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Shuvanis, Diario de Alexandra
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Libro electrónico440 páginas10 horas

Shuvanis, Diario de Alexandra

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Novela de terror fantástico, ambientado en Londres siglo 19. La cercanía y amistad con aquel enigmático hombre hacen revelar en ella extraños sucesos que se esconden en su subconsciente. La vida de Alexandra cambia drásticamente emergiéndola en un submundo de hechicerías, hombres lobos y códigos de honor que no pueden quebrantarse. Constantes desvaríos le hacen percatarse de una posesión antigua en su interior, la cual quiere tomar control de su cuerpo y acciones.
Todos los sucesos son descritos en su diario personal, el cual tiene por finalidad resguardar parte del legado de la última «Shuvanis» o bruja gitana.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2018
ISBN9789569946325
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    Shuvanis, Diario de Alexandra - Alejandra Palacios Heredia

    todo.

    NARRACIÓN GÓTICA CONTEMPORÁNEA,

    EL TERROR DE ALEJANDRA PALACIOS

    Creando personajes en que se mezclan y exteriorizan su primitividad natural con su humanismo evolucionado, gestores por ello de sucesos intrahistóricos y anecdóticos entre bárbaros y cultos, posicionando así una imagen artística literaria descriptiva de cuándo, cómo y por qué el humano es lo que es, la autora comunica al lector, entre líneas de su relato, la visión ética, que incómoda por su mensaje sicosocial, es auténtica demostración de que la licantropía no es solo fantástica anormalidad sentida por un enfermo que en su delirio se piensa y aúlla cual lobo en noche de luna llena.

    El lector literario asiduo se percata de inmediato que este es el merito de la novela unida por su tema, ambientes, motivos de misterio, magia, supertición, encantamientos y violencia canibalística, con estructura de crónica mítica. Comunicadora de fenómenos, espacios y criaturas visibles, con explotario anhelo de conocer el ocultismo al agregar a la perspectiva literaria gotica tradicional, la explicación indirecta de la causa a la conducta humana cuando devora, ataca, violenta, discrimina contra su semejante por considerarlo hostil en su posesión territorial.

    Por tal comunicado, de palabra artística clara, concisa, cohesiba, tensa y en algunos episodios onírica y barroca, en sus detalles narrativos, ‘Shuvanis, Diario de Alexandra’ se hace digna de lectura constante, sensible y reflexiva, actitud estimulada por los sucesos relatados, configuradores de una escritura literaria que permite escuchar voces secretas explicatorias de la identidad aún no completada del humano en su aspirada trascendencia de no ser tan instintivo y con tendencia zoológica incontenible, sino en ascensión hacia una espiritualidad mas cercana al amor franciscano por sus congéneres y demás especies pobladoras del planeta.

    En síntesis, heredera de las características gestadas por autores como Horace Walpole, William Beckford, Ann Radcliffe y William Godwin, en la Inglaterra del siglo XVIII, rasgos como la atmósfera de misterio y suspenso, la inexplicable herencia de un don síquico solo en mujeres, las emociones incontrolables, el erotismo insinuado, los instantes más de agobio que de serenidad, la novela de Alejandra Palacios se lee con la impresión de estar percibiendo la imagen nítida del humano en su transcurso sicohistórico, porque al igual que ciertos sujetos, insólitos y minoritarios, comunicadores de sus ideas y sentimientos mediante la voz insonora de su mente, los personajes de ‘Shuvanis’, en el testimonio narrativo de la protagonista —procedimiento linguístico generador de la novela y a la vez justificación eficaz de su título— se muestran en sus acciones e intimidades telepáticos y dueños de energía inimitables, condiciones que junto a sus duales existencias de licántropos, shuvanis o hechiceras, identidades precisas de la índole de fábula gótica de la novela, puntualizan también y con moralizadora simbología de reflejo poético, la importancia de demostrar, a través de la palabra artística emotiva y racional , la indesmentible idiosincrasia humana que fusiona en su ser el primitivismo de su naturaleza con la espiritualidad de su cultura, provocando que al leer la obra de Alejandra Palacios se perciba en los nueve capítulos la virtud esencial literaria de los escritos que con atractivo de confidencia proporcionan al lector conocimiento profundo acerca de su identidad y comportamiento.

    Luis Araya Novoa

    Escritor

    «SHUVANIS», DIARIO DE ALEXANDRA

    ALEJANDRA A. PALACIOS HEREDIA

    Nuevo México

    Estados Unidos de América, 1940

    Sr. Barush St. Martin

    Oxford, Inglaterra

    Presente

    Acabo de retirar la encomienda y la breve carta. Reconozco que me sorprendiste. Pero ¿cómo supiste en dónde me encontraba? ¿O es que husmeaste en mis pensamientos?

