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El sueño de Can Ramat
El sueño de Can Ramat
El sueño de Can Ramat
Libro electrónico241 páginas4 horas

El sueño de Can Ramat

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Información de este libro electrónico

India nos incita a ver el mundo con mirada limpia, sin prejuicios y con la mente abierta.

India, una pizpireta yegua pía, evoca desde Can Ramat los recuerdos y avatares que la convertirán en el alma del idílico paraje.

Allí observa las vueltas de la vida, las enseñanzas de la naturaleza, los dislates de los humanos y, desde su peculiar punto de vista, desvela verdades universales sin el aparato ni la presunción que caracteriza a los autores no equinos.

Así, nos muestra arraigados prejuicios donde la apariencia es soberana y lo artificioso prima, sin valorar suficientemente lo bueno presente. Desde su lugar de privilegio nos acerca a ese reino que no se puede explorar con la razón, donde tan solo la intuición revela verdades, de otra manera inalcanzables, y sugiere la existencia de un mundo de realidades suprasensibles.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 oct 2019
ISBN9788417856632
El sueño de Can Ramat

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    El sueño de Can Ramat - José Felipe Dolz

    El sueño de Can Ramat

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417856199

    ISBN eBook: 9788417856632

    © del texto:

    José Felipe Dolz

    © de esta edición:

    Caligrama, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «O lost, and by the wind grieved, ghost, come back again».

    Look Homeward,

    Angel. Thomas Wolfe

    Prólogo

    Esta pequeña obra es una fábula de la imaginación que nos alienta a volar alegremente hacia ese recuerdo del pasado que se nos hizo tan entrañable, hacia ese sentimiento que aún despierta la añoranza de volver a vivirlo. Quiere acercarnos a ese reino que no se puede explorar con la razón, donde tan solo la intuición revela verdades de otra manera inalcanzables y sugiere la existencia de un mundo de realidades suprasensibles.

    Las páginas que siguen relatan la vida de un lugar llamado Can Ramat durante ese tiempo que la frágil memoria quiere considerar idílico. Un rincón que, como anuncia el título, se ha convertido en ensueño de la imaginación de los que allí vivieron. Seguramente, ni lo uno ni lo otro se ajusta a la realidad, pero las huellas que sobreviven gracias a India son tan entrañables que vale escucharlas a través de su voz, la voz de un caballo. No, no es la mula Francis de tan descarado hablar; ni aquella raza de caballos que tan razonadamente preguntaban a Gulliver por sus costumbres; ni el pío Kholstomer, que durante cinco noches rusas relató su historia a sus compañeros de establo; ni tampoco ese asno de oro en que Apuleyo transformó al romano; ni aquel Janto, corcel de ligeros pies que tan funestamente habló al divino Aquiles, sino un caballo de verdad, bueno, una yegua llamada India.

    Dicen que no se puede recordar lo que otro ha olvidado y por eso se pensó en un primer momento dejar por escrito lo que aún resuena de lo que ella contó durante los muchos paseos compartidos, o cuando simplemente acompañaban juntos al tiempo. Pero resulta que no es verdad lo que se dice y, en esa otra realidad de lo posible, es la propia India la que nos cuenta el mundo tal como lo ve desde su posición de privilegio.

    Sí, privilegio por la intensidad con que aún vive cualquier acontecimiento. El que ahora transcribe llegó a entender que los caballos están «presentes en el momento», con lo que se quiere indicar la habilidad de estar siempre atento a lo que ocurre en tiempo real, en cada preciso instante. Quizá, excepto cuando duermen, no parece que los caballos dejen escapar la imaginación ni hacia el pasado ni hacia el futuro, lo que centra toda su atención en el aquí y ahora y les hace extraordinariamente sensibles a las más mínimas variaciones de su entorno.

