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La luz de la memoria
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Libro electrónico641 páginas10 horas

La luz de la memoria

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Tensiones, malentendidos, amistades, historias y tradiciones desvelan una oscura realidad humana durante un viaje a un remoto lago de Canadá.

Durante un viaje de pesca, un grupo de jóvenes coincide en un remoto lago de Canadá con una singular pareja y con los nativos ojibway, quienes les harán de guías. Con la naturaleza como protagonista, pasarán varias jornadas en las que navegarán por parajes espectaculares y descubrirán un mundo donde confluye lo sagrado, lo místico y lo humano con los misterios del universo.

El grupo sufrirá tensiones y momentos sublimes, compartirá leyendas y tradiciones locales. Se adentrará en los misterios asociados a la velocidad de la luz, las visiones y su relación con la física cuántica. Durante estos días se les desvelará una oscura realidad humana: el abuso padecido por los nativos en las escuelas-residencia.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 oct 2019
ISBN9788417856502
La luz de la memoria

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    La luz de la memoria - José Felipe Dolz

    Prólogo

    La fascinación que ejerce Canadá sobre muchos de nosotros es una de esas interesantes curiosidades difíciles de entender. Su hechizo alcanza a gentes en los rincones más distantes del mundo y se remonta a lo largo de los tiempos.

    A veces uno descubre su encanto por pura casualidad. Incauto en su anhelo, indaga y, al tirar del hilo, llega al ovillo de la complicada realidad del país. Así le sucedió al autor, que aprovechó unos días de descanso, hace ya muchos años, para pescar en uno de los mil lagos del norte del país y quedó impresionado por la espectacular naturaleza del lugar. Descubrió, de paso, una increíble realidad humana, la nativa, inimaginable en un país de ensueño.

    La atracción por la cultura de los que fueron llamados «indios» norteamericanos tiene esa impronta que asociamos a elementos mitológicos, legendarios e incluso místicos, arropados por un impresionante entorno natural prístino. Al profundizar, la ilusión del paraíso perdido se desvanece pronto. Uno aprende que su historia, tal y como nos ha llegado a la generación de la segunda parte del siglo veinte, está distorsionada por fantasías y propagandas. En cualquier caso, el autor andaba en esa época preocupado por cuestiones abstractas relativas a la luz, su naturaleza, sus leyes físicas y las consecuencias que se derivan de ellas. Dos temas, la problemática nativa y la física de la luz, irreconciliables, que han de tratarse separadamente.

    Entre los aborígenes de la zona de los Grandes Lagos norteamericanos destacan dos grandes ramas de interés para esta historia, los algonquinos y los iroqueses. De entre los primeros, los ojibway, conocidos por algunos como chippewa, pueblan aún ese territorio. En su periodo de esplendor ocuparon grandes extensiones alrededor de los lagos y de la que es hoy frontera entre Canadá y Estados Unidos. Llegó a ser uno de los pueblos nativos más numerosos y poderosos. Entre ellos se llaman anishinaabe, que en su lengua significa ‘hombre original’ o ‘primigenio’, lo que da idea del sentido histórico que este pueblo ha transmitido durante generaciones a través de sus tradiciones orales y del orgullo que siente por su largo pasado. El encuentro con los europeos, que desembocó en el nacimiento de una nueva nación, Canadá, originó toda una serie de cambios que han afectado profundamente el sentido de identidad de estos pueblos y, por consiguiente, de la nueva nación.

    La belleza, el influjo y los innumerables misterios que asociamos con la luz son una abstracción intuitivamente asequible para unos o infinitamente compleja e inalcanzable para otros, especialmente en su desarrollo físico y matemático. Supone el autor que, en su inasequible búsqueda, cada cual elige qué camino seguir: el del instinto y la corazonada o el del raciocinio y la consideración metódica. En cualquier caso, a él le incitó a lecturas abstrusas de difícil comprensión, cavilaciones sesudas de poco alcance y, en no pocas ocasiones, grandes dolores de cabeza. Pero también a deliciosas mañanas en que su transparente claridad parecía iluminar lo que leía y adquiría un significado sobrenatural, esclarecedor, en el que todo tenía cabida y sentido por sí mismo. Donde se aunaban y convergían las ideas y los pensamientos más dispares. El verso suelto de un poeta era, súbitamente, la más profunda reflexión jamás hecha sobre la naturaleza de la luz. El alma enamorada que en su pureza trasciende en radiante claridad abría las puertas a los misterios que la física cuántica anuncia posibles. Y así, en fin, llegó a pensar el autor que el sueño de Émilie, marquesa de Châtelet, allá en su paradisiaco palacete de Cirey, se hizo realidad. Esta dama rompedora estudió y filosofó sobre la naturaleza del fuego, de la luz y del cosmos, con intuición y talento superior al de los grandes con los que convivió. Esa extraordinaria mujer se adelantó a aquellos gigantes en su concepción de la naturaleza básica de la materia. Se percató de la incapacidad de la atracción, esa fuerza recién descubierta en la época en que vivió, para describir el movimiento a ciertos niveles de la realidad, como demostraría posteriormente la mecánica cuántica.

    Después de todo, tal como ella presintió, es posible que haya una teoría unificadora del universo. Y si la hubiera, no cabría decir que dos asuntos, por diversos que sean, son irreconciliables.

    Quizá ambos temas se pudieran encontrar en la mística y en las manifestaciones de lo sagrado. Curiosamente, los llamados pueblos arcaicos o primitivos, en los que por conveniencia incluiremos ahora a los nativos norteamericanos por el carácter panteísta de su espiritualidad, aprecian dichas revelaciones en cualquier elemento de la naturaleza, ya sea una roca, un árbol, un pez o un sueño, y no tienen problema alguno en aceptar dichas manifestaciones como realidad; otra realidad que no pertenece a este mundo. Por eso entienden sueños y visiones como conexiones con otros mundos y, en definitiva, con los dioses. Lo sagrado está, además, relacionado con poder. Poder sobrenatural. No es extraño, pues, que se busque allí donde pueda encontrarse ni que el hombre intente vincularse a él en lo que pudiéramos llamar comunión con lo sagrado que alcanzan algunos chamanes.

    Cayeron un día las hojas de apuntes y notas acopiadas durante años por el autor para cada uno de estos temas y se juntaron en el suelo unas con otras. Al recogerlas, el azar y la desmemoria jugaron con el destino, enmarañaron la realidad y alteraron el orden de los papeles.