    Ya han pasado ciento veintiún años y tu recuerdo sigue intacto, como el día en que te vi en el despacho del maestro, en mi querida Inglaterra.

    A veces te veo en mis visiones, armaste una nueva vida y sigues desarrollando las mismas actividades profesionales que solías realizar en Londres. Te acompaña una nueva compañera de tu mismo estatus social, pero carente de intereses en común como los que teníamos tú y yo. Esas largas conversaciones sobre distintos temas en las que me encantaba escucharte. ¿Aún recuerdas nuestras conversaciones? Creo que es el único recuerdo grato que guardo de nosotros.

    Deseaste que camináramos rumbos distintos, haciendo que aceptara decisiones las cuales no estaba preparada a afrontar y exponiéndome a situaciones que salían de mi control. Tal vez fue por mi bien, pues sabías que nunca te podrías unir conmigo.

    No pretendo criticar los acontecimientos de cien años atrás. La decisión que tomaste por mí resultó totalmente beneficiosa en mi vida con el pasar de los años.

    Nos establecimos en Norteamérica, siempre recorriendo distintas regiones. Si tan sólo vieras los paisajes, ¡y qué paisajes!, tan bellos y variados en sus contrastes tiene este amplio país. En el Norte, frontera con Canadá, las Montañas Rocosas cruzan el estado de Montana comprendiendo una zona con vastos territorios inexplorados de naturaleza salvaje y gran riqueza mineral. Hay numerosas áreas con microclima donde abundan las praderas y sus bosques salvajes me recuerdan a los de Inglaterra, con árboles milenarios, con la niebla cubriéndolos en la noche dando un toque de misterio. El Este y el Norte de esta zona de transición son conocidas normalmente como llanuras septentrionales, con praderas y mesetas que se extienden por las Dakotas, Alberta, Saskatchewan y Wyoming. El área este de esta zona, el centro norte del estado, es conocida como Missouri breaks. Aquí, cerca de Great Falls se pueden encontrar tres buttes(cuello volcánico), además de impresionantes precipicios. Estos están constituidos por roca magmática y han resistido la erosión durante muchísimo tiempo. La superficie fundamental está compuesta por pizarran. Muchos lugares alrededor de estos están cubiertas por arcillas. Estas tierras son derivadas de la Formación de. Imagínate recorrer tales paisajes, liberando los instintos... libres. Tales panoramas rondan en lo mágico, solo habitado en su desolación por indios nativos cheyennes, quienes conocían nuestra naturaleza animal, temiendo tanto que no se nos acercaban.

    Rara vez en nuestros viajes nos encontramos con otros iguales a nuestra condición, nos observan con temor para luego desvanecerse entre las multitudes. No he vuelto a ver algún licántropo como los que habitaban en Londres, lo cual es positivo para ambos.

    Aquí es fácil entregarse a la naturaleza, sin las convenciones sociales a los cuales el humano está ligado. Pero a pesar de disfrutar y conocer bellos paisajes, en este último tiempo he sentido una melancolía por retornar a Inglaterra. En mis sueños recorro la zona de emplazamiento de la cabaña en que nací, casi puedo percibir su brisa fría de mar helando mi rostro y el romper de las olas en las rocas. Como añoro ese lugar. Pero al despertar, observo mi realidad y al ver quién yace a mi lado, reconozco que no cambiaría mi situación actual por nada de este mundo.

    Te doy las gracias también por cuidar mi hogar en Carlisle a través de todos estos años y no permitiendo que el tiempo la destruya o sea ocupada por intrusos moradores.

    Sin embargo, el motivo de esta presente, además de agradecer por tu encomienda, no es el de hablar de viejos temas que no conducirán a ninguna conclusión, sino de entregarte mis memorias. Como erudito, sé que tendrás un espacio en tu amplia biblioteca junto a tus otros relatos de vida sobrenatural de épocas pasadas y ahí permanecerán por siempre. No se me podría ocurrir un lugar mejor para atesorarlas.

    Sin más que contar.

    Atentamente.

    Alexandra Phuri Dae.

    DIARIO DE ALEXANDRA

    AL LECTOR

    Mi nombre es Alexandra Phuri Dae. Soy una «shuvanis» en lengua romaní, o una hechicera en lengua inglesa. Mi poder reside en las visiones; veo sucesos del pasado y futuro en cada persona, dones que comparto con mi fallecida abuela y con todo el linaje femenino de mi línea de sangre. Nadie en mi familia ha podido entender o explicar su origen o por qué solo las mujeres poseemos estos dones.

