Del amor y sus desvaríos: Luces y sombras
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Del amor y sus desvaríos - Carmen Santamaría Alonso
Primera edición: abril 2024
Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com
Imagen de la cubierta: Gwen John, A Comer of the Artist's Room in Paris [87, rue du Cherche-Midi] (1907-09)
Maquetación: Eva M. Soria
Corrección: María Luisa Toribio
Revisión: Ana Briz
Versión digital realizada por Libros.com
© 2024 Carmen Santamaría Alonso
© 2024 Libros.com
editorial@libros.com
ISBN-e: 978-84-19435-96-5
Logo Libros.comCarmen Santamaría Alonso
Del amor y sus desvaríos,
luz y penumbras
No siempre el amor es resplandor y deleite.
No todo el amor es idilio y complacencia.
Hay deslices del amor que provocan el vértigo,
equívocos que roban la cordura,
desaires que escuecen y amedrentan.
Pero, siendo así, con sus luces y sus sombras,
no hay quien, al cabo, se arrepienta de haber amado,
de haber sentido el peso del amor en sus entrañas,
en algún recodo de su existencia.
Para los hombres y mujeres que me enseñan cada día lo que es el amor.
Para quienes pasan por mi vida dándome amor y enseñándome a darlo.
Y, como siempre, para ellos, para Daniel, Darío y Andrés.
Agurtu. 1. (gral.; Lar, Lecl, Añ). Ref.: A; EI 339 y 340; Lh; Etxba Eib. (Aux. trans. e intrans.). Saludar (tanto al encontrarse con alguien como al despedirse).
Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Título y autor
Dedicatoria
Una cruz al atardecer (I)
Tantas noches sin Nelita
Todavía
El príncipe pobre
Calle Montera
Camarada Chelo
El poeta
Sesión de cine
Su mejor amiga
Donde moran las sirenas
Los versos del ayer
Mi madre, de pelo negro
Ringo y Etelvina
Carmín violeta
Versos a Irene
Imágenes de Herminia
Segundo curso
Toda la noche sin ella
Luz de pasión, luz de azar
Maldita ciudad
El cuento de la bailarina
Agua sucia discurre por el asfalto
El día que te marchaste
Un silencio entre dos trenes
Una cruz al atardecer (II)
Una cruz al atardecer (I)
Hay una cruz pintada sobre la roca. Una cruz blanca que al anochecer, con la luz de las bujías, destella como un trozo de luna. Los automóviles frenan al pasar por delante. Entran en la curva despacio y se alejan acelerando. Como si desearan poner distancia cuanto antes. Ayer tarde alguien arrojó una flor desde una ventanilla, un clavel rojo que cayó sobre el asfalto, sobre unas gotas de sangre que ni la lluvia ni el barro han borrado todavía. Me acerqué cuando oscurecía y lo coloqué al pie de la cruz, donde no lo alcanzaran las ruedas de otros coches. Hoy he subido unas lilas que he cortado en el jardín. A Bernardo le encantaban mis lilas. Yo me esmeraba con ellas. En primavera adornaba con las más espléndidas la mesa de mi despacho, por si Bernardo venía. He depositado el ramillete junto al clavel de ayer, que aún no se había marchitado. Luego me he sentado enfrente, a la sombra de la vieja encina, a resguardo de las miradas de los automovilistas. Solo una hora, que ha transcurrido deprisa. Se ha echado la noche y me he bajado corriendo, a tiempo de preparar a madre su cena y sus medicinas. Nunca pregunta a dónde voy. No para de hablar cuando estoy con ella, pero nunca me pregunta por mis ausencias. Mientras la visto y la aseo, me cuenta chismes del pueblo. No sé quién se los cuenta a ella. Quizás esas viejas que se la llevan a la novena o a los primeros viernes. Yo me hago la desentendida, no sea que un día, si me ve interesada, me suelte lo que sabe de mí. De mí y de Bernardo. Porque, saberlo, lo sabe. No hay más que oírla mencionar a Adela, cargando tanto las tintas. Madre no tiene motivos para despreciarla, pero se ensaña con ella. Antes la criticaba porque iba muy seguido al cementerio. Luego, porque iba poco. Ahora, porque ya no gasta ropas de luto. O porque abre la tienda a deshora. Por lo que sea. Siempre encuentra el hilo para nombrarla y despellejarla. Pienso yo si estará provocándome, esperando que yo la defienda para sacarme lo mío. O para recriminarme por haberle permitido que me quitara a Bernardo. Yo, por si acaso, me callo. La visto, la lavo, le sirvo la comida y me meto en mi cuarto o en el baño hasta que termina. Después la ayudo a sentarse en el sillón, enchufo la televisión y desaparezco hasta la hora de cenar. Me voy al despacho, repaso las facturas de los proveedores y los extractos del banco, compruebo la lista de reservas, distribuyo las habitaciones para el fin de semana y, un rato antes del anochecer, me subo a la carretera. A recordar a Bernardo en el último sitio que contemplaron sus ojos.
