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Fotografías (La saga de las mujeres heridas 5)
Fotografías (La saga de las mujeres heridas 5)
Fotografías (La saga de las mujeres heridas 5)
Libro electrónico268 páginas4 horas

Fotografías (La saga de las mujeres heridas 5)

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Manón, un personaje inolvidable.

Una mujer, que ha sido de una belleza apabullante y que todavía sigue guapa, se casa en Logroño, de donde es su madre y donde vive todavía su tía. Antes de casarse regala toda su ropa en Madrid. Se llama Manón y suele decir que se quiere más a la ropa que a los hombres. Los hombres no la han tratado bien, ha tenido muchos amores y siempre la han dejado. Ella es economista, habla idiomas y siempre ha trabajado, pero en Logroño; ya casada, se ha metido en una vida tranquila. Su marido es viudo y tiene dos hijos adolescentes muy despendolados que intentan hacerle a ella la vida imposible, pero terminan queriéndola. El suegro, muy viejo y médico, ha muerto y ella recoge el piso, que es muy grande. En un zulo al lado de la consulta encuentra Manón un esqueleto con unos zapatos negros y blancos. Por esas cosas de las provincias, el abuelo de Manón y el de su marido eran hermanos que emigraron a América a principios del siglo XX, pero que en la guerra civil —ya de vuelta, ricos— habían reñido para siempre. En esta novela aparecen Soledad, la gorda maravillosa de Transición, y Julián, el muy rico ya de vuelta de todo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 jun 2021
ISBN9788418722660
Fotografías (La saga de las mujeres heridas 5)
Autor

Tina Díaz

Tina Díaz nació en Logroño, donde pasó su niñez. Hizo la carrera de piano y luego fue a París, donde estudió en la Sorbona. En San Sebastián también estudió decoración, que no terminó; se casó con Enrique Múgica Herzog, importante dirigente socialista que después fue ministro de Justicia y defensor del pueblo, pero ella siempre se ha sentido al margen del trabajo de su marido, con el que vivió hasta este año 2020, en el que Enrique Múgica murió. Tiene tres hijos, David, Daniel y Débora. El matrimonio primero vivió en San Sebastián y después en Madrid. Tina trabajó en decoración, diseño y moda, materias que le siguen interesando. Y hacia los cuarenta años escribió Transición —le gusta profundamente el castellano—. Desde la infancia es una lectora compulsiva, habla francés, italiano —que aprendió de niña muy mal— y habla inglés regular. Toda su vida diariamente ha leído muchos periódicos y revistas. No le gusta la vida oficial y dado el trabajo de su marido la ha evitado todo lo que ha podido. En sus novelas, a través de personajes y visiones no convencionales, quiere reflejar las cosas que en España han ocurrido; en sus novelas quisiera haber conectado con la picaresca. Le gusta Madrid, le gusta España y los españoles. En la gente de letras en España echa en falta la crítica al poder, que ella cree siempre necesaria.

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    Fotografías (La saga de las mujeres heridas 5) - Tina Díaz

    FOTOGRAFÍAS

    La saga de las mujeres heridas 5

    Tina Díaz

    FOTOGRAFÍAS

    La saga de las mujeres heridas 5

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418722141

    ISBN eBook: 9788418722660

    © del texto:

    Tina Díaz

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    —Estás rara, Manon —le ha dicho Elvira, que está plantada en la esquina de Portales, donde suele estar—. ¿Seguimos en el piso?

    —Seguimos.

    Elvira tiene una percepción paranormal de los estados de ánimo de los otros, pero nunca insiste.

    Con Elvira, íbamos al colegio y, como éramos vecinas, nos pasábamos la vida juntas, jugábamos, íbamos al cine y algunas veces hacíamos los deberes en su casa, aunque Elvira siempre iba adelantada y sacaba notas mejores que las mías.

    Elvira, desde pequeña, fue una persona rara, pero yo siempre la quise mucho.

    Luego, la familia de Elvira se fue a vivir a la Gran Vía y ahí empezaron a pasarles cosas, todas malas, continuación de lo que ya le había pasado en el piso de la casa donde éramos vecinas.

