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Título (La saga de las mujeres heridas 6)
Título (La saga de las mujeres heridas 6)
Título (La saga de las mujeres heridas 6)
Libro electrónico347 páginas5 horas

Título (La saga de las mujeres heridas 6)

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Una marquesa como no hay otra.

Una marquesa joven suele salir a andar y visita el Prado. Vive en un palacio antiguo, disfruta de un alto nivel de vida y mucha vida social. Está casada, su marido es consejero de banca y hombre rico, y tiene dos hijos. El hijo vive en Londres y la hija en Madrid. Sus amigas le cuentan en una comida que su marido tiene otra mujer de la que está muy enamorado; ellas conocen a esa mujer, que es una especie de superviviente de clase media, divorciada y con hijos, pero sin un céntimo.

Hay una noche de Navidad en la novela.

Hay dos criados filipinos gais que son pareja.

Hay una inundación en el palacio.

La hija de la marquesa es decoradora y está casada con el hijo de Olvido de la novela Transacción, que fue un joven problemático y drogadicto, pero que ahora es estupendo. Es íntimo de otro chico abogado, como el que vive en un casoplón enorme y ultramoderno, con su mujer y su suegro encantador y riquísimo.

Ese íntimo es rubio y bello como un ángel del Barroco. Su padre también era noble, vivían en el campo y se suicidó.

Las vidas de todos ellos se entrelazan.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 jun 2021
ISBN9788418722677
Título (La saga de las mujeres heridas 6)
Autor

Tina Díaz

Tina Díaz nació en Logroño, donde pasó su niñez. Hizo la carrera de piano y luego fue a París, donde estudió en la Sorbona. En San Sebastián también estudió decoración, que no terminó; se casó con Enrique Múgica Herzog, importante dirigente socialista que después fue ministro de Justicia y defensor del pueblo, pero ella siempre se ha sentido al margen del trabajo de su marido, con el que vivió hasta este año 2020, en el que Enrique Múgica murió. Tiene tres hijos, David, Daniel y Débora. El matrimonio primero vivió en San Sebastián y después en Madrid. Tina trabajó en decoración, diseño y moda, materias que le siguen interesando. Y hacia los cuarenta años escribió Transición —le gusta profundamente el castellano—. Desde la infancia es una lectora compulsiva, habla francés, italiano —que aprendió de niña muy mal— y habla inglés regular. Toda su vida diariamente ha leído muchos periódicos y revistas. No le gusta la vida oficial y dado el trabajo de su marido la ha evitado todo lo que ha podido. En sus novelas, a través de personajes y visiones no convencionales, quiere reflejar las cosas que en España han ocurrido; en sus novelas quisiera haber conectado con la picaresca. Le gusta Madrid, le gusta España y los españoles. En la gente de letras en España echa en falta la crítica al poder, que ella cree siempre necesaria.

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    Título (La saga de las mujeres heridas 6) - Tina Díaz

    Título

    LA SAGA DE LAS MUJERES HERIDAS 6

    Tina Díaz

    Título

    La saga de las mujeres heridas 6

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418722158

    ISBN eBook: 9788418722677

    © del texto:

    Tina Díaz

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    1

    Esta mano, estas plumas y listones

    de cualquiera que en ellos se dibuje

    tan fuerte y vencedor, responde Ismenia,

    pensé que eran del príncipe de Armenia.

    Lope de Vega

    , Jerusalén conquistada, Libro trece

    —Se aburre mucho, se levanta a las seis.

    La verdad es que Pacho no aguanta a nadie. Si se levantase más tarde, se aburriría menos. Aunque siempre trabaja, nunca deja los papeles.

    —Pacho está loco con mis niños. Los quiere a morir. Yo, Álvaro, la verdad es que estoy mal. Las pesadillas, las peores, han vuelto. Cada… Ahora te veo. Vete a la casa, que yo voy un momento arriba a mis gallinas.

    —Hola, hola. —Pasa corriendo montada en sus altas plataformas Malacha, la mujer de Froilán—. No llego, llego tardísimo, tengo un almuerzo —dice Malacha.

