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El misterio de los simples
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Libro electrónico583 páginas9 horas

El misterio de los simples

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Una apasionante reflexión sobre la condición humana en tiempos convulsos de la mano del Hermano Gregorio, monje de la casa de Cluny.

La tergiversación de un antiguo códice griego, De materia médica, puede socavar la naciente visión de un mundo dominado por la fe. El hermano Gregorio será el encargado de desentrañar el misterioso destino del códice y de aquellos asociados con su oscura trama.

Sus indagaciones le llevarán por un territorio geográfico de fronteras difusas en perpetua remodelación y lleno de peligros, en el cual solo se aventuraban los hombres de acción, los locos, los fanáticos y otros seres fantásticos. La realidad de las diferentes confluencias intelectuales y espirituales predominantes en la época y las antiguas cadenas de transmisión de conocimientos transformarán su inicial misión en otra de conocimiento y búsqueda personal.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 oct 2019
ISBN9788417856618
El misterio de los simples

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    El misterio de los simples - José Felipe Dolz

    Nota preliminar

    Este libro no es original y es una pena ya que, a ratos, parece entretenido. La realidad, sin embargo, nos acerca más a lo cotidiano y desmiente cualquier atisbo de novedad en el mismo. El lector encontrará, en un marco aparentemente histórico, un conjunto de frases e ideas más o menos comunes hilvanadas a pasajes, algunos parafraseados y otros descaradamente copiados, de obras diversas. Aquellas partes del libro no directamente transcritas o duplicadas las ha entresacado el autor, al azar, de conversaciones con amigos y conocidos. Quizá, pues, sea una obra pseudoepigráfica. Aunque quisiera ser agradecido, el escritor ha olvidado, con el paso del tiempo, las fuentes precisas que ha utilizado y las confunde de tal manera que resultan inútiles. La memoria, a su vez, juega sus malas pasadas hasta tal punto que, dejado transcurrir el tiempo oportuno, y ha transcurrido mucho desde que se esbozaron las primeras líneas de este libro, piensa el autor que la mayoría de lo escrito ha sido creación propia y cree poder identificar claramente su mano e influjo en el mismo. ¡Desengañémonos!, es tan solo un ardid de la memoria. Otros han advertido al escritor y han dicho que sí, es ardid, pero no de la memoria, sino del demonio que en su juego réprobo trata de insuflarnos la vanidad. Una antigua chanza nos recuerda que la gallina a la que se le pone un huevo de pato y lo incuba, cree que el patito es suyo porque la sigue a todas partes. No sabemos si las gallinas tendrán cariño a sus polluelos. Aun si lo tuvieren, no dejaría el patito de ser pato. El autor ha cogido cariño al libro, aunque es solo cuestión de tiempo para que salga el pato.

    En la época en que transcurre esta historia, el territorio geográfico que hoy conocemos por España parecía un mapa craquelado a punto de quebrarse. Provincias, condados, estados, principados y reinos se entremezclaban y delimitaban fronteras difusas en perpetua remodelación. El espejo que fue el califato de Córdoba, integrador de gentes y genios, artes y oficios, culturas y devociones, que había destellado y maravillado al resto del mundo civilizado durante varios siglos, había perdido su lustre y dejaba ver ya claras fisuras en su continuidad. Este espejo reflejaba ahora imágenes de calidoscopio que se imitaban unas a otras constantemente, en un aparente juego creador, inevitablemente destinadas a repetirse en su confinamiento. Gentes de todas partes quedaban todavía encandiladas por este resplandor, despliegue de belleza crepuscular, y acudían atraídas por la ilusión desde lejanos reinos y estados. Por su parte, la población del país, ascua chisporroteante de tan magnífica hoguera, simplemente trataba de sobrevivir, maravillada, atónita ante el revuelo.

    Las tierras o reinos del oeste, tal y como se conocía a este conglomerado de Estados, se agrupaban bajo dos bloques desiguales: la civilizada al-Ándalus, predominantemente musulmana, que ocupaba la mayoría del territorio; y los reinos o territorios cristianos, limitados a una estrecha franja al norte de la península. Entre ambos una frontera imaginaria llamada del norte que, en ocasiones, llegaba a constituir una entidad en sí misma donde la vida era especialmente difícil y precaria. Era una tierra constantemente asolada por las guerras, de clima duro y llena de peligros, en la cual solo se aventuraban los hombres de acción, los locos, los fanáticos y otros seres fantásticos.

    En este conjunto de territorios compartían plaza, alegrías y penas los árabes, que en su día constituyeron la élite minoritaria del país y, ahora, eran simplemente minoría; los bereberes, mayoría del contingente de las tropas que siglos atrás iniciaron la aventura del norte, recientemente reforzados a través de los reclutamientos de gentes de Ibn Abi Amir en la ribera mediterránea de África, donde empezaba a brotar la semilla almorávide; la población local, cristiana desde hacía varios siglos —cristianos en el norte, mozárabes en el sur y conversos o muladíes según las circunstancias y avatares de la vida— y acostumbrada, a fuerza de repetirse, a integrar a las gentes atraídas a este deseado rincón del mundo; los judíos que en su diáspora, y tras superar las miserias del periodo godo, hicieron de Sefarad una nueva tierra prometida que vio florecer comercio, cultura y poder político hasta convertirla en un país con reminiscencias míticas aun hoy en día; y, en fin, los esclavos eslavos, cautivos de mil batallas que, liberados o como favoritos de nobles, califas, reyes y príncipes, empezaban a ocupar o a ejercer su influencia en las posiciones de poder.

