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Peripecias y quebrantos del huido
Peripecias y quebrantos del huido
Peripecias y quebrantos del huido
Libro electrónico262 páginas4 horas

Peripecias y quebrantos del huido

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No estoy trastornado, no; y si por fin me decido a contar la historia, es para que comprendáis que mi fijación no es enajenación.

Se narran en este libro las aventuras y ocurrencias de un fugitivo perseguido por un oscuro crimen y sumido en una extraña obsesión que nos hace dudar de su cordura.

El equipo policial encargado de resolver el llamado Crimen del Club de los Papeles Sueltos nos deja igual de perplejos con sus propias neurosis y dislates, tal vez, síntomas de la quebradiza salud mental de la sociedad en transformación que se esboza como trasfondo.

En este mundo descabalado y trastornado conviven la intriga con el absurdo, los épicos extravíos de Hernando de Soto con modernos desbarros y conspiraciones... lo cual descoloca e incomoda, pues nada es lo que parece y, sin embargo, cuando se cree atisbar que no es todo un gran desvarío de una mente descarriada, sobreviene fugaz una inquietante satisfacción.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 mar 2020
ISBN9788418203718
Peripecias y quebrantos del huido

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    Peripecias y quebrantos del huido - José Felipe Dolz

    Peripecias y quebrantos del huido

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418203268

    ISBN eBook: 9788418203718

    © del texto:

    José Felipe Dolz

    © de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    CALIGRAMA, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    Se tiene la sensación de vivir tiempos rápidos donde los intereses, las ilusiones y las decepciones de la sociedad mudan a una velocidad de vértigo. La ingente cantidad de información que recibimos nos abruma no tanto por su contenido, sino por su volumen difícil de digerir, sopesar y encajar en nuestro particular esquema del mundo. Se trastocan así los patrones que nos ayudan a asimilarlo y a ajustar nuestra actitud y comportamiento. Con frecuencia creciente nos es difícil separar ficción de realidad y no es extraño que nuestra salud mental se resienta y altere, a veces sin darnos cuenta y otras sin querer reconocerlo por el estigma que esta sociedad cambiante aún atribuye a los trastornos psicológicos y anímicos.

    Esta obra nace de tal confusión y creció como si fuera un encaje de bolillos de hilos de colores picados en un mundillo sin patrón. La idea inicial era escribir un par de hojas con lo primero que le viniese al autor a la cabeza y, a partir de ahí, crear una trama plausible alrededor de lo escrito. Las pruebas y ensayos de escritura automática, espontánea, vienen de antiguo, pero no era eso lo que se pretendía, si descartamos el proceso de las primeras páginas. El experimento era la ilación posterior de asuntos y personajes de manera aceptable y sin que estos últimos tomaran las riendas, como ocurre en ciertas obras del siglo pasado. Al final, la novedad resultó ser muy limitada y el desarrollo de la novela no muy distinto del de cualquier otra historia o narración, y esta sería la primera paradoja.

    La segunda condición que se puso el autor fue que el libro incluyera aquellos elementos que su aturdida mente cree necesarios para despertar un mínimo de interés hoy en día: que enganche desde el principio, que la acción sea trepidante y sostenida, que gire alrededor de algo obvio —un crimen, una iniciación, una gran pasión…—, que tenga la apropiada dosis de sensualidad y, a ser posible, que haya un héroe o un villano reconocibles. Esto, que se aparta de las costumbres y hábitos del escritor, resultó hasta agradable, pues, en cierta medida, lo ignoró y, en su intento por hacer que el libro fuera corto, lo sustituyó por lo que a él le hacía gracia. Recurrió así a los endiablados diálogos de los maestros del cine negro de los años cuarenta y cincuenta o a citas de los grandes y pequeños escritores del género sin saber cuál era el género, lo cual sería la segunda paradoja.

    La creación de personajes de peso y con carácter parece incompatible con la necesaria brevedad buscada —a no ser la pluma de genio y trazo ágil, que no es aquí el caso—, por lo que no hay más remedio que tomarlos prestados de donde ya existen. Esto no supone mayor logro, pero deja la duda de si en esta época rápida hay algo afianzado con la suficiente solidez para ser reconocido con facilidad pasado un tiempo, y esto sería la tercera paradoja.