    Que está psicoanalizada y es psicóloga. Froilán fue su paciente y así se conocieron, pero Malacha está sabática desde que nacieron sus niños. Ya no trabaja y un día se va a matar montada en esas plataformas de los zapatos heels, que parece una pin-up Malacha. Lleva un vestido de seda por encima de las rodillas y un chaquetón de zorros rojos. Tiene unas piernas preciosas y tobillos delgados. Froilán y Malacha tienen ya dos niños.

    El ruido del motor del coche. Malacha ya se ha ido.

    Froilán ahora está sentado en el suelo, la espalda apoyada en la cristalera del salón, Froilán, que parece salir siempre de la pantalla, de alguna película.

    A su lado, muy cerca, hay cuatro gallinas tambaleantes que Froilán ha traído del gallinero arriba del cercado y que resultan extrañas en el entorno de la casa.

    —Se están muriendo —dice Froilán.

    Las gallinas se tambalean sobre el granito, como tontas miran al cielo.

    —Solo quedan estas. Ni siquiera han sido capaces de llamar al veterinario. Eso sí, al veterinario, a la menor tontería de los perros, lo llaman. No lo dejan respirar.

    El suegro de Froilán tiene rottweilers atados y con bozal, aunque de esos se ocupan sus dos chóferes del este. Tiene también una galga que siempre va con él.

    La galga nunca se acerca a Froilán. No lo quiere la galga.

    El suegro a Froilán no se sabe si lo quiere.

    —Yo —dice Froilán—, cuando me fui de viaje, se despidió a la vez la chica que recogía los huevos, que últimamente los huevos hasta se los comían las propias gallinas, estaban raras, anoche cuando volví estaban todas muertas. La mayoría llevaban muertas varios días. Solo quedaban estas pobres.

    —Si no había subido nadie…

    Para llegar a las gallinas, había que subir una escalera faraónica de granito, y allí arriba solo está el gallinero, delante del cual mandó poner Pacho una cortina de agua.

    Un plof breve, dos de las cuatro gallinas que traía Froilán se han caído, muertas, las gallinas pesan poco, han hecho poco ruido al caer. Un plof leve. después han caído muertas también las otras dos que quedaban.

    Se ha incorporado Froilán.

    La cristalera en la que está apoyado Froilán ha empezado a subir y empotrarse en el techo.

    Así que por ese hueco enorme van a entrar en la casa.

    Álvaro ha pegado un saltito porque siempre que pasa por ahí cree que el cristal tan enormemente grande se va a caer y lo va a decapitar.

    Pero no. Ahora Álvaro acaba de ver dos perros que corren hacia ellos ferozmente sin ladrar.

    Se han parado enfrente de él los perros tan negros, Álvaro tiene un susto que se muere. Sus ojos morenos como un relámpago, el miedo.

    —Son slaughter gigantes ucranianos —ha dicho Froilán.

    Los ojos de los perros, también totalmente negros, brillan asesinos, sus orejas, que tienen levantadas, son triangulares, el pelo negro, brillantísimo, rapado por todo el cuerpo.

    —Así deben de ser los demonios —ha dicho Álvaro, parado a la entrada del salón, sin poder moverse todavía por el miedo.

    Dos hombres han traído las correas y se están llevando a los perros.

    Dentro, a lo lejos, está Pacho sentado en un sillón negro que se integra perfectamente en los volúmenes de mármol blanco y negro, hechos de superficies planas y curvas. «Funerario a no poder más ese espacio», piensa Álvaro.

    Pacho y su galga negra a sus pies.

    —No trabajáis hoy —dice Pacho—. ¿Qué, Álvaro, te han gustado los slaughter?

    —Dan mucho miedo.

    Están demasiado lejos de Pacho, qué distancias hay en el interior de esta casa, qué barbaridad. Pacho no ha oído, y andando, andando avanza hacia ellos.

    —Qué hacen ahí las gallinas.

    —Morirse, las del gallinero también están todas muertas.

    La angustia de Froilán.

    —Ven, Álvaro, quiero enseñarte algo, a ver qué se te ocurre —dice Pacho—. Tú tienes muchas ideas, ¿no es cierto?

    Andando con la galga negra a su lado los ha llevado Pacho hasta una pared enorme y blanca.