    Las tres culturas de la península, si acaso pudiéramos denominar así las diferentes confluencias intelectuales y espirituales predominantes —a expensas de una más interesante realidad que escapa límites y definiciones, verdadero germen de una utópica, pero posible, universalidad que aún hoy nos atrae— se podían entender entre ellas porque las tres eran fundamentalmente religiosas. Más aún, las tres eran religiones reveladas, esto es, basadas en un libro cuya interpretación era el núcleo de su fe. Además, algunas tradiciones, prácticas e incluso personas de sus respectivas creencias eran comunes. Una de las tareas intelectuales y literarias básicas de las tres era la exégesis de las Escrituras, el reexamen del trabajo de exegetas anteriores y la elaboración de tratados de catequesis y de ética. Por esos tiempos se debatían grandes disquisiciones intelectuales. En el mundo cristiano, griegos y latinos discutían acaloradamente sobre la Santísima Trinidad. En concreto, se debatía la naturaleza del Espíritu Santo en lo que se llegó a conocer como filioque, o problema de la procedencia, dado que los latinos opinaban que el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo, frente a los griegos que consideraban que procedía tan solo del Padre. Este debate llevaría a la escisión de la Iglesia cristiana y a la creación de la Iglesia ortodoxa de Bizancio o de Oriente. Más cercano, aunque de igual contenido, era el debate sobre la ortodoxia del rito mozárabe, que cuestionada ya anteriormente por su supuesta creencia en el carácter de Jesucristo como hijo adoptivo de Dios, volvió a resurgir en esta época y terminó por forzar la desaparición de dicho rito a favor del nuevo rito romano. En el islam, el debate entre sunitas y chiitas, iniciado poco después de la muerte del profeta, continuaba y dio origen, a finales de la época en cuestión, a grupos radicales y extremistas. Quizá más interesante para esta obra fue el arraigamiento de la escuela de pensamiento malequita en el norte de África de la que, con el tiempo, habrían de surgir los almorávides que entraron en la península. En el judaísmo, el debate y la polémica enfrentaba a caraítas y rabinistas, según la interpretación literal o exegética de la Torá que defendieran. Los ritos se adaptaban a los nuevos tiempos y condiciones. Los de al-Ándalus seguían el antiguo rito del rabino gaon Saadia ben Yoseph, y los de las zonas cristianas el rito del rabino gaon Amram ben Sheshna. Los judíos de Sefarad empezaban a desplazar sus consultas de los rabinos de las tradicionales academias de Oriente —Bagdad, Pumbedita y Sura— a los de al-Ándalus y retoman con particular dedicación y entusiasmo los estudios herméticos y de la cábala.

    Al tiempo, se producía una convergencia de voces que unía lo pasado con el presente; lo cercano con lo lejano; la tradición con la renovación. El árabe de al-Ándalus dominaba y enriquecía el lenguaje más allá de sus fronteras. El hebreo se reforzaba y llegaba a su esplendor influido por el conocimiento de la gramática árabe. Donde el latín persistía, se flexibilizaba para dar paso a un hablar más cercano al pueblo. Y esta fluidez generaba una inconsciente tolerancia necesaria para la convivencia y permitió que surgieran una serie de voces mixtas: mozárabe, andalusí, sefardí y romance, entre otras, que en su diversidad unía vecinos, ciudades y estados. Voces que facilitaban la transmisión de ideas, conocimientos y tradiciones. Las propias grafías de estas lenguas confluían aljamiadas y salpimentaban con sus elegantes trazos cartularios, pergaminos y libros.

    Quizás ninguna de estas situaciones, condiciones o polémicas, únicos vestigios que la historia nos permite recordar fuera de contexto, influyera en los personajes y escenarios de esta narración, acuciados por preocupaciones cotidianas más perentorias: el frío o la falta de lluvias, el hambre o las enfermedades, sus pequeñas ilusiones o sus grandes desesperanzas. Fuese como fuera, tales son los tiempos y circunstancias en que transcurre parte de las vidas de los personajes que, sin ellos sospecharlo, y lógicamente sin su consentimiento, sirve de excusa para este relato.

    El autor

    «La finalidad de la vida humana es el conocimiento tanto de uno mismo como de todas las cosas».

    La fuente de la vida,

    ibn Gabirol

    «La única otra explicación es que el autor fuera un imbécil simplón, analfabeto en aritmética, astronomía, geografía y teología y no reflexionase sus escritos».

    Tratado de mentiras y contradicciones,

    ibn Hazm

    «Ahora rezad escuchándome, pueblo mío; atendedme, oh, simples; haceos sabios a través del poder de Dios».

    4Q185,

    texto qumránico

    I

    Los buenos pronósticos para el viaje se habían desbaratado por el repentino temporal que azotaba la serranía a destiempo. El grueso capote en que venía envuelto el viajero apenas había conseguido mitigar el intenso frío. El paso por el alto de Frías le había dejado exhausto. El viento glacial, áspero, brutal, hostigaba el collado sin posibilidad de resguardo. En la cima del puerto le había invadido una agradable sensación de abandono, de adormecimiento, vencido ya en su lucha contra la gélida ventisca. Los labios se le habían entumecido hasta el punto de no poder moverlos. Pensaba que si tuviera que hablar no podría emitir más que palabras sueltas, inconexas; que sus frases serían una retahíla de sonidos inarticulados. Sus piernas se balanceaban inertes al compás de la cabalgadura y apenas las sentía si no fuera por un ligero hormigueo casi imperceptible. La desazón se había extendido por todo su cuerpo. Encogido, trataba de refrenar el súbito temblor que le había sobrevenido y a duras penas le permitía mantenerse sobre la mula. De su cuerpo estremecido llegó incluso a desaparecer la sensación de angustia física. Sintió entonces más el desamparo y la desolación que le embargaban por haber emprendido el comprometido viaje, que el propio frío que le entumecía.

    —¡Y este camino tan tortuoso! ¿Por qué no descansar aquí mismo? —discurría, confuso—. Parece que empiezo a sentirme mejor. Seguro que parar un rato me ayudará a reponer fuerzas. Además, no se ven más que ramblas y barrancos peligrosísimos por todas partes. Ni siquiera una mala trocha.

