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En poder del enemigo
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En poder del enemigo

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En poder del enemigo

 

A los setenta años de ocurridos los hechos, realizamos un viaje apasionante al fondo de la memoria, para rescatar las huellas de dos soldados colombianos, veteranos de la Guerra de Corea, que según los informes oficiales, siguen en poder del enemigo. En la aventura

IdiomaEspañol
EditorialPalabra Libre
Fecha de lanzamiento24 jun 2020
ISBN9781942963219
En poder del enemigo

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    En poder del enemigo - Armando Caicedo

    EN PODER DEL

    ENEMIGO

    ARMANDO CAICEDO

    EN PODER DEL

    ENEMIGO

    A Catalina, mi esposa, animadora y apoyo en todos mis proyectos de vida.

    A mis dos nietas, Kali y Mina Wilderman.

    A mis dos hijos, Ana María y Andrés.

    A Luis Fernando Santos Calderón, periodista.

    A Gabriel Puyana García, general de caballería, historiador y maestro.

    Y a las miles de madres que también se alistaron para combatir en esta guerra contra el olvido, y marcharon al frente de batalla, escoltando con sus oraciones las huellas de sus hijos.

    Primera Parte

    GUERRA RELÁMPAGO

    Gracias a la guerra uno no sólo puede morir por sus ideales, sino que incluso puede morir por los ideales de otro.

    —Jaume Perich

    01

    El último prisionero

    17 de septiembre de 1953

    El enorme camión militar ruso del modelo Molotov cruzó bajo los tres arcos que adornan el recién construido «Puente de la Libertad» e ingresó bufando —como un toro de lidia— en el área de canje de prisioneros del sector americano.

    Obediente a las señales de los policías militares, el conductor se detuvo en el área destinada al descargue de cautivos y puso en marcha atrás el armatoste hasta escuchar el berrido «¡stop!». De inmediato saltaron a tierra el chofer chino y un oficial norcoreano. El conductor abrió la parte posterior de la carpa, al tiempo que el oficial entregó el documento donde consta que se trata de «los últimos once prisioneros del Campo Número Uno».

    Este ritual, repetido cientos de veces en el curso de los últimos tres meses, se convirtió en monótona rutina. Los periodistas, los micrófonos y las cámaras de cine ya habían desaparecido del paisaje. A esas alturas, las agencias internacionales de noticias se encontraban persiguiendo nuevos temas de interés y de la música marcial que recibió a los primeros prisioneros liberados ya no se recuerda ni el eco.

    Hoy es jueves 17 de septiembre de 1953 y los relojes marcan las once y veintiún minutos de la mañana. No sopla ni un suspiro de viento. Las banderas de la ONU, Estados Unidos y Corea del Sur cuelgan flácidas de sus astas en este ambiente gris, caliente y húmedo de verano.

    En este lugar, construido a las carreras para representar el protocolo de canje de prisioneros, y bautizado para efectos de la propaganda como «Puente de la Libertad», se acaba de poner en marcha el ya trillado ritual de recepción de los cautivos, con el ronco berrido de un sargento.

    —Adams.

    —Adams John W. First Marine Division, Headquarters, Eighth Army. Serial number 19076

    —Welcome to freedom!

    —God bless America.

    Una vez el sargento puso un «ok» al lado del nombre, continuó con la rutina.

    —Brown

    —Brown Antonny K. —respondió un prisionero que asomó la cara fuera de la carpa— Army. 7th Infantry Division. Unit 0031. Serial number 18253.

    —Descendió del camión el segundo prisionero.

    Welcome to our house.

    Thanks God.

    Y así, uno tras otro, los once prisioneros fueron acogidos por el comité de recepción de las Naciones Unidas. Al final, para sorpresa de todos, apareció el prisionero número doce, el único que no figuraba en la lista.

    What unit of which army do you belong to?

    —¿Que qué? —respondió en español el soldado.

    El sargento americano hizo una seña y entonces un policía militar —de origen puertorriqueño— hizo retumbar los tacones de sus botas impecables y saltó en su apoyo.

    —El sargento pregunta sobre su unidad de origen.

    —Colombia. Pertenezco al ¡Batallón Colombia! —el prisionero se golpeó el pecho.