    Nosotros, los hombres, somos para ellos una fuente continua de estas perturbaciones del medio, y la gran lección que hay que aprender es que sus acciones, por más que, a veces, las consideremos inesperadas, obedecen a algún estímulo nuestro, consciente o no. Esto les convierte en excelentes maestros para el alumno preparado, lo cual resulta más difícil de lo que pueda parecer a simple vista, dada nuestra afición a dejar volar la imaginación. No obstante, una vez iniciados en su lenguaje, que no es sino mirarse uno honestamente en su propio espejo, resultan unos amigos y confidentes excelentes. En las raras ocasiones en que se consigue esa sincera mirada interna, se llega entonces a alcanzar tal sintonía con el caballo que las mentes se aúnan en común entendimiento. Se vinculan así intenciones y deseos, al igual que las luciérnagas encerradas en un frasco sincronizan su luz. Desde esa conciencia compartida, universal, India nos desgrana y evoca, a lo largo de los años, las aventuras e impresiones que se recogen en estas páginas.

    Dicen que muchos animales, incluidos los caballos, ven el mundo como instantáneas fotográficas, como estampas algo desvaídas de las que surgen poco a poco las imágenes que configuran su realidad. Algo así como el pintor que añade al boceto inicial sucesivas manos, cada vez más delicadas, de pintura, hasta que aparece la imagen final y acabada. También comentan que algunos de ellos tienen una especial sensibilidad hacia la música y no es raro ver bailar a los caballos o que se inspiren y conmuevan con una melodía. No debe extrañar, pues, que música y pintura aparezcan íntimamente asociadas en el relato de la protagonista.

    Los hombres añadimos a veces un aura de misterio, de antigua superchería, a los acontecimientos. En el infinito rodar de la vida, donde nada se crea ni se destruye, pero se transforma, pensamos que la propia creación artística se produce a expensas de la vida. Inconscientemente, al fatal ritmo de músicas atávicas, tratamos de cambiar destinos. Así, pasado el fuego de la pasión inicial que nos movió arrolladora, cuando vemos surgir claramente la bella representación tras el esfuerzo, empezamos a retrasar su conclusión al advertir ese final que se acerca. Repintamos entonces el precioso cielo tenebroso del cuadro, pero no queremos dar ese último retoque a la figura central por ese miedo ancestral que nos produce imaginarnos cómplices de la transmutación de una vida querida. Y, sin embargo, superar esa humana debilidad nos acerca a un mundo particularmente hermoso de miras elevadas, a esa otra experiencia a la que nos alienta India en su evocación donde, al cabo, todo perdura envuelto en eterna emoción.

    - I -

    Desde mi excelsa atalaya sueño con el desaparecido Can Ramat. El cielo, herido de grana, despide al sol. Ojalá el suspiro del poniente esparza esta evocación allá donde nazca un anhelo. Durante más de quince años Can Ramat fue la ilusión y alegría que animaba nuestra existencia, que la hacía intensa. Un paraíso que incitaba a pedir a la vida todo lo que esta puede dar, que alentaba la felicidad al disolver el presente en el futuro. El idílico Can Ramat no fue una quimera, una ensoñación. Persiste en la memoria porque fue real. Como antiguo cantar épico de mitológicos lugares, su lejano eco no se apaga y reverbera en la imaginación sensible. Yo, que fui su alma, dejo mi testimonio al capricho del aire.

    Os diré que el cuadro que me pintan está a falta tan solo de un par de retoques para los barnices finales, y como si se tratara de aquel cuento de El retrato oval o una versión trastocada de El retrato de Dorian Gray… Pero no, todavía no. Refrenémonos antes de desbocarnos y vayamos por partes.

    Todo empezó en un ancho prado entre las suaves colinas ondulantes del sur del país. La arcillosa tierra rojiza es allí de una blandura y exuberancia que solo más tarde descubrí, pero debiera haber agradecido aquel día tan señalado para mí. El cálido clima de la zona y la lluvia abundante habían cubierto el prado de un mullido lecho de hierba.

    Nací un glorioso domingo de primavera. Mi madre, una elegante purasangre inglés, hacía días que andaba intranquila desde que entró el mes de mayo. Y justo a mediados del mes florido, con la hierba alta y las flores en su esplendor, vine al mundo, apenas amanecía el día.

