Una familia casi normal
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Una familia casi normal - Pablo Barrena García
Una familia casi normal
Copyright © 1988, 2021 Pablo Barrena García and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726927092
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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1.
Por lo que yo recuerdo, vengo comiendo lentejas todos los días, y sólo lentejas, para comer y cenar. Y me he acostumbrado a acompañarlas con dos pistolas diarias, porque ensopo y pringo el pan en ellas.
Recuerdo que mi hermano, cuando se fue para Alemania, se despidió así en el andén: «Bueno, adiós para siempre a las lentejas espero!» Lo dijo de un grito y se le saltaron las lágrimas. No sé si porque se iba o por lo de las lentejas. El caso es que a los pocos meses volvió y más fastidiado que antes. Nuestro tío, el de allí, había escrito diciendo que podía encontrarle trabajo y eso animó a Juan, que marchó lleno de ilusión; y se dio la vuelta sin haberlo conseguido. Aquello le hundió completamente. Ahora mi hermano es un camello. En fin.
Yo estoy estudiando séptimo. Tengo un profe de mates que se tuvo que venir de Argentina. «Muy lindo, vos», me dice. Soy bueno con los números, uno de los primeros de la clase. Mi padre, que en realidad pasa de mí y es un egoísta alcohólico aunque a él ni se le ocurre pensarlo siquiera, va por ahí luciendo eso de tener un hijo despabilado. Mi madre... ha tenido poca suerte al casarse. Ella no tiene la culpa de poner lentejas sin descanso. El no le da dinero suficiente. Durante años, fue tirando como pudo. Luego, un buen día, se hartó tanto de tener cuenta en las tiendas, que un lunes puso lentejas, siguió el martes, y el miércoles, y no ha parado. «Encontró una oferta, un montón de quilos. Por eso le cogió el gusto al chute de las lentejas», así me lo contó Juan, como si se tratase de un chiste. «Qué le vamos a hacer», me resigné.
Mi padre trabaja en la gasolinera vieja. vivimos encima, en un pisito de juguete. Abres y de frente está la cocina, ahumada por el fuego de carbón y leña, y la puerta del retrete, y a la izquierda, separadas por el pasillín, dos habitaciones. Total, cincuenta metros.
El casi nunca para en casa y menos come con nosotros. «No penséis, me encantan las lentejas», nos dice a Juan y a mí, mientras se frota el barrigón con sus manos gordas. Es el encargado del negocio y no entiendo por qué no da más dinero a mamá, con lo que debe ganar; o sí lo entiendo.
Tengo un amigo estupendo y tres o cuatro amigos más. Formamos una buena pandilla, creo yo. Al menos no nos liamos con la litrona ni con los canutos, que no es raro ver por el
barrio a chicos de doce y trece dándole a cualquiera de las dos cosas y a otras peores.
La otra tarde llegó la pasma, muy discreta, pero se les conoce. Iban dispuestos a dar una batida a la salida de los colegios. La gente pasa de estas redadas. Para lo que sirven, comentan. Juan no vende costo a los chavales, pero casualmente andaba por medio. Y, como siempre, tan despistado. Tuve que correr como un loco por entre el barullo atropellando a madres y niños, tenía un tío a dos pasos con intención de atraparle. Cuando le alcancé hice que tropezaba y rodamos al tiempo que le mascullé: «Rápido, mete el chocolate en la cartera.»- El poli nos echó mano algo mosca.
Yo salí de piro antes de que reaccionase. Después, escondido tras la esquina de la papelería, vi a Juan contra la pared del solar de la Panadera, junto con otros. Le soltaron al rato.
Me invitó a tomar una cerveza con calamares.
«Mira, canijo, si me entalegan, para lo que vendo, mierda de este rollo.» Dijo sonriéndose sin dejar de apretar los dientes. Luego, camino de casa, le devolví su preciosa cajita de metal.
Y es verdad. No busca hacer pasta, sólo desea ayudar un poco a mamá y tener algo de dinero para sus gastos. Además, piensa encontrar trabajo pronto. Pero lo tiene difícil. Por aquí no curra casi nadie a su edad y estudios, a no ser que se proporcione una moto o un coche para ir de transportista o de vendedor de lo que sea, o tenga un pariente o alguien que le meta en algún taller o almacén o así. Pero él, en la gasolinera, ni pensarlo. Y no comprendo por qué mi padre no trata de ayudarle. Juan, por su parte, dice que ni pensarlo. Y por el modo de decirlo es que ni insistir en hablar de ello. Pues eso.
2.
Si le he puesto ese título a esta especie de diario, que pienso dejar a Blanca a ver qué opina, es porque no tenemos trifulcas en casa, normalmente, no pasamos miseria-miseria y yo continúo en el cole, que