Autobiografía de Rubén Darío
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Rubén Darío
Rubén Darío (1867-1916) was a Nicaraguan poet. Following his parents’ separation, he was raised in the city of León by Félix and Bernarda Ramirez, his maternal aunt and uncle. In 1879, after years of hardship following the death of Félix, Darío was sent to a Jesuit school, where he began writing poetry. He found publication in El Termómetro and El Ensayo, a popular daily and a local literary magazine, and was recognized as a promising young writer. Darío soon gained a reputation for his liberal politics and was denied an opportunity to study in Europe due to his opposition of the Catholic Church. In 1882, he travelled to El Salvador, where he studied French poetry with Francisco Gavidia and sharpened his sense of traditional poetic forms. Back in Nicaragua, he suffered from financial hardship and poor health while attempting to broaden his style through experimentation with new poetic forms. In 1886, he traveled to Chile, where he published his masterpiece Azul… (1888), a groundbreaking blend of poetry and prose that helped define and distinguish Hispanic Modernism. The success of Azul… enabled Darío to find work as a correspondent for La Nación, a popular periodical based in Buenos Aires. He travelled widely throughout his career, working as a journalist and ambassador in Argentina, France, and Spain. Darío continued to write and publish poetry, courting controversy with a series of poems written on Theodore Roosevelt and the United States which displayed his inconsistent political position on the impact of American imperialism on Latin America. Towards the end of his life, suffering from advanced alcoholism, Darío returned to his native city of León, where he was buried after a lengthy funeral at the Cathedral of the Assumption of Mary.
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Autobiografía de Rubén Darío - Rubén Darío
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Créditos
Título original: La vida de Rubén Darío escrita por él mismo.
© 2015, Red ediciones S.L.
e-mail: info@red-ediciones.com
Diseño de cubierta: Mario Eskenazi.
ISBN rústica: 978-84-607-7858-5.
ISBN cartoné: 978-84-9953-713-9.
ISBN ebook: 978-84-9816-909-6.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Presentación 11
La vida 11
El poeta 11
El diplomático 12
El panorama 13
I 15
II 15
III 18
IV 19
V 19
VI 22
VII 23
VIII 24
IX 25
X 26
XI 30
XII 32
XIII 34
XIV 36
XV 38
XVI 41
XVII 42
XVIII 45
XIX 48
XX 51
XXI 52
XXII 53
XXIII 54
XXIV 57
XXV 57
XXVI 59
XXVII 60
XXVIII 62
XXIX 63
XXX 64
XXXI 66
XXXII 68
XXXIII 69
XXXIV 71
XXXV 72
XXXVI 73
XXXVII 74
XXXVIII 76
XXXIX 78
XL 79
XLI 82
XLII 83
XLIII 84
XLIV 86
XLV 87
XLVI 88
XLVII 89
XLVIII. Anverso 90
Reverso 90
XLIX 92
L 93
LI 94
LII 97
LIII 97
LIV 98
LV 99
LVI 101
LVII 101
LVIII 102
LIX 103
LX 104
LXI 107
LXII 109
LXIII 111
LXIV 113
LXV 114
LXVI 116
Posdata, en España 116
Libros a la carta 121
Presentación
La vida
García Sarmiento, Felix Rubén (Rubén Darío) (San Pedro de Metapa, 1867-1916), Nicaragua.
Era hijo de Manuel García y Rosa Sarmiento; nació el 18 de enero de 1867. En 1881 escribió artículos para el periódico político La Verdad y poco después se fue a El Salvador y dio clases de gramática.
Regresó a Nicaragua en 1883 y hacia 1890 se casó en El Salvador con Rafaela Contreras, con la que tuvo un hijo, Rubén Darío Contreras. Ésta murió en 1893 y ese mismo año se casó con Rosario Murillo.
En 1892 Darío viajó a España, en nombre del gobierno de Nicaragua, para la celebración del 400 aniversario de la conquista de América. Un año más tarde, en 1893, empezó su carrera como diplomático en América y Europa y conoció en Madrid a Francisca Sánchez, quien fue por mucho tiempo su inspiración.
Durante años recorrió Europa enviado por el periódico La Nación. Volvió a Nicaragua en 1907 y fue recibido con honores y nombrado ministro residente en España. Vivió otra vez en Europa hasta 1915, año en que regresó a América invitado por el presidente de Guatemala.
Murió el 6 febrero de 1916 en Nicaragua.
