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El imaginario mundo del doctor Panurgo
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El imaginario mundo del doctor Panurgo
Libro electrónico302 páginas5 horas

El imaginario mundo del doctor Panurgo

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El imaginario mundo del doctor Panurgo es dos cosas a la vez: una autobiografía intelectual y un ensayo sobre la estética de la novela. En cuanto a la primera, el texto es un desfile de lecturas cuyo orden es responsabilidad casi exclusiva de la memoria. Una memoria sin duda caprichosa, reticente a la secuencia cronológica que, sin embargo, dispone sus materiales de una manera lo suficientemente atenta para que el narrador, su propietario, no tenga que esforzarse demasiado por sistematizarlos según un plan de composición previo. En lo que concierne al segundo, este texto pretende ser un amplio comentario sobre la estética de la novela y las relaciones que la unen con las esferas de la vida y de la construcción del sujeto. Si se acepta el postulado de que la memoria no pasa de ser un voluminoso relato de nuestra experiencia del tiempo desde el presente de la escritura, entonces cada vida es un curioso coctel de realidad y ficción, puesto que, cuando intentamos reconstruir la secuencia lineal de nuestra historia, nos percatamos inmediatamente de que muchas de las partes que la componen las estamos, literalmente, inventando.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 nov 2023
ISBN9786078923649
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    El imaginario mundo del doctor Panurgo - Franceso Panico

    Prólogo

    ¿Qué título le voy a poner? es la pregunta que se hace, de manera reiterada, quien piensa escribir, está escribiendo o acaba de escri­bir un libro. Lamentablemente la solución nunca se antoja satisfactoria, aunque, por más que uno se resista hasta lo último, llegará el momento de la decisión final. No importa que no se sepa qué escribir (o, hecho aún más grave, qué demonios se ha escrito), lo importante es que aparezca un título. Y si, de pura imprudencia, ya me arriesgué en consignar mi pluma al vacío de la página, el título será aquella pequeña excusa, solo momentánea, que me sacará del apuro de iniciar a escribir, mientras que si he terminado el libro, a partir de la primera noche de haber salido ese monstruo de la imprenta, me visitarán todos aquellos títulos que hubieran podido ser (y que no fueron) para exigirme una explicación de por qué no se les proporcionó la atención que merecían; de cómo se atrevió un pusilánime como yo a negarles su pase al mundo, su ocasión de ser reales; de si y cuándo escribiré otro libro, para que se les conceda una nueva esperanza, porque de lo contrario tendrán derecho a tocar la puerta de otro, a quien ciertamente le harán ganar, mínimo, un premio literario, aunque fuera uno dedicado a la memoria del más desconocido de los letrados o a la del mismísimo autor inexistente. A eso les contestaré que lo siento mucho, pero que al momento no cuento con estas respuestas; sin embargo, como lo demuestra el título que se encuentra allá encima, El imaginario mundo del doctor Panurgo, la mecha de la esperanza siempre está encendida. Quiero, no obstante, con tal de consolarlos un poco, ilustrarles los motivos de mi elección. El relato de tres episodios sin ninguna conexión aparente, fuera del hecho obvio de que me sucedieran a mí, quizá los ayudaría a comprenderla mejor.