A la carretera no baja Adela. Ella le reza en el cementerio. Al principio acudía a diario, pero en siete meses ha perdido la costumbre. O las ganas, me dice madre con sorna. Yo no creo que le haya olvidado a Bernardo. Estará ocupada con la tienda y con los críos, que, aunque son mayores, aún dan cuidados. Y un montón de problemas. El chico es clavado a Bernardo. Lo vi un domingo este invierno, de casualidad, porque yo casi no salgo. Había bajado al Balneario con otros muchachos del pueblo. Entraron en el bar de Ponce y pidieron cervezas. Ponce los mandó a la calle a gritos. Estaba Juan Pizarro de ronda con un guardia novato, y tuvieron que intervenir para amonestar a los chiquillos y librarlos de las iras de Ponce, que es un demonio cuando se irrita. Adela estará hecha polvo. Antonio se llama el chico. Como el padre de Bernardo. Me quería a mí mucho ese hombre. Si por él hubiera sido, Bernardo se casa conmigo. Lo dijo la mañana de un domingo que fui yo a la tienda a buscar a Bernardo. Los domingos se dedicaba el padre a ordenar las piezas de tela y a clasificar el género por tallas y por colores, y Bernardo lo acompañaba. Le disgustaba el oficio, pero nunca se le ocurrió marcharse del pueblo, alejarse de su padre. Recuerdo que ese día nos íbamos de excursión al valle de Trinos y que a Bernardo y a mí nos tocaba comprar las gaseosas y el vino para comer. Recuerdo también que esa tarde, de regreso, nos despistamos y nos retrasamos al volver al pueblo. Los de la pandilla nos tomaron el pelo. Pero entonces no hacíamos nada. Los otros quizás, pero nosotros no. A mí me habían educado para reservarme hasta el matrimonio y Bernardo se aguantaba. Además, él estaba molesto por lo de su padre. Le había preguntado, cuando yo llegué a la tienda, que a qué esperábamos para anunciar una boda. Así de clarito. Yo me puse colorada. Bernardo le contestó que él no era de ataduras ni bodorrios. Muy enfadado con el pobre hombre, que no se atrevió a replicar. Bernardo no solía levantar la voz y le debió sorprender al padre el cabreo que agarró. Luego, en el campo y sin que yo aludiera al asunto, Bernardo me dijo que él no tenía carácter para casado. Que estábamos bien como estábamos. Que nosotros no éramos como los otros, que se liaban en la escuela y ya la vida entera amarrados, hasta morirse, sin tratar a nadie más, sin experimentar algo diferente. No seamos vulgares, Marisa, me dijo con aplomo. El matrimonio es para gente sin imaginación y sin proyectos.
Cuarenta y seis días después, exactamente, me enteré por madre, cuando desayunaba, de que Bernardo se casaba con la de don Nicasio, el del banco, al mes siguiente.