    La imaginación, por su parte, tiene extraños mecanismos para mezclar, confundir y aunar asuntos diversos; y la ficción narrativa la capacidad de creer poder reconciliarlos a través de una historia. Animado por el espíritu de la casa, empezó el autor a pasar las notas a limpio con la intención de dejarse llevar de la mano del destino, de no luchar ni tratar de controlar el orden de un mundo y una realidad que cada día entiende menos porque todo confluye, todo se encuentra y se abraza cuando uno, al sobreponerse a su propensión, deja la mente en blanco y las riendas sueltas.

    A fuerza de desaciertos que el paso de los años desleía, la fantasía prevaleció sobre el rigor erudito, el espejismo ensombreció el dato certero. El autor transcribió, compiló, redactó, emborronó y distorsionó los entremezclados apuntes y notas. Acabó por escribir sobre la historia de Canadá; sobre los aborígenes del país, que ahora llaman americanos nativos, así como a sus tribus Primeras Naciones. Contó algunas historias y leyendas sacadas de diversos libros, no tanto por plagiarlas, sino por darlas a conocer, porque le gustaron. Incorporó digresiones sobre la luz, anécdotas sobre su ciencia y su mitología. Añadió escuetos paréntesis sobre fenómenos de la nueva física cuántica que quizá permiten entender lo que de realidad tengan las visiones y los sueños que muchos de estos pueblos, claramente adelantados al restrictivo pensamiento occidental, todavía consideran no solo como posibles, sino necesarios para el equilibrio emocional propio y de la naturaleza. El escritor se dio entonces cuenta de que tenía entre sus manos el esbozo de un libro.

    Un libro tal vez desaliñado, de pensamiento vagabundo, de caracteres ambiguos, de identidades confusas que, como el pueblo al que quiere rendir homenaje, todavía trata de contestar las eternas preguntas. Una obra en la que el autor, sin pretenderlo, se cruza con las respuestas ya desarrolladas hace más de mil años en las siete profecías de los anishinaabeg. Quizá fuera esto inevitable dado su carácter universal. En cualquier caso, el autor está agradecido a ese espíritu benévolo que le guio durante un lustro largo en esta apasionante tarea y, en descargo propio, advierte que la historia que aquí se cuenta y los caracteres que por ella transitan son tan reales como los sueños.

    Queda, por último, agradecer a todos aquellos compañeros de camino, confidentes involuntarios que permanecerán anónimos, así como a los autores de aquellos libros, cuyas notas traspuestas en las cuartillas volaron un día. Juntos hicieron posible esta obra, cuya ausencia de originalidad queda, pues, encubierta hasta que alguien la desentrañe.

    «Aquella luz incierta llenaba el ánimo de inquietud…».

    Vasili Grossman

    , Vida y destino

    «¡Qué triste, qué melancólico resulta pensar que una de esas estrellas que parece que nos guía y nos contempla puede no existir ya, y, sin embargo, estarla viendo!».

    Pío Baroja

    , La veleta de Gastizar

    «Literature and science both begin with story telling, with myth making, and especially with the making of cosmological myths».

    Karl Popper

    , The World of Parmenides

    I

    Recuerdo muy bien el día que los cielos me hablaron. Aquel día cuando por fin callaron los belicosos pájaros trueno. Eso ocurrió más tarde. Lo sé. Pero está demasiado presente para ignorarlo. Tiempo y memoria se enredan. Ahora, ya ni me reconozco en ese fuego fatuo que la brisa mensajera apagó.

    En la quietud del lago flotaba la pequeña canoa de corteza de abedul desde la que pescaba Enkudabu. La corriente la desplazaba a la deriva, abatida sin aparente rumbo.

    Las nubes bajas del cielo en el horizonte se estiraban arrastradas por el incipiente viento.

    El pescador levantó la cabeza y vio que, por el este, en la distancia, donde el lago formaba una manga entre dos islotes cubiertos de abetos, la superficie plateada comenzaba a rizarse en pequeñísimas ondulaciones que alteraron levemente la tensa lámina de agua donde espejeaba el sol. Sin apenas moverse, giró levemente la cabeza y miró al evanescente Achak, que, solemne, con un imperceptible movimiento de los párpados, asintió antes de que la pregunta fuera realizada.

    Recogió Enkudabu sedal maquinalmente con rápidas vueltas a la manivela del carrete. Acompañaba la maniobra con rítmicos impulsos laterales de la caña que imprimían al señuelo un movimiento de avance rápido, a tirones, que imitaba el nadar de los alevines. No hubo suerte y, al final del hilo, no había ningún pez. Puso la caña tendida en la canoa por debajo de los dos asientos.

    Cogió el remo y enfiló, sin alejarse mucho de la costa, hacia un estrecho pasadizo que unía los dos grandes lagos. El palear vigoroso y turbulento de Enkudabu contrastaba con la etérea serenidad de su compañero. Al entrar en el segundo lago dejó la costa, lo atravesó en diagonal y se acercó a una resguardada ensenada. En un extremo de la cala, una hilera algo irregular de rocas había acumulado la fina arena arrastrada por las olas y creado un pequeño atracadero natural. Al otro lado, en el fondo de la bahía, se divisaba un gran embarcadero de madera que daba acceso a varias cabañas.

    El cielo bajo oscurecía por momentos. Las nubes, gris oscuro, parecían lamer la rizada superficie del lago en su avance inexorable. Al zumbido del viento se unió un lejano ruido sordo, monótono, constante, inicialmente amortiguado por el barruntar de los cielos lejanos, pero que parecía crecer, acercarse más rápido que el avance de la tormenta.

    Siguió Enkudabu su palear ya en la rada. Arrumbó hacia la rocalla y atracó la canoa en la arena de entre dos de las grandes rocas cubiertas de musgo, al pie de un bosquecillo. Sin desembarcar, vio cómo en el horizonte un diminuto punto oscuro se agrandaba hasta, finalmente, divisarse claramente un pequeño hidroavión, de una sola hélice, cuyo ruido estridente rompía la armonía de la Madre Naturaleza.

    En un arrebato desenfrenado, Gaia rompió horizontalmente los cielos distantes y lanzó un haz de luz cegadora al que siguió un restallar atronador que hizo retumbar la tierra y saltar el agua. La descarga del relámpago absorbió súbitamente todo sonido y color. Ensordeció y acalló la vida del idílico paraje por un instante, un periodo de tiempo mínimo, pero suficiente para que todas las criaturas voladoras, terrenas y acuáticas, reconocieran su superioridad. Madre Gaia hablaba.