    Impotente ante el esfuerzo de cualquier acción, se abandonó, aturdido, a la suerte que el destino quisiera depararle. Aparentemente indiferente a los rigores del tiempo y al duro terreno, la acémila se mostraba tenaz, constante, y proseguía su camino, resignada. Con paso seguro atacó una barranquera, de aspecto inaccesible, en busca del río. Bajó hacia el valle por estrechas veredas que sorteaban congostos y barrancos de profundos precipicios. Lentamente dejaba atrás los altos de la sierra. A medida que el quebrado terreno se suavizaba, los pinos, arracimados ya en grupos cada vez más densos, retenían el fuerte viento y ofrecían abrigo contra las inclemencias.

    Arregló el jinete su capote al sentir que el cuerpo despabilaba y el frío volvía a percibirse real, sobrepuesto ya de la sensación de letargo. Los pensamientos quejosos de desvalimiento que le habían aturrullado antes de abotagarse se difuminaban, se replegaban en buen orden a oscuros recovecos de su mente para, algún día, volver a imponerse en un momento de desaliento. Cedían paso ahora a una arrolladora realidad, vital y activa. La ciudad estaba cerca. El esfuerzo de la acción física ya no se presentía sobrehumano. Paulatinamente, como en una rutina ancestral imbuida por un instinto animal, forzó pequeños movimientos hasta recuperar el control del cuerpo. Bajó de la mula ya cerca del río, donde el camino se hacía más practicable. El recorrido a pie terminó de reanimarle. Superados los momentos de flaqueza, subió la última empinada cuesta de entrada a la medina con el espíritu sobrecogido de alegría.

    Entró a la ciudad por el Portal de Molina. Al traspasarlo dio gracias a Dios por no haber encontrado, fuera de lo impetuoso del tiempo, otros inconvenientes mayores por el camino. Cuántas advertencias no le habían hecho, en vísperas de su partida, sobre los peligros del trayecto. Cuántas historias no había oído él sobre las almas perdidas que, forzadas por los avatares de los tiempos unas veces o guiadas por los más ruines ideales otras, se habían echado al monte a vivir del saqueo y del bandidaje. No había misericordia en las andanzas de estas gentes de mala calaña. Malandrines, golfines y monfíes desdeñaban toda creencia y, perdida su fe, formaban cuadrillas sanguinarias obedientes solo a las fuerzas del mal. Estos fieros salteadores compartían la sierra con aventureros de paso y con hombres santos que hacían de la privación virtud. Tanto rigor derivaba a menudo en demencia. No estaban, pues, los caminantes a salvo de sustos provocados por huidizos anacoretas ascéticos o, peor aún, a salvo de encuentros con penitentes pertinaces que pretendían hacer de su disciplina un bien universal al que todos debían someterse. Con tanto santón y malhechor por estas sierras no era sino milagro no haber tenido encuentro alguno.

    Siguió camino por una callejuela estrecha hasta alcanzar una especie de plaza en construcción, pequeña e irregular. Una cuadrilla de jornaleros rellenaba un barranco para crear una explanada de suelo firme. Hasta hacía poco esta hendidura del terreno servía de foso a la muralla de la ciudad y la dividía en dos barrios de penosa comunicación. A fuerza de piedras y tierra habían cegado la brecha y se prefiguraba ya la estructura de la plazuela.

    Las casas de la parte norte parecían trepar la ladera del monte agarradas difícilmente a las peñas. Se adivinaban pobres. Construcciones que aprovechaban la escarpada roca y ofrecían una fachada de argamasa orientada hacia el sol y dos gruesos muros, de piedra toscamente tallada o de mortero, que cerraban la casa por los lados. Las traviesas del techo eran burdos troncos de los abundantes pinos de la sierra. Insertados en la propia roca, se proyectaban enristrados para reposar en lo alto del paramento principal. Servían de base a la alcatifa o broza de relleno sobre las que descansaban las tejas. La puerta de entrada era baja, pequeña. El interior de la vivienda, dividida por tabiques y mamparas, daba cobijo tanto a personas como a animales.

    Al otro lado de la plazuela, más hacia el sur, las casas se asentaban en la explanada de la cima de la muela. Se levantaban aquí más rotundas en una incierta armonía de estilos. Predominaba en ellas el sillar bien canteado y la piedra seca. En las fachadas alternaban salidizos, galerías, balconadas y un sinnúmero de variadas celosías. En el interior, los espacios eran más amplios y personas y animales estaban claramente separados.

    Arrastrado por el ir y venir de las gentes, callejeó sin saber dónde iba. Tanto trasiego parecía quizá excesivo para la magnitud de la obra en la plaza. Pronto reparó, sin embargo, que había otras edificaciones en construcción. En una de las explanadas de la muela se alzaba una casa o palacio de grandes dimensiones construido en sillar ricamente labrado. Aunque parecía prácticamente terminado, el sinfín de andamios que la recubrían, las numerosas poleas y garruchas en la parte alta del edificio y el bullicioso manobre acampado alrededor del mismo sugería lo contrario.

    Pidió razón de la obra a un soguero que se apresuraba a recoger sus útiles, pero este no supo responderle. Prosiguió sus inquisiciones hasta dar con el maestro de obras que departía animadamente con un grupo de pedreros. El alarife vestía una simple marlota cobriza y se mostró en extremo cortés y afable. Le indicó que se trataba de una casa para la acogida de enfermos, de un hospital. Hombre en extremo perceptivo, advirtió el cansancio del viajero y se ofreció a darle toda suerte de detalles al día siguiente, una vez se hubiese repuesto de las fatigas del viaje.

    Erminia, la vieja ama que servía en la iglesia de Shantamariya, acertó a encontrar al agotado viajero entre la muchedumbre. Por una estrecha calleja, empedrada solo a trozos con grandes lajas, le guio hasta la casa del obispo. Ató la mula a la argolla de la entrada y le acompañó al interior.