Me he acordado miles de veces de la conversación de aquella tarde. De las palabras de Bernardo. ¡Qué tristeza sentí! ¡Qué decepción! Pero no se las repruebo, porque eran la pura verdad. Bernardo no valía para el matrimonio. Y bien que lo ha demostrado. Aunque es muy cierto que lo intentó con Adela. Y que siempre fue respetuoso con ella. Nunca la humilló ni la ofendió a propósito. Nunca le negó un deseo. Nunca pronunció una frase en su contra. Al revés: la alababa por trabajadora, por ser tan paciente. Cuando la crisis, decía que sin ella no habría salvado la tienda. Y cuando lo de su suegro, la compadecía. El padre de Adela era un tipo imponente. Yo lo conocía del banco, de cuando iba con padre a sus gestiones. Don Nicasio era el director, y a padre, como era el dueño del hostal del Balneario, lo atendía él en persona. Muy alto, elegantísimo con su traje de rayas oscuras y sus corbatas de seda. Un señorito de ciudad, de pies a cabeza. Pero le dio la locura y organizaba unos escándalos de aúpa en el pueblo. No le regaba la sangre el cerebro. Una vez se escapó a la calle cuando lo estaban vistiendo. En calzoncillos. Adela tuvo que salir a por él porque la madre, con lo tiesa que era cuando su marido mandaba en el banco, no se movía de la casa, de vergüenza que le daba. Y ahora ahí está, vendiendo sábanas y trapos de cocina. ¡Si la viera su difunto! Al viejo lo pilló Adela en la esquina de la iglesia cuando estaba quitándose los calzoncillos. Bernardo se reía al contármelo, porque el suegro le reventaba. Pero yo notaba que le dolía por Adela. Él la quería a su manera. La apreciaba, diría yo. Enamorado no estaba. Ni cuando novios siquiera. Yo creo que Bernardo no se enamoró jamás de ninguna. Tampoco de mí, a pesar de tantos años juntos. Veintidós desde que empezamos con la pandilla. Seguro que me quería, pero no hasta el extremo de ceder una pizca de su libertad por mí. Y con Adela lo mismo. Se casó sin maliciarse que ella, tan sumisa, tan complaciente de novia, iba a exigirle atenciones y tiempo cuando se viera de esposa.
A los pocos días de casados tuvieron la primera bronca. Bernardo se retrasó en el bar con los amigos después de cerrar la tienda. Cuando llegó a casa, Adela cogió el plato con la cena y arrojó la sopa, o lo que fuera, en la taza del retrete. Discutieron y Bernardo no se acostó en su dormitorio. Me lo contaría el propio Bernardo más adelante, porque en esa temporada yo le ignoraba. Ni siquiera asistí a la boda. Me había invitado, como al resto de la panda, pero me marché una semana antes a la ciudad, a donde la tía abuela Virtudes, y me quedé allí cinco meses con matrícula en un curso de contabilidad y cálculo. Por teléfono, madre me contó el banquete y el baile. De Bernardo no me habló, pero de Adela me describió el traje, el tocado, las flores, los zapatos, todo. No es mujer para Bernardo, me decía. Como si fuera mi culpa que él se hubiera casado con ella y no conmigo.
Yo ni entonces la odiaba. Era tan menuda, tan discreta, que me parecía imposible que tuviera voluntad. Que hubiera sido suya la idea de la boda. Comentaban los de la pandilla que Bernardo se había encaprichado de ella por lo guapa. Porque guapa sí que era. Y con buen estilo en la ropa y en el peinado. No como ahora, que va hecha un adefesio. Claro, ¿quién está con temple para cuidarse cuando acaba de morírsele el marido? Con la panda nunca la trajo Bernardo. No por lo cría ni por lo pavisosa, sino para que yo no sufriera. O por si yo me enfadaba. Bernardo no era malo. No era de malos sentimientos. Él no quería ofender ni fastidiar, pero iba a lo suyo, a su conveniencia, sin sacrificarse. Y dejaba heridos en el camino. Adela y yo, por ejemplo.
A veces pienso que a ella le ha tocado la peor parte. Le ha tenido más horas que yo, más días, más noches. Y ha tenido a sus hijos. Pero lo ha pagado caro. Mucho trabajo y muchas penalidades. Por Bernardo, por su tienda, por los niños. Así se la ve de ajada: el pelo con canas; los ojos sin brillo; vestida de vieja con treinta y siete años, que los habrá cumplido este invierno. Uno menos que nosotros. Le ha tocado lo peor: la crisis de la tienda, que a punto estuvo de irse a pique; los partos; los problemas de los críos, que no has solucionado unos y ya surgen otros; el malhumor de Bernardo, la desgana, las amenazas de abandonarlo todo y emigrar a otro continente. En esas ocasiones, cuando le venía el ataque de melancolía, de frustración, Bernardo se explayaba conmigo. Con Adela no. Con Adela se callaba. ¿Qué va a entender ella de estas cosas?, me decía a mí. Y soltaba el lastre, las pesadumbres que lo abatían. Yo le reñía: no seas pesimista, que no te fijas más que en lo malo, le decía sin severidad. ¡Qué ironía! ¡Yo convenciendo a Bernardo de que la vida era hermosa cuando la mía estaba destrozada! ¡Destrozada por él! Pero ¿qué iba a hacer si no? Le hubiera propuesto que nos fugáramos juntos si hubiera sospechado que existía la mínima posibilidad de conseguir que fuera mío. Pero yo sabía, sin la menor duda, que Bernardo no abandonaría jamás de los jamases a su esposa y a sus hijos. Por mucho que renegase. Sabía que envejecería con ellos. ¡Es más!, sabía que, si un día enviudaba, Bernardo buscaría a otra como Adela: una mujer que le permitiera ser como era a cambio de su cuerpo, su afecto y su compañía. Y de mantener las apariencias. Y yo no era esa. Porque yo le hubiese exigido que me entregara su alma. Por eso lo consolaba, le animaba a regresar a casa cuando estaba decaído. No era por favorecer a Adela. Lo hacía por egoísmo. Porque si Bernardo huía, yo también lo perdería.