    El vacío y el silencio se desvanecieron paulatinamente para dar paso a un zumbido de intensidad creciente procedente de la avioneta. El runrún del motor se imponía ahora a los tímidos píos, trinos y rumores que empezaban a salir de entre los abetos y los abedules del bosque.

    El hidroavión vaciló y tambaleó. Ignoró el aviso de los cielos, dio una vuelta, luego otra, hasta que a mitad del tercer círculo encontró el pasillo adecuado para encararse al vendaval. Empezó un oscilante descenso hacia la encrespada superficie del lago. Voló largo tiempo a ras de las olas. Parecía dudar con cada sacudida del viento. Por fin, las puntas traseras de los flotadores tocaron el agua y se hundieron con el peso. La fricción y la fuerza del aire sobre los alerones levantados frenaron la nave, que amerizó con la suavidad del colimbo.

    Navegó el monoplano, bamboleado por el oleaje, en dirección a la resguardada cala de apaciguadas aguas. Se dirigió hacia los amarres del muelle, parte tierra apisonada, parte pantalán de tablas de madera, que se adentraba en el lago y terminaba en una gran plataforma.

    Enkudabu y Achak salieron de la canoa y observaron por unos instantes desde su abrigo en el otro extremo de la ensenada. Distinguieron al propietario de las cabañas y a un ayudante que, desde el desembarcadero del campamento, alcanzaban el hidroavión con largos garfios para acercarlo a la tarima. Vieron cómo el piloto asomaba por la pequeña portezuela de la cabina y les tiraba una soga de sujeción.

    Confirmada la llegada sin incidentes de la avioneta y sus ocupantes, el pescador y su intangible compañero continuaron camino por un estrecho sendero que penetraba en la frondosidad del bosque. Dejaron a un lado un pequeño claro, cercado por su lado norte por una vallita y abierto por los otros lados, en el que había ofrendas y votos sobre pequeños túmulos de tierra. Siguieron paso hasta alcanzar una pista de tierra, surcada a trechos por las rodadas de un vehículo, donde se acumulaba el agua en charcos de profundidad incierta.

    Enkudabu, hombre fibroso, de facciones secas que resaltaban una correcta estructura ósea en su rostro quemado por el viento y los fríos de los largos inviernos, de mirada afilada, penetrante, y agilidad montuna, se detuvo al escuchar trajín en la dirección del campamento.

    Salió del bosque a un farallón del lago desde donde se divisaba claramente el conjunto de nueve cabañas de madera, de troncos de árboles y techados quizá un día de tela asfáltica, pero hoy cubiertos de musgo y un sinfín de florecillas silvestres.

    Las viviendas estaban dispuestas a lo largo de una estrecha playa arenosa, bien integradas en el entorno del bosque con el que se confundían. Había otra construcción igualmente rústica, pero algo mayor, justo al final del malecón, en cuya entrada principal colgaba, a modo de bienvenida, una inmensa cornamenta de alce. Al otro lado del atracadero, enfrente de los botes fueraborda varados en el arenal, una pequeña nave, almacén de construcción moderna, rompía la armonía del conjunto.

    Quedó el pescador pensativo. Miraba abstraído el ir y venir por el muelle de los pasajeros del hidroavión, que llevaban sus bultos y equipajes a las cabañas que les habían asignado.

    —¿Qué vas a hacer? —Se oyó en la distancia la voz de Achak, que sabía de antemano la respuesta.

    —Iré a casa hoy y esta noche lo decidiré.

    —Nokomis siempre te abre la puerta, incluso cuando deberías dormir bajo las estrellas. Te cuida los hijos de Migisi, y aun se preocupa por los que tuviste con Namid. Quedan pocas como ella. Trata de ser agradecido si acudes esta noche.

    Miró Achak al cielo, donde una majestuosa pareja de águilas calvas desafiaba las oscuras nubes y las ráfagas de viento.

    —Quedan pocas —continuó— que, a pesar de las pruebas a las que la vida las ha sometido, hayan aguantado, se hayan rebelado interiormente y se hayan mantenido fieles a sus raíces. Pocas que, como tu abuela, crean en las tradiciones y todavía tengan el orgullo de transmitirlas.

    Seguía también con la vista Enkudabu el vuelo de las águilas, que acabaron por separarse. Una fue a posarse sobre una gran plataforma de ramas que hacía de nido, en lo alto de un árbol, en un pequeño islote del lago; la otra se alejó volando en círculos concéntricos cada vez mayores, hasta que desapareció en el oscuro horizonte.

    —Está en mi naturaleza tanto como en la del águila. Migisi, más que nadie, debería haber comprendido. Yo siempre regreso…

    Un relámpago cruzó el cielo. El consiguiente trueno volvió a ensordecer oídos y acallar sonidos.

    —Solo los osos no necesitan comer en invierno. —Achak retomó la conversación con voz suave—. Vuelves, pero el tiempo no pasa en balde, y cuando Migisi tiene que ir a buscar trabajo fuera de la isla porque no has regresado a tiempo, ¿qué sería de los niños sin Nokomis?

    —Esa es la tradición. Siempre ha habido épocas de escasez y hambrunas. El trabajo está donde está. De una forma u otra hay que adaptarse, tanto los unos como los otros. Tanto el que se queda como el que se va. No se sabe qué es mejor.

    —Sí, es verdad. Siempre ha habido vientos que esparcen las semillas a grandes distancias, que traen fríos inesperados, a destiempo, y hemos tenido que sufrir como el resto de los animales de la naturaleza. Pero está en nuestro ser, en nuestra costumbre, el ir juntos; acompañarnos unos a otros, especialmente en los momentos difíciles, y ayudarnos.

    Enkudabu alcanzó un pequeño morral del que sacó un impermeable verde oscuro, grueso, con el que se resguardó de la lluvia que empezaba a caer. Achak se levantó, se adentró en el bosque y desapareció como un ensueño en la frondosidad. Al arreciar el aguacero, Enkudabu buscó solitario la protección de un abeto espeso, donde se cobijó de la tromba de agua que ahora caía.

    Reflexionaba, agazapado, con el agua escurriendo por el chubasquero de plástico, sobre las palabras de Achak. Tenía pensamientos encontrados que no se traducían en ningún sentimiento de especial intensidad, revelador. Apreciaba, y consentía en reconocer, el valor de las costumbres y tradiciones transmitidas generación tras generación, a veces a costa de sacrificios hoy día impensables. Aceptaba que parte de su propio legado debía ser conservar dicho conocimiento para que no se perdiese. Sentía, sin embargo, que sus acciones y decisiones estaban motivadas por una rabia interna que había acumulado con los años a fuerza de injusticias y desgracias personales, que inconscientemente canalizaba en un sentimiento contra todo, incluso contra las costumbres y tradiciones de sus antepasados. Todo le daba coraje. Él era, al fin y al cabo, hombre de su tiempo.