    Nací en un pueblo costero rural al extremo norte de Gran Bretaña, en la región de Cumbria, en el pueblo de Carlisle, el año 1792. Ya en esos tiempos mi familia había abandonado las maneras nómades de vida típica gitana, estableciéndose en los pueblos y mezclando la sangre romaní con la anglosajona.

    Mido un metro sesenta y ocho, una estatura promedio. De contextura delgada, pero con formas bien definidas. De cintura delgada, pero con caderas un poco prominentes. Mis pechos están de acuerdo a mi contextura física sin ser sobresalientes. Mi cabello es castaño y liso, aunque suelen formarse unas ondulaciones, normalmente siempre lo llevo hasta un poco antes de llegar a mis codos. Mi piel es trigueña, con ojos grandes marrones enmarcados por unas cejas definidas.

    La conversión a mi nuevo estado animal no fue por libre voluntad, fue por medio de un ataque y secuestro de un grupo de sangre pura. Tan absortos en su ideología de mantener esa sangre de los nacidos por derecho licántropos, que fui un instrumento de su causa.

    El nuevo estado al cual me sumergí, incrementó mis dones síquicos, apareciendo nuevos talentos que con los años pude contener y mantener mi cordura. Esta condición es imperceptible a los ojos mortales y sólo es revelada ante el destello de una luz brillante hacia los ojos, los cuales brillan como los de un gato en la noche, siendo lo más complejo la nueva dualidad que se forma en el alma. En los convertidos, es una tortura el contener a la bestia que sólo quiere saciar sus ganas de carne. La racionalidad humana intenta razonar con algo que es primitivo e instintivo. En los nacidos y puros, no ocurre tal bipolaridad.

    Al contrario del mito común, no dependemos de la luna para nuestra transformación, esta sólo nos inspira, pero en los recién convertidos suele crear un frenesí incontrolable. Somos conscientes en nuestro estado animal de los actos que cometemos. La plata no nos afecta, de hecho tengo varias pulseras y aros de este material los cuales uso con frecuencia. Nuestras heridas de combate curan solas y podemos procrear. Sólo existe una única manera de matarnos y muy pocos lo han conseguido. La forma de matar a un licántropo es arrancar su corazón, todo lo demás son supercherías de mitos absurdos. Como dije antes, muy pocos lo han conseguido y sólo ha sido en batallas con nuestra misma especie.

    El licántropo es un ser territorial. Si uno se aventura a cazar en las tierras de otro, debe solicitar permiso y obtener su bendición. Caso contrario no podrá hacerlo, y si desobedece, el amo está libre de acciones para ajustar cuentas según su criterio personal.

    El siguiente diario es una recopilación de hechos antes de volverme a este estado y durante mi conversión. Quizás después de repasar mis propias experiencias, pueda comprender el cómo surgieron y el modo en que se desarrollaron.

    […Pero aún estoy quemándome en tus llamas,

    incesante, máscara lustral,

    libre...el amor no sabía igual.

    Me pregunto si alguna vez pensaste lo mismo

    Aún me pregunto...]

    Anathema - Angelica

    CAPÍTULO I

    Londres, 1820

    Eran casi las ocho de la noche y ya tenía dispuesta la mesa para cuando él llegase: con su comida favorita en una olla de cerámica para conservar el calor en el centro de la mesa. El ruido de la ciudad entraba por la ventana entre abierta cubierta por una cortina de encaje color marfil que ondulaba con la suave brisa. Una ciudad vibrante que cada día parecía crecer más, tanto en su población como en construcciones.

    Hacía diez años, a la edad de dieciocho, me había trasladado al centro mismo de Londres desde una villa rural en las afueras, en busca de algún sustento para ayudar a mi familia. Fue gracias a la educación entregada por mi madre, quien impartía clases como institutriz, que no me fue difícil encontrar un buen trabajo en el despacho de un arquitecto como su asistente. Era un caballero de avanzada edad, muy afable y de buen trato hacia los demás, muy paciente y se esmeraba a que su ayudante adquiriera los conocimientos propios del área. A ese lugar siempre llegaban clientes en busca de diseños, incluso hasta disponía de una lista de espera de los trabajos y las personas estaban dispuestas a esperar por él.