    En el de cabecera, totalmente anodino y no digno de ser conocido por nadie de no haberse trabado un día, tal vez provocándolo, con mi impertinente pensamiento, estaba yo de regreso a mi casa tras una breve visita al mercado. Siempre me sorprendo al percatarme de que es en los momentos y lugares más curiosos que ciertas ideas llegan a visitarme, como si despertaran de un reposo a veces largo y otras breve, tal como ellas quieren, sin esperanza alguna de disciplinarlas. En concreto, ese momento y lugar particulares coinciden con el tiempo que me tardé en cubrir el tramo de terracería cuya longitud, casi al final de su viaje, deben recorrer quienes pretenden llegar a mi domicilio. No sobra decir que las condiciones de este corto camino rural no son envidiables: los innumerables hundimientos de la tierra, solo de vez en cuando rellenados por la misericordia de algún solícito vecino, provocan, al pasar del coche, un baile semejante al de un malaventurado explorador que se encontrase en la cúspide de un volcán a punto de explotar. Sin embargo, como pude comprobarlo pronto, aquella danza terminó por arrancarme de la cabeza, como burbujas que quieren escaparse de una botella de agua quina recién abierta, todo tipo de recuerdos. Dos, en especial, fueron aquellos que se decantaron con mayor claridad, pasando a completar la tríada de episodios de la que hablaba yo antes.

    En uno se me presentó la escena de mi querido amigo Riccardo que, con tono burlón, como es su costumbre, me invita a pasar a su casa: Bienvenido doctor Panurgo, ¿cómo está usted?, y me explica el porqué de aquella bienvenida y del peculiar apodo que la acompañara. Pues, doctor −dijo−, porque eres doctor, ¿no?, y Panurgo, un poco por tu apellido, y un poco por el personaje de Rebeláis, amigo de Pantagruel, a quien, igual que a ti, le fascinan los sublimes ejercicios del pensamiento y, al mismo tiempo, las letrinas en donde estos, por irónico revés de la vida, toman vuelo. Ese comentario me hizo tanta gracia que no reparé en lo insólito que resultaba compararme con una figura de la talla de Panurgo, y lo primero que se me vino a la mente, no sé por qué motivo, fue el capítulo en que Milan Kundera, al principio de Los testamentos traicionados, explica qué sucederá cuando Panurgo deje de hacer reír a su público. Le pedí a mi amigo que sacara ese libro (es, como yo, un fan del Kundera ensayista), invitándolo a que buscara un pasaje que no recordaba exactamente, pero de cuya belleza se había evidentemente empapado el recuerdo de mi lejana lectura. Aquí lo consigno:

    El humor: el rayo divino que descubre el mundo en su ambigüedad moral y al hombre en su profunda incompetencia para juzgar a los demás; el humor: la embriaguez de la relatividad de las cosas humanas; el extraño placer que proviene de la certeza de que no hay certeza.

    ¡Qué maravilla!, y qué desilusión comprobar que uno nunca será capaz de escribir tan acertadas palabras, y, además, de una forma tan sencilla. Invadido por la emoción, retrocedí una página para buscar un pasaje del Libro Segundo de Gargantúa y Pantagruel que Kundera escoge como ejemplo de sus glosas. En él, Panurgo se enamora de una refinada dama de ciudad, quien, para su desgracia y nuestro regocijo, no piensa prestarle a nuestro héroe la más mínima atención. En la iglesia, hasta donde este la sigue para manifestarle su desesperada pasión, comienza a susurrarle al oído palabras llenas de dulzura y cariño, para luego injuriarla con apóstrofes obscenos al reparar en la indiferencia y presunción de la señora. Esta, escandalizada por tan soez parlamento, resuelve alejarse a toda prisa de aquel monstruo, a lo que Panurgo, con intención de levantar un poco a su herido amor propio o, más sencillamente, para pasar bien el rato, decide gastarle una broma digna del peor de los trúhanes: le rocía en su bello vestido la secreción sexual de una perra, lo cual provoca que todos los especímenes masculinos de aquella raza, quienes andaban husmeando por allí en busca de alguna emoción perruna, se le peguen con ademán de mearse encima de ella, hecho que irremediablemente sucede.