    Elvira se pasa las horas muertas en Portales.

    Elvira sale de su casa escopeteada, corre por las escaleras y, si se la ve en su trayecto hasta Portales, ni ve ni oye ni vuelve la cabeza ni te dice adiós.

    Está loca Elvira, pero ahora ya no tiene que estar en ningún psiquiátrico, solo está bien medicada y tiene revisiones, por fin aprendió que no debe de vivir sin medicación.

    Yo siempre seguí viéndola, nunca la abandoné como hace la gente con los locos. Las amigas de aquí de entonces, de cuando asesinó a su padre, también se portaron bien con ella; éramos jóvenes y, de aquellas, dos ya han muerto y las otras ya no viven aquí hace tiempo.

    Yo, desde que me casé aquí, voy andando a todo, saco el coche muy pocas veces, disfruto de la gozada de vivir en un sitio pequeño y tropezarse con la gente que, si no tiene ganas de hablar, se dice «Adiós, que tengo prisa» y, si está aburrida, pega un poco la hebra, hace que el tiempo pase.

    Aquí muchas mujeres salen a echar la mañana: recaditos, conversaciones, «¿Has desayunado?», «Pues vamos al aperitivo». Hablan con uno y con otros. Yo me pongo las plantillas en mis zapatos y me echo a la calle.

    Mira, ahora suena la sirena de las doce del mediodía. La sirena que llamaba a los obreros a parar en sus trabajos antiguamente. Las doce.

    A Manon le encanta oír la sirena.

    Antes de casarme, vivía sola. Tan a gusto, la verdad. Trabajaba. Mucho. Yo he trabajado en la empresa privada y en las multinacionales.

    Todos esos años hasta que me casé, cuando venía a Logroño y desayunaba con mi madre, ella era como si me leyese el pensamiento: «Esta hija tan guapa, con su bata de piqué blanco y no va a casarse nunca, nadie la quiere». Yo le entendía la mirada como si ella estuviera hablando.

    Yo vivía la realidad durísima de las mujeres muy guapas, que nunca he conocido a ninguna que después haya sido feliz.

    Los sueños que tuvo mi madre conmigo ya se habían desvanecido, aunque nunca del todo; a mi madre, todo le había parecido poco para mí.

    Al principio de casarme, yo aquí vivía en una nube.

    No sabía si era más feliz por tener un marido o por poder vivir como se vive aquí, despacio, todo tranquilo, tan contenta de no estar más en ese Madrid lleno de mujeres maravillosas de más de treinta y cinco años, profesionales, delgadas de gimnasio, divinamente vestidas, divinas de la muerte; con niños, pero libres, desesperadas, desesperadas, desesperadas, solas, solas, solas buscando un hombre, como estuve yo tantos años.

    Ahora llevo un par de semanas desmontando y vaciando el piso de mi suegro, que ha muerto; este piso, por dentro, también estaba muerto, no lo había tocado nadie en tres generaciones y estaba lleno de mierda; se vio bien eso cuando murió.

    En esta casa, sola, solita al ordenar y desechar, tengo que tener cuidado con la muñeca izquierda porque he tenido una lesión en el hombro de jugar al golf, que me aburre, que me mata, pero que he aprendido por darle gusto a mi marido.

    Aquí, en el piso de mi suegro, cuando me canso de tanto tirar y ordenar, voy a la ventana o doy vueltas por el piso o abro un cajón o un libro o miro las fotos que he encontrado, montones de fotos todas dispersas por las partes más raras de esta casa y alguna carta, papeles, documentos.

    O bajo a tomarme un café y a hablar con alguien.

    Este piso es enorme y deprimente y no me siento nada solidaria con mi marido, que nació en él y que últimamente está muy triste y ha empezado a llorar con lágrimas, como una Magdalena.

    Si me llegan a decir que iba a vivir con un marido que llora… Aunque tener un marido que llora es mucho mejor que tener, por ejemplo, un marido culón, que eso sí que debe de ser horrible, culón como sus hermanos, que son culones.