    Mi guardarropa siempre fue discreto y modesto, además la nula actividad dentro de los círculos de la sociedad contribuyó a que tampoco le prestase demasiada atención a lo último de las modas inglesas. Normalmente, usaba camisa blanca con encajes de cuello alto, una falda larga plisada de tela de algún tono oscuro —rara vez uso tonos pasteles— con una chaquetita ajustada corta con una caída en sus bordes laterales en forma de punta larga.

    El sombrero de igual manera; sencillo, pequeño, aunque igual disponía de uno más elaborado con unas flores. Si el frío era demasiado, a veces usaba sobre la chaqueta larga un chal gris, una de las pocas pertenencias que traje de mi pueblo natal. Mi abuela lo tejió años antes de morir como un regalo de cumpleaños, usando lana que ella misma hiló de sus ovejas. La puntada que usó es preciosa, con pequeñas figuras de rosas en sus bordes cerrándose en puntos pequeños. En una ocasión cuando compraba en una tienda baguete y cecinas, a una de las damas que estaba ahí le fascinó el tejido, insistiendo en que le dijera en qué local de Londres vendían esos hermosos chales.

    El cabello siempre lo llevaba recogido con unas horquillas peinetas negras.

    Disponía de mi propia mesa levemente inclinada y de un área donde guardar o dejar las cosas. En una cajita de madera tenía las plumas y trazadores siempre limpios. Los pliegos de hoja estaban estirados en una cajonera especial. Cuando trazaba los bosquejos del arquitecto maestro pasándolos a tinta, me encantaba el ruido de la pluma al raspar la hoja. Siempre puntual, y tal como se me indicó, debía acomodar el área de visitas. Junto a una amena conversación, disfrutábamos de unas tazas de té acompañadas por galletas. Siempre había un tema por hablar o un acontecimiento por criticar.

    En ocasiones recibía otro ayudante, algún joven arquitecto en busca de más experiencia, a los que el maestro no tenía reparos en recibir y adiestrar en ciertas áreas que no se les impartía en las universidades. Al tiempo, estos se marchaban con nuevas experiencias en sus vidas y con conocimientos adquiridos. Así fue como conocí a Barush St Martin, en mi noveno año trabajando en el despacho. Un joven de imponente estatura y espaldas anchas, con tez blanca y cabellos cortos de un negro intenso. Tenía pequeños ojos castaños, una nariz fina y un bigote alrededor de su boca que simulaba la delgadez de sus labios. De gran perspicacia, a menudo entablaba conversaciones con el maestro de distintos temas y no pasó mucho tiempo para hacerse apreciar.

    Su escritorio se situaba delante de mi mesa de dibujo, lo que en un comienzo me incomodaba ya que sentía lo mucho que me observaba. En una ocasión levanté la vista y lo descubrí espiándome, cuya única reacción fue la de ruborizarse por completo. Siempre lo veía sumergido en sus escritos de informes, con su traje gris de tres piezas y su ordenada camisa blanca de cuello alto y corbata alrededor. Su sombrero de copa redonda siempre sobre una pila de libros junto a sus guantes de cuero café.

    Hablábamos solo de asuntos profesionales. Una tarde cuando me retiraba, al cerrar la puerta que da hacia la calle del despacho, lo vi parado a unos pocos pasos. Nunca pensé que esperaba por mí. Cerré la puerta y me dirigí en dirección contraria. No caminé demasiado, cuando escuché que alguien se acercaba.

    —Alexandra, disculpa si te incomodé recién —dijo—, pero no encontraba apropiado invitarte a un café en presencia de tu jefe y de mi maestro, por eso te esperé afuera.

    Aquello sin duda me había sorprendido, y más aún, me sorprendí a mí misma al aceptar.

    Nos fuimos a tomar un café no lejos de ahí y nos sentamos en una mesa ubicada cerca de unos ventanales que tenían una bella vista de la pileta de la plaza. En el respaldo de mi silla dejé mi abrigo y colgué mi bolso de tela. Él dejó su sombrero en unos percheros que estaban detrás de nosotros, luego se quitó los guantes de cuero y los depositó sobre la mesa. Sin duda sus actitudes eran propias de un caballero, me intrigaba saber más sobre su persona.

    De a poco se veía cómo encendían los faroles y se iluminaba la calle. El cielo de tonos rojizos se tornaba a un azul profundo mientras el local comenzaba lentamente a llenarse con parejas y algunos grupos de amigos que acudían. Sin duda era un lugar vibrante, pero no bullicioso, sino tranquilo.

