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Los senderos del aprendiz
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Libro electrónico213 páginas3 horas

Los senderos del aprendiz

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Simpáticas y rocambolescas peripecias de un joven trotamundos por la geografía española.

Unos manuscritos encontrados por casualidad en Estados Unidos nos transportan a la España de finales del siglo pasado a través de las simpáticas y rocambolescas peripecias de un joven trotamundos: una serie de andanzas y aventuras en las que casi nunca parece haber un buen plan y es el azar quien decide suertes y desenlaces.

Algunas partes de los relatos son francamente divertidos, otras muestran desasosiego y cierto fatalismo vital, casi misticismo. A través de la mirada ingenua y personal del joven anónimo se esboza una visión de un país y una época ricos en contrastes.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 oct 2019
ISBN9788417856625
Los senderos del aprendiz

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    Los senderos del aprendiz - José Felipe Dolz

    Los senderos del aprendiz

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417856182

    ISBN eBook: 9788417856625

    © del texto:

    José Felipe Dolz

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «Los hilos de la vida pasada».

    P. Baroja,

    Con la pluma y con el sable

    «Qué fatiga tan grande no saber con certeza hasta después. Hasta después del otoño, no saber cómo nos fue el otoño; hasta después de la vida, cómo nos fue la vida».

    A. Gala

    Prólogo

    Se recogen en estas páginas una serie de andanzas y aventuras de autor anónimo. Los originales, escritos en diversas hojas sueltas, vinieron a mis manos por azar. Paseaba una tarde por uno de esos pintorescos pueblos de la orilla del río Delaware. Me detuve a curiosear en un rastrillo callejero al que tan aficionados son los americanos al llegar la primavera. En una de las muchas cajas expuestas al público, que se vendía entera por una cantidad de dinero insignificante, había varios libros en español. Los títulos sugerían un batiburrillo de temas. Al hurgar en la caja descubrí, aparte de los libros, fotos y otros papeles. A primera vista no parecía un lote muy interesante, por eso el precio de ganga. Pregunté si tenía algo más en español; esa caja era todo. La compré por nostalgia.

    Días después, aburrido en casa una tarde desapacible en la que el viento azotaba inmisericorde y amenazaba romper los cristales, tropecé de nuevo con la caja al bajar al sótano. Aproveché para revisar con detalle el contenido y colocarlo en las estanterías. Varios libros de arte impresos en la década de los setenta del siglo pasado con fotografías que, aun sin haberse descolorido por la acidez del papel, no eran de la calidad a la que ahora estamos acostumbrados. Libros de poesía hispanoamericana de poetas poco conocidos fuera de su país. Varios clásicos de autores franceses del siglo diecinueve: El conde de Montecristo, Los misterios de París, El judío errante, Tartarín de Tarascón y Cartas desde mi molino. Un volumen del Parerga y un Origen de la tragedia. Varios fascículos de una colección incompleta de la Historia de la Ciencia y de la Técnica y una veintena de cuadernos de Historia 16. Lo que yo al comprar creí que eran fotografías resultaron ser postales, esas tarjetas ilustradas por una de sus caras que antiguamente enviaba la gente a sus seres queridos o amigos cuando viajaba.

    Había en la caja, también, dos carpetas de cartón rojo, de esas que usaban antes los estudiantes, con gomas que sujetan las esquinas para cerrarlas. En ellas encontré los originales que aquí se recogen. Debieron ser escritos en distintas fechas y lugares, dada la heterogeneidad de soportes y tintas usadas: bolígrafos y lápices de varios colores. Aunque había unos pocos folios limpios y pulcros, que reflejaban una escritura sosegada y cuidada, predominaban los apuntes sueltos, notas rápidas poco legibles sobre papel ya usado: reversos de calendarios, cuartillas arrancadas de cuadernos de espiral de varios tamaños con distintos dibujos en una de sus caras, fotocopias y papel mecanografiado reaprovechados y aun trozos de papel de envolver. Las hojas no estaban numeradas, ni había fechas ni títulos. Sin embargo, esparcidas por el suelo, se intuía un posible orden. Al comenzar a leer se apreciaba cierta estructura, una secuencia fácil de seguir, a pesar de los distintos tipos de papel empleados, suficiente para impresionar al lector y acuciar su interés. Aunque algunos pasajes escritos a lápiz estaban tan difuminados que apenas si se podían leer y en otros la letra parecía sacudida por el vaivén de algún vehículo en marcha, surgía claro el hilo de varias historias. Curiosamente, dadas las circunstancias y el lugar donde aparecieron a la luz, las hazañas del protagonista ocurren por distintas partes de la geografía española, a miles de kilómetros y en otro continente de donde los manuscritos fueron a parar.