    Enfrente de esa pared, a unos tres o cuatro metros, hay unos paneles negros corridos del mismo tamaño que la pared blanca blanca.

    Una muchacha vestida con pantalón y camiseta negra ha traído una mesita supletoria y Coca-Colas.

    —No sé qué hacer en este muro.

    «Un fusilamiento en el paredón sería fantástico», piensa Álvaro, pero Álvaro no lo dice, Álvaro tuvo la esperanza vaga, casi desvanecida ya, de que este señor un día les montara un despacho a Froilán y a él, que no tienen ni dinero ni bienes propios.

    Pacho era uno de los reyes del ladrillo que nunca se arruinaron.

    Ahora se pasa aquí los días haciendo tiempo, no se sabe para qué, a veces hace un viaje, pero vuelve pronto, está encantado con su casa, pero se aburre. Se aburre mucho.

    A veces se le oye reírse tumbado en su cama, viendo series españolas de televisión y hasta concursos televisivos. Su cama parece flotar en el enorme dormitorio y él se ríe que se mata. A veces Pacho ve un poco de corazón, ahora que los del corazón se están fagocitando, despedazándose entre ellos.

    Otras veces, si está melancólico, oye El caballo blanco, que suele decir Pacho «Que ese corrido es mi propia historia».

    Porque Pacho de niño tuvo un Perthes de cadera y, como por aquel entonces no había operación para esa dolencia, estuvo cuatro años en la cama.

    De ahí también su afición a la lectura. Pacho lee de todo, lee y lee repantigado en cualquiera de los múltiples decorados, todos blancos y negros, de esa casa.

    —Olvidaos de más cuadros. No quiero más cuadros —repite Pacho.

    Pacho para esta casa se trajo a un pintor norteamericano muy joven llamado Johnson que le hizo in situ todos los cuadros. Y los lunares del garaje. El garaje es todo de lunares, como una bata de cola de luto brillante, negra y lustrosa con sus lunares grandes azul añil claro.

    —¿Quién es Johnson? —suelen preguntar los invitados a las cenas.

    Pacho, entre risas, suele decir:

    —Yo he hecho como Huntington con Mezquita y con Sorolla. Yo a Johnson me lo traje aquí a pintar.

    Y los deja époustouflés Pacho.

    —Ya está —dice Álvaro frente a la pared blanca blanca, pero pensando todavía en los ojos de los perros slaughter dice—: Espejos de esos de la ferias, espejos deformantes oscuros.

    En realidad, ha pensado Álvaro en La dama de Shanghái, que vio el otro día, piensa también malvadamente que tal vez piensen eso mismo algunos de los invitados. Espera que Pacho no, porque Pacho lo ha mirado sorprendido, cree Álvaro que hasta con admiración.

    —Es una idea.

    Pacho se ha puesto contento.

    La galga ha levantado las orejas y mueve el rabo.

    —Una idea buenísima, por cierto, espejos deformantes oscuros, vamos a ver cómo queda.

    —Para que la gente no se vea así de repente, que haya que mirar un poco.

    Pacho, con ese encanto, esa simpatía que tiene, es todavía más desalentador para la gente que quiere pedirle algo.

    Tiene Álvaro ahora la curiosidad de saber cómo fueron las casas en las que Pacho vivió antes, Froilán le dijo que no tenía idea y que, además, vaya pregunta, así que Álvaro piensa preguntárselo a Malacha.

    Una vez Pacho los invitó a una de sus cenas a Carlota y a él.

    Entraba en el comedor música barroca. Porque dentro del comedor no se podía poner música.

    El comedor tiene bóveda, de forma que la acústica hacía que hasta el último susurro de cualquier comensal se oyese por todos los que allí estaban, en ese comedor.

    En esa cena Pacho los había sentado muy cerca de él en la mesa, y enseguida había dicho:

    —¿Qué tal tus suegros, Álvaro? Los padres de Carlota viven en un palacio que es la leche. A mí me encanta hablar de libros con su suegra —había añadido.

    A Álvaro se le había hecho el culo pepsicola.

    Había añadido Pacho:

    —Los vi en Mallorca, hace ya. Tengo que llamarlos, ahora veo tan poca gente.