    Nos trajeron nuestros cafés con leche y unos dulces para acompañar. El aroma era exquisito, y haciendo memoria, me percaté que nunca había ingresado a un sitio así desde que había llegado a la ciudad. Siempre transité entre la oficina y el departamento, sin prestar atención a lugares como este. Sin duda mi vida se había tornado tan monótona que no me había dado cuenta de ello, lo que provocó que esbozara una sonrisa.

    —Espero que no te estés riendo de mí. —dijo

    —No, ¿cómo piensas eso? Sólo hacía memoria que nunca había estado en un lugar así desde que vivo en esta ciudad.

    —Bueno, de ser así me alegro ser el primero en invitarte. Hace que este momento sea más especial. Pero cuéntame, Alexandra Dae, ¿de qué ciudad viniste?

    —Dime Alex. Todos me llaman así.

    Le conté de mi pueblo natal Carlisle cerca de la frontera con Escocia. Una localidad que se mantiene tranquila y rural, pero que estaba creciendo convirtiéndose en una ciudad. Le hablé de mis estudios los cuales debo a mi madre y al maestro por quien estaba muy agradecida. Me habían abierto una ventana a conocimientos que tal vez nunca hubiera adquirido, instruyéndome como su aprendiz, logrando estar a la par con algunas personas educadas y de profesión.

    No quería que él tuviese una impresión de mí como la pobre damisela que busca ser rescatada, por lo que sutilmente utilicé sus propias preguntas tornándolas hacia él.

    —¿Carlisle?, tuviste que viajar toda la isla británica para llegar a Londres. ¿Por qué tan lejos?, ¿escapabas de algún enamorado? —Sonrió.

    —Fue al morir mis abuelos que decidí emigrar de la ciudad. Al tiempo murió mi madre y solo reforzó mi decisión. Ya no tenía motivos para estar ahí.

    —¿No tienes más familia?

    —¡Ah! No creas que estoy desamparada —reí—, tengo familiares. Mis tías abuelas aún viven en esa ciudad, de hecho, a veces cuidan la cabaña en la que crecí, al lado de la costa. En las noches me dormía escuchando el ruido del mar. También teníamos un huerto, algunas gallinas y patos.

    —¿Y por qué Londres?

    —Qué mejor nuevo comienzo que en la misma capital, ¿no lo crees así?

    —Yo nací al Oeste, en Oxford, cerca de Londres. Soy hijo único, pero eso no impidió que pasase la mayor parte de mi infancia en internados privados. Luego, cuando creí que saldría de ahí, ingresé a una universidad pagada. Como te darás cuenta, he pasado la mayor parte del tiempo encerrado como un prisionero —hizo una pausa, mirando el vapor que salía de su taza—. Mi padre me escribía pocas veces, por no decir nunca.

    —¿Y tu madre?

    —Ella falleció cuando nací, por pérdida de sangre.

    —Lo siento…

    —Descuida. Mi padre y sus negocios siempre lo mantienen viajando y viviendo en distintas ciudades. Tengo una casa en los suburbios. Bueno, en realidad fue un regalo de él. La tenía en el más completo abandono, hasta tuve que discutir con algunos indigentes que se habían tomado la propiedad, pero todo salió bien, ellos se fueron contentos con dinero y yo empecé a diseñar una serie de remodelaciones.

    Intenté imaginar lo que me había relatado. La lejanía de todos y la ausencia de un calor familiar, con unas cartas como único contacto. Sin duda había crecido en un ambiente triste. Un gran contraste con mi infancia en una cabaña que mi abuelo construyó con sus manos, de piedras canteadas y madera, modesta, pero siempre ordenada y limpia. Incluso disponíamos de una pequeña biblioteca en donde mi abuelo solía sentarse a leerme cuando era pequeña. A pesar de algunos límites económicos, siempre nos mantuvimos cerca y unidos.

    —No quiero que te compadezcas de mí. Es lo único que conocí y me adapté a ello. Todos somos sobrevivientes, la vida es así.

    —¿Crees que somos sobrevivientes de nuestro pasado?

    —Lo somos.

    A veces repetíamos la dinámica, él me esperaba afuera a que saliese y nos íbamos a conversar al café. Su compañía era muy grata e interesante. Sin embargo, a veces, cuando él comenzaba a mostrarse más afectuoso, repentinamente su semblante se tornaba frío y distante, sus actitudes cambiaban totalmente.

    En una ocasión prestó especial atención ante mis mangas arremangadas, a la pulsera de plata con una medalla con la figura de San Benito que colgaba de ella. Su rostro era de incertidumbre, como si la figura de aquel santo lo ahuyentara de algún modo. Me las bajé ante la insistencia de sus preguntas. La historia de aquella medalla no era algo que quisiese conversar.