    Al terminar la lectura, no pude contener la risa. Me acordé entonces de otro pasaje en el que Panurgo, también al comienzo del Libro Segundo, cuenta como se liberó del yugo del turco. Durante una visita por aquellas comarcas ruines, una manada de famélicos sarracenos lo captura y se lo lleva a su paradero, con intención de saborear sus carnes blanquecinas. Bien envuelto ya por una cubierta de delicioso tocino, su cuerpo es colocado en la superficie de un inmenso asador. Trágico final, pensaría uno, pero ¡cuidado!, Panurgo no es cualquier personaje: viendo al cocinero que debía cuidarlo quedarse dormido, consigue alcanzar un tizón de entre las brasas para arrojarlo luego sobre un montón de paja puesto a un costado del imprudente guardián. Este, percibiendo cierto olor a quemado, se espabila de pronto, y viendo que se le están incendiando sus cojones, se le ocurre echarse sobre esa su parte tan vulnerable el primer liquido al alcance de su mano: el alcohol. Pero al desgraciado infiel ni le da tiempo de convertirse en una bella fogata, pues la bolsa de pólvora que lleva en su cinturón, al contacto con la llama, hace que explote en mil pedazos, provocando que su jefe, el dueño de la casa en que Panurgo se encuentra cautivo, salga de golpe para saber qué ha pasado. El panorama que se le abre ante sus ojos es desconcertante: pedazos del cuerpo de aquel infeliz, desde las alturas que alcanzaran por el estallido, caen sobre el techo de la casa, la cual, en pocos instantes, empieza a arder sin que nadie pueda evitar su destrucción. Acongojado y sin fuerzas para reaccionar, el moro le suplica al que iba a ser su cena que lo mate al instante por la vergüenza. A Panurgo, después de haber honrado ese último deseo del hombre, solo le queda ahora una última hazaña: deshacerse de los perros que lo están acorralando por estar salpicadas sus carnes de sabrosa grasita. Resuelve entonces librarse de ese abrigo de colesterol (en otras circunstancias jamás lo habría hecho) para que la manada hambrienta, aprovechando la oportunidad de un apetitoso e inesperado banquete, lo deje escabullirse de aquellos páramos sin Dios.

    No sin cierto grado de goce, me figuré ser yo este héroe desaforado, carente del más mínimo sentido de los modales y de la decencia, pero, al mismo tiempo, casto e inocente como una campesina calvinista. Es como si aquel día hubiese yo dejado de soñar con Batman para convertirme en lo que, de hecho, siempre había querido ser: un titán pantagruélico, salido del vientre de un valle, la Cuenca ternana (Terni, en la región de Umbria, Italia, se llama mi ciudad natal), cuya ondulante geografía serrana, empotrada en el mero centro de la península itálica, ha servido de escenario para las vidas de sus honestos e incansables naturales, quienes han vivido, casi desde siempre, entre el trigal, la viña y la porqueriza, orgullosos de su pan y de su vino; y, es bueno no olvidarse de ello, de sus embutidos, añejados en el frescor de sus sótanos con sal, pimienta y ajo, y consagrados, tras haberse pacientemente madurado, a llenar sus formidables barrigas, de cuyas profundidades un eructo majestuoso jamás ha dejado de abrirse camino tras una dificultosa digestión.

    Todo eso me lleva al otro episodio del que hablaba, porque si por un lado ya me bamboleaba en el sentimiento de la identificación con este regio personaje, por el otro pude ver como el esfuerzo literario de los primeros novelistas no podría haber nacido sin que ellos sintiesen la total libertad de exhibir en sus creaciones el variado abanico de la condición humana, incluso aquello que todo mundo quisiera callar, sea por íntimo pudor o por una envilecida convención social. La novela pantagruélica se vuelve un enorme espejo de la vida, uno que, a diferencia de los espejos normales, ejerce la virtud de reflejar mucho más que un doble exacto de la realidad: él nos devuelve su sombra, su horizonte de sucesos (como diría un físico que quisiera dedicarse al estudio atómico del alma), su lado oscuro, sus historias posibles, en las que somos personajes siempre diferentes: en algunas de estas, hasta podríamos habernos entregado a los vicios con los que siempre hemos soñado, pero que jamás, por un motivo u otro, nos hemos resuelto a poner en práctica.