    Si a eso vamos, sería otros días, porque aquel había dieciocho personas sentadas a la mesa.

    El resto de la velada ya no les había hecho ningún caso ni a Carlota ni a él.

    Ahora han dejado esa pared tan blanca y tan desnuda, y a Pacho alguien lo llama al móvil que Pacho suele tener cerrado y que le traen ahora.

    —Vamos a correr —dice Álvaro.

    —Yo hoy… —dice Froilán tristísimo—. Las gallinas…

    Vuelve Pacho hacia ellos.

    —Si quieres usar el gimnasio —le dice a Álvaro—, hay una máquina nueva.

    —Muchas gracias, prefiero ir a correr.

    Pacho se cuida mucho, todas las mañanas viene su entrenador de siete a nueve, salvo aviso. Bueno, se cuida mucho hasta que deja de cuidarse, muy de vez en cuando se va de borrachera con unos amigos de borrachera muy cutres y aparece al día siguiente, si es que aparece, con el azúcar por las nubes y todo descompensado y descompuesto.

    Andando, andando con su leve y graciosa cojera se va alejando Pacho, tan alto.

    —Oye, Froilán, tu suegro debe de tenerlas a pares.

    —Es muy discreto y, además, no le gusta que lo molesten, se pasa la vida solo, lo que más le gusta son las putas, también le gusta una señora casada de Madrid que no le hace caso, y le gusta la pareja de su mujer, que a veces viene a verlo, y tu suegra también le gusta.

    Pacho se divorció hace muchísimos años y nunca volvió a vivir con nadie.

    Parece que no hubo drama grande.

    Su mujer, justo después del nacimiento de Malacha, se enamoró locamente de una mujer, por eso Pacho se quedó a la hija pequeñita todavía con él.

    Por aquel entonces, lo de su mujer fue un escándalo, pero solo en los ambientes

    en que ellos se movían, aunque decían que esas cosas habían pasado siempre.

    Aquello duró bastantes años, y luego ya, cuando su mujer cambiaba de novia, nadie decía nada.

    —La mujer de Pacho, la madre de Malacha, ahora lleva un par de años con una que era —dice Froilán— una chica de clase media media con tres hijos. Esa no se ha llevado a sus hijos.

    —¿Y tu mujer qué dice? —pregunta Álvaro.

    —Nada —dice Froilán—, esa es otra, aquí nadie dice nada, aquí el prójimo está poco atendido.

    —Por eso os aburrís tanto —dice Álvaro, que está tentado de usar el gimnasio, pero desecha la idea.

    Al lado del gimnasio está el cine que Pacho raramente usa porque prefiere ver todo en las enormes televisiones empotradas que bajan del techo por toda la casa.

    —Oye, Froilán, deberías hacerte fotos con esos perros, cuando estaban al lado tuyo parecías el Ángel Caído. Carlota no me va a creer.

    —También están educando a dos cachorros slaughter gigantes sin rapar y con las orejas sin recortar todavía para cuando se muera la galga de Pacho, que es viejísima y tiene enfermo el corazón —ha dicho Froilán tristemente.

    A Álvaro, aun sin los perros luciferinos, le inquieta esta casa, que es un fin en sí misma, tres mil metros construidos. Todo, objetos, alfombras, muebles, todo se puso nuevo, ni un recuerdo perdido entre…, nada, nada.

    Pacho entró cuando todo estaba puesto en la casa y puso una cara de felicidad y no trajo nada. Vivir aquí, eso de que te despiertas a media noche y vas a la cocina a tomar leche, a picar un algo, aquí sería… A Álvaro, en realidad, lo que le da esta casa es miedo, y no sabe por qué.

    Suele decir Pacho, suele decirle a Froilán, que aquí se crea la intimidad de la distancia.

    «La intimidad de la distancia hasta el más allá», piensa Álvaro.

    Lo único que a Álvaro le gusta de esta casa es que en verano los toldos de fuera echan chorros de vapor frío y la piscina exterior es muy honda y el agua siempre está fría. Eso le gusta muchísimo, y las piernas de Malacha también.

    Froilán sigue muy cariacontecido.

    —Me voy a correr —dice Álvaro—. ¿Y los rottweilers dónde están?