    Era evidente que sus aspiraciones no estaban limitadas a una forma de vida, a unas costumbres que, aunque se pudiera debatir si eran anticuadas o no, claramente no eran prácticas en un mundo que ofrecía grandes oportunidades y extensos horizontes si se miraba más allá de la reserva. Pese a este sentir, si algún otro le decía esto mismo, saltaba veloz para defender las bondades de su cultura ancestral, el gran beneficio que se derivaba de la misma y el orgullo de pertenecer a noble linaje de una de las Primeras Naciones: la nación ojibway.

    Cesó la lluvia momentáneamente, salió del abrigo del abeto y miró hacia el campamento. Vio cómo se apresuraban a empujar y alejar la avioneta del muelle con los largos garfios. Volvió a sonar con fuerza el runrún del motor, mientras patinaba el hidroavión por la superficie del lago en busca de aguas de poco oleaje. Orientada a favor del viento, cogió la nave velocidad al meter el piloto todo el gas al motor. Planeaba por la superficie del agua hasta que se elevó sin esfuerzo para perderse tras la estela de la tormenta, como si la persiguiera.

    La luz de la tarde palidecía a pesar de haberse levantado un poco la borrasca, por lo que decidió volver al sendero para coger la pista, ahora inundada y convertida en un barrizal. Buscó a Achak, pero no lo encontró. Ya estaba acostumbrado. En el cruce del camino que debía de llevarle a la reserva, a casa de Nokomis, tomó, sin embargo, el ramal que conducía a la vecina población. Al llegar a la carretera tuvo suerte. Uno de los trabajadores de las minas de oro lo recogió en su camioneta y lo acercó hasta Rolago.

    En la ciudad, la gente aprovechaba que la tormenta fuerte había pasado y, aunque todavía lloviznaba a ratos, salía de un bar para reunirse en otro de los muchos que permanecían abiertos.

    Entró Enkudabu en una taberna llamada Los Nórdicos. Pidió un aguardiente. El camarero que atendía la barra se lo puso y le advirtió que no quería líos. Se tomó el licor de un trago y pidió otro, acompañado esta vez de una cerveza.

    Se le acercó un conocido, joven alto de pelo encendido, que se sentó en el taburete de al lado para entablar conversación.

    —Entonces, Kenu —dijo con el familiar apodo que usaban los amigos de Enkudabu—, ¿este año no vas a trabajar de guía, que te veo por aquí?

    —Sí, ya lo apalabré con el jefe la semana pasada. Pero no empiezo hasta mañana.

    —Veo que no has querido pasar por casa entonces —comentó con insospechada confianza.

    —Este año no viene mucha gente —dijo el ojibway sin hacer caso del comentario—, pero unos americanos que ya vinieron el año pasado han preguntado por mí. Ya ves, qué idiotez.

    —Pues te habrán cogido apego —dijo con estridor de risa nórdica el pelirrojo.

    —Cogieron un lucio de un metro y pico. Ciento seis centímetros. Ese es el apego que me han cogido.

    —Qué exageraciones —se oyó decir a un chaval alto, pálido, de pelo pajizo algo ensortijado y con un bigotito rubio que apenas le sombreaba el labio superior.

    Se acercó el cereño a la barra donde estaban Kenu y el nórdico. Pidió otro aguardiente para todos y se bebió el suyo de un trago.

    —Cuéntame cómo fue eso de coger ese lucio. ¿Seguro que no fue una merluza?

    —Eso, eso —animó el pelirrojo— cuéntanos, cuéntanos.

    Kenu bebió el aguardiente de un solo golpe. Luego, se acabó la cerveza que le quedaba. Con un gesto de la mano hizo una indicación como de desaire, de que lo dejaran solo. Pidió otro aguardiente. El barman se lo sirvió con esa mirada que solo los que han estado detrás de una barra muchas noches llegan a comprender.

    —Kenu, ¿para eso te invito? ¿Para que me ignores? —dijo el chaval con ganas.

    —¡Bah!, déjalo. Ya sabes cómo es. Ponnos otro chute de estos —dijo el del pelo encendido al de detrás de la barra—. Yo te invito a esta.

    Kenu los miraba con intensidad contenida. Bebieron todos varias rondas más hasta que el pelirrojo y el chaval se levantaron. Bastante ebrios, salieron del bar. Presumían a grandes voces del alce de doce puntas que habían abatido el fin de semana anterior.

    —De cuerno a cuerno, más grande que el lucio de Kenu… —Se perdió la voz tras cerrarse la puerta.

    Enkudabu salió del bar bien entrada la noche. El barman pareció respirar con alivio al ver marcharse al exboxeador. Le tenía cierta simpatía, pero no la suficiente como para compensar los sustos que le daba cuando las cosas no terminaban bien, lo cual sucedía con cierta frecuencia.

    Kenu se dirigió por el borde de la carretera a un pequeño parque que, escalonado en terrazas, bajaba hasta la orilla del lago donde estaban atracados los hidroaviones de la compañía Chimo. Se sentó en un banco de la segunda terraza. Al poco, se recostó tendido cuan largo era. Abrochó bien el chubasquero verde y miró el cielo sin estrellas. «Ni lo uno ni lo otro —pensó para sí—, ni casa ni estrellas. Siempre igual. Desorientado».

    Se levantó al cabo de un tiempo y empezó a andar. Salió del parque. Dejó el pueblo atrás por la misma carretera por la que había venido con la camioneta del minero. Continuó un buen rato hasta llegar a la curva de la que salía la pista de los forestales. Se adentró en el bosque por ella y llegó a uno de los entrantes del lago. Allí había una canoa grande, metálica. Se metió dentro, se acurrucó bien abrigado y quedó dormido.

    Tuvo un dormir inquieto por sueños intermitentes y confusos en los que confluían ilusiones, fantasías, pesadillas. Sueños de visiones equívocas en las que aparecía, a veces, Achak; a veces, él mismo; y aún otras veces, él mismo confundido en Achak, como si fueran dos fundidos en uno. Así, agobiado por el sueño, oyose a sí mismo transfigurado en Achak. Hablaba en lenguas desconocidas que, sin embargo, le eran perfectamente comprensibles intuitivamente:

    I’ve known places. I just don’t remember them anymore. No I’m not old, at least not too old. It is just my mind that always looks forward. I could say, at most, I realize the present and live it, but don’t relish it as something that will create a memory. It is just what it is… and I go on.