    Aunque todo apunta a ello, no se sabe con certeza si el anónimo autor fue el protagonista que sirve de frágil ilación a estos relatos ni si los nombres de las personas que aparecen son reales o producto de la imaginación ni si estas andanzas serán todas o las más destacadas, pero son las que nos han llegado. En ellas, se nos describen viajes y peripecias de un joven trotamundos cuyo desasosiego le lleva a los acontecimientos aquí recopilados. Joven, porque el resto del contexto así nos lo sugiere y por la percepción que deja en el lector de que, o bien los lugares por donde el destino quiere llevarle son coincidente y sorprendentemente caducos, últimos retazos de un mundo en decadencia a punto de extinguirse con la desaparición de sus ya vetustos habitantes, o bien la mirada peca de cierta puerilidad donde todo parece más grande, extraordinario y antiguo, incluidas las personas, de lo que en realidad es. La cronología no es clara, y el orden que se propone en esta recopilación puede muy bien no coincidir con la secuencia real en que sucedieron las vicisitudes descritas en estas páginas. Son hechos relativamente recientes, acaso de la década de los ochenta, lustro arriba, lustro abajo, del siglo pasado por lo que se desprende no tanto del análisis del lenguaje y giros usados como del material empleado y los escasos datos circunstanciales que aporta.

    En algunas reseñas el narrador recoge sucesos en los que va acompañado de otros personajes conocidos suyos, cabe deducir que amigos o parientes; en otras, se lanza a la aventura en solitario. Casi nunca parece haber un buen plan y es el azar quien decide suertes y desenlaces. A veces tan solo describe una situación o un paisaje; otras, reflexiona sobre algo que le llama la atención. Ciertos pasajes parecen transcritos de notas que no nos han llegado y han sido depurados posteriormente. En otros, solo se recogen esas escuetas notas y apuntes captados en el momento. Excepto en el contexto interno de alguno de los relatos, que se aprecia claramente más trabajado y algo más acabado, no hay una coherencia ni continuidad de estilo narrativo ni en la voz del narrador. Diríase que se mueve por tierras fronterizas, pero uno debe ser prudente en esta interpretación, porque el país goza en su apretada geografía de innumerables provincias, comunidades y antiguos reinos y condados. Los caminos que anduvo y, tal vez, esa voz original que surge esporádica en alguna de las anécdotas que recogió son, apurándonos mucho, la única trabazón. Del conjunto se desprende, sin embargo, un cierto fatalismo que contrasta con la inquietud vital del protagonista. Las hojas sueltas del original que el recopilador ha decidido poner hacia el final de la presente obra, sugieren ya cierta introspección con matices de espiritualidad que corroborarían tal observación.

    No nos revela el autor en ninguno de estos textos su nombre ni procedencia. No hay ni siquiera fragmentos que sugieran algo de los avatares de su vida fuera de esa época andariega. ¡Qué peripecias no debieron de sobrevenir para que hayan llegado estos manuscritos hasta mis manos, tan lejos del lugar donde ocurrieron los hechos narrados! Tal vez ninguna de especial interés y, como apuntara Marguerite Yourcenar en sus famosas memorias del emperador romano, simplemente se cansó nuestro anónimo autor, pues «pocos hombres aman durante mucho tiempo los viajes, esa ruptura perpetua de los hábitos, esa continua conmoción de todos los prejuicios». Acaso se acogiera a la vida retirada que insinúan ciertos pasajes. Y, sin embargo, este pensamiento deja un poso de insatisfacción que cuesta asociar con ese personaje de naturaleza intrépida que nuestra imaginación crea con el paso de las páginas aquí recogidas.