    Mi marido, con la crisis económica que…, no renueva contratos y ha reducido el personal a cuarenta personas, que antes eran más de setenta. Hay rumores, la tía y Julián dicen que…; multitud de impagados, los bancos ya no dan créditos y ahí está él solito en su fábrica con sus perfiles metálicos, dirigiendo la orquesta cada vez con más dificultades y muy asustado porque en Francia los obreros, a veces, ocupan las fábricas y retienen al dueño o las ocupan y amenazan con volarlas o se suicidan, que ya algunos de ellos son ingenieros y los matan a competir, llevan ya veinticuatro suicidios en una empresa. Y eso que en Francia no tenían burbuja del ladrillo; no tienen, como aquí, un millón de pisos sin vender.

    Esta crisis económica ha puesto a llorar a mucha gente en todo el mundo.

    Yo, a veces, veo la televisión francesa. La televisión mejicana, la CNN, lo que sea, porque sin trabajar da tiempo a todo, hasta a aburrirse de no tener obligaciones.

    Lorenzo está muy asustado y tenebroso. Yo el otro día lo vi tan hecho polvo que le hice una escena de celos a ver si se animaba, a ver si lo sacaba de ese abatimiento. Pero fue una cosa falsísima y mi madre, que estaba delante, se dio cuenta.

    Mi madre no estaba muy contenta por ese enlace, decía que un viudo y con hijos… Le dio por decir. Pero esa es otra, eso solo me lo decía a mí.

    Así que, por los días aquellos de la huelga de camioneros, me casé. Ahí fue cuando de verdad empezó la crisis; al día siguiente de esa huelga, la gente se había abalanzado a los supermercados, la tele sacaba estanterías vacías de provisiones, sacaba ganaderos tirando miles de litros de leche porque les salía más barato tirarla que envasarla, campesinos tirando frutas, kilos y kilos de fruta, y pescado.

    Vivimos en un sistema de una fragilidad extrema y ahí se vio, ahí.

    A mi marido, así, desesperado, solo lo he visto un día que blasfemaba delante de sus hijos. «Me cago en Dios», decía; solo decía «Me cago en Dios» y «Me cago en Satanás». Con una gran violencia. Ese día fue tan violento que me dio miedo, hasta los mocetes se quedaron serios. Le dije:

    —Detesto las blasfemias; no vuelvas a… ¿Oyes?

    Pero la verdad es que entre verlo así o verlo llorando…

    Mi marido tiene dos hermanos que viven en Barcelona. Esos se fueron a estudiar Derecho allí y allí se quedaron para siempre. Ahora ya son más catalanes que nadie.

    Tienen un despacho de abogados que se forran y unas mujeres expertas, parece que en arte, pero que no dan golpe y que todo lo que llevan es carísimo, aunque están un poco gordas, tipo mi tía Soledad.

    Lorenzo me llevó a conocerlos, pero no pude ver bien Barcelona, que es preciosa. No me dejaron. Nos llevaron a la masía en el Ampurdán, una masía que, si yo llego a ser envidiosa, me hubiera muerto.

    Primero, Lorenzo y ellos estuvieron intercambiándose información sobre gente que estaba gravemente enferma.

    Que si se acordaba Lorenzo de fulanito.

    «Claro».

    Pues se había muerto.

    «Vaya».

    Y todo así. Y a la recíproca.

    Pero, una vez terminada la relación de enfermos, muertos, divorciados y demás, sus hermanos ya no le hicieron caso a mi marido.

    A mí tampoco mucho.

    Mi marido se quedó con un morro que no se le quitó hasta que nos fuimos.

    Se sentía desplazado allí. Yo no.

    Todos los días, que fueron cuatro, discutían entre ellos en buen tono; unos querían comer fuera y otros dentro.

    Muy endogámicos los cuatro, que se ve que estaban siempre juntos.

    A los hijos los habían dejado en Barcelona.