    Me acordé entonces de una película que había visto hace bastante tiempo, El imaginario mundo del doctor Parnassus, en la que un personaje inmortal, homónimo del poético monte de Apolo, el doctor Parnassuss precisamente, acompañado de su joven y hermosa hija, de un también joven mozo enamorado de ella, de un enano que es su buena conciencia y de un impertinente vagabundo, viaja por la ciudad de Londres sobre una estrafalaria carcacha. La insólita compañía ofrece un espectáculo teatral, el Imaginarium, muy poco común: en él los espectadores deben pasar por un espejo que puede llevarlos, dependiendo del caso, hacia su mejor sueño o rumbo a su peor pesadilla. Al respecto, es de precisar que el sentimental doctor había llegado a realizar ese proyecto, no por íntima convicción o por un simple deseo infantil de amenizar sus días, sino porque, en algún momento de su pasado, había estrechado un pacto con el diablo en el que se comprometía a entregarle el alma de su primogénito a cambio de que el cornudo le devolviese su condición de mortal, misma que había perdido en su primera apuesta con el príncipe de los infiernos. Débil emocionalmente y sin más opciones, Parnassus había aceptado los términos de aquel contrato, pero no había reparado en que, al nacer su hija Valentine, el amor que sintiera por ella le impidiera respetarlo. Devastado por esta nueva situación, y ya a punto de consumarse el plazo establecido (el cumplimiento del dieciseisavo año de edad de la joven), el Doctor, con deseos de rehabilitar su maltrecho papel paterno, por enésima vez le pide al señor Waits (el diablo en la cinta) que se redefinan los términos de su acuerdo, invitándolo a participar en una nueva apuesta: conquistar, antes de que él lo haga, cinco almas, que quedarán atrapadas sin remedio en su espejo mágico, listas para ser despachadas directamente al almacén del infierno. En caso de que el Doctor gane, Míster Waits renunciará para siempre al alma de su hija.

    El resto, para ya no aburrir al lector, es puro cuento, ya que se sabe que un ángel caído es una criatura por naturaleza burlona, poco seria, pero sobre todo dispuesta, hecho que la hace sumamente atractiva, a renegociar los acuerdos establecidos, pues él, a diferencia del Supremo, no le debe nada a la eternidad. Es más, la aborrece por completo, y está dispuesto a ridiculizarla toda vez que se le presente la ocasión, y solo para hacerle ver al Creador que, pese a que jamás logrará vencerlo, podrá fastidiarlo, eso sí, eternamente. Así que Parnassus le propone a su contrincante, tan necesitado como cualquiera, el nuevo pacto que, como es de esperarse, este termina aceptando y, naturalmente, perdiendo; sin embargo, la victoria de Parnassus será una victoria pírrica, puesto que significará renunciar para siempre a su vida con Valentine.

    El imaginario mundo del doctor parnassus, cuyos huecos en la trama recién aludida no es mi interés colmar por no ser esta mi intención, es una cinta a la que reconozco la virtud de haberme ayudado a redactar ese dificultoso prólogo, aunque, para ser más honesto, le concedo también el mérito de haberme llevado a concebir mi propio Imaginarium, lugar en el que mis fantasías, memorias y reflexiones se revuelven con las obras, los autores y los personajes con los que he tenido el privilegio de tropezarme a lo largo de estos años de arduo y persistente trabajo como lector.

    Dicho eso, solo espero ahora que las razones que acabo de exponer a lo largo de esta glosa hayan sido suficientes para mitigar la desilusión de aquellos títulos a los que no pude ofrecer una excusa para existir.

    Xalapa, 23 de marzo de 2015

    El universo en la tapa de un libro (parte i)

    Nel suo profondo vidi che s'interna,

    legato con amore in un volume,

    ciò che per l'universo si squaderna;

    sustanze e accidenti e lor costume

    quasi conflati insieme, per tal modo

    che ciò ch'i'dico è un semplice lume.