    —¿Colombia? Colombia… déjeme ver…

    El proceso de comprobación empezó a demorarse más de lo que la paciencia del conductor del camión ruso tenía autorización y entonces las partes firmaron a las carreras el acta de recibo, donde quedó constancia de que se entregó un prisionero no documentado.

    Al soldado colombiano le hicieron señas para que descendiera del camión. Un policía militar americano con su uniforme impecable y ademanes de robot le estiró la mano para ayudarlo, pero al colombiano le pareció demasiada exótica su asistencia y la rechazó. En el momento en el que descendió por sus propios medios, sus ojos se posaron sobre el enorme cartel que reza: "Welcome Bridge to Freedom". El colombiano vestía el uniforme comunista de los prisioneros de guerra: tenis de lona, uniforme azul desteñido y percudido, un sobretodo del mismo tono y una gorra de fatiga del modelo Mao. El soldado se veía demacrado.

    El sargento y su intérprete puertorriqueño regresaron a escena. Movían sus cabezas incrédulos.

    —¡No, no puede ser! La comisión de dos oficiales y un capellán colombianos que vinieron al canje de prisioneros se regresó a su país hace varias semanas. ¡Mire! Los «rojos» presentaron al Comando de las Fuerzas de Naciones Unidas esta lista donde aparecen los nombres de los 29 prisioneros colombianos que retenían. Y aquí está la firma del acta en donde consta que los chinos los entregaron a todos… a seis en el canje humanitario en abril. Y aquí —señaló con énfasis— está la firma de un Capitán Pereda, que recibió a los 23 restantes durante el canje final en agosto… ¡A todos! —subrayó las fechas con un lápiz rojo.

    —El sargento le pregunta si está herido.

    —No, señor.

    —Que si está enfermo.

    —No, señor.

    —¡Bienvenido! Esta es la puerta de ingreso a la libertad. Vamos a coordinar una entrevista para investigar porqué razón no figura entre los prisioneros colombianos canjeados.

    Luego de una breve consulta por teléfono, el sargento y su intérprete volvieron a la carga.

    —¡Muéstreme su dogtag!

    —¿Mi qué?

    —La placa metálica de identificación en la que está grabado su nombre, rango, religión que profesa y número de serie.

    —¡Claro que sí! Aquí la cargo —el prisionero estiró una cuerda percudida que le colgaba del cuello.

    El sargento tomó nota de los datos de la placa.

    —¿Cuánto tiempo estuvo prisionero?

    El soldado extrajo del bolsillo unos papeles doblados con esmero y consultó las rayas que hizo desde cuando cayó prisionero en la madrugada del 17 de enero de 1952. Con la ayuda de su memoria y de los dedos, sumó los tres días que le tomó el viaje en tren y en camión desde el Campo de Prisioneros #1, en Changsong, que se encontraba en el extremo norte sobre el Río Yalu —allá en la frontera con China— hasta a arribar a este punto de canje, en Panmunjom.

    —Según mis cuentas, permanecí como prisionero de guerra… déjeme ver… 612 días… con sus noches de pesadilla.

    —Soldado Danilo Ortiz ¡Bienvenido a la libertad! —El sargento y el soldado hicieron de manera simultánea el saludo militar—. Vamos a coordinar una ambulancia que lo conduzca desde aquí, el «Puente de la Libertad», hasta el «Freedom Village». El viaje es corto, unos 90 minutos hacia el sur.

    02

    Danilo en libertad

    Una vez el soldado Ortiz arribó a «Freedom Village» contempló sorprendido el complejo de carpas impecables, nuevas, alineadas con teodolito, que parecían montadas por un escenógrafo de Hollywood.

    Le practicaron un examen médico, luego lo hicieron pasar a las duchas y para rematar lo fumigaron con DDT. Una vez concluyó el proceso de desinfección, lo dotaron con un uniforme provisional y enseguida se sentó frente a los agentes de contrainteligencia americanos, que debían deducir, a ojo pelado, si durante su cautiverio él había sido «colaborador del enemigo» o conocía a compañeros de prisión que hubiesen «colaborado con los chinos».