    —Hermano Gregorio, ya creíamos que no vendría. ¡Con este frío!

    En el hogar unas aliagas recién echadas reavivaban el fuego que calentaba la comida. Al calor de las flamantes llamas, recobró el ser. El ama tomó un cazo del caldero y se lo ofreció.

    —Tome, esto le asentará el cuerpo.

    Gloria Deo in coelo. Gloria mulier senes in terra. Sapidum pulmento qui calefaceret corpus meum.¹

    —Amén.

    Miró el recién llegado a su alrededor. La sala era bastante acogedora. El hogar, núcleo alrededor del cual giraba la vida en la estancia, ocupaba el centro del aposento. De una de las viguetas de madera del techo, sostenido por una gruesa cadena, colgaba un caldero renegrido por el tiempo y el humo de las brasas. Dos sillas de enea y varias banquetas mal encuadradas estaban dispuestas, sin orden alguno, alrededor del fogón. Al fondo, sobre una mesa de madera toscamente tallada, un par de platos de barro y una jarra. En la pared destacaba la alacena con viandas que hacía las veces de fresquera. En el estante del tabique opuesto, cacharros de cobre y latón, y ya en el rincón, un candil. En el suelo dos vasijas, una de agua y otra de frito.

    Reconfortado, se quitó el capote, bajó la capucha, se ajustó el cordón y se sentó cerca del fuego.

    —Su ilustrísima no puede tardar mucho. Suele regresar a la caída de la tarde. Me avisó de que tuviera la recámara preparada para cuando usted llegara.

    —Bien, bien. Esperaremos. Mientras, hágame el favor de encargarse de la mula. El pobre animal también ha debido pasar lo suyo. En la albarda encontrara un cofrecillo. Si no es importunarla demasiado, tenga la bondad de traerlo.

    Entró el ama con un cofre de cuero guarnecido con herrajes. Se lo dio al hermano y volvió a salir a terminar sus quehaceres.

    Gregorio puso la arqueta en el suelo, apoyó los pies en ella, se recostó en la silla y sucumbió a un agradable sopor.

    La llegada del venerable Martín le despertó de su duermevela.

    Beatus ille, frater Gregorius.

    Gratiam habere alicui, pater Martin.

    Se levantó de la silla, se acercó al prelado, le demostró reconocimiento y, a continuación, le estrechó en fuerte abrazo. Acto seguido, le ayudó a despojarse del mantelete.

    Erminia dispuso la mesa para los comensales. Sirvió vino y ración abundante de nabos con carne. Al ver todo dispuesto se retiró con el beneplácito de su ilustrísima. Como de costumbre se sentó en un rincón de la misma estancia a comer sus sopas de pan.

    Terminada la cena los comensales acercaron sus sillas a la lumbre.

    —Querido Gregorio, has hecho un largo camino que, mucho me temo, no ha sido para venir a verme. Estas tierras son inhóspitas y, por más que la amistad hace tiempo nos une, otros planes, a buen seguro, te han traído hasta aquí.

    —No dudes que el saber que estabas por el país me ha hecho el viaje llevadero. Es este tiempo de mudanzas y el saberse cercano a alguien querido no es poco consuelo.

    —Siempre tan halagador. No pensábamos posible sobrevivir el fin del mundo y henos aquí, a vueltas con las mismas viejas cuitas. Tiempos de mudanza, sí. Pero dime, entiendo que desde Cluny, Odilón, quiere que la semilla reformadora de la regla de san Benito, que el abad Garí sembró en el monasterio de Cuixa y que parece quiere prender también en San Juan de la Peña, Santa María, San Pere, Leyre y Suso, se extienda todavía más. Me sorprendería que tú...

    —Bien sabes que la llamada del Señor no fue muy insistente conmigo. Mal ejemplo cundiría si tratara yo de ser su portavoz. Mi carácter quiere más actividad de la que ahora nos imponen y, sin embargo, por otra parte, siempre me ha sido más fácil acomodarme a los dictados de los superiores que tratar de imponer mi criterio. La regla tiene sus propias vicisitudes que yo no sabría defender. Difundir sus muchas virtudes y beneficios es tarea de otros. Dejemos que Hugo desde Borgoña, y Oliba desde más acá, se encarguen de ello.

    —Mal lo van a tener por estas tierras de fe incierta. Además, allá donde el país es más propicio, tendrán que bregar con el carácter indómito de los señores. Ya sabes que Sancho reformó Leyre a su antojo. Nada de sometimientos a nadie. Y menos a Roma. Él tenía sus propias ideas, sus sueños de grandeza. Quería ser un nuevo Alejandro, un nuevo Carlomagno. No en balde, Oliba le llama Rex Ibericus.

    —Sí, pero la actividad del mismo Oliba, alentado por el poder de sus propios parientes, ha sido incesante. Parece que algo se vertebra en Occitania y, a falta de reacción desde estos nuevos reinos en que ha derivado el califato, quizá su sueño no sea delirio alguno. Radulfo, el cronista borgoñón que hace poco viajó por estas tierras, ya lo ha dicho bien claro: «El mundo se ha sacudido su antigüedad y se ha puesto un manto blanco de iglesias».

    —En fin, también aquí, en esta misma ciudad, el ambiente es reformador. Hudayl ibn Razín amplía el castillo y las murallas, no sea que el ejemplo de Asturias, León y los condados se extienda a estas tierras.

    —Aprecio tu humor, Martín. Nadie puede dejar de notar la algarabía en las calles. Sinceramente, he de admitir que me han llamado mucho la atención la cantidad de obras. No tanto las de la plaza, las murallas o el castillo, tan comunes a las de tantas otras ciudades, como las del hospital por su novedad. Aún no estoy seguro, pero puede que mi venida tenga cierta relación con todo este trasiego de gentes que ha conseguido despertar del sueño del olvido y abandono a este pequeño y remoto lugar.