    —Han tenido que matarlos, se habían loqueado.

    —¿Loqueado? De estos lo que más miedo dan son esas orejas en punta. Yo, Froilán, me voy al despacho, entro ahora.

    Los dos trabajan en el mismo despacho, que no descansa nunca, y ellos tampoco, ni siquiera sábados y domingos cierra el gran y prestigioso despacho donde los explotan a los dos bien explotaditos, eso sí, ahí experiencia se adquiere.

    2

    La portada enfrente puesta

    a entrar a todos convida,

    de columnas guarnecida,

    de arquitectura compuesta,

    tan compuesta que es fingida…

    Lope de Vega

    , Isidro, Canto siete

    Álvaro ha entrado en el palacio. A Álvaro le hubiera gustado vivir en los pisos de arriba del palacio, que sus suegros los tienen alquilados, pero no hubo manera. Carlota riñó con sus padres justo antes de la boda.

    Fue una boda discreta porque era el segundo matrimonio de Carlota, que, además, aportó al matrimonio dos hijos, de seis y ocho años, niño y niña, Pepolo y Magenta niña. Riñeron de verdad Carlota y sus padres, pero le había dicho Carlota a Álvaro:

    —Si no vamos ahora, no volveremos a verlos, tú no los conoces.

    Así que, como si no hubiera pasado nada, fueron a verlos.

    Carlota tampoco le había dado muchas explicaciones a Álvaro, pero parece que sus padres se habían puesto muy pesados con el pasado y con la familia de Álvaro.

    No querían que se casase con él.

    Álvaro quiere a su mujer. La quiere muchísimo porque es buena y siempre lo apoya. Podría no haberla querido, pero la quiere; ahora, enamorado de ella no está. «Se puede ser feliz sin estar enamorado —piensa Álvaro—, y eso depende mucho de lo malo que sea lo que te haya pasado antes». En realidad, Álvaro no ha estado enamorado nunca.

    Para uno como era él, su mujer es lo mejor que podría haberle pasado, y después de casarse ya confía Álvaro ciegamente en su propia suerte.

    Aunque Álvaro lo que querría es entrar en política, pero eso le está resultando muy difícil, por no decir imposible. De momento, claro.

    Hacía poco había ido a la sede del Partido Socialista, en la calle Ferraz, pero allí se había sentido como el agrimensor del castillo.

    Además, el despacho no le deja tiempo para nada, y él no puede dejar el despacho. Y, además, él quiere ocuparse de su mujer. En realidad, también se ocupa de los hijos de su mujer. Ella eso lo agradece mucho.

    Álvaro ahora lo que quiere ser es feliz. Suele pensar Álvaro: «Yo, como aquel que dice, no tenía dónde caerme muerto, y ahora…».

    Se siente feliz por primera vez en su vida. Todavía a veces, si piensa en algunos días de su pasado Álvaro, le dan ganas de pellizcarse para ver si lo de ahora es verdad.

    Ahora anda despacio por los salones algo oscuros del palacio de sus suegros Álvaro.

    En el centro de Madrid hay bastantes palacios, pero la mayoría o están sin rehabilitar o incluso tugurizados. No como este.

    El mayordomo filipino le ha traído una copa de vino, ya son las siete.

    Carlota va a venir a recogerlo.

    Froilán tiene mucha suerte porque su suegro hasta le hace caso y habla con él bastante.

    Mira Álvaro las paredes enteladas con un moaré turquesa, del color de alguna de las boiseries del

    xviii

    del palacio de madame de Sévigné, donde lo llevó Carlota hace poco tiempo en París. Hay que ver qué cosas tan refinadas.

    Estos salones tienen mesitas con infinidad de colecciones, y lo único moderno son las mesas bajas y la mayoría de los sillones italianos, tan largos, lisos y vanguardistas.

    En una mesa alta, al lado del sofá en el que se ha sentado Álvaro, campan unos monos de porcelana, multitud de monos de diferentes tamaños que, como ya no cabían, han saltado hasta una esquina de la mesa baja y grande de cristal.

    Le encantan a Álvaro esos monitos de todos los tamaños con cara de hombre. La lámpara que los ilumina la sostiene otro mono, que es el que más cara de hombre tiene de todos.