    —Primero hay que poner en claro su estatus. ¡Mire aquí! —le llamó la atención otro enorme sargento a través del mismo intérprete puertorriqueño—. En este expediente de Naciones Unidas —le mostró una carpeta, como si se tratara de la prueba reina en un juicio criminal— usted figura como MIA y en este otro documento de su Batallón, aparece reportado como KIA.

    —¿Y qué diferencia existe entre KIA y MIA?

    —Ponga atención. No existe suficiente evidencia de que usted sea un KIA: killed in action o si se trata de un MIA: missing in action.

    —¿Y la diferencia?

    —La misma diferencia entre pasado y futuro. Si usted «murió en acción», no hay nada que hacer. Pero si usted figura como «perdido en acción», aún abrigamos la esperanza de encontrarlo. —Luego de una pausa, alzó los hombros y remató—. Lo siento, así está escrito en el reglamento.

    Al finalizar el complejo protocolo pasó de nuevo a las duchas, se afeitó, lo sometieron a un corte de pelo militar y recibió su nueva dotación. A renglón seguido lo condujeron a la impecable cafetería, donde tuvo que tomar la más seria decisión de su vida desde cuando cayó prisionero: definirse entre dos espectaculares postres de helado: fresa o vainilla. Al final, para no entrar en conflictos morales ni en arrepentimientos digestivos, se despachó las dos porciones con inocultable gozo pagano.

    Entre dos sonoros eructos reflexionó: No pertenezco a este mundo. Me miran como si yo fuera un cadáver recién exhumado. ¿Qué cara tendré que poner, por reglamento, para que me crean que soy un soldado colombiano que acaba de resucitar de un campo chino de prisioneros y que nadie me espera por una simple razón técnica: «desde hace veintiún meses estoy muerto»?

    Diez días más tarde, allá en su pueblo, nadie podía creerlo: «Nuestro famoso héroe y mártir de Tuluá resucitó. ¡O esta vaina es un milagro de Dios o es un maleficio del diablo! ¡Mierda! ¡Qué historia alucinante! Si ya hace año y medio lo enterramos con todos los honores militares, a quince mil kilómetros del frente de batalla. Por tratarse del primer soldado tulueño que murió en una guerra internacional, el Concejo Municipal aprobó que se bautizara una esquina de la plaza de mercado con su nombre. Entonces, ¿a quién putas enterramos? Por fortuna, la placa que se ordenó colocar en su memoria nunca pudo fundirse por problemas de presupuesto, pero su fugaz fama de héroe contribuyó en algo a aliviar la pena que le causó a la madre su temprana desaparición».

    El día que se propaló por la prensa la noticia sobre la milagrosa resucitación de este soldado —que ya no figuraba en la memoria de nadie— setenta madres de soldados colombianos que un día recibieron el mismo telegrama oficial, con el encabezado escalofriante de «El Comandante del Ejército lamenta informarle que su hijo figura como desaparecido en combate…» vieron titilar una tímida luz de esperanza, que les renovó los bríos para seguir confiando en Dios… «¡Si éste muchacho de Tuluá resucitó, mi hijo tiene que estar vivo!»

    Terminada la guerra, a ningún funcionario le interesó analizar cómo diablos evolucionó el estatus legal del último prisionero colombiano en ser liberado, vale decir, cómo pasó de «KIA» a «MIA» y al final, a «VIVO». Lo cierto es que nadie se tomó la molestia de corregir el error, por lo que el nombre de Danilo Ortiz resultó colado en esa «lista de héroes sacrificados por la Patria» que reposa en el fondo de una caja polvorienta, repleta de hojas de vida amarillentas, en el «archivo muerto» del Departamento de Personal del Ministerio de Guerra… tal como lo ordena el reglamento.

    03

    La pagoda

    1986

    33 Años más tarde

    Si yo hubiera sospechado que colarme en una ceremonia militar desencadenaría una pesadilla que me perseguirá por los siguientes 40 años, no me hubiera aparecido allí, y si me hubieran obligado a asistir, me habría tapado los oídos para no dejarme estremecer por el escalofriante «toque de silencio» que escuché ese mediodía.