    Contener las naturales inclinaciones y preferencias es, por comparación, sencillo, por lo que no hacerlo, como se ha apuntado, resulta tarea ardua, ya que supone encajar a contra natura las cosas que no casan, y esto, que podría ser la cuarta paradoja, no lo es porque tanta contradicción cansa y acordamos intentar ser breves y amenos, por lo tanto, estas palabras deben serlo también para no marearnos con el constante rodar de este viejo tiovivo de caballos de cartón.

    La ruta que sirve de frágil puntal a la trama de la historia junta varias otras por las que el autor viajó a lo largo de los años sin noción de que sus enrevesados caminos, como los hilos de una enorme telaraña, formaban una unidad. Solo lo averiguó mucho más tarde, inspirada su imaginación por el influjo de la luna, y no es afortunada casualidad que el protagonista siga sus enmarañadas revueltas, pues, aunque no se ha mencionado como condición para la obra, lo fue. Añadir a ese tenue entramado los hilos de otras inquietudes y la filigrana del delirio, a modo de caótico itinerario sentimental, trajo el inesperado beneficio de abrir las puertas a espacios fronterizos inciertos —espirituales, emocionales, cognitivos…—; lugares permeables donde tal vez rigen otras normas y principios por los que se transita mejor si se abandonan marcos de referencia en exceso estrictos que ahondarían la sensación de insania. Que el resultado del improvisado experimento sea feliz o no importa poco a la ciencia y, con seguridad, nada a la feria de las letras y, sin embargo, a esta última se le rinde constante homenaje en sus páginas.

    El autor

    «Y veréis entonces con espanto —y esto es lo más doloroso— que la inteligencia está en razón inversa de la dicha».

    Azorín, Tiempo y cosas

    «… nos impacienta especialmente porque en ese género resulta insoportable la falta de explicación final».

    Fernando Savater

    , Lo inacabado

    «Por lo demás, sería extraño exigir de la gente claridad en un tiempo como el nuestro».

    Fiódor M. Dostoievski

    ,

    Los hermanos Karamázov

    Estos papeles los enterré hace ya tiempo, como se hacía en la antigüedad con los tesoros. Si los leéis es tal vez porque pude regresar a recuperarlos o porque mi rastro fue descubierto a deshora. Yo siento que el cerco se estrecha, pero no tengo certeza de lo que sucederá. Escribir estas notas en el cuaderno de espiral mientras duró, y en las cuartillas que luego cayeron en mis manos durante la huida, me relaja y pienso que esta manera algo trasnochada de desahogarme me permite, al menos, prevenir que detecten mi localización. Hace tiempo me desprendí de mi móvil, curiosa palabra en mis circunstancias, y desde entonces he evitado comunicarme con nadie.

    —¿Sabéis dónde encaja esta pieza? —dijo la comisaria Selma Mabila mientras examinaba el montón de notas similares esparcidas sobre la mesa de trabajo.

    Esta sencilla pregunta y la extraña reseña que la motivó no fueron las primeras noticias que me llegaron del caso, pero sí las que me adentraron de forma irremediable en esta insólita intriga que habría de obsesionarme durante tanto tiempo. Su perturbadora fascinación me sedujo hasta el límite del delirio. No estoy trastornado, no, y si por fin me decido a contar la historia es para que comprendáis que mi fijación no es enajenación. Que lo que a continuación relato os parezca desordenado e intratable no lo hace inverosímil. Os aseguro que se ciñe a la realidad y, en la medida en que consiente mi frágil memoria, la secuencia de los hechos descritos se ajusta con bastante fidelidad a cómo me llegó a mí la información de lo ocurrido, en todo caso, tal y como yo lo recuerdo. De momento, no puedo revelar más sin traicionar principios objetables. No os preocupe por ahora quién soy yo. Ni siquiera tenéis que llamarme Ismael. ¿Para qué despertar recelos innecesarios antes de hora? Continúo, pues, la narración de los turbadores hechos que subyugaron mi voluntad y a punto han estado de arrebatarme la razón.