    Una tarde vinieron unos amigos suyos vecinos de otra masía. Mi marido los miraba con una mirada nada amable, sin intervenir, pero nadie le hacía caso. 

    Mi marido, a solas conmigo, da gusto, pero con la gente, a veces, crea unas tensiones espesas; yo, que tengo una vocación de felicidad que no me cabe en el cuerpo, disuelvo las tensiones en pocos minutos; además, a este ya me lo sé.

    —Tengo unas trufas blancas —decían.

    —Ay, vamos a casa, vamos a poner unos boletus —decían. 

    Una noche, nos llevaron a un restaurante muy muy lujoso y convencí a mi marido de que los invitase. Mi marido no tiene costumbre de estar invitado y no sabe que eso es lo que se suele hacer.

    Si llego a tener envidia, me hubiera muerto; la masía era la leche, pero, como no soy nada envidiosa, solamente me preguntaba que qué hacíamos allí. Aunque, eso sí, los cuatro eran bienhumorados y pacíficos. Algo es algo.

    Yo veo el lado bueno de las cosas inmediatamente.

    Mi suegro el de este piso, el padre de ellos y de Lorenzo, que se ha muerto hace poco, era un viejo amargado y las pocas veces que yo venía a esta casa que estoy desmontando ese viejo me ignoraba.

    Mi marido, aunque fuese un momento, visitaba a su padre casi todos los días y, ya al final, se quedaba con él alguna tarde.

    Los hijos de Barcelona, cuando vinieron a mi boda, llevaban tres años sin venir. No le tenían apego a su padre ni a esto. Habían dejado a mi marido de cuidador.

    Ese carcamal del padre tampoco quería a los hijos de mi marido. De los de Barcelona, ni se acordaba de cómo eran.

    La madre de mi marido se había muerto en el parto del último hijo. Tuvo tres hijos en tres años y mi marido es el mayor de ellos. Dicen que esa señora, la madre, había sido muy puta. Mucho. Vaya. Las guerras.

    En la última Navidad, el viejo echó a los chavales de Lorenzo de su casa y por poco se queda seco del disgusto que le dio que a ellos les diera igual que los echase.

    A ellos les da todo igual.

    A la sirvienta del viejo, que era tan matusalénica y tan desagradable como él y que era supervisora y administradora única de todo lo de esta casa, le dije que se quedara hasta desalojar esto, pero no hubo manera. Había cogido sus bártulos y se había largado.

    Sus bártulos eran unas cajas de cartón duro, grandes como baúles, que debía de tener ya preparadas; claro, esa mujer llevaba allí toda la vida.

    Para vaciar el piso, estuve dudando si llamar a ese organismo de exdrogadictos que se llevan todo, pero, la verdad, hacer eso hubiera sido hacerle un desprecio a mi marido y eso no, por eso esperé a que él decidiese.

    Eso es lo que suelo hacer con él en todo, esperar a que decida.

    Yo, voluntaria y lúcidamente, me he vuelto una mujer eco. «Lo que tú digas, cariño mío».

    Los hermanos y las cuñadas no querían nada de lo que había en la casa. No les interesaba. Y tampoco les apetece tener un piso en Logroño. Así que se va a vender.

    —Ya verán, ya verán —dijo la sirvienta vieja al irse con sus bártulos.

    Anteayer lo vi.

    Encontré un zulo limpísimo con un esqueleto dentro, lo único que estaba limpio en toda la casa. 

    El zulo daba a la consulta de mi suegro.

    Yo estaba en esa consulta intentando mover un armario metálico cuando vi que estaba atornillado, así que lo desatornillé y, detrás del armario, estaba el cuartito con el esqueleto dentro.

    El jarrón grande de encima del armario también estaba atornillado al techo del armario para que no se cayese cuando se movía, claro.

    No me dio miedo ni nada, yo sola no paraba de reírme porque el esqueleto tenía puestos unos zapatos bicolores de lo más chulos.

    Yo es que no me reía, me tronchaba allí solita con el descubrimiento de los zapatitos bicolores.