Venía de cuando en cuando. Venía con el coche a traer un pedido a una clienta del Balneario. O venía corriendo desde el pueblo, que desde joven le tenía afición al deporte. Cerraba la tienda y se lanzaba a la carretera. O le encargaba cerrar al empleado, antes de que lo despidiera por la crisis. Llegaba empapado en sudor, pegada la camiseta al pecho y a la espalda. Una camiseta roja con una franja dorada. La llevaba el día que murió. Supongo que se quedaría en el hospital, en un cubo de basura. Entraba por la puerta de atrás, para no tropezarse con los huéspedes ni pasar por Recepción. Vicenta estaba en la cocina, atareada con sus guisos, y no reparaba en él. Las camareras, en el comedor, aviando las mesas para las cenas. Cruzaba veloz el pasillo y se colaba en el despacho sin llamar. Siempre me encontraba. Aunque yo nunca sabía con antelación cuando se presentaría. Igual transcurrían dos o tres semanas, un mes o dos, entre una y otra visita. Pero habitualmente, a eso del atardecer, yo me ponía a revisar papeles, pendiente de los ruidos del exterior, por si escuchaba las zancadas de Bernardo. Se sentaba en el sofá y, mientras yo continuaba repasando facturas y extractos bancarios, o, más bien, fingiendo que los repasaba, me contaba sus cosas. Lo que a nadie le contaba. Yo le interrumpía cuando se quejaba, lo acusaba de terco o de agorero, me enfadaba con él si era preciso para rebatirle. Cuando estaba de buen humor hablaba poco. Se colocaba detrás de mi silla y me besaba en la nuca; me acariciaba la cabeza, la espalda. Esa tarde no terminaba el trabajo. Dejaba los papeles alborotados sobre la mesa, las luces encendidas, la puerta del despacho cerrada, y me subía con Bernardo a la tercera planta, que solo se ocupa en verano y en Semana Santa. Nos metíamos en la habitación de la esquina, que tiene la cama grande. Nos revolcábamos sobre la colcha. Frenéticos. ¡Era impresionante! ¡Qué ansiosos, qué enloquecidos! Si lo hiciéramos a menudo, ya estaríamos aburridos, decía Bernardo satisfecho. Yo me callaba, regocijándome por mí. Compadeciéndome de Adela.
La primera vez que subimos, vivía todavía padre. Yo esos días tonteaba con un chico que había conocido en la academia, en el curso de contabilidad. Nos veíamos los domingos. Él llegaba en su moto al Balneario en torno a las once y se marchaba después de comer y tomarse un café. Con padre simpatizaba, pero madre no lo tragaba. Porque era tímido y los tímidos son de mal fario, me decía. Yo no lo amaba, pero pensaba que, si en algún momento debía casarme, él sería un marido tolerante, fácil de soportar para mí. Estaba en el despacho rellenando los documentos de Hacienda para que padre los enviara el lunes a la delegación. Sonaron golpecitos en la puerta y, antes de que respondiera, se asomó Bernardo sonriendo. Traigo las servilletas que me habéis encargado, me dijo a manera de saludo. Entró en el despacho y me plantó una caja de cartón sobre la mesa. No lo veía desde antes de su boda. Estaba guapo, muy guapo. Se sentó en el sofá, como luego montones de tardes, y se puso a hablar de lo bien que le iba con la tienda y del dinero que estaba ahorrando para coger el local contiguo y ampliarla. ¡Él, de soltero, la detestaba! Renegaba de la tienda. ¡Cómo ha cambiado Bernardo!, pensé ese día. Pero estaba confundida: Bernardo era el mismo de siempre, procurando adaptarse a sus circunstancias para sobrevivir.