    Esa mañana Bogotá parecía vestida de carnaval. Se despojó de su uniforme gris andino y abrió las cortinas de sus nubes para permitir que un sol esplendoroso se estacionara sobre la verde glorieta donde convergen cuatro vías: la calle 100, la carrera 15, la calle 94 y una oxidada carrilera por donde pasa bufando un perezoso tren de vapor que se resiste a jubilarse.

    Yo me encontraba de casualidad en ese sector, con un equipo de televisión produciendo algunas notas en exteriores, cuando el bullicio fiestero de una banda militar se coló en el audio y nos obligó a suspender la grabación.

    La banda militar interpretaba coloridas marchas y la enorme glorieta era un hervidero de soldados en uniforme de gala. Arribaron a la escena oficiales de alto rango y unos caballeros flacuchentos de aspecto asiático, enfundados en trajes oscuros, que practicaban venias aquí y allá con una cortesía exótica. A un costado del escenario se aprecia a un grupo de hombres sesentones que visten traje oscuro, corbatas coloradas y cabellos de plata, cual si compartieran solidarios ese documento colectivo de identidad. Algunos se ven panzones, otros se ven raquíticos, pero todos ostentan orgullosos sobre su pecho, un mosaico de brillantes medallas colgadas de cintas desteñidas que tintinean disonantes. Al frente de este grupo aparecen alineados, en tres filas, otros viejos de la misma camada pero en sillas de ruedas. Muestran con orgullo su invalidez como si sirviera para dar fe pública de que estuvieron dispuestos a entregarlo todo en cumplimiento de la misión que les asignaron. Y como telón de fondo de la puesta en escena, se alza una extraña estructura en granito que sugiere un templo asiático.

    Pocos recuerdan porqué, cuándo y cómo, apareció allí. Lo cierto es que la gente qué transita por esta glorieta —conocida como «el rond point de la cien»— reconocen la estructura como «la pagoda de la cien».

    La tal pagoda no la construyeron en el centro de la glorieta como sería lógico, por el contrario brotó por generación espontánea, recostada a un costado contra la carrilera del tren, como si se hubiera colado allí de manera clandestina y no quisiera dejarse notar.

    En este exclusivo sector de la ciudad, algunos vecinos se molestaron con su construcción. «Semejante adefesio choca —de manera evidente— con la arquitectura moderna de la zona» reza la carta de protesta que firmaron. Sin embargo, el reclamo jamás germinó. Por la época que levantaron la pagoda en 1973, algún residente jubilado, conservador y rezandero, alarmado ante la aparición de un templo contrario a sus creencias, se armó de curiosidad, cruzó la avenida y encaró a los despistados obreros que trabajaban en la estructura. Los tipos levantaron los hombros en señal de ignorancia y le señalaron al ingeniero que los contrató. «No la construimos aquí. La construyeron en Corea. Una vez quedó lista allá, cortaron el granito por piezas, las embarcaron en Pusán y aquí llegaron. Estamos armando la pagoda como un mecano. Es un regalo».

    Gracias a la pobre información obtenida, los vecinos le agregaron, al nombre «Pagoda», el apellido «Corea». Desde entonces, la tal «Pagoda de Corea» aparece sobre el mapa urbano del norte de la capital colombiana, como punto de referencia de la calle 100.

    Para quemar el tiempo nos acercamos a curiosear la ceremonia. Encontramos una alfombra roja, una calle de honor, órdenes de mando, profusión de banderas, una banda de guerra, un podio, público, coronas y una placa de bronce, es decir, los elementos justos que cualquier manual de protocolo y ceremonial militar demandan para organizar una parada en homenaje a algo o a alguien, y capturar la curiosidad de tipos tan despistados y ociosos como mi camarógrafo, mi asistente de producción, el técnico de audio y yo.

    —¡Guau! Graben unos segmentos de la ceremonia —ordené— algún día vamos a necesitar este material para ambientar o rellenar una nota.

    —¡Listo, jefe!