    Cuando se me acabó la risa, volví a poner el armario metálico con su jarrón delante del agujero de la pared y se acabó; el esqueleto no era nada mío.

    Mi marido me había dicho que nadie había tocado en este piso en tres generaciones. Pues vaya mierda. Mi madre me dijo:

    —Fíjate por dónde; a nosotras, nuestros padres no nos dejaban ni pisar esa casa.

    Por las carambolas en los sitios pequeños, resulta que el abuelo de mi marido y el abuelo de mi madre eran hermanos.

    Los dos eran Herce.

    Lo más risible de todo, decía mi madre, era que parte del dinero del «Herce de la mierda», que así es como por el guano habían llamado siempre al abuelo de mi marido, fuera a terminar en mis manos. Según ella, porque yo no tengo ni idea de lo que tiene o no tiene Lorenzo.

    Las carambolas de las herencias en provincias hacen que ocurran esos destinos de los dineros y de los bienes en general.

    En el año nueve del pasado siglo, los dos hermanos Herce habían salido escapados para no ir a la guerra de África, que era una carnicería y que morían como chinches los pobres, solo los pobres morían, porque los que podían pagar la cuota de dos mil pesetas de entonces se libraban de ir a esa guerra.

    ¿Quién tenía entonces dos mil pesetas?

    Además, los que se quedaban se morían de la gripe o del hambre, que esos años habían sido llenos de hambre en España, y después la gripe del año diecinueve se llevó por delante a los que no habían muerto en la guerra de África.

    El pasaje a América valía solo doscientas pesetas, así que los Herce habían llegado a ese destino huyendo del pueblecito despiadado, hartos de luchar con el hambre y con la escasez y con la guerra de África como horizonte. Los dos hermanos, de trece y catorce años, se despidieron de la simple de su madre, que se llamaba Balbanuz y que les decía que no fueran, que en América había serpientes y peces eléctricos por las calles que te mataban del corazón.

    El padre de ellos había sido arriero, se había muerto congelado en la nieve hacía muchos inviernos ya y además se había muerto sin casarse con la simple de la madre y sin reconocerlos, así que los Herce más pobres de lo que eran no se podía ser ni se podía siquiera seguir siéndolo.

    Se fueron a ver si iban a más, porque a menos no podían ir.

    Sin hacerle ningún caso a la simple de su madre, se habían puesto en camino con otro chaval de doce años llamado Santos; ese, que era del mismo Logroño, con el tiempo, llegaría a ser armador de barcos en Argentina y a ese por poco lo heredamos nosotros.

    Pues bien, esos dos, con el amiguito, se habían ido andando, tan precoces como las hambres de entonces, montados en carretas, haciendo trabajos por los campos, muertitos de hambre hasta llegar a Bilbao a coger el barco.

    Aunque, en realidad, ese había sido su segundo viaje, porque ellos habían nacido en Navajún, donde un día había habido un crimen de mucha sangre.

    La madre, esa noche de la sangre, los había cogido y, a todo correr, se los había llevado del pueblo.

    Había echado a la carreta toda la matanza que acababa de hacer, pero no había tenido tiempo de más.

    En ese primer viaje, se habían ido en una carreta tirada por un mulo, pero en el camino por los riscos les robaron el mulo y siguieron ellos tirando del carro a ratos, empujando el carro otros; la madre decía que es que los habían seguido, pero no.

    Además, en aquella huida del miedo en la noche, su madre, entre suspiros a la Virgen de Atisca, se había dejado el abrigo enganchado en unas zarzas, del miedo.

    No habían parado hasta llegar a la sierra de los Cameros, lejos de Navajún.

    Allí, en un pueblo, Balbanuz, la madre, tenía una prima.

    Habían llegado con las ropas desgarradas y muertos de miedo, pero con la matanza de su cerdo casi entera.

    Al menos podrían comer ese año, aunque no, la prima de su madre los auxilió, pero se quedó con la matanza. La simple de la madre les había dicho: «Importar, hijos míos, importa la vida. Si llego a quedarme en Navajún, me desuellan y me tiran al barranco; ay, Virgen de Atisca».