    El venerable obispo se levantó a atizar la lumbre. Esparció las brasas, echó nuevo ramaje y, a golpe de fuelle, consiguió reavivar el fuego. Con la noche, el frío se había apoderado de la estancia. Volvió la espalda al fuego para calentarse también por detrás. Miró al rincón donde la vieja Erminia dormitaba plácidamente. La despertó y ordenó que se retirase hasta el día siguiente. Recogió el ama rápidamente la mesa, se echó un paño de lana por los hombros y salió de la casa.

    Martín agradaba de largas veladas. Su misión apostólica le había traído a estas frías y remotas tierras donde, con el tiempo, acabó por constituir sede. Al principio de establecerse desarrolló una incansable labor pastoral, pero con el transcurrir de los años había suavizado notablemente su prédica. Derivó, quizás más por pura conveniencia personal que por convencimiento, hacia posturas más transigentes. Al fin y al cabo, la convivencia en la ciudad era ciertamente apacible y sosegada. Se recordaba constantemente las palabras de Mateo: «Por sus frutos les reconocerás».

    Sin embargo, salvadas las cuestiones espirituales, observó que si juzgaba a los hombres por sus actos no podía diferenciar a unos de otros. Veía que la vida era dura para todos por igual. Las enfermedades asolaban la ciudad regularmente y, a diferencia de lo que ocurriera en tiempos de los antiguos profetas, llamaba a todas las puertas. La tierra, pobre, huraña con sus frutos, apenas si daba para sobrevivir. El pedrisco caía con igual furia sobre los míseros cultivos de unos y otros. Las cosechas, cuando se recogían, eran escasas y deparaban casi en su totalidad en el pago de parias. En las sierras los pastores guardaban sus rebaños como ya lo hicieran desde tiempos pretéritos los descendientes de Abel. De nuevo, las enfermedades, los lobos y los ladrones caían sobre ellos sin distinción. Por otro lado, había ladrones, trúhanes, borrachos, vagos, hechiceros, astrólogos, pitonisas, brujos, quirománticos, augures, idólatras, descreídos y faltos de fe tanto judíos como musulmanes como cristianos. No veía, pues, que la maldad se cebase con especial saña en ninguna creencia ni que ninguna fe ofreciera muestras categóricas de excelencia a través de sus fieles. Peor aún, su activa labor inicial le había llevado no pocas veces a tener que contradecir, con sus propios actos, aquellos principios de caridad, paz, amor y bondad que tan vehementemente postulaba. Así pues, sin renunciar a su labor evangelizadora, la tornaba más filantrópica. Encontró en el proverbio bíblico que dice «no riñas sin causa con un hombre si no te ha hecho ningún mal» el sosiego espiritual que necesitaba para mantener su actitud.

    Aislado, tanto física como espiritualmente, entre estas inhóspitas y agrestes montañas, apreciaba la oportunidad de entablar tertulia con los viajeros de paso. Dada su avanzada edad eran, en definitiva, su única fuente de noticias. Disfrutaba, en particular, las raras ocasiones en que podía conversar con otros prelados lo que le permitía explayarse en temas de doctrina. Los cambios, que se sucedían vertiginosamente, llegaban a esta ciudad con excesivo retraso. Estaba francamente intrigado por el motivo de la visita de Gregorio. Sabía que había recorrido infatigablemente buena parte del país y, a buen seguro, traería noticias. No obstante, observó la fatiga en el rostro del monje, todavía aparente por el trajín del día. Aunque estaba ansioso por seguir la conversación, se refrenó e invitó al hermano a que se retirase. Por la ventana, la noche, cubierta por un denso manto de nubes, reflejaba destellos plomizos en su oscuridad.

    El obispo acompañó a Gregorio a una alcoba situada en el piso superior. La pieza disponía de jergón, palanganero con jofaina y jarra y una banqueta.

    Rezó el viajero monje sus oraciones en silencio, se acostó y quedó inmediatamente dormido.


    ¹ ‘Gloria a Dios en el cielo. Gloria a la anciana en la tierra. Este suculento caldo me calentará el cuerpo’.

    II

    Allahu Akbar, Allahu Akbar,

    Allahu Akbar, Allahu Akbar

    [...]

    Hayya ‘ala-s-sala, hayya ‘ala-s-sala,

    [...]

    As-salatu khairum-min-an-naum,

    As-salatu khairum-min-an-naum.²

    Los soñolientos bueyes marchaban hacia los campos lentamente sometidos al yugo. Con su paso cansino parecían arrastrar hacia el valle de las sombras el pesado manto de la noche. Inconscientemente, llevados por la inercia, los boyeros aguijoneaban con desgana a los humillados animales. En lo alto de la torre del castillo empezaba a despuntar el pálido día. Abajo, la medina se desperezaba con los primeros claros del alba. Azada al hombro, los labradores se desperdigaban por las laderas de la muela como manso reguero humano doblegado a su destino. Paulatinamente, la luz del día desvelaba la helada blanca que cubría los montes. En las partes más escarpadas de la muela, donde la roca afloraba, la rosada reverberaba iridiscente diminutas estrellas de un firmamento finito y alcanzable.

    En el interior de las murallas, los perros se sacudían la escarcha de la noche y se acercaban, sigilosos, hacia las hogueras que empezaban a encenderse en las distintas obras de la ciudad. Intuían que, al romper el día, el instinto todavía prevalecía en los adormecidos hombres que aceptaban su íntima unión con la naturaleza y permitían, indiferentes, que sus antaño compañeros de correrías se desentumecieran con ellos al calor del fuego.

    En las casas, las mujeres, voluntariosas unas, resignadas otras, habían preparado nada más levantarse comida para los hombres que pasarían la jornada fuera, dedicados a sus faenas. Salían unos al campo a desentrañar la tierra y despedregar bancales, otros partían, emprendedores, allá donde los llevaban sus negocios. Tras despedirles a sus tareas, ellas se apresuraban a cerrar las casas a cal y canto, dispuestas a aprovechar ese único, breve, momento de sosiego, de relajamiento en íntima soledad, que les depararía el día.