El poeta
Esta autobiografía, de la que hoy no se encuentran ediciones, destaca por su sinceridad y simpatía. Darío es casi coloquial, sarcástico, franco a la hora de mostrar las fronteras entre sus compromisos políticos con unas repúblicas endebles y su vehemencia literaria. El autor no duda en contarnos anécdotas hilarantes sobre políticos y artistas. Al principio del libro sorprende el interés de los políticos de su tierra por su precocidad literaria que evidencia ese clásico matrimonio entre saber y poder que ha hecho a más de un poeta refinado y racional, miembro del cuerpo diplomático de una nación o figura pública aupada o atacada por el gobierno. Darío lo cuenta del modo siguiente:
Era presidente (...) un anciano granadino, calvo, conservador, rico y religioso, llamado don Pedro Joaquín Chamorro. Yo estaba protegido por miembros del Congreso pertenecientes al partido liberal, y es claro que en mis poesías y versos ardía el más violento, desenfadado y crudo liberalismo. Entre otras cosas se publicó cierto malhadado soneto que acababa así, si la memoria me es fiel:
El Papa rompe con furor su tiara
sobre el trono del regio Vaticano.
Presentaron los diputados amigos una moción al Congreso para que yo fuese enviado a Europa a educarme por cuenta de la nación. El decreto, con algunas enmiendas, fue sometido a la aprobación del presidente. En esos días se dio una fiesta en el palacio presidencial, a la cual fui invitado, como un número curioso, para alegrar con mis versos los oídos de los asistentes. Llego y, tras las músicas de la banda militar, se me pide que recite. Extraje de mi bolsillo una larga serie de décimas, todas ellas rojas de radicalismo antirreligioso, detonantes, posiblemente ateas, y que causaron un efecto de todos los diablos. Al concluir, entre escasos aplausos de mis amigos, oí los murmullos de los graves senadores, y vi moverse desoladamente la cabeza del presidente Chamorro. Éste me llamó, y, poniéndome la mano en un hombro, me dijo, más o menos:
—Hijo mío, si así escribes ahora contra la religión de tus padres y de tu patria, ¿qué será si te vas a Europa a aprender cosas peores?
El diplomático
Son numerosos los personajes célebres que Darío cita en estas páginas. Desde figuras del independentismo latinoamericano como José Martí hasta, conservadores como Juan Valera, con quien, pese a las discrepancias políticas, tuvo una cercana amistad literaria.
Uno de mis mejores amigos fue don Juan Valera, quien ya se había ocupado largamente en sus Cartas americanas de mi libro Azul, publicado en Chile. Ya estaba retirado de su vida diplomática; pero su casa era la del más selecto espíritu español de su tiempo, la del «tesorero de la lengua castellana», como le ha llamado el conde de las Navas, una de las más finas amistades que conservo desde entonces. Me invitó don Juan a sus reuniones de los viernes, en donde me hice de excelentes conocimientos: el duque de Almenara Alta, don Narciso Campillo y otros cuantos que ya no recuerdo. El duque de Almenara era un noble de letras, buen gustador de clásicas páginas; y por su parte, dejó algunas amenas y plausibles. Campillo, que era catedrático y hombre aferrado a sus tradicionales principios, tuvo por mí simpatías, a pesar de mis demostraciones revolucionarias. Era conversador de arranques y ocurrencias graciosísimas, y contaba con especial donaire cuentos picantes y verdes.
El panorama
Esta autobiografía es un testimonio casi confesional y un lúcido panorama de la vida cultural de finales del siglo XIX y principios del XX. Época en que se fraguan los cimientos de los Estados Unidos, Latinoamérica y la Europa contemporánea.
I
Tengo más años, desde hace cuatro, que los que exige Benvenuto para la empresa. Así doy comienzo a estos apuntamientos que más tarde han de desenvolverse mayor y más detalladamente.
En la catedral de León, de Nicaragua, en la América Central, se encuentra la fe de bautismo de Félix Rubén, hijo legítimo de Manuel García y Rosa Sarmiento. En realidad, mi nombre debía ser Félix Rubén García Sarmiento. ¿Cómo llegó a usarse en mi familia el apellido Darío? Según lo que algunos ancianos de aquella ciudad de mi infancia me han referido, mi tatarabuelo tenía por nombre Darío. En la pequeña población conocíale todo el mundo por don Darío; a sus hijos e hijas por los Daríos, las Daríos. Fue así desapareciendo el primer apellido, a punto de que mi bisabuela paterna firmaba ya Rita Darío; y ello convertido en patronímico llegó a adquirir valor legal, pues mi padre, que era comerciante, realizó todos sus negocios ya con el nombre de Manuel Darío; y en la catedral a que me he referido, en los cuadros donados por mi tía doña Rita Darío de Alvarado, se ve escrito su nombre de tal manera.