Estuvimos charlando un rato largo. Del comedor venía ruido de platos y de cubiertos. Las camareras estaban sirviendo las cenas. Me levanté para despedirlo. De repente, no sé cómo, me encontré entre sus brazos. Olía a colonia fresca. Y me besaba en la boca. Vicenta canturreaba en la cocina. Intenté despegarme de Bernardo. ¡Inútil! Me fallaban las fuerzas. Vamos a otro sitio, le dije. Saqué del cajón de padre una llave maestra y me llevé a Bernardo al tercer piso. Por la escalera de servicio, que a esas horas no se usa. El pasillo estaba a oscuras. A tientas lo conduje hasta la habitación de la esquina. Me temblaban las manos cuando empuñé la llave para abrir la puerta. Encendí la lámpara de la cabecera y antes de echar el cerrojo ya estábamos los dos en la alfombra. Los botones de mi camisa sueltos, la cremallera de los pantalones desgarrada. ¡Tanto resistirme de novios… para ceder ahora, ahora que Bernardo estaba ligado irremediablemente a otra!
Tardó cuatro meses Bernardo en regresar al hostal. Para entonces padre había muerto y con el chico de la academia había roto yo la relación. Sin explicaciones por mi parte. Y sin que él las pidiera.
Yo a Adela no la recuerdo de pequeña. La hija de Vicenta, que es de su edad, sí la recuerda. Me dijo una vez que en el colegio era una niña torpona y calladita, de esas que se repliegan en un rincón cuando las demás arman jaleo en la clase. Al padre lo había trasladado el banco a la sucursal del pueblo cuando Adela era de párvulos. Ella creció aquí, pero la mandaron al instituto en la ciudad. Venía los fines de semana y se quedaba metida en casa. No salía con pandilla. Lo de Bernardo fue rápido. Estaba Adela comprando un mantel para su madre y, así, por las bravas, le pidió Bernardo que lo acompañase el domingo al cine. El martes ya estaban de novios. Bernardo me lo contó una tarde, sin pesar ni mala conciencia. Como una anécdota intranscendente. Me contaba muchas cosas de él y de Adela. Como si yo no fuera su amante, sino su confidente. Algunas cosas, más delicadas, insinuándolas. Conozco a Adela al detalle. Su intimidad, sus manías, su desengaño. Y me da bastante lástima. Con Bernardo no se entendía en la cama, me lo confesó él al poco de empezar conmigo. Al principio les iba bien, pero luego desconectaron. Ella, por el embarazo, que en seguida de casarse tuvo la primera falta. Bernardo, porque le dolía que ella no le respondiera. Dormían en la misma cama y algo harían, porque tuvieron luego una hija. Pero no se entendían. Presumo que pasaban meses enteros sin tocarse. Era un matrimonio fallido. Porque no era solo en la cama. Tampoco se entendían en los pensamientos ni en la forma de afrontar la vida. No me refiero a los asuntos normales, las rutinas de a diario, sino al comportamiento de Bernardo, a su afán de disfrutar, de andar de acá para allá sacándole jugo a cualquier trance. Adela le censuraba que perdiese el tiempo en el bar, de parloteo con la gente, no porque descuidase el negocio, que Bernardo era trabajador como el que más, sino porque no concebía una diversión más tonta que hablar sin ton ni son. Porque, beber, Bernardo no bebía. Si acaso un par de cervezas, un par de vinos. Pero no era de los que necesitan alcohol para el jolgorio con los colegas. Adela es de no malgastar palabras, de hablar lo justito. Con las clientas, igual: si quieren comprar, las atiende; pero, si dudan, ella no se molesta en convencerlas. De comerciante no da la talla. Sin embargo, se portó de maravilla cuando el negocio se iba a pique. Hasta las tantas de la madrugada se quedaba con Bernardo en la tienda ordenando el género en los estantes, pintando y adornando los escaparates para que resultara más moderno. Hubo una temporada en que iba de casa en casa repartiendo folletos que les había imprimido gratis un amigo de Bernardo, para atraer clientela.