    En la iglesia de Shantamariya, asomada al balcón que la ballesta del río delineaba allá en el extremo de la ciudad, el obispo Martín, de espaldas a los feligreses, clavada la mirada en un cristo en majestad de vivos colores y expresivo perfil, cantaba monótonamente entre los bostezos de su escasa congregación:

    La voz en tiempos sonora, poderosa, era ahora un sonecillo casi inaudible. Las palabras parecían congelarse nada más salir de la trémula garganta y caer desplomadas a poca distancia suya.

    A través de una de las ventanas, el resplandor de una hoguera cercana proyectaba tenues sombras que revoloteaban por las paredes de la iglesia. Parecía que la noche no se daba por vencida y, en un rabioso juego de fuegos fatuos, enviaba sus negras huestes —tripudiantes diabólicas, bacantes del maligno, danzantes del averno— a estrellarse contra las paredes de la casa del Señor en lucha imposible. Sombras de lo profundo, pérfidas tinieblas, tenebrosa calígine que irremisiblemente era derrotada por la luz crepuscular.

    Los congregantes, ajenos a este juego, se dejaban arrullar con el susurro del anciano prelado y, quizás acostumbrados ya a su rutina, quizás por algún gesto que a fuerza de repetirse les alertaba, no dejaban de acertar el momento oportuno de cantar su amén. Un amén desprovisto de sentido, un amén cuya única finalidad era permitir el curso de la liturgia, darle cierta continuidad. Un amén que siempre sorprendía al obispo; al principio, en sus primeros años de pastor, le sobresaltaba y alejaba de su imposible e imaginario soliloquio con Dios, al devolverle, contrito, a una realidad terrenal falta de inspiración divina; y, luego, con los años, al recordarle que no estaba solo, que debía espabilar, que su gente tenía otras cosas que hacer.

    ³

    —Amén.

    En la tahona, un par de chiquillos alimentaban la tobera del horno con gruesos troncos de leña de encina. Mientras el hornero preparaba la harina que el día anterior habían subido de la aceña, salió el anacalo a recorrer las casas en busca de panes para cocer. El aguador, mañanero como siempre, detuvo el borrico a la puerta de la tahona y descargó dos grandes tinajas de agua, lo que aligeró al ruche de su pesada carga. Con ayuda del horno, vació las cántaras en el aljibe del patio de atrás y las colocó, de nuevo, en la vacía albarda. La tahona comunicaba al exterior por un postigo de la muralla que se abría a una vereda que llevaba a la Fuente de la Peña. El hornero, apoyado en la jamba de la puerta, vio alejarse al aguador y quedó contemplativo. Ante él se extendía una magnífica vista: montes pelados, áridos, interrumpidos en su parda monotonía tan solo por la brecha abierta, en lo profundo del valle, por el río. Incluso los árboles, despojados de sus hojas, lánguidos, cenicientos en su desnudez, apenas si contribuían a romper esta fantástica monocromía. El mugir de las vacas en los corrales cercanos sacó al hornero de su asombro. Volvió adentro, cargó la artesa de harina, añadió agua y empezó su labor.

    El día no fue tan madrugador para Gregorio. Cansado y dolorido como estaba, había permitido que el sol le despertase ya avanzada la mañana. Escuchó que alguien trasteaba por la sala contigua e imaginó que Erminia ya estaba en casa. Debía haber abierto las ventanas. El aire que traspasaba el umbral de la puerta traía aromas de tierra húmeda, fresca. Se levantó y fue hacia el ventanuco mientras se desperezaba. El día aparecía gris y frío. Se vistió sin mucho esmero mientras decía sus oraciones y bajó a la cocina.

    —Ni el hermano Ambrosio, que siempre ha andado entre fogones, prepara unas pastas como estas. ¡Sublimes!

    —Su ilustrísima me encargó que preparara dulces por si le apetecían.

    —Martín, martinico. Siempre tan gulusmero. Martín Epulon tenían que haberle llamado.

    —¡El Señor se apiade de nosotros! Renegar de su ilustrísima con voquibles impíos. Señor, ten piedad de esta vieja ama...

    —No hace falta que se santigüe tanto, Erminia, que no ha blasfemia. No hay nada de malo en que su eminencia sea goloso, especialmente a su edad.

    —Perdone usted, hermano Gregorio. Yo no entiendo de parlas y, como el obispo siempre dice que nunca está de más encomendarse a Dios, aunque solo sea por si acaso...

    —Sí, supongo que tiene razón. En fin, disculpe que la haya apartado de sus tareas. No era mi intención recriminarla. Al contrario, al contrario.

    Quedó Gregorio pensativo.

    Cada vez más, la Iglesia imbuía en la gente un concepto equívoco del temor a Dios. Era más fácil y rápido someter las voluntades por medio del temor que tratar de convencer mediante el uso de la razón. El principio de instrucción, de revelación, que había permitido que la fe cristiana se expandiera poco a poco, pero sólidamente, era suplantado por la fuerza del poder. La Iglesia había desenvainado la espada del Verbo. Pero no era suficiente que, finalmente, la gente cediera y admitiera las nuevas verdades, sus voluntades de nuevo doblegadas. Se pretendía, además, que reconocieran como perverso cualquier saber no contenido en la doctrina, cualquier enseñanza no adquirida directamente a través de los representantes de la Iglesia. Se promulgaba desde los púlpitos que cierto tipo de conocimiento era malo a los ojos del Señor y que este se vengaría esparciendo su divina ira sobre la faz de la Tierra como ya hiciera otrora. La gente quedaba desamparada, sin tener certeza de qué era el bien y qué el mal. Afortunadamente, la Iglesia, a través de sus ministros, estaba dispuesta a desentrañar el sentido de las cosas, a interpretar qué era bueno y qué era malo a los ojos de Dios. Así empezó a guiar a su rebaño por un camino del bien cada vez más estrecho, cada vez más severo, cada vez más austero, cada vez más mezquino. Atemorizada, la gente ocultaba su saber, sus conocimientos, lo que promovió, con el tiempo, las virtudes de la ignorancia. Una ignorancia que generó en la mayoría la creencia de que Dios solo se placía con su sufrimiento, su resignación, su conformidad, sus padecimientos y sus penalidades; que hizo al pueblo cada vez más temeroso de Dios, de un Dios que apenas sentían suyo, que les abandonaba, de un Dios que ya no se les revelaba. Y el temor a Dios derivó hacia un temor más terrenal y con esto, en su nesciencia, confundieron el temor a Dios con el temor a sus representantes y, por ende, a Dios con sus acólitos en la Tierra y, la Iglesia, al aceptarlo, admitía una nueva forma de idolatría. La Iglesia llevaba camino de convertirse en el nuevo becerro de oro.