    Mi madre se levantó, sin ceder a su agotamiento, por ese instinto que yo solo reconocería años después, y empezó a lamerme la cara. Yo estaba muy desorientada. Percibí el frescor de la madrugada en mi cuerpo todavía húmedo y, de pronto, sentí que se me escapaba la vida por la tripa. Al mirar, vi que mi madre había cortado el cordón que durante tantos meses me había unido a ella.

    Me sobresalté terriblemente cuando aparecieron varias yeguas, que empezaron a olisquearme, pero marcharon sin más ceremonia al poco tiempo. Primero me alegré al pasárseme el susto. Había sentido un miedo cerval de que esas moles tan grandes me patearan antes de que pudiera incluso darme yo cuenta. Luego pensé: «¿Por qué se marchan tan rápido, acaso no les parezco atractiva?».

    El cabezazo de mi madre volvió a despabilarme. Ya no tenía todo el tiempo para mis cavilaciones, como cuando estaba en el confort de sus entrañas y el latir de su corazón acompasaba mi vida muelle. Los sonidos que ahora me espantaban no me llegaban entonces y solo un rumor de vaivenes amortiguados me distraía de vez en cuando. «Más vale que me mueva antes de que vuelvan las yeguas o esta vez sí me pisotearán —pensé—. Seguro que el topetazo quiere animarme a que me mueva. Eso es». No os contaré qué penalidades tuve que pasar. Sin saber muy bien cómo, trataba de levantarme por un impulso irresistible que era contrario a la naturaleza, que me quería a ras de tierra. Cada vez que una parte de mi cuerpo ganaba altura, algo ocurría que me vencía hacia el suelo irremisiblemente. Cuando, por fin, conseguí ponerme en pie, todo mi cuerpo temblaba. Mis cuatro patas se agitaban al igual que dicen tiemblan las ramas del abedul mecidas por el viento y, al instante, como si un huracán me hubiera aventado, volví a caer al suelo desfallecida. Mi madre, simplemente, me lamió comprensiva; entendía mi agotamiento. Yo sentía una quemazón grande en la boca y en la nariz por el aire que me entraba sin que yo pudiera evitarlo. Tenía que apagar ese fuego que me arrasaba la garganta. Con valor inaudito me levanté. Trastabillé unos pasos, pero aguanté sin caer. Mi madre, con sabiduría antigua, se dio la vuelta junto a mí, con la cabeza hacia mi grupa, y yo me encontré de repente encajada en su ijar frente a sus rezumantes mamas. El beber la leche que me ofreció generosa me alivió del ardor que me invadía. Me tumbé a dormir, confortada. Cuando desperté, mi madre seguía plantada a mi lado. Su pelo castaño brillaba al sol alto de media mañana. Volvieron a visitarme las compañeras del prado donde estábamos. No había ninguna como yo, con el pelo que me recubre el cuerpo, la capa, de varios colores.

    Volví a levantarme con grandes dificultades. Mi madre me aconsejó que no hiciera como las vacas, que levantan la grupa primero y luego las patas de delante, sino que hiciera como hacen los caballos: primero estirar las patas delanteras y, una vez bien apalancada, levantar las de atrás. La verdad es que yo no la entendía nada hasta que, más tarde, vi revolcarse en el barro a una yegua que luego se levantó en ese orden particular que mi madre decía.

    Así aprendí a mirar siempre lo que hacían los otros y a estar atenta, pero enseguida me agotaba y me quedaba dormida.