Aquellos meses no vi a Bernardo. Sabía de él por madre y por otros comerciantes del pueblo que bajaban al Balneario. El del almacén de frutas era medio primo suyo. Yo mudé en esa época las cortinas del segundo piso, que eran las más antiguas, y las toallas de lavabo. En parte por ayudar a Bernardo, en parte por obligarlo a bajar. Le dicté el pedido por teléfono. Bernardo me lo mandó con la furgoneta de Quino, el hijo de la panadera, muy bien embalado para que no se manchase la tela con el polvillo de la harina. Pude haber subido al pueblo a pagarle. O haberle telefoneado para que viniera a cobrar. Pero comprendí que no era momento para agobiarlo. Y envié a una camarera con el talón cuatro días después. Bernardo no me dio las gracias. Pero yo sé que él estimó el gesto. Entre nosotros no eran imprescindibles ciertas palabras: ni las de amor ni las de agradecimiento. Cuando la conversación se agotaba, nos bastaba con mirarnos a los ojos en silencio para averiguar lo que el otro sentía o deseaba. Ahí también le llevaba yo ventaja a Adela. Con Bernardo había conseguido una compenetración que muchos matrimonios para sí quisieran. Nada más verlo entrar en el despacho, me olía si venía de buenas o de malas, con ganas de reír o de quejarse. Incluso adivinaba si esa tarde subiríamos a la tercera planta o nos quedaríamos allí sentados, charlando hasta que él tuviera que marcharse y yo bajarme a darle la cena a madre. Era lógico. Por los veintidós años de relación y porque conmigo Bernardo no disimulaba. De jovencitos tampoco. Ni mentía ni disimulaba. Aunque entonces no me hablaba de sus cosas con tanta sinceridad como luego, de casado. ¡Catorce años casado! Catorce años de amor clandestino y de pecado que Dios tendrá que perdonarme aunque, la verdad, no me arrepiento.
No frecuento yo la iglesia. Dejé de confesarme y comulgar por las discrepancias que nos surgen en la adolescencia. Don Wenceslao, que se apuntaba a comer los sábados en el hostal, me preguntó un día por qué no asistía a la misa. Le contesté que yo honraba a Dios a mi manera. Madre no me hizo reproches, porque aborrecía al cura. Con sus sermones le amargaba la comida. A don Wenceslao lo sustituyó un verano don Marcelo, uno de la capital, que ni daba la murga en el hostal ni me conoció hasta el funeral de padre. Tuve que ir a la iglesia con madre. En pecado y con remordimientos. Pero sin propósito de la enmienda.
Ahora voy de cuando en cuando. Tempranito, que hay menos gente. A nadie le interesa si yo rezo o no rezo. Me arrodillo en la capilla de san Nicolás, que por él recibió su nombre padre, y rezo un avemaría o una salve. Lo que surja. Me encanta el olor de la cera que arde a los pies del santo. Cuando no hay muchas prendidas, enciendo una lamparilla y la ofrezco por Bernardo, por madre y por mí. Seguro que Dios me perdona, aunque no me arrepienta. Él no me dio fuerzas para olvidar a Bernardo, para despreciarlo o rechazarlo cuando vino a mí ya de casado. Dios no puede condenarme por haberlo amado tanto.
Una mañana coincidí con Adela. Entró en la iglesia y pasó a mi lado sin verme. Me pareció que daba un respingo, pero no me miró. Me escondí donde san Nicolás y la observé atentamente. Se había arrodillado en un banco de la segunda fila. Y estaba inmóvil, como una estatua. Don Marcelo salió de la sacristía y se acercó a ella. Le habló durante unos minutos. Cuando se retiró el cura, Adela hundió la cara entre los brazos. Supuse que lloraba. Me fui sin haber rezado ni un avemaría. Con pena por Adela. Madre me contó luego que la había visto en la novena de san Pascual. Don Marcelo la ha convertido, me dijo madre dos o tres tardes después. Fue a comprarse calcetines y camisetas y se la ha ganado para la parroquia. Me gustaría decirle algo a Adela, una frase de ánimo. O de condolencia. Pero me falta coraje. No lo tuve para ir al entierro ni para ir al funeral, así que ahora, en frío, menos aún.
Con Adela yo no he cruzado nunca palabra. Ni de niñas ni de mayores. No ha habido ocasión ni yo la he propiciado. Podía haber subido a la tienda hace un mes, cuando encargué sábanas nuevas. O haber llamado por teléfono. Lo estuve cavilando un par de días. Al final mandé a Vicenta, que es de confianza, y a su hija, que se ha separado del yerno y