    La tarde está cayendo y el mayordomo filipino viene a dar las luces.

    El mayordomo, Ferdinand, está casado con el cocinero, Wong, filipino también, pero de origen chino. Su suegra está encantada con ellos, pero, desde que estos dos se casaron, montan unas trifulcas, se maltratan, se pegan unas palizas. De hecho, hoy el mayordomo lleva el brazo en cabestrillo. Álvaro no le pregunta.

    Arriba, en un piso, vive otra pareja de gais casados también, interioristas, que son los socios de Carlota, esos son gente corriente, sin escándalos. Alguna vez Álvaro y Carlota cenan con ellos.

    Se ha levantado Álvaro y da vueltas por los salones.

    Pegada a una pared, hay una mesa estrecha y muy oscura, llena de frutos de porcelana minlong. Hay exactamente setenta y cuatro, una colección de colores desvaídos que antes fueron ofrendas a los dioses, se dice en esta casa.

    Los frutos están apilados artísticamente y parece que están unos encima de otros, pero, en realidad, están sujetos con placas de metacrilato que no se ven.

    Su suegra a veces los cambia de orden.

    Encima de la mesa hay un cuadro grande, un pastel maravilloso de un niño austriaco, antepasado de Magenta.

    El otro hijo de los marqueses vive en Londres. Está casado con una inglesa que es una rubia guapa bastante extravagante, la verdad, de la nobleza inglesa, aunque no tenga título ninguno. La marquesa nunca ha asumido la imposibilidad de esnobearla, porque a la inglesa ni siquiera le gusta este palacio. Nada. No le gusta nada. La inglesa suele decir que este palacio es siniestro porque no entra nada de esa luz de Madrid que a ella la fascina, eso sí, la inglesa es arquitecta y su estudio en Londres trabaja en casas prefabricadas modernas y baratas.

    A veces vienen a Madrid con sus niños, que son niños silenciosos, van al hotel.

    La marquesa se deshace con su hijo. «A mí —piensa Álvaro— no puede verme».

    Aunque no está totalmente seguro de eso Álvaro.

    La señora marquesa tiene una especie de clase sombría, cincuenta y siete años cree Álvaro que tiene. Lleva el pelo algo canoso, poco, y el rizado natural de rizo grande cortado cuadrado en la base del cuello, cuidadísimo y nutridísimo, como una menina, aunque es muy delgada y alta. «También tiene algo de la galga negra de Pacho esta marquesa», piensa Álvaro.

    Hay que tener un par para llevar ese peinado que, al margen de las modas, siempre ha llevado, según le ha dicho Carlota.

    A Álvaro le hubiera gustado vivir en uno de los pisos de arriba, que, además, tienen luz, pero no hubo manera, ni siquiera los argumentos de Carlota de que sus niños vivieran cerca de los abuelos hicieron mella.

    «Probablemente —piensa Álvaro— esos pisos de arriba se los estén reservando al hijito», aunque está seguro de que la inglesa no querrá vivir ahí, claro que la gente se divorcia.

    Cuando Carlota y Álvaro se casaron, se quedaron a vivir en el piso de Carlota, que lo heredó de una tía abuela soltera.

    Froilán también pertenece a la nobleza, aunque nunca lo dice por sus penosas situaciones del pasado. Froilán, al igual que Álvaro, es pobre, solo tiene sus títulos Froilán y, al contrario que Álvaro, está muy a disgusto en su despacho perdido en el laberinto de varios pisos comunicados entre sí. Para llegar al suyo, tiene que dar vueltas y revueltas por los pasillos y pasillitos, bajar y subir escaleritas.

    El despacho de Froilán también está lejos, pero en la otra punta del laberinto, a cuya entrada hay una gran habitación donde recibe el abogado prestigioso y renombrado dueño de todo el laberinto y de ellos allí.