    ***

    Al huido le dolían los pies. Por el empeine, no por la planta como a todo el mundo. Sentía como si fueran estigmas de la pasión de Nuestro Señor que le trababan a tierra para que no se pudiera mover, para que no huyera después de la barbarie cometida. Sin llegar a arrepentirse del crimen, aún le producía impresión su propia frialdad, incluso podría decirse ferocidad por la intensidad despiadada con que lo acometió. El sufrimiento que padecía ahora lo entendía como incipiente mortificación y eso le daba ánimos. Era para él una señal, un sacrificio que le ensalzaba ante sí mismo más que ante el mundo hasta llegar a conmoverlo. La intensa emoción le embargó y, para evitar el intenso dolor de cabeza que sus pensamientos siempre le producían, apuntó en su libretita como le habían recomendado que hiciera para relajar la tensión:

    El Adelantado veía en ese Jesús que se desentendió del mundo durante tantos años, el mismo que luego azotó a los mercaderes y repudió a su madre, la parte de auténtica divinidad de su ser, del hijo de ese Dios tronante, iracundo y vengativo que nos muestra el Antiguo Testamento; esa otra faceta nueva y artificiosa del amor, en especial al prójimo, la juzgaba inevitable vestigio mamífero conferido por la mujer que lo trajo al mundo. Era la parte humana por antonomasia de su ser, una carga instintiva de compasión que le mermaba su alta misión, la única prueba verdadera que debía superar en su camino de perfección hacia su Padre. Así también entendía Hernando su propio cometido. Pensaba que ese sacrificio del Hijo de Dios no fue para los hombres, sino para desprenderse de la debilidad ligada al ser humano y poder retornar a ese feroz mundo divino al cual pertenecía; regresar a la Unidad en la cual los hombres no importan, ni siquiera merecen ser pensados. Ese era el gran misterio que tantos de estos hombres audaces y aguerridos comprendían bien.

    No era extraño que el fugitivo pasara de los ímpetus de la excitación a la apatía del abatimiento. Alterada por las necesidades de la huida, su reducida capacidad de atención hizo que el esfuerzo de anotar esta pequeña reflexión heterodoxa le extenuara. Quedó con la mirada vacua, como perdida, la pupila apenas un pequeño punto náufrago en el mar vacío de sus ojos y, sin embargo, en el fondo de su diminuta oscuridad se apreciaba un brillo, restos de ese fulgor que, a ráfagas, le animaba y sugería que no estaba aún vencido.

    «No es verdad que yo sea frío —pensaba el prófugo en su ensimismamiento—, y menos aún que no tenga emociones. Las tengo y muy intensas. ¡Qué de personas con auténticos problemas de relación interpersonal, de gestión de las emociones, se han cruzado en mi vida sin que yo las juzgue! Solo que, a veces, no hay más remedio que reconocerlo, uno trata de protegerse no tanto por evitar sufrimientos innecesarios, que nos fortalecerían, sino porque nos distraen de nuestra misión. No veo yo en esto trastorno ninguno. Los que quieren hacerme hablar de lo que a mí no me interesa tumbado en un incómodo diván insisten en preguntarme insensateces: ¿tratas de evadir la necesaria catarsis? ¡Qué equivocación ridícula!».

    El dolor físico de los pies le devolvió a la realidad. Siguió camino alentado por el esfuerzo de superación que se imponía, sí, pero sobre todo animado por el pensamiento de probar errados a quienes insistían en la necesidad de conformarse con la mediocridad emocional imperante, incapaces de aceptar ese estado superior al que él aspiraba.

    Aunque inconcebible para el resto del mundo, el huido consideraba gran precaución para su evasión el correr en busca de las esquinas de las calles cada vez que entraba en una población. Trataba así de pasar desapercibido y no siempre lo conseguía. De tanto correr desorientado, sintió un agudo dolor en el costado izquierdo. Hacía años que no le ocurría. Tenía que remontarse a su niñez para rememorarlo. ¡Quién le iba a decir que una sensación tan intensa pudiera olvidarse! Pero así fue durante mucho tiempo, hasta ahora, en que el pinchazo penetrante que le doblega le ha devuelto el recuerdo y le obliga a parar y a postrarse de hinojos en el suelo para recuperar el aliento. Arrodillado no por el peso de una culpa que no sentía, sino por las debilidades humanas que tanto desdeña su convulsa mente.

    Fue entonces cuando apareció la chica. De carácter sentimental, tendía la muchacha hacia el romanticismo exagerado de las novelas de Austen o Brontë. No le faltaba la razón, pero corría el peligro de perderla, de desconectar en tal grado de la realidad de su época que acabara por eclipsar su lucidez. Una lucidez que poseía en grado sumo y que la hizo cómplice inmediata de ese joven hincado de rodillas que trataba de recuperar el resuello. En su manipulada imaginación creyó ver en él a un fugitivo audaz y aventurero y aun percibir un cierto mohín de desamparo, un destello en la mirada que parecía pedir ayuda. No la ayuda de cualquiera, sino la suya en particular, la de ese ser elevado, esa heroína romántica con la que ella se identificaba al fantasear durante sus lecturas, capaz de percibir el pequeño resplandor del ascua cuando otros solo ven la hoguera apagada, de divisar el resquicio de humanidad en las almas sensibles y torturadas cuando el resto del mundo ya los abandona en el camino.

