Los ochenta son nuestros
Por Ana Diosdado
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ANA DIOSDADO. Hija de actores españoles, Ana Diosdado nace en Buenos Aires poco después de la guerra civil española, regresando con su familia a España en los años cincuenta. Compaginándolo con sus estudios, y con su carrera de actriz, escribe desde su primera juventud, colaborando con artículos y cuentos en diversas publicaciones, hasta que se edita en 1964 su primera novela, "En cualquier lugar, no importa cuándo...". Desde 1970 estrena con regularidad las siguientes obras de teatro: "Olvida los tambores", "El okapi", "Usted también podría disfrutar de ella", "Los comuneros", "Y de cachemira, chales", "Cuplé", "Los ochenta son nuestros" y "Camino de plata".
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Los ochenta son nuestros - Ana Diosdado
Ana Diosdado
LOS OCHENTA SON NUESTROS
EDITA A. Machado Libros
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
machadolibros@machadolibros.com • www.machadolibros.com
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© Ana Diosdado, 1988
© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.
REALIZACIÓN: A. Machado Libros
ISBN: 978-84-9114-132-7
Los ochenta son nuestros fue estrenada en el Teatro Infanta Isabel, de Madrid, el 13 de enero de 1988.
REPARTO:
por orden de intervención
Ficha Técnica
Índice
Espacio escénico
Primer acto
Espacio escénico
Segundo acto
Espacio escénico
El espacio escénico representa el abandonado garaje de un chalé en la sierra de Guadarrama, y el jardín que lo rodea.
Se halla dispuesto sobre una plataforma separada del suelo del escenario.
Fuera de la plataforma, relajada y como observando con interés todo lo que en ella sucede, una niña de unos catorce o quince años, de aire infantil e inteligente. Viste un conjunto blue-jean y contempla, desde otro tiempo, la representación.
Al empezar esta, el recinto del garaje se halla en penumbra. En primer término de la plataforma, protegido por una pequeña trinchera formada por viejas ruedas de automóvil, Jose, vestido con un chándal, por debajo del cual asoma un jersey, escucha música, con religiosidad, o modorra, o las dos cosas, echado en el suelo sobre la colchoneta floreada de un columpio de jardín.
Tiene dieciocho años rebosantes de vitalidad, de agresividad contenida, lo que suele llamarse «una fuerza de la naturaleza».
Al garaje se le supone una puerta de bisagra, que se abre hacia arriba, al revés que un puente levadizo, y que preferiblemente no será real en la escenografía, al igual que las paredes del garaje.
La puerta se levanta chirriando, dejando entrar un poco de luz de día, y haciendo más nítida la parte visible del jardín, que es grande, antiguo y bastante descuidado, como un paraíso muerto. Quien abre la puerta es Cris, una chica bonita y resuelta, de diecisiete años. Viste un viejo pantalón vaquero y un cárdigan muy abrigado. Trae la cabeza llena de rulos. En la mano, una cafetera eléctrica, grande, de modelo antiguo, y un par de paquetes.
Primer acto
CRIS.–(Como para sí misma, lamiéndose una herida que se hace en la mano al abrir.) Joder... (Inmediatamente va a encender una luz que ilumina la totalidad del viejo garaje. Este ha sido rudimentariamente habilitado para servir de discoteca. A guisa de asientos, un par de viejos barriles pintados de rojo y puffs de esparto, bombillas rodeadas de tulipas estilo viejo oeste, un largo tablón sobre dos borriquetas, que sirven de barra, unas baldas de conglomerado, también pintadas y, sobre ellas, botellas y vasos.
Bajo un enorme y oxidado grifo, un improvisado fregadero: una bañera de bebé adornada con calcomanías y cuyo desagüe se ha conectado a una larga goma... Viejos útiles de jardinería. En algún rincón, una buena provisión de leña. Un tocadiscos barato, discos, apilados junto a él de cualquier manera. Una nevera portátil, grande, de Coca-Cola, o cualquier otra propaganda de refresco. Y, recortando en el aire, como dibujado sobre lo que debería ser una de las paredes, un abeto de Navidad con sus velas y adornos tradicionales. Todo ello con tizas de vivos colores. Debajo, en negro, una pintada: «¡Los ochenta son nuestros!» [Por supuesto, será válida cualquier otra concepción de la escenografía que sirva a la acción.] En cuanto enciende la luz, Cris deja en alguna parte lo que traía en las manos, y va derecha a apagar el tocadiscos. Desde su escondrijo, donde intenta permanecer inmóvil, Jose delata su presencia con un movimiento involuntario, Cris le oye, sobresaltándose.)
CRIS.–(Asustada.) ¿Juan...? ¿Estás ahí? (Al no recibir contestación, retrocede hacia la puerta, apoderándose de una enorme pala, como defensa.)
CRIS.–... ¿Juan?...
JOSE.–(Resignándose.) No, pesada, no. No soy Juan... ¿Qué haces aquí a estas horas?
CRIS.–(Tranquilizada, volviendo a dejar la pala en su sitio.) ¿Y tú? ¿Qué haces ahí detrás?... ¡Venga, sal!... ¿O no estás solo? (Jose se pone en pie, desentumeciéndose.)
JOSE.–Más solo que la una. ¡Joder, qué frío!
CRIS.–Claro, ¿a quién se le ocurre?... ¿Qué haces aquí tan temprano?
JOSE.–¡Una cafetera! ¿Funciona?
CRIS.–Sí, es de las de casa.
JOSE.–Pues hazme un cafelito. Largo y con leche. Y ponme una copa.
CRIS.–(Indignada.) ¿Y qué más?
JOSE.–Ya veré. Venga, chata, que estoy helao. (Cris se dispone a preparar el café.)
CRIS.–Un café, sí. Y yo lo tomo contigo. Pero déjate de copas a estas horas, que últimamente las coges mortales, guapo.
JOSE.–Las cojo como quiero. No es asunto tuyo.
CRIS.–Todavía no me has dicho qué hacías aquí. (Jose baja una botella de la estantería para servirse.)
JOSE.–(Irónico.) ¿Quién te manda? ¿Tus papás? ¿Mi mamá?... Porque mi papá seguro que no ha sido.
CRIS.–Pues le he visto. Al salir de casa. Estaba lavando el coche.
JOSE.–¿Y te ha dicho que me busques?
CRIS.–No me ha dicho nada. ¿Qué pasa? ¿Has tenido bronca otra vez?
JOSE.–Di que no lo sabías, anda.
CRIS.–Palabra que no. ¿Por eso estabas ahí? ¿No habrás dormido ahí detrás?
JOSE.–Sí. Y si no fuera por el frío, se está cojonudo. (Se bebe de un trago la copa que acaba de servirse.)
CRIS.–Qué bestia eres, tío. Ni una más, ¿eh?
JOSE.–Cris, no seas coñazo, ¿quieres? Tú, a lo tuyo. Por cierto, ¿no estaré estorbando?
CRIS.–(Agresiva.) ¿A quién?
JOSE.–A lo mejor has quedado aquí con alguien, y yo estoy de más.
CRIS.–No empecemos, ¿eh? Que te pones muy pesao.
JOSE.–¿Yo?
CRIS.–(Dolida.) Anda que..., ¡en qué momento te diría yo nada! No se te puede hacer una confidencia.
JOSE.–Una confidencia a medias... No me dijiste si por lo menos te morreabas con él, o algo.
CRIS.–(Chascando la lengua, incómoda.) Tú no entiendes nada.
JOSE.–¿Yo? Lo que tú me cuentas. Fue el día que nos vinimos a la sierra, ¿te acuerdas? No había dios que pusiese