

    Sí, lo tengo gravado: me refiero al pacífico vecino José, le estoy viendo. Estaba yo en la plazoleta del lugar, solo, sentado, entretenido con la tierra, cuando oí a José que pronunciaba fuertes palabrotas. Ahora debo suponer que subiendo y bajando a todo lo celestial. Me acerqué al patio donde él estaba y lo veo tambaleándose, con navaja en mano, seguro que cargado de su buen vino o aguardiente, intentando hacer una espicha para el pequeño barril que tenía delante de las piernas, pero luego no acertaba con el agujero, rompiéndolo reiteradamente, con sus tambaleos y desagradables gestos, aumentando las palabrotas, por supuesto, de gordo significado.

    Yo, firme, quieto, temblando, observando lleno de miedo. Mientras, José lo intentaba de nuevo, pero no acertaba, y hasta creo que ya no le quedaban santos que descolgar. Yo me estaba formando un mundo negro, tenebroso. De pronto, rompí a llorar y salí corriendo, llamando a mi madre para decirle que José quería matar a su suegra, la señora Socorro, a la que tenía dentro del barril y teníamos que salvarla. Por un tiempo, tuve a aquella arrugada viejecita, encogida, llorando dentro del barril, que me producía miedo. Estupor. Mi primer recuerdo de esta existencia.

    Este José, casado con Fidelina, tuvo tres niñas —se le murió la mayor—, pero él pronto se fue para Argentina, del que nada se supo hasta pasados unos veinte años, cuando todos lo daban por desaparecido o muerto. Solo las malas lenguas insinuaban que estaría «ligado», con alguna mala mujer y ¡resucitó!, para sorpresa de los vecinos, reclamando a su mujer y a la hija mayor, ya casada. Ni que decir tiene que aceptaron la marcha.

    José no era malo, tampoco era san José. De tonto no tenía nada, según me fui enterando. No estaba de acuerdo con el inventor del trabajo, yo tampoco. Tenían que regular la cosecha de vino y aguardiente, y era lógico saber lo que había en casa probando. Muchos no lo comprendían, yo ahora sí, a mis años. Pobre hombre. Vosotros podéis opinar: por lógica debía ocuparse de la mujer, dos niñas, su suegra de avanzada edad, dos cuñadas deficientes, Celsa e Isolina y, a veces, dos sobrinas de compañía.

    ¿Algo más? Sí, dentro de aquel pequeño patio o espacio, compartido por cuatro vecinos, normal que con frecuencia hubiera algún conato entre los chavales de ambas viviendas, que no eran pocos, y menos mal si no alcanzaba a los mayores y sobraba la deficiente Celsa, para mantener la candela y pedir a Dios y a todos los santos para que evitara salir a aquel avispero familiar con sus largas lenguas, para no comprometerse o hacer lo que hizo aquel José. Pies sobre pólvora. Fue listo.

    ¿Fantasmas? ¡Aviones! Los que nunca habíamos visto. Una clara nuche de verano, correteando, jugando al escondite entre aquellas moradas, nos vimos sorprendidos por el desconocido atronador ruido de aquellos lentos motores, aún a distancia, de tres o cuatro aeroplanos, con luces, surcando el espacio en escuadrilla. Asustados, nos fuimos a refugiar con los mayores, los que también, sorprendidos, salieron para la plazoleta con comentarios, todos desagradables, de miedo, de temor.

    Los más equilibrados suponían que era el preludio de una nueva guerra, mientras que, para otros, incluidas mujeres, despavoridos, anunciaban poco menos que el fin del mundo. Yo —y, como supongo, algún compañero más—, esa noche no dormí. Este fue uno de los primeros avisos de la civilización. La pesadilla me duró muchos días, no podía comprender cómo los hombres podían volar por el espacio, por el cielo, que siempre nos habían dicho que lo de arriba correspondía a Dios.

    El advenimiento de la república: otra grabada fecha por la atención que tuvo la vecina modista Artemia regalándonos, a mi hermano Jesús y a mí, cinturones tejidos con los colores de la bandera republicana. Aquello fardaba, animándonos a decir: «¡Viva la república!» —que no sabíamos lo que quería decir—. Allí, solo algunos, pocos, se expresaban con la confianza de que la mala situación económica mejoraría con este cambio político. Nada. Lamentablemente, nada. Lo que más tarde desembocó en la maldita guerra.

    El alumbrado que teníamos era por medio de petróleo. Para todos los usos. Con él, al menos, nos podíamos ver las caras. El repelente olor se soportaba con normalidad, hasta os diré que me era agradable, familiar. Si te picaba alguna abeja o abejorro, petróleo al canto. Si no te dejaban dormir los chinches, dale con petróleo. Si a alguna perra…, sí, perra, se le ocurría ponerse en celo, salpícale petróleo, no se acercará ningún chulo pretendiente. Como veis, muy fácil solución para muchas necesidades.

    ¿Agua? Sí, había. Cinco o seis estanques por los caminos, en el pueblo. Todos en zonas más bajas que las viviendas que, cuando llovía, en casos, arrastraba filtraciones de las cuadras o de los caminos, para rellenar los estanques, a ras de tierra; donde se iba meter el cántaro, olla o cubo, para el servicio de tomarla de la cocina y lavarse la cara. De ducha no se hablaba y, en extremos, se usaba una tinaja. Para beber en las fuentes, rodilla en tierra y no se discriminaba a nadie, igual que el ganado y perros. En esto había mucha democracia, ¡todos a morro! Y menos mal, tanto la tuberculosis como de verano el tifus eran benévolos, quizás por inmunizados. Feliz ignorancia.