    Una tarde como siempre me acompañó hasta mi departamento. Casi no había personas circulando y solo el ruido de algún carruaje que pasaba alteraba la tranquilidad del lugar. Nos encontrábamos ante el pórtico del edificio. En el acceso había tres escalones de piedra con una reja en cada lado que cercaba el pequeño antejardín. Me tendió su mano para ayudarme a subir los escalones pero, para mi sorpresa, no la soltó. Estuvo largo rato en silencio mientras sostenía mi mano, con la cabeza y la vista baja.

    —¿Sucede algo?

    —No, nada, solo quería estar así un momento —hizo una pausa, levantando la mirada—. No sabes lo grato que es tu compañía para mí.

    Su cara notaba una tristeza que no recordada haber visto antes en él.

    —Y tu compañía también es grata para mí, amigo mío. —Con mi mano libre acaricié su mejilla.

    Él puso su mano sobre la mía y volteando su rostro besó mi palma abierta. Luego juntó mis manos cubiertas por las suyas. El silencio se prolongó unos minutos.

    —Hasta mañana. —dijo con tono suave y liberando mis manos atrapadas entre las suyas. Dio media vuelta y emprendió su camino.

    Las semanas que vinieron después fueron de completo caos. Había tal cantidad de trabajo, que el maestro recibió de muy buena manera a dos jóvenes más. Ya era cotidiano que estuviéramos hasta altas horas de la noche, yo entintando los planos, mientras Barush se encontraba sumergido en sus documentos. Al terminar, el carruaje nos esperaba para ir a dejarnos a nuestras respectivas casas. Él, sentado al lado mío, sin emitir palabra alguna, mientras los otros dos jóvenes no cesaban de hablar. Yo era la primera en bajar. Como siempre, abría la puerta y me sostenía la mano para ayudarme a descender. Sin embargo, esta vez sentí que deslizaba una nota en mi mano. No la abrí hasta entrar al departamento;

    Alex:

    Si no te incomoda, me gustaría que saliésemos a cenar pasado mañana.Conozco un lugar que estoy seguro que será de tu agrado.

    Espero tu respuesta cuando nos veamos en el despacho.

    Esperando que aceptes.

    Barush

    La nota me puso nerviosa, no por la invitación en sí, sino más bien porque me enfrentaba a un problema común entre nosotras las mujeres.

    —No tengo un vestuario apropiado…

    El día siguiente pasó rápido, sin la presión que todos hemos sentido las últimas semanas. Los trabajos ya estaban casi terminados, por lo que me dediqué a ordenar el despacho.

    Él me observaba desde el otro lado del salón. Tenía arremangadas las mangas de su camisa y su corbata un poco suelta. Estaba explicando algo a los dos jóvenes quienes sostenían unos planos y carpetas con documentos. Hice un movimiento asintiendo con mi cabeza indicando que sí aceptaba. Él sonrió. Al salir me esperaba afuera. Me acompañó hacia mi pequeño departamento.

    —Te confieso que al escribir la nota, creí, de verdad… que no aceptarías.

    —¿Y por qué creíste eso? —pregunté.

    —No sé. Sólo lo pensé.

    —Solo hay algo con que tengo un problema…y es que…

    —Si se trata por lo que pasó la otra tarde —interrumpió—, te prometo que no pasará nada más, no quise incomodarte con mis impulsos, ¡en verdad!, no soy así. No sé qué me sucedió.

    —No, ¡basta! —exclamé— No es sobre eso. Es algo que, la verdad, me da vergüenza decir.

    —¿Pero entonces qué es? —preguntó intrigado.

    —De verdad quiero ir… pero no tengo un vestido para la ocasión. Y no sé si me entiendes, siempre me la paso en el despacho —le confesé algo apenada—. El otro día fuimos a un café, cosa que nunca había hecho. Y ahora me invitas a cenar, y no sé con qué vestido ir. Temo ir a comprar algún vestido y que no sea de tu agrado o que no sea para la ocasión, no sé. En verdad no sé.

    —Ya. Ahora seré yo el que te interrumpirá —dijo esbozando una sonrisa—. En primer lugar, te entiendo, a veces el trabajo impide que hagamos una vida normal y eso creo que es lo que me gusta de ti, no eres como las demás damas que he conocido, pendientes siempre del vestir porque no tienen más que hacer —hizo una pausa—. Pero también te entiendo, causé sin querer una preocupación, que no debió haber sucedido.