    I’ve known people. I just forgot their names. I did very much enjoy their company while with them. I also enjoyed my solitude when alone. Don’t look forward any of them and life brings them both on occasion. It is just what it is… and I go on.

    I met once an Ojibway, of the great Algonquian family. His name could have been Hole in the Sky, which we sometimes call Eclipse. He belonged to the Caribou clan. He and his family were always on the move. That’s why they were from the Caribou clan. They didn’t follow this animal’s migrations. They just moved from site to site. Not sure why. That’s what they did, though.

    II

    Llevaban ya varias horas de coche desde que salieron de casa. A pesar del madrugón, estaban muy animados. Hacía tiempo que esperaban con ansiedad estas cortas vacaciones para poder relajarse y escapar de todo. El viaje era largo. Tenían que cruzar gran parte del país de sur a norte. Aun así, habían decidido coger algunas carreteras secundarias que, aunque alargarían el viaje algo más, les permitirían conocer sitios nuevos y disfrutar del espectacular paisaje de las estribaciones de la cordillera de los Apalaches.

    Habían salido de noche. Al levantarse el día, circulaban por carreteras sinuosas y estrechas entre vastos campos de soja; la luz mitigada por una incipiente niebla baja. Los campos estaban salpicados aquí y allá por grandes construcciones de madera, muchas pintadas en negro con puertas y ventanas perfiladas de blanco, seguramente antiguos secaderos de tabaco.

    Mervin, catedrático de instituto recién jubilado, pero que aún acudía a clases por no aburrirse, puso música de El holandés errante, inspirado en el recuerdo de una representación que habían visto no hacía mucho, en donde el barco fantasma aparecía sumido entre la bruma en un momento en que la música era especialmente memorable. Fue un instante muy agradable, de saberse mutuamente contentos sin tener que decir nada. Winona, su joven compañera de viaje, cerró los ojos y se dejó adormecer.

    La niebla se deshizo al coger fuerza el sol con el nuevo día. Pasaron de grandes campos cultivados a pastizales donde tan solo pastaban algunas vacas sueltas o algún que otro caballo.

    Las montañas cerraban el valle cada vez más. Los prados al pie de las primeras colinas estaban cercados con troncos de madera, tres en ristre, enfilados en estacas que daban soporte al conjunto. En cada prado había una pequeña casa o cabaña, también de madera. La impresión era de una imagen idílica de estampa antigua.

    El catedrático sintonizó la radio en una emisora de éxitos y se enfrentó con seguridad a las curvas que la carretera ofrecía para remontar el pequeño puerto por el que se adentraban en la mítica Apalachia.

    Al avistar el río Tennessee, tras uno de los últimos repechos de la subida, una emoción les embargó los corazones. Quedaron maravillados ante el espectáculo grandioso que la naturaleza ofrecía generosamente. El gran río, que serpenteaba encajonado entre suaves colinas, se abría ahora ante sus ojos. Su corriente se remansaba en una amplia llanura. Un inmenso lago de singular belleza y vida abundante se extendía frente a ellos. Hacia el horizonte de poniente volvían a encauzarse las aguas por el estrecho desfiladero de verticales paredes rocosas de las montañas que cerraban el valle.

    Quiso el azar que después de bordear el gran lago, en el momento que entraban en el puente que cruzaba el río por la angosta garganta, en la radio empezara a sonar la conocida música de la canción The River del roquero de Nueva Jersey.

    —¿Tú crees en la sincronicidad? —preguntó Winona al terminar la canción.

    —No sé muy bien qué decirte. Pensaba en la película esa de la compañía eléctrica que quiere comprar el terreno a unos cuantos granjeros para construir una gran presa. Yo creo que todo eso, que, de hecho, fue cierto, pasó por esta zona.

    —Creo que no la he visto. Debe ser una de esas de tu tiempo. Incluso a lo mejor es en blanco y negro y todo.

    —Sí, creo que sí que era en blanco y negro. Una buena película. El protagonista era un galán de la época de mucho éxito. Deberías verla. Este río tan apacible y agradable fue aparentemente turbulento y desastroso, con inundaciones incontroladas que desolaban la zona. Buena cosa el progreso… y, sin embargo, la película te deja así, como que no sabes.

    —¿Qué es lo que pasa en la película para que digas que no sabes?

    —Es mejor que la veas. Creo que te gustará. Es la vida complicada por una historia de amor.

    —Siempre igual. Ya lo podías haber dicho al revés.

    —Tienes razón. Bueno, ¿qué me decías antes de la sincro­nicidad?

    —Solo preguntaba. Ya sabes, esa sensación de que dos sucesos que aparentemente no están relacionados entre sí de manera casual, o que sería raro que pasaran a la vez por puro azar y, sin embargo, se viven como ocurrencias reales que tienen sentido.

    —¿Y cuál sería la sincronicidad en este caso?, ¿que al cruzar un río suene una canción que se llama The River? Eso más bien sería una coincidencia, ¿no?

    —Sí, eso sería solo una coincidencia; pero si tú y yo, al habernos impresionado con la vista del río, hemos pensado esa canción y condicionado que la emisora la pusiera, eso sí sería sincronicidad. Es decir, la relación entre tiempo y espacio psíquicamente condicionada. Claro, que eso requiere relaciones emocionales muy fuertes.

    —Lo que crearía la sincronicidad, según yo lo veo, es que nosotros hayamos tenido la vivencia común. Solo en ese momento se hace posible como realidad. Es decir, añadimos una dimensión adicional. Un poco como en los déjà vu que ocurren a veces, en los que sentimos o vivimos un momento futuro como si fuera pasado. O como le pasaba a una de las reinas de Alicia en el país de las maravillas, que podía recordar tanto el pasado como el futuro.

    —Bueno, la pregunta era, más bien, si tú crees en estas cosas.

    —Pues, como te decía, no sé muy bien qué decirte. En este caso, creo que estoy de acuerdo en que oír la canción justo en el momento en que cruzábamos el río me ha hecho sentir bien, a gusto; predispuesto como estaba por la aventura que hoy empezábamos, la hora de la mañana, algo despabilados del sueño, pero no del todo, el paisaje imponente, creerte medio dormida aquí al lado. Si tú has tenido esa misma sensación, y al hecho de que los dos hayamos tenido el mismo tipo de impresión le llamas sincronicidad, pues entonces diría que sí. Pero yo creo que, en este caso al menos, es tan solo una experiencia agradable compartida.