    El momento cumbre de la ceremonia fue el desfile de dos funcionarios, uno asiático y el otro colombiano, que alzaron una enorme corona de flores para colocarla, allá al fondo, cuarenta pasos mal contados, contra la fachada de la pagoda. Ni que lo hubieran ensayado. Los dos tipos se coordinaron tan bien que no caminaban sino que, al compás de una marcha militar, parecían levitar, ingrávidos, sobre una alfombra mágica. Al llegar a la placa de bronce que identifica el monumento, colocaron la ofrenda floral con el cuidado y la ternura de quién acuesta a un niño sobre el césped y teme que se despierte.

    De súbito, el ambiente de la ceremonia que hasta ese momento lucía festivo, se tornó fúnebre. El presentador aclaró su voz con dos carraspeos y pidió: «un minuto de silencio, para honrar a los valientes hombres que murieron en combate, cumpliendo con su deber». El desgarrador «toque de silencio» de un solitario corneta me cimbroneó el alma, me erizó el cabello y me inundó de una extraña melancolía que no puedo explicar.

    Ese día yo tenía muchas razones para estar alegre, pero en el instante en el que mis ojos hicieron contacto con los ojos inundados de lágrimas de los viejos veteranos, me invadió una profunda tristeza. Sentí angustia y un incómodo nudo de emoción se estacionó en mi garganta. «¡Me largo ya!», pensé. Estoy en el sitio equivocado. Quería llorar, pero en esos tiempos los hombres no llorábamos en privado, mucho menos en público.

    Con disimulo me incliné para enjugar una lágrima traicionera que rompió el dique de mis párpados, y al levantar la cara me topé con la mirada de mi asistente que también había caído en la misma trampa de la emoción.

    En ese momento anunciaron que un general sería el oferente del acto. El emotivo discurso lucía muy bien estructurado pero era la repetición de esa literatura épica, tan trillada de los militares, con reconocimientos al valor, la entrega y el sacrificio, en la que se reitera la defensa de la Libertad y la Patria. En definitiva, este discurso no era para civiles como yo sino para viejos veteranos, valerosos y olvidados que habían combatido hasta la muerte, en la guerra más olvidada entre todas las guerras olvidadas del último siglo.

    Así que oí el discurso sin poner mucha atención —como quien oye llover—. Es que me pareció estar escuchando a Wagner en el famoso «Crescendo» de su ópera «La Cabalgata de las Valkirias», pero esta vez sin la música, sin los caballos y sin las Valkirias —esas bellas doncellas que en la mitología nórdica, cabalgan sobre caballos alados, mientras van señalando durante la batalla a aquellos heroicos guerreros que deben morir—.

    Ya preparaba mi retirada cuando el discurso se enfiló a su meta final. El general prometió una síntesis de lo que fue la participación de Colombia en su primera guerra internacional.

    Con la abstinencia de palabras dignas de un telegrama militar, concluyó algo así como: participaron en la guerra de Corea no recuerdo cuántos miles de soldados, el batallón tuvo centenares de muertos y heridos, medio centenar de desaparecidos y un puñado de prisioneros de guerra que padecieron en carne propia los campos de concentración chinos. Cuando pensé que ya estaba dicho todo, el general concluyó: «…y aún quedan dos soldados en poder del enemigo».

    ¡Putas! Todos aplaudieron con entusiasmo, y yo, que apenas me empezaba a recuperar del corrientazo emocional que me causó ese larguísimo toque de corneta, reflexioné con rabia y me pregunté en voz alta: «¿cómo así que aún quedan dos soldados en poder del enemigo?»

    Si hace 32 años se acabó esa guerra…

    ¿Será esa maldita frase una equivocación?

    ¿Será que a nadie le importa dónde quedaron nuestros soldados?

    ¿Será que esos dos soldados colombianos nunca tuvieron familia y nadie los reclamó?

    —¿Grabaste el discurso?

    —No, jefe, no vale la pena. En estos discursos militares siempre repiten lo mismo.

    —Güevón, ¿no escuchó lo que el general dijo al final?

    —No, señor, en realidad no puse cuidado.

    Mi camarógrafo tenía toda la razón, habían pasado treinta y dos años desde cuando se terminó la guerra de Corea y los colombianos jamás pusimos cuidado. Dejamos abandonados al otro lado del mundo a dos soldados nuestros que según la conclusión del discurso del general, aún «están en poder del enemigo» …y a nadie le importó. Es más, todos aplaudimos, como si dejarlos abandonados en Corea del Norte se hubiera convertido en una hazaña que nos llena a todos los colombianos de orgullo patrio.