    —Sí—Lo miré enrojecida con una sonrisa.

    —Ambos nos echamos a reír por la situación. Llegamos a la puerta doble del edificio y como siempre sostuvo mi mano al subir los escalones.

    —Alex, sobre el otro tema. No te preocupes de eso. Yo me encargo.

    —No entiendo…

    —Mañana en la mañana verás —besó mi mano—, sólo quiero que sea un momento grato para ambos.

    A la mañana siguiente tocaron mi campañilla en la puerta de acceso. Vi por la ventana hacia la calle y era un joven con una caja rectangular cubierta por un papel café. Le hice señas que bajaría.

    Abrí la puerta y me entregó la caja. Le di las gracias y unas monedas por las molestias, las que aceptó encantado. Volví a mi departamento y desenvolví el papel. Era una caja blanca de cartón con unos lazos de color morado cruzados alrededor y una nota afirmada en estos.

    Mi querida Alex:

    Espero que el presente sea de tu agrado.

    Lo vi en una tienda días atrás y pensé en lo bien que se te vería puesto. Además que viene muy bien a la ocasión de esta noche.

    Pasaré por ti a las 20:00 hrs.

    Con un profundo afecto.

    Barush

    Desaté los lazos y destapando la caja vi un hermoso vestido de seda color perla. Lo saqué de su envoltorio y lo puse encima de mi cuerpo. Me miré al espejo que estaba a un costado de mi cama. Era ajustado en la parte de arriba con unas líneas que seguían la silueta de la cintura; el escote no era pronunciado, tenía unos bordados dorados de rosas que seguían la forma de este. No tenía mangas. Se asomaban unos botoncitos a lo largo para ajustar, muy discretos. Un listón dorado separaba ambas partes de donde caía en pliegues el vestido largo. Este tenía dos capas: la de arriba era de delicado encaje color dorado que dejaba ver la tela de fondo al frente y se amarraba en un listón en la parte posterior, cayendo libremente en forma de pliegues. La tela de fondo era color perla con los mismos bordados dorados de rosas en sus bordes. En cierta manera me recordó a los relatos griegos que me leía mi abuelo.

    Debajo del papel blanco del vestido, había envueltos unos guantes largos de encaje y unos maravillosos zapatos que completaban el conjunto.

    Sin duda había planeado todo por mí. En el fondo un último paquete envuelto con un listón rojo, al abrirlo tapé mi boca ruborizándome por completo, entre vergüenza y risa. Sin duda y conociéndolo era precisamente la expresión que buscó causarme. Se trataba de unas medias con unas ligas para sostenerlos, una enagua bordada muy delicada y una camisa fina para ser usada bajo el corsé.

    A la hora que había escrito en la nota, sin pasar ni un minuto más, tocaron la campañilla en la puerta de acceso. Bajé y él me estaba esperando con la puerta del carruaje abierta. Vestía un traje negro de noche, con un chaleco blanco encima de su camisa y una chaqueta larga.

    Tomó mi mano y la besó. Vi en su mirada que le agradaba cómo me veía, ya que no paraba de mirar mi escote y mi cintura. Subimos y el coche empezó a andar.

    —¿No me has dicho si te ha gustado? —pregunté en tono coqueto observándolo de reojo.

    —¿Es necesario que responda? —dijo mirándome—, pensé que mis actitudes obvias me habían delatado al instante. —Sonreí.

    —Creo que te has tomado demasiadas libertades con mi persona, no es bien visto que un hombre soltero le haga ese tipo de regalos a una joven soltera.

    —Jajajajajaja —rio largamente—, tienes razón, procuraré tener mayor cuidado en mis presentes y maneras de actuar. Aunque no lo niego, me fascina la idea: el saber qué estás llevando debajo del vestido.

    Sus palabras provocaron que me sonrojara por completo, pero debía tener cuidado. Era bien sabido que los hombres de estatus social alto tenían de todo, menos escrúpulos y juicio moral.

    —¿Y adónde nos dirigimos? —pregunté.

    —El lugar al que nos dirigimos queda en el otro extremo de Londres. Una

    vez fui allí al asistir a una comida de negocios. La decoración es exquisita

    y creo que te encantará.

    Hablamos de distintas cosas para hacer más rápido y menos tedioso el viaje, pero no había manera que alguien se pudiera aburrir en una conversación con él. Abordaba cualquier clase de tema, tenía opiniones y críticas para todo, pero siempre de un punto de vista constructivo, sin sarcasmos u opiniones sin fundamentos. Un hombre con cultura y educación, sin duda. Algo de lo cual una persona puede sentirse atraída y a la vez menos o no merecedora de sus atenciones.

