El pecado del hombre: Una trama engendrada por el mismísimo diablo y ejecutada en nombre de Dios
Por Pedro A. López
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Una trama engendrada por el mismísimo diablo y ejecutada en nombre de Dios.
No había más mundo para Jonás que el agradecimiento y entrega a quien le había sacado de la mísera e incierta vida callejera cuando apenas empezó a tener uso de razón. Tal fue su gratitud que no dudó ni un segundo en hacer aquello que mejor sabía cuando fue requerido para ello, matar, de la forma más atroz conocida por el hombre, crucificando a sus víctimas.
A lo largo de toda la trama, el asesino será buscado y perseguido por un grupo de investigadores encabezado y dirigido por el agente Sauwer Dalton perteneciente a la Oficina Federal de Investigación de los Estados Unidos, los cuales llevarán a cabo un exhaustivo e impecable trabajo con el único objetivo de cazar al cazador. Crímenes, odios, engaños, traiciones y una inexpugnable red de corrupción al más alto nivel, e incluso una historia de amor en medio del infierno, conforman una trepidante trama que conseguirá que el lector que decida sumergirse en ella, disfrute de un trailer sin precedentes, sobre el más sanguinario asesino en serie del siglo XX.
Pedro A. López
Nacido en 1970, en el seno de una familia de clase humilde, Pedro Antonio López pasó su infancia en la ciudad de Murcia, para más tarde, cumplidos los diecinueve años de edad, vivir en diferentes ciudades españolas. Dedicó más de quince años de su vida a la investigación, persecución y resolución de todo tipo de actividades criminales y hechos relacionados con la delincuencia. Fue hace pocos años cuando decidió retomar la actividad que más satisfacciones le había dado, la escritura de relatos y novelas de diferentes géneros.
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El pecado del hombre - Pedro A. López
Título original: El pecado del hombre
Primera edición: Agosto 2016
© 2016, Pedro A. López
© 2016, megustaescribir
Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El texto bíblico ha sido tomado de la versión © La Biblia Latinoamérica, Países Bajos: Editorial Verbo Divino
CONTENIDO
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
EPÍLOGO
NOTA DEL AUTOR
A la niña de mis ojos
Mi Princesa Estefanía.
AGRADECIMIENTOS
-A mi hija Estefanía y a mis hijos Pedro Antonio y Alejandro, por su incondicional apoyo y comprensión.
-A mis padres y hermanos por su ilusión y confianza.
-A Paco López por su confianza y acertados consejos.
-A Salvador García por su colaboración.
-A Pedro Murcia por su colaboración en el diseño de portada.
-A Pedro Nicolás Satoca donde quiera que esté, por iluminar mi camino.
-A Mari Carmen, por todo.
-A todas las personas que estuvieron a mi lado durante la creación de este proyecto, por sus desvelos y palabras de aliento en los malos momentos.
-A todos los lectores de la presente obra por que ellos la hacen posible.
PRÓLOGO
Mientras en el mundo se vive con la facilidad y tranquilidad relativa que el hombre se proporciona, existen lugares en el planeta donde las palabras martirio y sufrimiento alcanzan toda su magnitud. La mayor exhibición del mal que ninguna mente humana podría imaginar.
El siguiente relato, trata de advertir al lector que la felicidad de la que goza, es preocupantemente alterable al más mínimo estímulo exterior.
Cuando realmente dispongamos de toda la información y disfrutemos de los suficientes avances tecnológicos, es decir, cuando contemos con el suficiente poder como para alterar el orden natural de las reacciones e impulsos que nos conducen, será cuando podamos comprender de forma casi imperceptible, la verdadera angustia de cuanto acontece ocasionalmente a causa de ciertas patologías.
¿o no es así?, ¿es necesario sufrir una enfermedad para provocar que las palabras duelan, y que los hechos hagan sangrar hasta la muerte?.
La mente humana, verdadera obra maestra de la evolución, sensible a estímulos primarios y de la misma forma, capaz de descifrar las más complicadas cábalas a la que la historia la ha retado, parece infalible ante cualquier desafío, sin embargo, esta misma maravilla, está socavando implacablemente su propia razón de existir.