    Gregorio no podía evitar que su imaginación volara libre, que divagara hasta el extremo de llegar a azorarle.

    —Hijo mío, en qué pensamientos andarás que ni siquiera te das cuenta de mi llegada. Bien pudiera haber entrado algún otro con ánimos menos apacibles.

    —Su ilustrísima sabrá perdonar mi descuido. Se me ha ido el santo al cielo.

    —Soy como un padre para ti y, aun en privado, me mantienes el rango. Gregorio, Gregorio, no sé qué vamos a hacer de ti.

    Salieron el abstraído monje y el obispo Martín por una portezuela al pequeño patio de la casa, que hacía las veces de huerto. En el fondo, había varias gallinas encerradas en el alcahaz y una conejera, jaula de maderas malamente dispuestas, con dos espléndidas conejas blancas. Contra la pared de la casa, una pila. El huerto estaba yermo. El único árbol, un peral ya viejo y retorcido, estaba en la linde del muro que daba a la calle. Parte de sus ramas descansaban contra la pared y las que no encontraban apoyo caían lánguidas, mortecinas.

    —Pero dime, Gregorio, ¿qué te tenía tan absorto?

    —Tan solo pensaba. Meditaba sobre la pugna de poderes entre la Iglesia y los señores en las nuevas tierras liberadas, si es que así podemos llamarlas. Pensaba que quizá fuese bueno que la reforma se extendiera. Por estas tierras la necesidad todavía nos mantiene unidos. Es fácil ser solidarios en minoría; ser solidarios en tiempos difíciles. Pero el día llegará en que la fe no sirva para apiñarnos; llegará el día en que no tengamos «infieles» ajenos a los que responsabilizar de nuestros atropellos y miserias. ¿Los buscaremos entonces dentro de nuestra propia casa? Llegado el tiempo, ¿qué nos mantendrá unidos?

    —Veo que no has tenido muy buena noche. ¿No me decías tan solo ayer que no venías con aires reformadores? No, no hace falta que me contestes. Creo que tienes razón, un poco más de sobriedad y de dedicarnos solo a nuestros propios asuntos ayudaría bastante. ¿Dónde se extiende la simonía y el nicolaísmo sino en las tierras en que, a falta de necesidad imperiosa, la fe se ha relajado?

    —Los caballeros cristianos, faltos de actividad guerrera, quieren jugar a políticos y aceptan altos cargos eclesiásticos, pero ¿dejan por ello de ser gente brutalizada que resuelve cualquier problema a fuerza de mandobles? No, querido Martín, no. Me temo que desde Roma preparan algo, y los guerreros solo saben preparar la guerra.

    —Recuerda que los planteamientos de Agustín han permitido que la Iglesia acepte la guerra justa, que se gane el perdón simplemente por batallar y el cielo en caso de morir en el intento.

    —No lo niego, pero ahora, al ser los caballeros parte de la Iglesia, es la propia Iglesia la que ordena y manda. La militia Christi es algo difícil de digerir. ¿Cómo puede convertirse a la Iglesia oficialmente en un cuerpo armado?

    —Hum. Creo que te equivocas. Desde Roma se han dado cuenta de que, de no obrar rápidamente, el control se les iba de las manos. Al asimilar en sí el poder, que de otra forma tendrían señores y reyes dispersos por todos los países, garantizan una unidad de acción bajo principios puramente cristianos. ¿Cómo justificas si no la Tregua de Dios que se ha declarado?

    —Es difícil disentir en estos momentos. Los cambios se suceden vertiginosamente y no discuto que parece que van encaminados a recuperar los principios que Cristo predicó. No obstante, habrá que vigilar a los caballeros durante esta Paz de Dios. Su inactividad me asusta.

    —Más me asustan a mí esos desalmados herejes que cuestionan a Dios, esos que siguen a Berenguer de Tours y cuestionan la transubstanciación, esos que...

    —Martín, permíteme que te interrumpa. Pienso pasar algún tiempo por aquí y seguro que tendremos veladas más que propicias para nuestras apasionadas divagaciones. Preguntabas ayer sobre el motivo de mi visita y quisiera, en recuerdo de nuestra vieja amistad, entretenerte con cierta antigua historia que guarda relación con mi venida.

    —Bienvenida sea. Empiezo a sentir sincera curiosidad por saber qué barruntas.

    —Recordarás que hace ya años, el rey de Bizancio, Constantino Porfirogéneta, o quizás fuese ya su hijo Romano, no recuerdo bien, envió a Abderramán al Nasir, a través de embajada diplomática, una carta acompañada de presentes de gran valor. Entre los obsequios se encontraban un códice griego, preciosamente iluminado con magníficas miniaturas, De materia medica, así como la Historia de Orosio. La embajada debió llegar a Córdoba hacia mediados del pasado siglo.