    Llegamos al lugar. Tan sólo la entrada, ya me impresionó. Estaba ubicado en los suburbios, en la zona en donde solo se encuentran mansiones con enormes jardines. En la entrada había una pileta con juegos de luces y de agua. Una escultura del dios Poseidón nos daba la bienvenida y unas columnas de estilo griego definían el marco del ingreso. A un lado de la entrada, un recepcionista nos esperaba y nos guio hacia una mesa. Cruzamos por un pasillo lleno de pinturas y esculturas hasta un gran salón de forma circular. Un impresionante candelabro colgaba del centro y pequeños farolitos en cada columna en sus paredes otorgaban un ambiente iluminado y vivo. En el centro, una orquesta completaba el cuadro y hacía que todo fuese más ameno.

    Lo curioso del sitio era que cada mesa estaba separada del resto por una cortina transparente color canela claro que salía de sus columnas, dando intimidad a sus clientes. Al llegar nos dirigieron a nuestra mesa. Ordenó que se abriera la cortina del fondo de nuestro puesto y pude apreciar el paisaje que él me había mencionado: un hermoso jardín en cuyo centro se ubicaba una gran pileta con sus juegos de agua y luces, era el carruaje del dios Poseidón tirado por sus caballos marinos, rodeada de un hermoso jardín con rosas de todos los colores. También había un laberinto con paredes de arbustos cortados con unas antorchas marcando la entrada por la cual se veían algunas personas internándose en él.

    —Es hermosa.—susurré.

    —Sabía que te gustaría. —dijo en tono de satisfacción, sacando de su chaqueta una pequeña caja alargada de color petróleo un tanto desteñida en sus esquinas.

    —¿Qué es? —dije asombrada.

    —Ábrelo.

    Al abrirla vi un hermoso par de horquillas tipo peineta de plata envejecida con hojas de nácar y perlas en su centro, simulando ser unas flores con brillos en algunos bordes. Era un hermoso diseño y se veía costoso dada su delicadeza.

    —Esto, por extraño y anecdótico que suene, al hacer las remodelaciones en las piezas principales de la casa, encontré la vieja caja fuerte escondida en una de las paredes y dentro, esta cajita con horquillas. No sé a quién pudieron pertenecer, mi madre jamás habitó esa casa y yo tampoco. Las mandé a pulir a una joyería, están bien conservadas y me pareció encantadora la idea de verlas en tu cabellera.

    —Yo no puedo aceptarlo… no puedo. —Insistí.

    —Quiero que las aceptes como muestra de mi aprecio.

    Las retiró de su estuche, parándose de su asiento y sacándome las negras que tenía puestas. En su lugar colocó las horquillas de plata, una en cada lado. Quitó algunos mechones dejándolos sueltos caer por mi cuello. Luego me observó con ellas.

    —Ahora sí, pareces una diosa griega. —Acarició mi mejilla con su mano, la atrapé con la mía sosteniéndola en mi mejilla e intercalando mis dedos con los suyos mientras él seguía tocándome.

    —¿Por qué lo haces? —pregunté— ¿Por qué tienes tantas atenciones hacia mi persona?

    Por un momento no respondió. Con su dedo pulgar seguía sutilmente la forma de mis labios sin presionarlos.

    —Me preguntas algo que ni yo mismo sabría responder. —Retiró su mano de mi mejilla y volvió a tomar asiento llamando al mesero.

    Durante el resto de la velada hablamos de distintos temas, sin tocar la pregunta que le había hecho o retomar la respuesta vaga que me había dado.

    La noche parecía pasar rápidamente. Como dije antes, nadie podría aburrirse con su compañía. Es un hombre fascinante.

    Pagó al mesero y este le agradeció su visita. Luego le indicó que disponía de caminar libremente por los jardines si era de su agrado. A mí me maravilló la idea.

    Dimos entonces un paseo por el hermoso lugar. Unos faroles de hierro forjado iluminaban el camino, aunque el cielo estaba tan despejado y la luz de la luna llena iluminaba todo el sitio, dándole un encanto casi misterioso.

    Me afirmé de su brazo mientras caminábamos y él parecía sentirse complacido del gesto. Circulamos alrededor de la hermosa pileta, era impresionante en tamaño y en sus detalles.

    Seguimos por el hermoso jardín hasta llegar a la entrada del laberinto. Una pareja salía del lugar riendo amenamente y decidimos aventurarnos a entrar. Tomamos caminos

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