La complejidad de la mente es comparable a la disparidad existente entre el agua y el fuego, se puede llegar a ser un adepto y fiel a cualquier doctrina o religión conocida, de hecho, aferrado a esa fe y en nombre de Dios ser capaz de sacrificar cientos de vidas de la forma más infame, despedazar cuerpos para luego echarlos a las bestias, quemarlos estando aún vivos, o ¿por qué no?, gracias a la evolución y a ese conocimiento y cultivo adquiridos, ametrallarlos psicológicamente dejando solo la sombra de una antigua y lejana humanidad, sin importar qué o quien pague, sin juicio previo ni mandato divino alguno. Excusando el hecho como tributo a un Dios que como principal dijo: amaos los unos a los otros, como yo os he amado
. Amado hasta el punto de morir por el pecado del hombre de la forma más atroz conocida, en la cruz.
Distantes ejemplos de una interpretación diametralmente opuesta, llevados a cabo por personas que en circunstancias muy distintas, creyeron cumplir ciegamente con su deber, hechos que si bien se contradicen desde su misma esencia, resultan igual de tormentosos para el resto de la humanidad.
¿Es matar un pecado, cuando se hace en nombre de la fe?, a sabiendas de que aquel que mató lo hizo gracias a un acto de amor incomparable del primero, que entrego en sacrificio lo más amado para él.
Casi con toda probabilidad usted habite en la parte del mundo donde la paz y la tranquilidad predominen, donde el caos total y absoluto, la locura y el instinto de supervivencia no sean conocidos ni necesarios, si es así, siga leyendo, aunque usted no lo crea esa paz y tranquilidad a la que hago referencia, es solo una visión, una fábula de su mente, de su propia maravilla craneal.
Si por el contrario vive entre sombras, siente el hedor de la muerte, tiene hambre, sed y ha perdido la cordura hasta el punto de saber que su mejor aliada quizá sea la bala que probablemente y en un acto de gracia divina, le sustraiga de la amargura en la que vive, cierre el libro, no sé nada que usted ya no sepa.
A partir de este momento el lector que así lo haya decidido se introducirá en la historia actual, la que todavía no ha terminado, la que en tiempo real es de por sí dolorosa y vergonzante, la que pareciese engendrada por el mismísimo diablo, la que mata, por el simple hecho de vivir.
I
Washington DC
19-01-1.999
Eran las ocho y media de la mañana cuando el agente Sauwer Dalton perteneciente a la Oficina Federal de Investigación, se dirigía hacia su despacho ubicado en el edificio Hamilton Place, entre la sexta con Price Avenue, en el centro de la ciudad de Washington.
Era una mañana helada y por la acera transitaba la gente abrigada hasta la médula. La mayoría se dirigían al trabajo a paso ligero.
El tráfico era insoportable, colas y colas de vehículos se hacinaban en la calzada. Los humeantes tubos de escape y los rugidos de los motores unidos a los innumerables toques de claxon, ofrecían un amanecer al que la ciudad ya estaba acostumbrada.
El agente Dalton siempre optaba por ir a pie, tan solo tenía que caminar una manzana Su domicilio se encontraba en Price Avenue, los escasos quinientos metros que le separaban de su oficina le hacían adquirir un calor reconfortable, estimulando así los músculos de sus piernas, que de otra forma y dado que no era un agente de campo, se atrofiarían más de lo necesario sobre la silla de su despacho.
Cuando accedió a la entrada del Hamilton pasó por el detector de la entrada, entregó al guardia de seguridad su Beretta FS 92 y mostró su identificación profesional.
—Buenos días agente
-, el guardia no obtuvo respuesta, más bien una mirada acerada y fría, hecho que no le sorprendió. Dalton no era conocido por su amabilidad y entusiasmo, se trataba de un tipo rudo, cuyos buenos modales debió perder con el paso de los años, de esos que solo prestan atención cuando verdaderamente les interesa.
Gozaba de ciertos privilegios por parte de los jefes, privilegios que por otro lado se había ganado a pulso, de hecho, lo habían trasladado a un destino donde no tendría que mostrar cualidades especiales, más bien dar órdenes desde un despacho y poco más, todo ello a pesar de que el siempre pensaba que su lugar estaba en la calle, en primera línea Consumado investigador durante sus primeros años como Agente Federal, había resuelto con éxito innumerables casos que le hicieron acreedor a casi cualquier puesto de mando.