    Cada poco tiempo me entraba mucha sed y tenía que levantarme a mamar. Mi madre siempre estaba junto a mí cuando abría los ojos. A veces ella misma me animaba a despertarme con sus lametones. Aún me costó muchos intentos levantarme y tuvieron que pasar varios días hasta que lo hiciera con cierta facilidad. Mis patas eran muy largas y, a veces, cuando me despertaba todavía hecha un ovillo, era un triunfo desmarañarlas. Yo creo que por eso me pusieron de nombre Ladylegs al principio. De eso me enteré algo más tarde. Ahora, tras saciar la sed, miraba cómo comían las otras yeguas. Simplemente, bajaban la cabeza y mordían la hierba, que masticaban tranquilamente. A mí, cuando bajaba la cabeza como hacían ellas, todavía me quedaba mucha distancia para alcanzar el pasto, así que me tumbaba y lo tenía cerca sin tener que esforzarme. Yo olisqueaba la hierba y, cuando la quería morder, las hojas puntiagudas me pinchaban en el morro y me echaba atrás. Cuando, por fin, en un arranque de coraje, logré aguantar los aguijonazos, llegué a ponerme varios tallos en la boca, pero por más que succionaba no salía leche, así que lo dejé y me puse a mirar los bichitos que merodeaban a mi alrededor. Unos muy coloridos volaban de flor en flor. Eran mariposas: blancas, amarillas con motas oscuras, negras con motas rojas… Las había de todos los colores. Otros iban a saltos, impulsados por unas grandes patas articuladas, y solo cuando ya estaban en el aire, desplegaban unas alas que hacían un ruido muy peculiar. Estos saltamontes eran de muchos tamaños, pero casi todos eran verduzcos si eran pequeños, o pardos si ya eran más grandes. Había unas criaturas negras de brillantes visos que al andar empujaban unas bolitas de estiércol y otras más pequeñitas que iban siempre en fila india y como con prisa. A veces se cruzaban con otras, se tocaban con las antenas que les salían de la cabeza y seguían su camino. Luego me dormí.

    Me despertaron unos ruidos extraños. Eran voces humanas. Dos personas daban grandes gritos y movían unos recipientes que tenían en la mano. Las yeguas, alertas, parecían ignorar lo que vociferaban, sin embargo, el ruido de maracas que hacían con los cubos que llevaban les llamaba poderosamente la atención. Hasta que una de ellas empezó a trotar hacia los hombres, y fue en ese momento que todas las demás salieron a la carrera hacia ellos. También mi madre. Yo me había levantado y, para mi sorpresa, empecé igualmente a trotar. Suerte que mi madre me esperaba todo el rato y me animaba con ese sonido tan peculiar y arropador que emitía al hacer vibrar los belfos. Cuando llegamos nosotras, las otras yeguas comían ya el pienso que había en los cubos. A mí me cogieron sin que mi madre dijera nada, me pusieron un espray en el ombligo y luego sentí por primera vez el pinchazo de una aguja. Todo fue muy rápido y, en cuanto me soltaron, me puse a mamar para tranquilizarme. A estos dos individuos les pareció eso muy bien y ya me dejaron tranquila. ¡Vaya susto!

    Comentaban esos hombres que solo había nacido un potro —se referían a mí— y que las otras dos estarían al caer. Entonces me enteré de que en la manada en la que estaba había yeguas de esas dos personas. Uno, el veterinario que me acababa de pinchar, era el propietario de mi madre y, al parecer, por lo tanto, mío también. Pusieron agua en unos grandes abrevaderos y se marcharon.

    Varios días después yo ya corría con mi madre sin cansarme allí donde hubiera que ir. Nacieron otros dos potros y, aunque al principio eran muy aburridos y torpes, luego nos hicimos muy amigos y despotricábamos juntos. Pasaban los días. Nosotras crecíamos y nos hacíamos grandes y fuertes con el ejercicio. Yo era la única que era blanca con grandes manchas marrones por el cuerpo. Ahora ya podía alcanzar el suelo con el morro, incluso de pie, pero para ello tenía que abrir mucho las patas de delante. Mi madre decía que eso venía de raza, que ella era purasangre inglés, del Jockey Club —presumía—, y que eso me lo había pasado ella. A mi padre yo nunca le vi, pero él, que venía del linaje de los cuarto de milla, fue el que me dio el color de capa que tengo. Se llama pía en alazán, aunque algunos también la llaman tobiana, al ser las manchas castañas. Llamo mucho la atención y allí donde vamos todos se fijan en mí, lo que me enorgullece y me hace sentir especial.