    Viendo a mi nieta Ana, al terminar de poner el apartado anterior, me dice: «Abuelo, ¿y cómo las mujeres lavaban la ropa?». ¡Toma!, tienes razón. De pena, cada uno de esos estanques. Al rebosar, corría para una charca, la que rodeada con algunas piedras, no muy altas. Se arrodillaban detrás, como mejor podían, para ir mojando, enjabonando y golpeando la ropa contra la piedra. Aquella agua siempre tenía un color azul, verdoso. Sucia, revuelta. Se lavaba toda clase de ropa y trapos sucios que te puedas imaginar, al alcance de todos. ¡Qué barbaridad! ¿Y sanidad? ¡Puñetas!, no se conocía.

    Sí, lloré toda una tarde por una navaja, no lo toméis a broma. Fue tan cierto como todo lo que cuento. Para mí, entonces representaba más ilusión que hoy la compra de un coche, más. Observo que a veces los niños se emperran en caprichos que, como ya he comentado, no en todos los casos debemos o podemos complacerlos, pero sopesar hasta dónde podemos evitarlo, para no dejarles esos malos recuerdos, como aún tengo. Se trataba de una navajita que había visto en la tienda, color marrón, empuñadura curvada, corta y arrugada —de juguete—, incómoda para usar. Precio: diez céntimos, un patacón, que no tenía.

    Esa tarde de invierno, lluviosa, fría, melancólica, metido en casa, yo quería hacer algo. Leer no sabía lo que era, y mi afán: cazar y criar pájaros. Decidí por hacer una gayola, trampa para pájaros, pero me hacía falta esa navaja. Me fui derecho a mi madre, que estaba cosiendo, dándole al volante de la máquina y, al parar, al grano.

    —Mamá —le dije—, ¿me das un patacón para comprar una navaja?

    —Bueno, ¡sácate de ahí! —Y vuelta al manubrio; yo retrocedo, llorando.

    Al poco rato, que para con el ventilador, me acerco, poco decidido, con temor de oír lo mismo, e insisto:

    —Mamá, que me hace falta…

    —¿Quieres dejarme en paz?

    —¡NO!...

    —Ya te lo he dicho, ¡fuera! —Vuelta atrás y a llorar. Aún aproveché otro momento en su descanso, y a la carga, pero esta respuesta ya no la cuento. ¡Me quedé sin la navaja!

    A poco de proclamarse la república, autorizaron a dos vecinos canteros del pueblo, Leovigildo y Eloy, para tapiar el legendario estanque, haciendo seguir el agua, protegida, hasta donde hicieron una acondicionada fuente y apropiado lavadero, dando fin a una larga convivencia familiar, separando a los animales de beber en común con las personas. Y, para colmo, estos últimos años, donde se fueron aplicando buenos servicios para los ciudadanos, estos últimos fueron desapareciendo, para quedar muchos de estos lugares sin vecinos.

    De sanidad ni se comentaba. Algunos se iban muriendo porque, al no saber de su enfermedad, todo parecía normal. Pero había su parte buena, la ignorancia, como aquello de «ojos que no ven, corazón que no siente». Otra buena: la excepción de unas mujeres que, si coincidían en el lavadero, cruzaban toda clase de comentarios, cuando no se tiraban de los pelos. Sacaban las lenguas a pacer. Era nuestro cine, un medio de comunicación social, de chismorreo. Digamos, como enterarse de las noticias del día por la prensa de la mañana. Le daban un repaso al vecindario, lo que algo distraía a todos, para comentar incluso en las largas noches, entre los vecinos, y muy felices.

    Era yo un muy joven. Viniendo por aquellas Corredoiras, me paró el vecino Antonio el cojo, quien estaba labrando con dos más en una viña y me dice:

    —Chaval, ¿nos quieres ir por un macillo a la tienda?

    —¡Bueno!

    Me fui corriendo en la bicicleta de dos piernas. Al regreso, abrieron aquel mataquintos —del peor tabaco conocido—. Se pusieron a fumar, obsequiándome con un cigarrillo de propina, que me pusieron en la boca encendido, y a coro me decían: «¡Chupa rapaz!». Cuanto más tosía, más me apuraban. Y, cuando ya debía salirme el humo por los ojos o no me tenía en pie, lo fui a pasar mal a casa. Esta cuenta la tengo pendiente para que, cuando llegue allá, presentársela. Abusones.

    Un día me acercaba yo, de pantalón corto, al lavadero, cuando una vecina se despachaba con otra —las que me reservo—, dando rienda suelta, sin pudor:

    —Sí, pero Fulanita es una puta, se lo da a quien quiera y ahí la tienes tan fresca. Claro que como se confiesa con frecuencia, entenderá que eso es como lavar una braga… que todo queda como estaba… ¿Se lo contará al cura para quedar libre de pecado? Ja, ja, ja.

    —Sí —dice la otra—, pues quién te dice que el propio cura…

    En esto que me vieron acercarme y metieron el freno. Aquí muy bien podíamos aplicar aquello de «hablar antes de que hablen». A la vez que iban a lavar, desnudaban al primero que se descuidara.

    Curioso. Si por aquello de «mírame y no me toques», daban pie para enfrentarse entre las pocas que había, de afiladas lenguas, para emprender un espectáculo al que los chavales acudíamos con entusiasmo, donde siempre aprendíamos algunas cosas nuevas. No se respetaba nada. Su griterío se oía en todo el lugar, dando rienda suelta a todo el vocabulario, a cada cual más mordiente, de tú a tú, usando las más extremadas perrerías. A los dos días, sin lavar las lenguas, igual las encontrabas en animada conversación, como si nada hubiera pasado, dispuestas a ser las primeras, eso sí, en ayudar donde hiciera falta.

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