Cuando le fue devuelta el arma se dirigió al ascensor y pulsó el botón de llamada.
—Todo esto no es necesario-, susurró. El vigilante de turno lo conocía sobradamente.
—Pero las normas son las normas y en este edificio, esas normas son ley-, pensó mientras esperaba.
Una vez en la cuarta planta donde se ubicaban las dependencias de la Oficina Federal de Investigación, se dirigió hacia su despacho, atravesando para ello el pasillo que le llevaba hasta la entrada. En una pequeña y estrecha dependencia se encontraba la mesa de su secretaria.
Sophie Lanch era una becaria procedente de la academia que el F.B.I. tenía en Quántico, las cualidades que mostraba no eran precisamente excelentes, pero parecía poseer cierta habilidad para hacer amistades con poder, el puesto que actualmente ocupaba lo hubiese deseado cualquier otro agente con plena satisfacción y con mejores facultades. Trabajar bajo las órdenes del agente especial Dalton era garantía de una preparación óptima.
La mesa de la becaria se encontraba rodeada de cientos de legajos y archivadores, expedientes y estanterías llenas de libros sobre psicología y otros temas relacionados con la investigación criminológica. En el escaso espacio que había libre en la pared, se extendían mapas y planos sujetos con chinchetas de diversos colores, en ellos había trazados y punteados lugares que en ese momento, se encontraban en plena investigación, homicidios u otros casos que llegaban a las manos del agente Dalton.
Sin apenas espacio para moverse, cuando la secretaria Lanch vio a Dalton, le hizo detenerse levantando la mano,
–buenos días señor, en el despacho se encuentra el Director Stenton junto con otras dos personas a las que no he reconocido, llevan esperándole unos quince minutos, no me han comentado nada sobre el motivo de la visita, únicamente me preguntaron a qué hora suele llegar usted-,
—gracias Sophie-, contestó Dalton seguro de sí mismo, como el que muestra desinterés, hecho que desconcertó a la secretaria, el director Stenton no solía hacer visitas sin avisar previamente y su relación con Dalton, bueno…, digamos que no eran precisamente amigos.
Stenton era un hombre meticuloso, no permitía que nada le pasara por alto, le gustaba encontrar todo a su gusto, entusiasta del orden, presumía de tener relación directa con los más altos mandatarios de la nación, incluido el presidente. Físicamente tenía poco que aportar, envejecido por los años, su pelo plateado y la piel tersa y blanca que envolvía su rostro, dejaba entrever la sangre azul de sus venas, un hombre frágil, encorvado al caminar y extremadamente sensible a la luz solar, aunque a través de aquel viejo cuerpo, se podía sentir la serenidad y firmeza justa de un hombre hecho a medida para su trabajo, de hecho, nadie subordinado o no, cuestionaba su capacidad física o mental.
Stenton se hallaba sentado en el sillón del Agente Dalton cuando este irrumpió en el interior del despacho, otras dos personas a las cuales no conocía, se encontraban sentadas en el lado opuesto de la mesa, frente al director.
—¡Buenos días!-, exclamó el agente, la respuesta de Stenton se hizo esperar algo más de lo natural, tras mirar el reloj de pulsera y dirigirle una mirada incomoda, contestó,
—buenos días-.
En ese momento, Dalton recordó que al director no le importaba tanto el horario, como la eficacia en el trabajo. Tal vez por ese motivo y por la resolución exitosa de varios casos en los últimos meses, el agente se encontraba seguro de sí mismo.