    »Reconozco que alguna vez, al preparar en profundidad ciertos temas para las clases de historia en el instituto o, sobre todo, cuando me apasionaba e investigaba algún hecho remoto concreto y me imbuía en el pasado, he tenido la certeza de dos cosas más bien curiosas: que los hechos se me hacían tan reales que era evidente que los había vivido, y ahora tan solo los volvía a recordar, y que, a veces, sucesos que ocurrían en el presente de forma aparentemente fortuita eran a la vez clave, y extrañamente coincidentes, con los de la historia investigada.

    »Quizá en algo de esto que digo haya alguna conexión con la interferencia de la continuidad del espacio-tiempo a través del pensamiento que me comentabas, porque, de momento, no me atrevo a ir más allá de llamarlo pensamiento.

    —Sí, no vayamos más allá, que es muy pronto. Hay conversaciones de día y conversaciones que es mejor dejarlas para el anochecer. Solo tenías que haberme dicho que sí, y que estabas muy a gusto conmigo.

    —Pero si es lo que he… —se interrumpió a sí mismo para seguir—: Qué suerte que te hayas apuntado a venir a Canadá. El sitio te va a encantar, perdido entre la inmensidad de lagos y bosques, lejos de toda civilización. Bueno, de toda, toda, no.

    Continuaron el viaje con la sintonía de la radio hasta que se perdió la recepción. Pusieron de nuevo su propia música del iPod que conectaba con el sistema de altavoces del automóvil. Buenos trechos los hacían en silencio, sin hablar, sin música, simplemente admirados del panorama, ensimismados cada uno su mundo interior.

    El coche dejaba atrás el paisaje que pasaba, veloz, por las ventanillas, árbol tras árbol, bosque tras bosque, en una monotonía de esplendores que empezaba a saturar la capacidad de asombro.

    Winona, los pies descalzos en el salpicadero, bañada de claridad por el resplandor de la luz que entraba a raudales, miraba ensoñadora a través de la ventanilla medio bajada. Como imágenes de una antigua cámara de cine, una vista se difuminaba con la previa ante sus ojos. Una perspectiva del horizonte se fundía inmediatamente con la entrada de otro relieve, con el cambio de dirección en el vuelo del raudo gavilán, con un contorno distinto del monte que se deja atrás, en un juego infinito que, sin cambiar nada, lo hacía todo, a la vez, distinto en una transfiguración eternamente fugaz del paisaje.

    Mervin la observaba de vez en cuando. Enmarcada por la ventanilla, la imaginaba figura de un cuadro.

    ¿Qué nos incita a mirar por la ventana? —pensaba espoleado por la embelesada contemplación de la chica—. Solo al volver a la ciudad, y estás atrapado en un piso, sientes la tentación de abrir una ventana y simplemente mirar. Mirar mientras te da un poco el aire, sentir el fresco si hace fresco, el calor si el día es soleado, ese poco de viento que a veces sopla y enseguida insufla ánimo. No hay que bajar a la calle con todo el bullicio que no deseas, con toda la acción que se espera de uno en la calle en el mundo moderno. Uno va a algún sitio, uno hace algo, o se espera que uno haga algo. No vas a ir a la calle y quedarte plantado. Eso estaba bien antes, ahora no. Aunque sea hacer cosas con el móvil, estar ocupado es fundamental y necesario para ser. Sin embargo, si te asomas por la ventana nadie espera que hagas nada. Puedes, simplemente, mirar. Esa sensación es muy agradable y se empieza a perder.

    Mirar por la ventanilla del coche no es lo mismo, no —razonaba—. Menos mal que me he asomado esta mañana. Al menos hoy, la tradición que tantos pintores de antaño usaron como inspiración para sus cuadros no se ha perdido por mi culpa. A ver… —hizo un esfuerzo de memoria para recordar— sí, claro, del catalán, la Muchacha en la ventana con su tranquilo mar reflejado en los cristales, el bucle griego en el peinado y el pequeño velero que vuelve a casa. Mas frío, por muy romántico que fuera su autor, es la Mujer asomada a la ventana, en el que se siente el peso de la edad al reclinarse ella sobre el pretil, mientras el gran mástil de entrevistos sueños desaparece por el río, enmarcado en sobrios tonos, que tanto contrasta con la luz de Mirando al exterior y la anhelante curiosidad de ella al desplazar el visillo para mirar por la ventana, o con el aire de ensoñación que trasciende en la Mujer en la ventana, que tal vez debiera llamarse Soñando despierta; por no hablar de la frescura e ingenuidad de la resplandeciente maja de grandes ojos y aire pueblerino que desvela en su Mujeres en la ventana el sevillano, en uno de sus pocos cuadros profanos. Claro, que este tema era generalizado en Europa, si no mira la ventana que se abre en Mujer con jarra de agua, o la ya abierta de Muchacha leyendo una carta del maestro de maestros, y de la Joven en la ventana del otro flamenco. O la más exótica Joven mirando a través de la ventana del pintor de Bremen, que aparta el cendal de la celosía en un momento de descanso de su labor costurera; o las quizás más escandalosas Mujer del tesorero del siervo ruso amigo de poetas y Mujer en su ventana, con sus tonos orientalistas, que traen a la memoria ciertos refranes del siglo de oro español.

    Y siempre son ellas las que se asoman; pero yo no quiero que se pierda la tradición y me asomo en cuanto tengo ocasión y dejo que el aire me adule con su suave silbido.

    —Winona, ¿tú en casa te asomas por la ventana? —dijo el catedrático al salir de su ensimismamiento.

    —Pues no creo. A veces miro, pero asomarme no me asomo. ¿Para qué?

    —Yo creo que se podría hacer una poesía de las mujeres que miran por la ventana.

    —Sí, supongo que sí, ¿quieres que mire si ya está hecho? —Se inclinó para sacar el móvil de pantalla táctil del bolsón que tenía bajo los pies frente al asiento.

    —No hace falta, era solo hablar por no callar.

    —No te preocupes, parece que aquí ya no hay conexión de todas formas.

    —Hay que parar a poner gasolina, podríamos aprovechar para comer y luego ya meternos a la general, como decían antes, si no, tardaremos demasiado. La parte más bonita, de todas formas, creo era esta de los Apalaches.

    Aún tardaron en encontrar un lugar donde comer. Comida rápida en un sitio de moteros que encontraban en las suaves curvas y chicanes de la llamada autovía de los Riscos Azules un auténtico paraíso.

    —Oye, Mervin, ¿allí en Canadá nos entenderán si hablamos inglés?