    Estas gentes, como la suegra de Álvaro, siempre tienen multitud de herencias y multitud de muebles que a veces venden en alguna subasta. Solo venden los muebles malos que también tienen, excepto en caso de ruina, que venden todo, como dos de los hermanos de la marquesa, que están muy arruinados por haber trabajado en cosas de las que no sabían nada y que viven de los restos, aunque no tan arruinados como para no ser cuidados y servidos por los rumanos que viven con ellos. Al principio, los rumanos eran solo una, pero fue trayendo a la familia y ahora son cinco los rumanos. Dos mujeres y tres hombres que trabajan fuera de la casa, de forma que los hermanos de la marquesa están muy acompañados, pero poco atendidos.

    Eso sí, los dos han conservado en el banco los Goyas de su herencia, aunque intentan todo el tiempo vendérselos a Magenta, que quiere comprárselos, pero ahí andan hace años.

    Álvaro y Carlota, con los niños, van a verlos alguna vez, y para Carlota es deprimente, por lo descuidados que son los rumanos y cómo tienen todo.

    No así Álvaro, que se ríe y se interesa por las cosas que le cuentan los dos tíos de su mujer, abandonados los dos por sus mujeres hace mucho tiempo y bastante abandonados por sus hijos, que les dicen que están locos.

    —Vivís totalmente fuera de la realidad, estáis locos.

    Y responden ellos:

    —Cada día somos más.

    La marquesa tiene otros dos hermanos, hermano y hermana, con los que dejó de hablarse desde la última herencia. La de la madre, la de Carlota abuela, que era esa señora de armas tomar, dicen.

    En el palacio, en el comedor todo entelado de moaré granate, está el retrato no muy grande de la primera marquise de la familia. «Menuda pájara», piensa Álvaro.

    En el retrato aparenta unos treinta años, rubia, la cara divina, los hombros potelée, como era la moda entonces. «La forma de las manos y de los dedos es más bien la de una lavandera», piensa Álvaro.

    Hay dos vitrinas en las esquinas que tienen los bordes de taracea de ámbar y marfil, y dentro luce una pequeña parte de la vajilla de bordes rojos de Compañía de Indias para ochenta personas, que siempre que ve esa vajilla piensa Álvaro en romperla plato a plato delante de su suegra, ese es un sueño recurrente de Álvaro.

    En los sueños de Álvaro la marquesa le está explicando el origen palaciego de la vajilla, y Álvaro, mientras tanto, va estampando en el suelo los platos uno por uno, las fuentes, las soperas, todo estrellado en el suelo de mármol amarillento con cuadraditos negros.

    Y hasta ve Álvaro los trocitos de los platos en el suelo y los montones de las astillitas y los pedacitos de la finísima porcelana y oye en ese sueño Álvaro el ruido que hacen los platos al estrellarse contra el suelo. Y le dice la marquesa a Álvaro siempre en ese sueño de Álvaro:

    —Los vas a recoger con la lengua.

    Que es lo que le decía a Álvaro su madre de niño cuando rompía algo, y en el sueño se lo dice su suegra.

    —Eso lo vas a recoger con la lengua.

    Los marqueses volvieron a rehabilitar el palacio hace pocos años, el palacio donde siempre han vivido. Hasta cambiaron el tejado. Lo hicieron con ayudas estatales.

    Su suegra tiene un sentido de sus derechos tan agudo que hasta consiguió ayudas que no se sabe si le correspondían.

    El primer marido de Carlota era un gilipollitas que con cualquier disculpa llevaba allí a la gente para fardar y decir, además, que eran grandes de España, que no lo son.

    En España solo hay ciento sesenta grandes de España.

    Al primer esposo ese de Carlota que fardaba de palacio lo había conocido la mujer de Álvaro esquiando, en mala hora. Bueno, él no esquiaba, estaba acodado a una barra en un bar de moda, donde seguro que habría vuelto y donde seguro que sigue, seguro, haciendo el idiota y sin dar ni golpe. Ese era rico, pero, según los últimos rumores, su familia…

    El mayordomo, Ferdinand, ha vuelto al salón con su cara gordita tan simpática y su brazo en cabestrillo de la última paliza con el marido, así que Álvaro no le pregunta. Álvaro no entiende los celos rabiosos que tienen uno del otro.

    Suele decir el mayordomo que, a pesar de las bodas gais, España es un país muy homófobo. Suele decir que en Filipinas los gais están muy considerados desde siempre, y ni siquiera la Iglesia, que allí es tan poderosísima y tiene

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