Los dos extraños que se hallaban en el despacho permanecieron mudos, se levantaron casi al unísono y se volvieron hacia Dalton,
—como es de suponer Agente, no conoce usted a Jack Freiser, profesor de criminalística de la universidad de Harvard y a la Doctora Anne Volteare, perteneciente al instituto de medicina forense de Boston -,
—no, no tengo el gusto señor-,
—pues ya lo tiene-, dijo Stenton en tono seco, a lo que añadió dirigiéndose a sus acompañantes,
—señores, el Agente Especial Sauwer Dalton, de criminología-, Dalton les estrechó la mano,
—¿a qué se debe su visita Director?, no le esperaba-,
—verá usted-, contestó Stenton con voz pausada,
—en el dossier que se encuentra sobre su mesa-, el agente dirigió su mirada hacia una carpeta sobre el portafolios de su escritorio,
—está todo lo que conocemos hasta el momento sobre un cadáver hallado por la policía estatal de Massachusetts, a las afueras de la ciudad de Boston, en las inmediaciones de una abandonada fábrica de calzado. Ahora tengo poco tiempo para explicarle por qué le entrego a usted el caso, pero cuando lo haya examinado se dará cuenta de que no estamos ante un caso que pueda digerirse por cualquier agente de campo-,
—perdone director, no entiendo exactamente… -
—escúcheme Agente-, cortó Stenton.
—en circunstancias normales, este sería un caso más de homicidio cuya investigación seria llevada a cabo de forma rutinaria por la policía de Boston, pero las características, la similitud con otro ocurrido hace exactamente un mes en Paris y el modus operandi
, lo convierten en un caso digamos…, fuera de lo común, además, alguien de la central en Nueva York dijo su nombre, al parecer existe cierto interés en que sea usted precisamente el que lleve a cabo la investigación-.
Dalton se quedó pensando, mientras miraba la portada del dossier acariciaba su barbilla con la mano derecha.
—Estúdielo detenidamente, la doctora Volteare y el profesor Freiser a los cuales agradezco su presencia y valiosa ayuda, están aquí para colaborar con usted, ellos pueden aportar datos a la investigación que sin los conocimientos necesarios, a usted se le pasarían por alto-, Dalton miro a Stenton con un gesto serio e inusualmente desafiante. Estaba acostumbrado a elegir con quien trabajar, pero consciente de que cuatro expertos ojos más, era una oferta nada desdeñable.
—Créame cuando le digo que esto no ha sido idea mía agente, no es mi estilo, todo cuanto acontece en mi casa nunca sale de ella y así seguirá siendo-, susurró el Director haciendo un guiño de complicidad Dalton,
—bien señores-, prosiguió,
—solo cuando obtengan resultados moléstenme, no antes-, bramó mientras salía del despacho dando un portazo.
Una vez Dalton y sus acompañantes se quedaron solos, este asintió con cierta incomodidad, y resoplando, les indicó que tomaran asiento,
— no sé de qué va toda esta historia, pero supongo que ustedes están aquí por algún motivo que se me escapa –,
—abra el dossier-, indicó la doctora Volteare señalándolo con la mano, no acostumbrado a recibir órdenes de personal civil y mucho menos en su propio despacho, Dalton sondeó aceradamente a la doctora, escudriñó lentamente sus ojos azules, la respuesta de ella fue similar, no se dejó impresionar por aquella ruda expresión.
La doctora Volteare era una persona que desconfiaba por naturaleza de todos aquellos cuya reputación les precedía. Acostumbrada a ser pisoteada por jefes que apreciaban más un currículo maquillado en exceso, que un trabajo efectivo, era una de las mejores en la especialidad de medicina forense, cosa de la que no le gustaba alardear, lo llevaba a la práctica y punto. Caer bien a la gente que le rodeaba era una pérdida de tiempo que no se podía permitir y desde luego, nunca a una persona con la arrogancia de la que hacía gala el agente Dalton. Para ella el F.B.I. era una de esas instituciones que aunque necesaria para el Gobierno, carecía de verdaderos especialistas y que cuando se veían desbordados por algún caso, recurrían a verdaderos profesionales, mejor formados y que por supuesto, no trabajaban para la Oficina Federal de Investigación.
Fingiendo desinterés, Dalton arrastró con la mano la carpeta que había sobre la mesa, la giró y la abrió. En la portada del expediente que había dentro, podía leerse un número 30.004, así como la impresión CONFIDENCIAL, más abajo, escrito a mano las iniciales S.D.,
—Sauwer Dalton-, pensó el agente,
—alguien se ha tomado demasiadas molestias-. Cuando por fin comenzó a hojear la primera pagina del interior, Dalton dio un respingo y se levantó de su sillón, tenía los ojos como platos, no podía creer lo que veían sus ojos en las fotografías que se hallaban ante él, notó como el corazón se le aceleraba por momentos y un escalofrió, recorrió todo su