    ¿Pertenecerán los libros, cuadernos y postales de la caja al mismo dueño, autor de los escritos? ¿Por qué están las postales en blanco? ¿Acaso no tuvo tiempo de enviarlas? ¿Las coleccionaba? No lo sabemos. ¿Qué nos quería decir en aquel apunte suelto, que no incluimos, donde se preguntaba: «¿Por qué la memoria se aferra a [ilegible] recuerdos?» y anotaba: «San Pedro de Roda, El Parrisal, los machos de Fredes, los castros de Tuy, [ilegible] Mundo»? ¿Acaso alguno de estos lugares era su particular Rosebud, aquella enigmática palabra del principio o final de Ciudadano Kane? No lo sabemos.

    Detengo la escritura momentáneamente ensimismado en este pensamiento. De algún lugar de la casa llegan, lejanos, versos sueltos de una conocida canción:

    Es hermoso partir sin decir adiós,

    serena la mirada, firme la voz.

    Si de veras me buscas, me encontrarás,

    es muy largo el camino para mirar atrás.

    Puede que al recopilar estas narraciones y sacarlas a la luz ayude a identificar otros manuscritos del mismo autor. Bien pudiera ser que su lectura anime a otros diletantes, en su perpetua búsqueda, a dar una segunda ojeada a esa caja de libros viejos y papeles sueltos que se vende a saldo en el Rastro, o les recuerde aquella otra que vieron en el desván de la casa del pueblo y regresen a indagar, aunque sea tan solo por sentimentalismo. Puede que en uno de esos manuscritos, que aún ha de encontrarse, se halle el nombre del autor y podamos, por fin, reconocerle y agradecerle. Quizás la mano revuelta del destino quiera que esta recopilación de sus escritos llegue a sus manos, allá donde quiera que se encuentre, de manera tan inesperada como los suyos llegaron a las mías. Tal vez, tras leerlos, se reconozca aún en aquel joven de vida aventurera e inquieta que aquí figuramos aprendiz. Imagina este recopilador que, entonces, el anónimo autor cerrará los ojos, recordará aquellos otros acontecimientos que desdirían al romano, sus labios esbozarán una benévola sonrisa y, con mesurada prudencia, guardará el incógnito.

    «… quien no ama la soledad, no ama la libertad, porque no es uno libre sino estando solo».

    A. Schopenhauer,

    Arte del buen vivir

    «Nadie conoce el valle del silencio ni las acequias verdes que cruzan nuestras almas».

    J. Llamazares,

    La lentitud de los bueyes

    «Dejad que mi voz resuene por todo el valle,

    y que la oiga mi viajero».

    J. W. Goethe,

    Penas del joven Werther

    –I–

    Por la sierra de Guadarrama

    Sombras y tinieblas. No entiendo por qué nos hacen ir de marcha por la noche. Aun con el resplandor de la nieve no se ve nada. Sigo la fila de los que van delante de mí. Intento no perderlos de vista. El viento trae versos sueltos que reconozco: «… el tiempo viene / de abrirse al sol las rubias mieses / tras un destierro secular / el Cid ha vuelto a cabalgar». Apenas puedo seguir su ritmo y me retraso. He debido perder el estrecho sendero por el que van los otros. Cada vez me hundo más en la nieve. Este uniforme de pantalón corto y zapatos, en vez de botas, no me abriga. Tengo los pies calados y las piernas congeladas. Me subo los calcetines de lana blanca todo lo que dan de sí. Casi hasta la rodilla.

    —¿Vale…? —Oigo la voz del jefe gritar al viento.

    —… quien sirve. —Apenas si me sale la voz por los labios entumecidos, pero aún contesto con los demás.

    No puedo quedarme más atrás o los acabaré por perder. Me empeño en acelerar el paso, aunque a duras penas si avanzo. El jefe de la centuria, alto, fuerte, de pelo negro liso peinado como galán de película, se acerca.

    —¿Escuadra?

    —Churruca.

    —Pues espabila el paso, como los hombres grandes y gloriosos.

    A mí este nombre que nos toca ahora no me dice nada, me suena a cosa extraña. A mí me gusta el que teníamos en los campamentos de verano, Almogávares. Eso sí que suena bien, a cosa grande, a aventuras a las que podías jugar todo el rato. Yo me siento todavía almogávar, aunque digan que ahora somos otra cosa.