    En Navajún había un barranco de mucha fama donde la mina de pirita.

    Pero ellos, entonces, no supieron lo que había pasado en el crimen de tanta sangre de Navajún, que era un pueblo que no estaba en el mapa. Les decía la madre en secreto: «Navajún, maldito lugar». 

    El otro pueblo cruel a donde llegaron era algo más grande, aunque ahí las cabras también volvían solas a casa.

    Ahí habían ido a una escuela de indianos; los indianos, en La Rioja, habían hecho escuelas por los pueblos, así que, cuando ellos se fueron al segundo viaje a hacer fortuna, sabían leer y escribir y sabían las cuatro reglas.

    Además, en La Rioja casi todas las personas, incluida la simple de Balbanuz y la simple de la prima de la madre, eran independientes y libres en sus hambres porque todo era minifundio.

    En las fiestas del pueblo los había captado para el viaje un reclutador de los armadores de los barcos que iban a América; la travesía hasta Buenos Aires duraba veintitrés días.

    Los dos hermanos Herce, para ser tan pobres, sabían bastante y, cuando a los dos años de salir del pueblo llegaron a América, sabían además lo de la marinería, que habían aprendido en Bilbao; allí en Bilbao, una vez que podían comer, el ir a América se lo habían tomado con muchísima tranquilidad.

    Aunque seguían calzados con alpargatas, ya se habían comprado unos zapatos cada uno, eran los dos muy trabajadores y dudaban de si embarcarse cuando les llegaron las noticias de la Semana Trágica de Barcelona y rumores de más levas para la guerra de África.

    Además, en aquellos tiempos, todavía quedaban en la memoria de la gente las sangrías y carnicerías de las guerras de Cuba y Filipinas. Así que, aunque sin muchas ganas, se embarcaron cada una con su maletita para ponerse a salvo.

    Al acabar el año nueve del siglo pasado, ya estaban en América. Tenían catorce y dieciséis años.

    Al desembarcar en Buenos Aires, se habían instalado en el hotel de Inmigrantes y los había visto el médico: estaban sanísimos; luego, habían buscado a uno de Navajún por todo Buenos Aires. Finalmente, lo habían encontrado, vivía en un conventito de Buenos Aires, su cuartito era pequeño y oscuro y tenía una cocinita de carbón; a pesar de lo pobrísimo de su alojamiento, él iba muy bien trajeado, los llevó a cenar al cuarto aquel y no les dijo a qué se dedicaba. Pero sí que les dijo:

    —Si llego a saber que no me ibais a contar nada del crimen, que hasta hay un romance, que yo lo he oído una vez, no os doy cobijo. —Y añadió—: Me parece que aquí no se pueden encontrar más que desengaños.

    Pero no le hicieron caso, para nada.

    Estuvieron en Buenos Aires muy poco tiempo y de ahí se embarcaron el uno para Perú y el otro para Cuba; el amiguito se quedó allí en Buenos Aires.

    En el año treinta y cuatro, los dos Herce, ya ricos y deslomados de tanto trabajar, habían vuelto a Logroño. Se habían instalado a todo trapo. Habían abierto sus tiendas enormes. No habían escatimado gastos y compraron sus pisos; qué pisos.

    Ese piso del Espolón del Herce de Cuba, de mi bisabuelo, yo ya no lo conocí. Se lo incautaron en la guerra y nunca se lo devolvieron, solo lo conocía y lo conozco por fuera; mi madre, a veces, me enseña las ventanas desde el Espolón.

    Ese Herce, mi bisabuelo, antes había mandado a su niño con tres añitos a casa de la familia de la mujer, a Villamediana, porque aquel niño se ponía malo con el calor de Cuba.

    En vísperas de la Guerra Civil, a finales de junio del treinta y seis, los dos hermanos habían reñido como cerdos porque el Herce pequeño, el de Perú, le había robado al Herce mayor, el de Cuba, a Felisberto, al cubano de Camaguey que había sido su segundo en todos

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