    Ese primer verano aprendí, por fin, que la hierba no la tenía que chupar, sino cortar con los dientes, que ya me empezaban a salir. Luego se masticaba y no era tanto el jugo amargo que salía lo que se deseaba, sino espachurrar los tallos para tragarlos. A mí no me gustaba mucho y no tenía ni comparación con la codiciada leche que tomaba con extremada frecuencia, lo que, por cierto, agotaba cada vez antes a mi madre, pero llegué a acostumbrarme con el tiempo al sabor desabrido del pasto. Las mayores no hacían otra cosa en todo el día más que triscar un poco aquí y un poco allá, nunca quietas en un sitio, y así, apenas sin darnos cuenta, pasábamos de una colina a otra en la gran finca donde vivíamos.

    Un día, Tom, uno de los hombres que venía a dar el pienso, se acercó mientras mi madre comía tranquilamente y, después de acariciarme con bastante torpeza con una mano rápida, en vez de con el morro como hacían el resto de las yeguas, me puso una especie de armazón en la cabeza que él llamaba cabezal. Se puso muy contento cuando vio que yo no protestaba mucho y allí me dejó, con la cabezada puesta. Me acostumbré rápido, pues, la verdad, no me molestaba y al poco ya ni me acordaba de que la llevaba.

    En esta región donde vivimos apenas si se nota el paso de las estaciones, si no fuera porque los días se acortan y alargan. Al menos eso pensaba entonces, a falta de mayor experiencia. A finales del otoño, o quizá fuera principios del invierno, cuando los días eran ya muy cortos y nosotras, potrancas sobradas de energía y ganas de jugar, nos aburríamos mucho en la larga inmovilidad de la noche, ocurrió un suceso que ahora sé trascendental. En uno de esos días tan breves vinieron Tom y el veterinario y llevaron a nuestras madres dos cercados más arriba. A nosotras nos dejaron en el pastizal de más abajo, pero cerraron la cancela de acceso de un prado a otro. Nos encontramos inesperadamente a nuestras anchas, sin yeguas mayores que nos disciplinaran cuando hacíamos cosas que a ellas no les gustaban. Nuestras madres no parecían tan entusiasmadas como nosotras, y las oíamos llamar con sus habituales relinchos primero y, más tarde, con cierta inquietud en sus voces. Contestamos un par de veces sin darle mayor importancia, porque lo que nos apetecía era jugar y hacer cabriolas. En un momento dado, ante uno de los relinchos angustiados de mi madre, yo también respondí con cierta ansiedad. Nos contagiamos unas a otras la sensación de miedo con nuestras agudas llamadas y empezamos a correr arriba y abajo de la cerca para buscar el paso que no encontrábamos. Tanto correr y relinchar me había dado mucha sed y necesitaba acudir a donde estaba mi madre para mamar. Todo lo intenté y todo fracasó. Me sentía desolada y acabé por tumbarme a dormir un rato, agotada. Cuando desperté, volví a buscar a mi madre, a la que oía muy lejos, pero tanta sed tenía que, al pasar por el abrevadero, no tuve más remedio que beber un poco de agua, lo que me calmó el fuego que me consumía. No obstante, me sentí súbitamente abandonada en este lugar que había aprendido a querer junto a mi madre. La congoja nos achicó el ánimo, nos hizo sentir pesarosas. Así pasamos varios días hasta que, muy a nuestro pesar, encontramos el confort que necesitábamos no en nuestras madres, sino entre nosotras.

    Volvimos poco a poco a nuestros juegos y yo, que era la mayor, me convertí en la jefa de la banda a tan temprana edad. Había crecido fuerte y se me veía bien conformada, con una grupa ancha y redonda que mostraba mis músculos poderosos, a pesar del grueso manto de pelo que me había crecido por el frío. Aunque mis largas patas ya no lo parecían tanto, era siempre la más rápida en las carreras. No sé si por la responsabilidad de ser la cabecilla del grupo o porque estaba en mi carácter el ser tranquila, veía cómo correteaban y se despotricaban en el prado mis compañeras, pero yo, tras un par de brincos y corvetas, en vez de seguir retozando, simplemente buscaba un altillo y volvía a pastar. De vez en cuando echaba un ojo o llamaba al orden con un relincho que quería aparentar mesura.

    Los días se habían hecho demasiado fríos para que creciera la hierba y casi no había. Por más que

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