    Divina Comedia, Paraíso xxxiii (vv. 85-90)

    En La montaña mágica de Thomas Mann, tanto el protagonista como el narrador se preguntan, entre lo serio y lo burlón (remedando un poco los juegos lingüísticos de mucha filosofía), qué es el tiempo:

    ¡Un misterio! El tiempo es omnipotente, sin realidad propia; es una condición del mundo fenomenal, un movimiento mezclado y unido a la existencia de los cuerpos en el espacio y su movimiento. Pero ¿habría tiempo si no hubiese movimiento? ¿Habría movimiento si no hubiese tiempo? ¿O es lo contrario? ¿Son ambos una misma cosa? ¡Es inútil continuar preguntando! El tiempo es activo, produce. ¿Qué produce? Produce el cambio. El ahora no es el entonces, el aquí no es el allá, pues entre ambas cosas existe siempre el movimiento. Pero como el movimiento por el que se mide el tiempo es circular y se cierra sobre sí mismo, ese movimiento y ese cambio se podrían calificar perfectamente de reposo y de inmovilidad. El entonces se repite sin cesar en el ahora, el allá se repite en el aquí.

    Bien, el tiempo es un misterio: es rectilíneo, quebrado y circular. Todo depende de su dirección, de su movimiento. En lo conceptual, el tiempo cuenta con todos los atributos de un Dios digno de ese nombre, puesto que este es capaz de tomar la forma que más se le antoja según las circunstancias del caso. Es curioso cómo, en esta increíble novela que despide el siglo xix, muy pocas veces se menciona a Dios, y cuando sucede, esa palabra queda apenas como un ornamento retórico, cuya principal función es embelesar cáusticamente los ampulosos discursos de los personajes de la obra. ¿Será que Dios no merece ni siquiera ser nombrado? ¿Será que nombrarlo resulta del todo inútil? Vaya a saber uno, pero lo cierto es que Dios ahí está. Su ausencia es la prueba que delata su presencia. Todos los elementos del discurso sobre el tiempo, de alguna manera, se refieren a él. Hasta aquellos que jamás lo han admirado, como Nietzsche, por ejemplo, no pudieron evitar evocarlo, mientras que otros que sí lo respetaban, como Einstein, lo utilizaban como un débil argumento metafísico para que la relatividad no pareciese tan relativa. ¡Pobre de Dios! Si quisiera él permanecer oculto, sustraerse a las miradas inoportunas de tantos hombres que lo buscan sin jamás alcanzar la prueba de su existencia, no sabría cómo hacerlo. Mejor pegarse un tiro, y si la bala lo atravesara como a un fantasma que se dispone a cruzar una pared, yo le sugeriría que buscara en su omnipotencia la manera de hacerse olvidar para siempre, incluso de olvidarse de sí mismo.