    »El contenido del códice, De materia medica de Dioscórides, ya era conocido en al-Ándalus en la traducción que del griego al árabe hizo, en el Bagdad de al-Mutawakkil, Esteban, hijo de Basilio. Desafortunadamente, esta traducción resultaba insuficiente para entender bien la obra porque Esteban varió el contexto y dejó sin traducir infinidad de palabras, en particular aquellas referentes a los nombres de muchas plantas y drogas, que permanecieron transcritas en su forma original griega.

    »El texto recién recibido permitiría, pues, una nueva traducción directa del original que no arrastrara las deficiencias de la de Esteban. No se encontró, sin embargo, entre los cristianos de Córdoba, nadie capaz de leer el griego. Presionado por los sabios y eruditos de la corte, el califa pidió, en su carta de agradecimiento a Constantino, que le recomendase, y a ser posible le enviara, un traductor griego. Algunos años más tarde llegó de Bizancio un monje llamado Nicolás, docto en griego, árabe y latín.

    —¿No fue este Nicolás el que trajo consigo al cabalista Apolodoro de Salónica?

    —El mismo. Del hebreo se decía que era experto cabalista y quizás también alquimista. Ya en Córdoba, Nicolás, en colaboración con el médico judío Hasday ibn Shaprut y con el sabio árabe Ibn Yulyul empezó a traducir el texto. Mediada la tarea, se decidió encargar al también médico judío Ibn Bukläris, de Zaragoza, que resumiese todo el extenso material en tablas y esquemas de más fácil comprensión.

    »Mientras, se aprovecharía para consultar ciertos aspectos de la traducción con Ibn Chicatella de Lucena, Isahq ben Reuben de Barcelona y Tobía ben Mose ben Matiq. Se organiza para ello una comitiva que sale escoltada de Córdoba camino de Zaragoza. Tanto el códice original como el material hasta entonces traducido van guardados en sendos cofres.

    »La comitiva llega hasta Guadalajara y sigue hasta Molina sin incidente. Se detienen allí varios días en espera de que un fuerte temporal de agua amaine. Apaciguada la tempestad, reemprenden la marcha. Por las sierras que conducen a Daroca topan con un tratante de ganado que les hace de guía hasta alcanzar los extensos llanos que, finalmente, les han de conducir a Zaragoza. Hasta aquí, la historia cierta y conocida. El resto queda enmarañado en la oscuridad de la leyenda y la superstición.

    —Nada insólito en este país, Gregorio. Nada insólito.

    —Al parecer, los eruditos que acompañaban la expedición decidieron poner en práctica un ambicioso plan que les ayudase a solventar algunas de las dudas de la traducción. Acordaron listar todas las traducciones posibles para aquellos principios o drogas en que la palabra original griega se prestase a conjetura, o a interpretaciones múltiples. A continuación, se estudiarían, metódicamente, cada una de las drogas o principios de la lista.

    »En concreto, se seguirían los pasos descritos en el códice para comprobar si cumplían las propiedades descritas por Dioscórides. Verificadas las distintas pruebas, aquella droga o principio cuyas propiedades más se ajustasen a la descripción dada en el texto original, sería usada como traducción inequívoca de la palabra griega.

    »Por tradición se sabe que, por aquella época, encargaron la recogida de ciertas plantas y hierbas a pastores, campesinos y revendedores de especias. En Molina se cree recordar que el propio tratante que les ayudase a cruzar estas sierras fue de los primeros en recibir uno de tales encargos. Los avatares de esos tumultuosos tiempos hicieron que nadie prestara mucha atención al trabajo que se iniciaba y así, tanto el supuesto plan como el encargo original de traducción del códice, cayeron en el olvido... hasta el presente.

    —Curiosa historia, pero no veo cómo te afecta a ti. Al fin y al cabo, es historia antigua, si historia es.

    —Así parece. Sin embargo, hace poco tiempo, en la escuela de Fulberto, en Chartres, tiene lugar una discusión, de las muchas que últimamente se promueven allí, en la que un desconocido rebate una tesis médica, sólidamente fundada en los principios de la fe. Se inspira para ello en cierto conocimiento del tratado del anazarbeo. Los maestros son inmediatamente llamados a claustro en busca de explicaciones.

    »Se comprueban las traducciones disponibles de De materia medica, pero encuentran el pasaje referenciado sumamente oscuro. Los conocimientos desplegados por el joven profundizan de tal manera en ciertos detalles que, claramente, parecen ir más allá del saber que se adquiere a través de un texto. Se acuerdan entonces del trabajo iniciado por el grupo de sabios que te he referido.

    »Desconcertados por la posibilidad de que sus enseñanzas queden en entredicho, concluyen que la proposición expuesta pone en peligro el reconocimiento de la fe como la única fuente de conocimientos que permite alcanzar la verdad, tal y como enseña Anselmo desde Canterbury. El planteamiento que se hacen es terrible.

    »Claramente, la razón, por sí misma, no puede alcanzar verdades universales que no sean fácilmente rebatibles por la fe si así conviniera. Sin embargo, la razón, unida a la práctica, puede sacar a la luz verdades que, aunque por supuesto rebatibles a través de la auténtica fe, podrían ser fácilmente asimiladas por la plebe a expensas de la propia fe.

    »Deciden entonces tratar de recuperar tanto el texto original como todo cuanto haya sido traducido y recopilado hasta el momento, incluidos los experimentos efectuados según el plan de los eruditos. Temen también, quizá no sin razón, que las supuestas investigaciones continúen aún hoy día.

    »Entenderás que, pasado tanto tiempo, estas prácticas pueden haber perdido, en gran parte, su propósito original. Entran en contacto con el abad Oliba y este, a través de Bernardo, que le habla de las empresas que en el pasado me llevaron a recorrer, como tú bien sabes, otras tierras y reinos donde aprendí de sus gentes y establecí lazos de amistad y gratitud, me encarga averiguar qué hay de cierto en esta

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