    —Pues depende de con quién te encuentres, como en todas partes —bromeó.

    —No, en serio, como son medio franceses también…

    —Bueno eso ya no, lo que todavía son es súbditos de su majestad la reina de Inglaterra.

    De nuevo en la carretera, la música country antigua del programa Grand Ole Opry, que sonaba en la radio, los acompañó hasta llegar a la misma capital del country. Desde allí pudieron coger ya una de las grandes autopistas que cruzan el país de norte a sur.

    Se prepararon para otra larga tanda de viaje que, salvo algún imprevisto, los dejaría ya muy cerca de la frontera.

    —Cuéntame algo de la historia de Canadá, de por qué son súbditos de la reina, así nos entretenemos mientras conduzco —dijo Winona con sincera curiosidad.

    —Bueno, como en todas las Américas, el Canadá de hoy poco tiene que ver con sus orígenes de aventureros, tramperos, colonos y otras gentes de fortuna que la hicieron su patria hasta que se establece lo que se llamará el Dominio Federal. Y, aun estos primeros arriesgados, poco que ver con la verdadera historia del Canadá, que es la de los aborígenes, que ahora llamáis nativos, y que aún está por contar bien. Ya tendremos ocasión de hablar más de eso estos días que pasaremos juntos.

    »De momento te recordaré que ya desde antiguo eran conocidos los versos de Séneca que dicen:

    Venient annis

    saecula seris, quibus Oceanus

    vincula rerum laxet, et ingens

    pateat tellus, Tiphysque novos

    detegat orbes, nec sit terris

    ultima Thule.*

    »No obstante, te contaré la versión más tradicional, que habla de descubrimientos, de exploradores, de franceses e ingleses, de comerciantes sin escrúpulos, de rencillas y escaramuzas, de pugnas entre unos y otros. Como cada país, Canadá tiene sus momentos de luces y sombras, sus problemas de identidad, sus leyendas, sí, también negras algunas, sus momentos de gloria y, en general, la rara habilidad de haber conseguido que el mundo piense en ellos como en un oasis de paz y prosperidad, un estado utópico en medio de una naturaleza maravillosa. Detrás de todo ello subyace una realidad que, diremos, comienza a definirse, en esta versión que ahora te cuento, hacia mediados del siglo dieciséis.

    Los europeos llegaron por primera vez al continente americano cuando los vikingos, alrededor del año mil, se asentaron brevemente en L’Anse aux Meadows, o ensenada de las medusas, de la antigua denominación francesa L’Anse-aux-Méduses, paraje situado en la punta septentrional de esa península alargada que tiene la isla de Terranova. Tras el fracaso de esa colonia, se sabe que los groenlandeses usaron esas tierras como fuente de madera durante varios siglos y se supone que debió continuar la tradición de pescadores de ballenas, o de altura en general, que recalarían esporádicamente en esas costas.

    El próximo intento serio de exploración del territorio canadiense fue el del navegante italiano Giovanni Caboto. En 1497 exploró la costa atlántica de América del Norte al servicio de la Inglaterra de Enrique VII, ya que ni Castilla ni Portugal se interesaron por sus planes. Su idea era navegar hacia el oeste por el Atlántico Norte hasta llegar a Asia. Estimaba que esa ruta debería ser más corta y rápida que la recién descubierta por Colón.

    Como otros antes que él, al arribar a las costas de Terranova, Caboto también creyó que había llegado a las costas asiáticas de Cipango. Es muy posible que sus hombres puedan haber sido los primeros europeos en poner pie en América del Norte desde los vikingos, ya que Cristóbal Colón no encontró tierras continentales en Sudamérica hasta su tercer viaje, en 1498. En cualquier caso, parece que no hubo contacto alguno con la población indígena, aunque encontraron restos de fogatas, varias sendas, redes y algunos utensilios de madera. La tripulación estuvo en tierra tan solo lo suficiente para proveerse de agua fresca, izar la bandera papal y veneciana, y reclamar las tierras para el rey de Inglaterra, pero se reconocía la autoridad religiosa de la Iglesia católica y romana.

    Caboto regresó a Inglaterra después de explorar las costas durante varias semanas. Sus descubrimientos fueron la base para las reivindicaciones inglesas sobre Norteamérica.

    Es curioso que este buen hombre desaparezca de la historia a partir de su segundo viaje, del que se tiene alguna noticia suelta de que pudo haber llegado a Groenlandia por el norte y a la actual bahía de Chesapeake por el sur. Unos dicen que su flotilla se perdió en el mar, otros que han encontrado documentos, inéditos todavía, que lo sitúan de vuelta en Londres el año 1500.

    En fin, no perdamos el hilo. Aunque también los marineros vascos y portugueses establecieron bases balleneras y de pesca estacionales a principios del siglo dieciséis, no consta que reclamaran las tierras para nadie. Supongo que bastante tenían con sobrevivir y asegurar la pesca.

    Este sería el inicio de una versión inglesa. La versión francesa empezaría en 1534, cuando Jacques Cartier, explorador bretón de Saint Malo, salió al mando de una expedición con la esperanza de descubrir un paso por el noroeste hacia los ricos mercados de Asia.

    Cuentan que quizá ya hubiera estado por esas tierras con anterioridad, integrante de alguna partida de pesca vasca, lo que le daría cierto prestigio como navegante ante los ojos del emperador.

    Con solo dos barcos y sesenta y un hombres, cruzó el océano en apenas veinte días. Pronto se encontraron en la isla Belle, entre Terranova y Labrador, y empezaron a buscar el paso hacia Catay. Terranova no parecía tener nada de valor. Cartier la desechó y comentó que esa debía ser la tierra que Dios dio a Caín. Remontó el río San Lorenzo. El veinticuatro de julio plantó una gigantesca cruz de diez metros con la inscripción «Viva el rey de Francia» y tomó posesión del territorio en nombre del rey Francisco I.

    Cartier tuvo varios encuentros con los pueblos aborígenes de Canadá, en los que realizaron algún breve intercambio comercial. El primero, al norte de la bahía de Chaleur, seguramente con micmacs. Por curiosidad, te diré que el tercer encuentro tuvo lugar en las costas de la bahía de Gaspé con un grupo de iroqueses del río San Lorenzo, y fue allí donde plantó la famosa cruz. En este encuentro se produjo el primer secuestro de indígenas, práctica que posteriormente se convertiría en habitual. Cartier presintió que sus acciones no eran bien vistas por los iroqueses. Para evitar el desastre de su partida, retuvo a los dos hijos del jefe Donnacona contra su voluntad. Este, sin embargo, acabó por acceder a que el francés se llevara a sus hijos como rehenes a cambio de que al volver trajera productos para futuros comercios.