    Regresando a Mann, no cabe duda de que ese gran novelista conociera al dedillo la obra de sus recién mencionados paisanos, Nietzsche y Einstein, cuya sombra, como en el caso de la de Dios, se desliza silenciosamente por entre las líneas del texto de arriba. El físico de Ulm hace acto de presencia con su teoría de la relatividad general, la cual, a comienzos del siglo xx, había puesto de cabeza al mundo, afirmando, por conducto de una serie de demostraciones matemáticas, unidas a una especial sensibilidad de observador, que el espacio sobre el que nos movemos los hombres y el tiempo que vemos pasar por las agujas del reloj, no han estado ahí desde siempre, inmóviles e increados, sino que cambian de forma (¡sí, el tiempo es forma!) de acuerdo con ciertas circunstancias particulares de masa y energía. La forma, en pocas palabras, es la unión indivisible del espacio y del tiempo. Es más, el espacio y el tiempo son lo mismo: entre ellos no se establece principio dialéctico alguno más allá de las efímeras categorías del lenguaje. Cierto es que eso no nos impide otorgarles una magnitud, pero sabiendo que estas mediciones jamás arrojan los mismos resultados, sino que responden a la configuración propia de cada suceso. Hasta uno podría imaginarse el notorio ejemplo del tren como uno de estos espaciotiempos que cobran forma en el imaginario del relato: Einstein, sentado en el tren y de espaldas a la trayectoria de ese humeante cuerpo movido por una gran chimenea, observa el paisaje alejarse. Sabe, como todo hombre con sentido común, que su cuerpo no está moviéndose, que los árboles y las ralas casas allí afuera, en su propio estado físico, están también en reposo, y que quien, de hecho, está cubriendo una distancia claramente perceptible es la máquina a la que se ha momentáneamente entregado con el propósito de ir a visitar a su familia. Tal vez no esté pensando en ecuaciones ni en cálculos diferenciales, sino simple y llanamente en reencontrar a sus seres queridos: abrazar a Lieserl, a Hans, y a ese pobre chico de Eduard, quien, de allí a poco, conocerá la dulce despreocupación de la locura. Su mirada se fija en el vacío, su concentración está puesta al servicio del presente, su mente se le figura de cristal, o quizá todo eso no sea más que un vívido sueño, el cual, al despertar, le dará acceso a la idea de que el tiempo es la cuarta dimensión, aquella en donde lo falso y lo verdadero, el sueño y la vigilia, la realidad y la imaginación, gravitan alrededor del núcleo de la vida, imposible de observar experimentalmente. Sea como fuere, llega a percatarse de que su tiempo es otro respecto al del campesino que acaba de ver conduciendo su carruaje, allá afuera. Ese tiempo suyo, como el del personaje externo, es un tiempo físico, casi palpable; sin embargo, ambos transitan de manera diferente por el enredado, pero no desordenado, bosque de la contingencia.

    El espacio es un pliegue del tiempo, el tiempo una curva del espacio y él, Einstein, se mueve sin moverse, llevado por una locomotora cuyo ruido y estruendo la hace parecer a un monstruo encabritado. El carruaje y el campesino forman ahora un recuerdo que difícilmente será olvidado por el científico. Gracias a ellos, al hombre perceptivo y atento acaba de caerle el veinte de que está envejeciendo más lento que aquel robusto labrador, tan solo por estar viajando a una velocidad mayor a la de este. No importa que los muchos años dedicados al campo para uno y al laboratorio para el otro ejercieran una influencia decisiva sobre la manera en cómo el tiempo ha transcurrido para ambos. Poco importa que las duras faenas de la cosecha y el aire viciado de los claustros universitarios, tanto en uno como en otro caso, hicieran que estos dos individuos asumiesen un papel distinto dentro del juego de la duración. Lo que cuenta es que, en el momento exacto de la visión, o sea, de la penetración de esta gruesa capa puesta por el tiempo en defensa del instante presente, se haya develado lo que no podía no estar claro: vivimos en el tiempo a medida que reconstruimos la cadena narrativa que nos lleva de nuestro pasado hacia el futuro que esperamos. Fuera de ello, descubrimos, más humildemente, que somos un accidente, un leve parpadeo de casualidad, o como diría el narrador de Mann, una excrecencia febril y voluptuosa de la materia.