    No se lo pensó mucho y, con una brusquedad impropia de su refinada educación, hizo un gesto al vencido desconocido para que se acercara al otro lado de la calle donde ella se encontraba. No cruza una dama el río, sino su galante caballero, por agotado que se encuentre.

    Se acercó el huido a este ser que en su desfallecimiento se le aparecía como el ensueño de una visión celestial. Cuando estuvo a su lado, ella le dijo en un susurro:

    —Sé que huyes por la ruta de Pánfilo Narváez.

    —Eres muy sagaz. Casi me has descubierto —dijo él sin reconocer la extrema perspicacia de la chica, sino arrobado aún por la gloriosa imagen de esta Asunción nimbada que le salía al paso—. Huyo por la ruta de Hernando de Soto.

    —¿De Soto?

    —No, tan solo Soto, sin el «de», que es como debe decirse según un americano de Kansas que escribió un libro sobre una búsqueda salvaje.

    —Tendrá sus motivos el autor. Al no ser español, no verá inconveniente en enmendar la posible confusión de sus compatriotas. ¿Andas, pues, perseguido por los Papeles de Luna?

    —Eso tan solo fue la tapadera. Los papeles son míos —dijo con incipiente suspicacia el fugitivo mientras ante sus ojos veía cómo la virginal visión se transformaba en una joven de carne y hueso. Su pensamiento se revolvió al instante y no contuvo las palabras—: Huyo porque me acusan de matarte.

    —Pero eso pasará más tarde, ¿no crees?

    —Te maté antes, al forzarte a hacer ese gesto brusco en el otro lado de la calle, indigno de tu sensibilidad. Por eso ahora te veo tal como eres de verdad.

    Sintió la chica remordimientos al advertir que el huido, en su confusión, se creía engañado. Le había sorprendido y sonsacado en un momento de humana fragilidad, cuando su desvarío le hacía creer que mantenía una conversación íntima con una realidad espiritual. Y, sin embargo y al mismo tiempo, con una clarividencia sobrecogedora, se dio cuenta de que, en verdad, el amor que fluyó de esa mirada inicial, de ese destello que la cautivó, fue muerto de forma irremisible por su poco agraciado gesto y no cabía otra alternativa que ella muriera de amor no correspondido.

    Agotado por la extenuación física del turbulento día y por el esfuerzo mental que le supuso reconciliar las realidades simultáneas que se enredaban en su cabeza, el temerario fugitivo se desmayó. Cayó al suelo de repente, vencidos todos los mecanismos de resistencia de su organismo.

    La chica se sintió responsable por no haber estado a la altura de lo que esperaba de sí misma y ante la perspectiva de un amor tal vez imposible, pero digno de su entrega y dedicación absoluta, quiso ayudarle en este reverso de fortuna. La idea de involucrarse en una arriesgada misión que podría comprometerla más allá de lo que nadie esperaría no la intimidó y tal vez —pensaba— le serviría para volver a encontrar ese brillo en los ojos del huido que tanto la alteró.

    Llamó a primeros auxilios y, mientras llegaban luminosos en sus ambulancias ruidosas, extrajo del interior del doble fondo de la cazadora del prófugo un pliego de papeles.

    Los paramédicos, cuyo uniforme blanco se veía lacerado por los latigazos de la luz azul que giraba sobre el techo del vehículo, preguntaron con eficaz rutina por lo sucedido, atendieron de primera urgencia al desvanecido y pusieron al audaz fugitivo en la camilla para llevarle al hospital como era su obligación de acuerdo al protocolo. La gente que antes se desviaba para evitar la vergüenza de ver a un hombre caído empezó a amontonarse, curiosa, para ayudar ahora que ya había pasado el peligro de poder ayudar.

    Una vez acomodado el accidentado en la ambulancia, volvió un paramédico para preguntar a la chica por su identidad.

    —Es el asesino —confesó ella—, pero el asesinato todavía no ha ocurrido.

    —¿Y usted quién es? —dijo el hombre sobresaltado ante la respuesta.

    Volvió la joven la espalda y empezó a alejarse mientras decía:

    —Yo soy la muerta, pero todavía no he muerto.