    La expedición navegó por esas bahías hasta que, en el otoño, regresó a Francia. Como Caboto, creyeron haber explorado Asia todo ese tiempo.

    Dos años después, hizo un segundo viaje. Se adentró aún más en el río San Lorenzo guiado por los dos rehenes iroqueses que traía de regreso. Al llegar a la pequeña aldea iroquesa de Stadacona, volvió a encontrase con Donnacona y liberó a sus dos hijos. A pesar de las negativas del jefe iroqués, Cartier continuó río arriba con solo un puñado de hombres en uno de los barcos más pequeños y varias chalupas. Llegaron a un gran pueblo a los pies del monte real, lo que hoy llamamos Montreal, donde salieron a recibirle, al parecer, más de mil nativos. La expedición no pudo avanzar más, ya que unos rápidos impedían el paso. Tan seguro estaba Cartier de que el río era el paso del noroeste y de que los rápidos eran todo lo que le impedía la navegación para llegar a China, que los bautizó con el nombre que aún conservan —los rápidos de Lachine— y a la ciudad con el nombre de Lachine, que hoy día es un barrio de Montreal.

    En estas exploraciones se les vino el invierno encima y decidieron volver a la pequeña aldea de Stadacona, donde construyeron el fuerte de Santa Cruz. Levantaron casas con dobles paredes rellenas de borra, hicieron acopio de leña y, precavidos, salaron caza y pesca para enfrentarse a los fríos. Ese campamento será el origen de la ciudad de Quebec.

    Estuvieron allí atrapados por el hielo y la nieve varios meses. Los hombres enfermaron de escorbuto, primero los iroqueses y luego los franceses. En su diario, a mediados de febrero, Cartier anota que «de los ciento diez que éramos, solamente diez estaban lo suficientemente bien como para ayudar a los demás, una cosa lamentable de ver» y dice que más de cincuenta nativos fallecieron, pero que algunos consiguieron curarse. Uno de los nativos que sobrevivió fue Domagaya, el hijo del jefe, que habían llevado a Francia el año anterior. Durante una visita amistosa a Domagaya, en una de las escasas salidas del fuerte francés, Cartier le preguntó cautamente, no fueran a saber de su debilidad, y se enteró de que una preparación de hojas de una conífera abundante en la zona, la tuya, bien llamada por los científicos Arbor vitae, podía curar el escorbuto. Este remedio, probablemente, salvó a la expedición de la destrucción y permitió que ochenta y cinco franceses sobreviviesen ese cruel invierno.

    Otra versión dice que los nativos usaban un cocimiento de corteza de abeto blanco para curar la enfermedad. En cualquier caso, fue gracias a ellos que los franceses pudieron regresar a Francia una vez pasado el invierno. Esta vez, Cartier, se llevó al jefe Donnacona.

    Hubo aún un tercer viaje del bretón que aporta poco de interés. Esta vez buscaban oro y diamantes de los que, al parecer, regresaron con un barco lleno. Para su gran desolación, al llegar a Francia comprobaron que era simple cuarzo y pirita. En este viaje, además, las relaciones con los iroqueses se enfriaron marcadamente.

    Cartier acabó sus días en Saint Malo, pero fue tal vez el primero, o si no uno de los primeros, en aceptar oficialmente que el Nuevo Mundo era una masa de tierra separada de Europa y Asia.

    —A ti te gusta más la versión francesa, ¿verdad?

    —Pues no especialmente, ¿por qué lo preguntas? —dijo con cierta curiosidad Mervin.

    —La parte inglesa la has pasado rápida y con pocos detalles y ahora, en esta parte de los franceses, pues te has explayado más, como se suele decir.

    —Claro, se conoce mejor, hay más documentos…, pero veo que tienes la impaciencia de la juventud, el juicio rápido y necesidad de información instantánea. Solo he empezado a contarte un poco de la historia, y ahora venía otro segmento de la parte inglesa. Se me hace más entretenido entrelazar las historias un poco cronológicamente, aunque, de vez en cuando, salte un poco de aquí para allá: licencia de narrador.

    —Oye, ¿y en esta historia no hay mujeres?

    Quedó Mervin un tanto descolocado con la pregunta, ya que ni se le había pasado por la cabeza pensar qué papel pudieron desempeñar en esas primeras incursiones. Sí, podía ser una investigación interesante, ya que él desconocía la existencia de una Pocahontas local o de alguna europea destacada, si excluía a las madres fundadoras de conventos.

    —Bueno, como te dije, la verdadera historia es la de los aborígenes y la primera referencia que se tiene es que los vikingos, al llegar a estas costas hace mil años, llevaron al menos una nativa de vuelta con ellos a Islandia. Aun hoy día, una parte de la población de la isla tiene vestigios nativos en su ADN que se remontan a esa época.

    —No me refería a eso exactamente, pero bueno, puede ser una forma de empezar. ¿Se sabe algo de esa mujer? ¿Quién era? ¿Qué pasó?

    —Pues, la verdad, yo no lo sé. Habría que releer las sagas nórdicas, en especial las islándicas Saga de Erik el Rojo y Saga de los groenlandeses, más despacio y con intención; rebuscar entre las runas y hacer una auténtica investigación. En cuanto a qué pasó, ya te lo puedes imaginar. Pero deja que vuelva a la narración. Ya trataremos de rellenar estos huecos más adelante.

    Se arrellanó en el asiento, cerró los ojos y se dejó transportar como si fuera a dar una clase magistral ante una gran audiencia.

    Humphrey Gilbert, medio hermano del famoso Walter Raleigh, implacable en la represión de los irlandeses, aventurero, alquimista y hombre visionario, en sentido estricto —creyó que Salomón y Job le prometieron que accedería a conocimientos místicos secretos—, buscaba, como tantos otros, un nuevo paso hacia Catay.

    Gilbert consideraba que el paso por el nordeste era demasiado peligroso. Indicó que el aire tan cerca del polo está tan oscurecido con brumas y nieblas continuas que ningún hombre puede ver lo suficiente para guiar su barco o encontrar el rumbo. Proponía que era de lógica y buena razón pensar que debía existir un paso por el noroeste y que Colón había descubierto América con bastante menos evidencia de la que él tenía para justificar su propuesta, por lo cual era imperativo que Inglaterra tomara acción y colonizara nuevas tierras, desafiaría así el poder que empezaba a adquirir la península

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