    Einstein decía, en una de sus más célebres afirmaciones, que Dios no es un jugador de dados, pero tal vez con un poco de imaginación podríamos verlo como un empedernido novelista a quien la realidad por él creada le empieza a quedar corta y, por tal motivo, quisiera aportar a la vida del hombre algo más que la abrumadora soledad del libre albedrío. Pintado así, es un ser que daría pena a cualquiera: imagínese usted a un sujeto que, esperando crear algo bueno de la nada y poniendo todo su empeño en ello, al cabo se da cuenta de que el resultado de su creación es una porquería, una hoja emponzoñada que quisiera arrugar con sus manotas y aventar a la basura. Sí, se ha equivocado por completo pero, en vez de entregarse a un sano abstencionismo, como lo haría cualquier sabio que reconociera la vacuidad de sus acciones, sigue optando por el hacer, creyendo que aquello que en un principio salió mal, puede corregirse a través de un acto reparador. Cualquiera, y con justa razón, calificaría esta conducta de absolutamente necia. En su divino escritorio debe estar acumulando páginas y páginas de historias, las cuales, por conducto de su también divina pluma, arroja al mundo. Pero ese acto es sumamente peligroso puesto que, tarde o temprano, su fervor literario lo llevará a inventar una historia cuyo personaje principal será alguien que, como él, se creerá un Dios empeñado en crear su mundo. ¡Qué triste esto de la ley del contrapaso! ¡Y pensar que Dante, en su Comedia, creía que esta fuera una invención de Dios! A principios del siglo xx, el tiempo ha perdido su carácter metafísico para convertirse en un ente físico, aunque de una física que, para darse a entender, debe recurrir no solo a números y fórmulas matemáticas sino a la palabra ambigua y volátil de la filosofía y hasta de la poesía. En suma, el mundo físico se parece mucho a una novela que, al hojearla, cambia de forma.

    Por otro lado, el espíritu de Nietzsche aparece junto con la idea del eterno retorno. Nadie en su sano juicio puede creer hoy, como entonces (y menos el mismo Nietzsche), que los acontecimientos vividos y por vivir retornarán en algún tiempo para manifestarse de la misma manera y por las mismas causas que los han suscitado en su momento. Lo que se desprende de esta idea, a la cual el fragmento de Mann hace referencia en sus líneas finales, es que el tiempo circular es también una posibilidad, aunque muy distinta de la anterior; de hecho, opuesta: volviéndose el tiempo hacia sí mismo, es decir, curvándose hasta el punto extremo en donde el final llega a coincidir con el inicio, el tiempo, decía, se anula, se torna incalculable, inconmensurable, eterno. Al cerrarse, se inmola cual divinidad que renuncia a la vida de los cielos para renacer en la promiscuidad de la tierra. Zaratustra es apenas una manifestación de esta divinidad humana, demasiado humana:

    —Oh, Zaratustra −dijeron a esto los animales−, todas las cosas bailan para quienes piensan como nosotros: vienen y se tienden la mano, y ríen, y huyen, y vuelven. Todo va, todo vuelve; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer, eternamente corre el año del ser. Todo se rompe, todo se recompone; eternamente se construye a sí misma la misma casa del ser. Todo se despide, todo vuelve a saludarse; eternamente permanece fiel a sí el anillo del ser. En cada instante comienza el ser; en torno a todo Aquí gira la esfera Allá. El centro está en todas partes. Curvo es el sendero de la eternidad […] ¡Oh trúhanes y organillos de manubrio! −respondió Zaratustra.

    Los animales cantan a Zaratustra la letanía de la renovación primaveral, el repetitivo canturreo de la naturaleza. Pero a ese ser excepcional, quien ha emprendido el viaje más arduo, el de su alma, resuelto a disipar la bruma del sueño, no le resulta nada aceptable conformarse con una satisfactoria pero limitada explicación cosmológica, pues él no es un Dios, pero tampoco un hombre, no es un semidiós ni un semihombre, quizá sea (o crea ser) un superhombre, es decir, alguien que se niega a rendirse ante la omnipotencia de otro: Dios, precisamente. La comprensión, parece decir ese dudoso héroe, es inútil buscarla en un ser supuestamente externo al círculo de la repetición. Como decía un cómico genial de mi país, interpretando el personaje de un esperpéntico sabelotodo oriental cansado de su monótona vida cotidiana (levantarse temprano, ir a dejar su hija

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