    Se sentía reconfortada por tener los papeles junto a su pecho. Nadie se había dado cuenta del pequeño hurto. En sus manos estaba el destino trazado por aquella mente que su imaginación hacía ya privilegiada. «Ah, ¡si Napoleón la viese ahora! —Cruzó pasajero este pensamiento hasta que otro más inmediato la acució—: ¿Se le engancharían los papeles en la trabilla del sujetador?, ¿se desgarrarían entonces por su fragilidad?». Por si acaso, se soltó con ansiedad el sostén y los papeles se deslizaron hasta quedar atrapados entre la blusa y la falda.

    —No debería haber hecho esto. Otra herida a mi amor mancillado que desde la ambulancia me envía el penitente. Moriré de cien cuchilladas y no de golpe mortal.

    ***

    La comisaria Selma Mabila colgó el teléfono. No lo colgó porque era su móvil y, al acabar de hablar, lo apagó para desconectar y lo volvió a meter en el bolso que colgaba del respaldo de su silla.

    —Ha habido una urgencia sospechosa —comentó a sus compañeros de equipo—. Un individuo agotado por un esfuerzo sobrehumano se ha desplomado en plena vía pública. Acababa de cruzar la calle y solo gracias a la llamada de una buena samaritana había llegado a socorrerle una ambulancia que estaba de paso en la zona.

    »Le habían tumbado en la camilla, atendido y estaba ya en la furgoneta médica cuando fueron a preguntar a la chica quién era y qué había pasado. Esta les soltó una serie de sinsentidos y se marchó deprisa. Al volver al vehículo, la puerta trasera estaba abierta de par en par y no se veía al accidentado por ningún lado.

    —Algún vagabundo que no querría vérselas con la policía —comentó el nuevo ayudante en prácticas de la comisaria.

    Hizo Selma un mohín que bien pudiera ser de incredulidad, pero tampoco insistió en el tema, sino que continuó la reunión interrumpida por la llamada. Cogió otra de las notas dispersas por la mesa de la sala donde trabajaban y la leyó:

    ¿Es posible que fuera a la vez un héroe y un hombre ruin? No puedo descartar tal idea de antemano, por más que ahora esté de moda considerar que toda acción heroica es por naturaleza ruin. ¿Por qué adelantarme a pensar que su ruindad vendría de ser un héroe? Quizá era ruin antes de la hazaña heroica o lo fue después, pero no en el instante supremo de la heroicidad. O tal vez solo las lenguas vengativas son las ruines y quieren arrastrar al que descuella por el barro. Porque descollar descolló el hombre, y no a uno, sino a muchos. Le iba en ello la vida… tanto como a los descollados. Pero ¿es acaso el Ángel de la flamígera espada que defiende el árbol del Paraíso —ahora no recuerdo cuál, ¿el del bien y el mal?, ¿el de la vida?—, es acaso ese ángel, digo, ruin porque su misión sea impedir el acceso al bien supremo a cualquier precio? Aunque tal vez, pasados ya tantos años, si en vez de sobornar al custodio con antiguas patrañas y amaños, que hasta el diablo descarta por viejos, lo hicieran con las grandes fortunas que existen hoy en día, el paso estaría franco y el acceso al árbol garantizado. Seguro que eso ya ha ocurrido sin nosotros enterarnos y por eso hasta las cosas son hoy en día inteligentes…, más que nosotros. Pero es también muy posible que fuera un héroe y una buena persona, a pesar de las maledicencias. Sería un hombre de moral superior cuyo encaje en el tiempo no estuvo acertado. Pertenecería por ética a otra época a la que vivió. Este álamo en el que me apoyo mientras escribo es gigantesco, ¿será el Wasilik?

    —Esto no es más que buscar una justificación para su horroroso crimen —apuntó la psicóloga del equipo.

    —¿Qué quieres decir con eso?

    —Pues lo dicho, le remuerde la conciencia y busca una escapatoria exculpatoria.

    ***

    Al entrar en el antiguo pueblito maderero, ya entre sus queridas montañas, la chica volvió a abrocharse el sujetador y afianzó los papeles en la tirilla izquierda. A pesar de la distancia interpuesta, se sabía perseguida sin ser verdad, pues solo era observada. Napoleón la esperaba como de costumbre, ¡siempre tan fiel!, y eso le daba ánimos. En su deambular pensaba en el fugitivo, en su extraño dolor de empeine, que no llegó a ver si eran estigmas o no, y se repetía para sí:

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