    Miré de reojo a los ancianos veteranos y me imaginé que los dos soldados que se quedaron en manos de los norcoreanos o los chinos deben tener su edad y quizás exhiben hoy un aspecto similar al de estos hombres, que si sobrevivieron a esa guerra no fue para contar este cuento, sino para dar testimonio de lo que es el abandono del Estado.

    Durante el recorrido de cinco cuadras para recoger mi carro, maldije la hora en que a los hombres nos negaron el derecho humano de llorar en público.

    04

    El diario El Tiempo

    Beatriz, la más eficiente secretaria del diario El Tiempo, la única que lo sabe todo y que improvisa la mejor respuesta a lo que desconoce, me pintó el caótico panorama de ese jueves.

    —No puedo coordinarte una cita con Luis Fernando porque su agenda está llena hasta en las márgenes y no puedo comunicarte con él porque tú sabes que entra y sale de la oficina a toda prisa. Esto es una locura. Vive a las carreras por todas partes… bueno… pero si es urgente, me invento algo para que te atienda. Vente volando.

    Luis Fernando Santos, el incansable subgerente del periódico, un trabajador —del modelo turbo, todo terreno 4x4— vuela como un cometa por todas las dependencias del periódico, perseguido al pasitrote por una cola de técnicos, ejecutivos y funcionarios que van tomando nota de sus instrucciones. Como si fuera necesario mostrar su vocación por el trabajo y demostrar el compromiso con su gente, su atuendo luce tan austero como el de Mao Tse-Tung, siempre enfundado en la misma blusa de drill, azul oscuro, que identifica a los trabajadores de producción del periódico. Además de hermético como una caja fuerte, es eficiente, eficaz y exigente.

    Tan pronto me vio a la distancia me hizo señas de que lo esperara.

    —¿Urgente?

    —Luis Fernando, me tropecé con un tema de investigación fascinante. Necesito tu apoyo.

    Le resumí mi agónica experiencia de esa mañana en la «Pagoda de Corea», le dibujé en el aire los rostros emocionados de esos veteranos, con sus pechos rebosantes de medallas al valor y sus mentes repletas de historias por contar y concluí: este ejercicio periodístico es ideal para «La Máquina de El Tiempo». Necesitamos la ayuda de los lectores para tratar de resolver dónde coños pueden estar esos «dos soldados colombianos que aún permanecen en poder del enemigo».

    Luis Fernando me sonrió. Qué gesto tan extraño en él, un tipo con fama de estricto, malgeniado y frío. Su aprobación resultó, como de costumbre, económica en palabras:

    —¡Dele, maestro!

    Y se marchó a toda prisa, lo esperan en otra reunión, en otra galaxia lejana del mismo periódico. Partió como una exhalación perseguido por una renovada cola de funcionarios armados de papeles, fotografías, muestras impresas y toda suerte de preguntas y demanda de instrucciones.

    05

    «La máquina de El Tiempo»

    Seis meses atrás, Luis Fernando me pidió crear un proyecto editorial para celebrar no recuerdo qué onomástico del periódico.

    Lo que concebí fue realizar un ejercicio de memoria histórica con la participación activa de los lectores. Bauticé el proyecto como «La Máquina de El Tiempo»

    La idea consistió en identificar episodios de la historia del Siglo XX —muy controvertidos y controversiales— que debido a la violencia política perpetua que padecimos en Colombia resultaron desfigurados por los manipuladores de la opinión pública y, como consecuencia, con desenlaces históricos alterados.

    La tarea no pintaba fácil porque los colombianos en 1958 acordamos, mediante un plebiscito, no seguir ofendiéndonos ni culpándonos mutuamente de tantas guerras civiles, golpes de cuartel y violencia generalizada, y barrer calumnias, ultrajes, verdades y mentiras debajo de la alfombra común que se conoce como la «historia oficial», una versión incolora, inodora e insípida de la «verdad».

    Con el pretexto de «La Máquina de El Tiempo»

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