El matrimonio de Manuel García —diré mejor de Manuel Darío— y Rosa Sarmiento, fue un matrimonio de conveniencia, hecho por la familia. Así no es de extrañar que a los ocho meses más o menos de esa unión forzada y sin efecto, viniese la separación. Un mes después nacía yo en un pueblecito, o más bien aldea, de la provincia, o como allá se dice, departamento, de la Nueva Segovia, llamado antaño Chocoyos y hoy Metapa.
II
Mi primer recuerdo —debo haber sido a la sazón muy niño, pues se me cargaba a horcajadas, en los cadriles, como se usa por aquellas tierras— es el de un país montañoso: un villorrio llamado San Marcos de Colón, en tierras de Honduras, por la frontera nicaragüense; una señora delgada, de vivos y brillantes ojos negros —¿negros?... no lo puedo afirmar seguramente..., mas así lo veo ahora en mi vago y como ensoñado recuerdo— blanca, de tupidos cabellos oscuros, alerta, risueña, bella. Esa era mi madre. La acompañaba una criada india, y le enviaba de su quinta legumbres y frutas, un viejo compadre gordo, que era nombrado «el compadre Guillén». La casa era primitiva, pobre, sin ladrillos, en pleno campo. Un día yo me perdí. Se me buscó por todas partes; hasta el compadre Guillén montó en su mula. Se me encontró, por fin, lejos de la casa, tras unos matorrales, debajo de las ubres de una vaca, entre mucho ganado que mascaba el jugo del yogol, fruto mucilaginoso y pegajoso que da una palmera y del cual se saca aceite en molinos de piedra como los de España. Dan a las vacas el fruto, cuyo hueso dejan limpio y seco, y así producen leche que se distingue por su exquisito sabor. Se me sacó de mi bucólico refugio, se me dio unas cuantas nalgadas y aquí mi recuerdo de esa edad desaparece, como una vista de cinematógrafo.
Mi segundo recuerdo de edad verdaderamente infantil es el de unos fuegos artificiales, en la plaza de la iglesia del Calvario, en León. Me cargaba en sus brazos una fiel y excelente mulata, la Serapia. Yo estaba ya en poder de mi tía abuela materna, doña Bernarda Sarmiento de Ramírez, cuyo marido había ido a buscarme a Honduras. Era él un militar bravo y patriota, de los unionistas de Centroamérica, con el famoso caudillo general Máximo Jerez, y de quien habla en sus Memorias el filibustero yanqui William Walker. Le recuerdo: hombre alto, buen jinete, algo moreno, de barbas muy negras. Le llamaban «el bocón», seguramente por su gran boca. Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia. Dios le haya dado un buen sitio en alguno de sus paraísos. Yo me criaba como hijo del coronel Ramírez y de su esposa doña Bernarda. Cuando tuve uso de razón, no sabía otra cosa. La imagen de mi madre se había borrado por completo de mi memoria. En mis libros de primeras letras, alguno de los cuales he podido encontrar en mi último viaje a Nicaragua, se leía la conocida inscripción:
Si este libro se perdiese,
Como suele suceder,
Suplico al que me lo hallase
Me lo sepa devolver.
Y si no sabe mi nombre
aquí se lo voy a poner:
Félix Rubén Ramírez
El coronel se llamaba Félix, y me dieron su nombre en el bautismo. Fue mi padrino el citado general Jerez, célebre como hombre político y militar, que murió de ministro en Washington, y cuya estatua se encuentra en el parque de León.
Fui algo niño prodigio. A los tres años sabía leer, según se me ha contado. El coronel Ramírez murió y mi educación quedó únicamente a cargo de mi tía abuela. Fue mermando el bienestar de la viuda y llegó la escasez, si no la pobreza. La casa era una vieja construcción, a la manera colonial; cuartos seguidos, un largo corredor, un patio con su pozo y árboles. Rememoro un gran «jícaro», bajo cuyas ramas leía; y un granado, que aún existe; y otro árbol que da unas flores de un perfume que yo llamaría oriental si no fuese de aquel pródigo trópico y que se llaman «mapolas».
La casa era para mí temerosa por las noches. Anidaban lechuzas en los aleros. Me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos, los dos únicos sirvientes: la Serapia y el indio Goyo. Vivía aún la madre de mi tía abuela, una anciana, toda blanca por los años, y atacada de un temblor continuo. Ella también me infundía miedos, me hablaba de un fraile sin cabeza, de una mano peluda, que perseguía, como una