    La verdad que los almogávares, como el Capitán Trueno, tampoco iban muy bien vestidos en sus aventuras y no se quejaban. Bueno, Trueno, Goliath y Crispín, cuando fueron por el país de las nieves, allá por la lejana Thule, a rescatar a Sigrid, sí que iban con mantos y pieles. Pero allí sí que debe de hacer frío. Aquí, al empezar la marcha en lo alto del puerto no se estaba mal, pero en la parada esa que hemos hecho, en la explanada bajo la gran cruz, he debido coger frío. ¡A quién se le ocurre ponernos a cantar firmes con este tiempo! Para templar el espíritu, dicen. Yo prefería aquella otra formación del espíritu de La Riba, alrededor de la hoguera, con el desafinado tararear de Moby Dick: «Pueblo mío que estás en la colina…». En fin, al reemprender la marcha, parecía que entraba en calor, pero ahora siento que el frío vuelve a morder y no tenemos, como esos intrépidos guerreros, antorchas que nos calienten e iluminen el camino. ¿De dónde las sacarían que las tenían siempre a mano?

    Me he rezagado de nuevo. Creo que han dicho que pasada la medianoche pararemos en un refugio que hay camino de Abantos o Peguerinos. No lo entendí bien, excepto que no nos hacen bajar a El Escorial hasta mañana. ¿Será ya pasada la medianoche? No sé dónde me he metido esta vez, pero tanta nieve blanda me hace caer todo el rato. Adelante, siempre adelante. Vuelvo a venirme al suelo y caigo de rodillas con tan mala suerte que me enredo en una especie de matorral cubierto de nieve. Siento un desgarro. «Desperta, ferro…». Los de delante no me han visto tropezar y ahora sí que los pierdo; ya casi ni los veo.

    Me quitaré la mochila y así me será más fácil salir de esta especie de trampa. Limpio la nieve con las manos para ver qué hay y veo que me he enganchado en una alambrada de espino. Parece que me he hecho un rasguño y sale un poco de sangre. Solo faltaría que encima viniese ahora una vaca brava de esas que hay por aquí a atusarme el pelo. Al tirar de la alambrera se desclavan por fin el par de púas que se habían incrustado y empieza a sangrar la herida profusamente. Demasiado tarde. Debería haber dejado la flecha clavada, como hubiese hecho el Capitán Trueno. Cojo un puñado de nieve y me lo aprieto fuerte contra la herida.

    Con el trajín, no me he dado cuenta de que el jefe de la Trafalgar ha bajado a buscarme. Su pelo negro sigue inmaculado, ni un mechón se le ha movido. No le noto ningún atisbo de cansancio. Claro, con esas botas…

    —Eh, tú, el de la Churruca, ¿descansando un rato?

    Me pongo de pie rápido, me arreglo la boina asegurándome de que la escarapela quede al frente.

    —No, que me he hundido aquí y me he arañado. Ahora voy.

    —¿A ver?

    Me mira la herida y me pregunta si puedo andar. Digo que sí, claro. A mí no me duele nada. Que ya voy. Me pongo otro puñado de nieve y aprieto.

    —Vamos entonces, Jabato.

    Es verdad, el Jabato era más de andar por estas tierras, con sus sandalias y faldita romana como los auténticos bravos, pero es que a mí Fideo no me gusta. Taurus sí, que además le aguantaba.

    Seguimos camino, pero, extrañamente, el jefe de centuria no me deja atrás esta vez.

    El refugio existe. Tras lo que se me hace una marcha interminable, llegamos.

    Muy entrada la noche, agotado y aterido de frío, medio sonámbulo, dejo que me curen la pierna sin apenas darme cuenta. Me tiendo en el suelo junto a los otros —¿habrá toque de diana?— y, metido en el saco momia, me duermo.

    Montañas nevadas,

    banderas al viento,

    el alma tranquila

    –II–

    Por la Terra Alta

    Nos sentamos a descansar al lado del río. Saqué del bolsillo la navaja y cogí un trozo grueso de corteza de pino. Empecé a darle cierta forma sin saber muy bien en qué acabaría. Esto era un paraíso. Desde que salimos del Mas de Quiquet no habíamos andado tanto y ya nos hacían parar a descansar. Hoy seguíamos la dirección de la corriente del Estrets y a diferencia de ayer, cuando subimos a Punta Serena, es un camino bastante llano. Encajonado, sí, pero no empinado. Apoyado sobre un alto pino cerca del agua clara, casi a la entrada del estrecho congosto

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