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Transición: La saga de las mujeres malheridas 1
Transición: La saga de las mujeres malheridas 1
Transición: La saga de las mujeres malheridas 1
Libro electrónico192 páginas3 horas

Transición: La saga de las mujeres malheridas 1

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El amor y el desamor en el tiempo más agitado y más importante de la España moderna.

Una mujer joven, hija de ministro franquista y mujer de ministro en la transición. Recorre las calles pensando en su pasado, en que su marido todavía no la había dejado por otra.

Ha quedado en un bar con su mejor amiga Regina, alcohólica, por cuya salud está muy preocupada, siente mucha nostalgia por el mar del Cantábrico con sus olas tan grandes y también por San Sebastián. Las mujeres que protagonizan la novela son mujeres ricas, sin problemas económicos que, sin embargo, viven la transición desde la dictadura con esperanza en los cambios que se producen en el país y en las costumbres, aunque a ellas les ha pillado esa ola que rompe las parejas. Esta mujer, Genoveva, tiene dos hijas adolescentes en vera a casarse que viven con ella y encontrará a otro hombre con el que volverá, pero su primer marido, el que se enamoró de otra y se fue, estará en su mente para siempre. La novela se desarrolla en Madrid, Dublín y San Sebastián.

Raimond Carr dijo en un congreso de historiadores en Barcelona que él mismo había entendido la transición gracias a esta novela y habló largamente de ella.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 may 2021
ISBN9788418608476
Transición: La saga de las mujeres malheridas 1
Autor

Tina Díaz

Tina Díaz nació en Logroño, donde pasó su niñez. Hizo la carrera de piano y luego fue a París, donde estudió en la Sorbona. En San Sebastián también estudió decoración, que no terminó; se casó con Enrique Múgica Herzog, importante dirigente socialista que después fue ministro de Justicia y defensor del pueblo, pero ella siempre se ha sentido al margen del trabajo de su marido, con el que vivió hasta este año 2020, en el que Enrique Múgica murió. Tiene tres hijos, David, Daniel y Débora. El matrimonio primero vivió en San Sebastián y después en Madrid. Tina trabajó en decoración, diseño y moda, materias que le siguen interesando. Y hacia los cuarenta años escribió Transición —le gusta profundamente el castellano—. Desde la infancia es una lectora compulsiva, habla francés, italiano —que aprendió de niña muy mal— y habla inglés regular. Toda su vida diariamente ha leído muchos periódicos y revistas. No le gusta la vida oficial y dado el trabajo de su marido la ha evitado todo lo que ha podido. En sus novelas, a través de personajes y visiones no convencionales, quiere reflejar las cosas que en España han ocurrido; en sus novelas quisiera haber conectado con la picaresca. Le gusta Madrid, le gusta España y los españoles. En la gente de letras en España echa en falta la crítica al poder, que ella cree siempre necesaria.

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    Transición - Tina Díaz

    TRANSICIÓN

    La saga de las mujeres heridas 1

    Tina Díaz

    TRANSICIÓN

    La saga de las mujeres heridas 1

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608964

    ISBN eBook: 9788418608476

    © del texto:

    Tina Díaz

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    El mar por detrás de la cuesta, el asfalto irisa los colores, el calor del asfalto asfixia los muslos, el calor espeso agobia mi cerebro en la similitud del paisaje o, al menos, así me lo parece, aun estando aquí, estoy allí donde el mar de Gros me esperaba. Si no vengo es porque me esfuerzo en no venir, y Regina se queja de que no venga a verla. Hoy ya se ha ido el primer frescor de la mañana y en nada de tiempo se ha volcado ese calor que marea, que casi me hace caer a los pies de un autobús que he sorteado por poco.

    No he visto a Regina hasta tropezar con ella en la puerta del bar donde pasa las mañanas. Lleva una sandalia rota, balbucea un «hola» borracho y su mirada se conmueve al verme, cuando vengo, su mirada siempre se conmueve al verme.

    Para ver a Regina no es necesario subir a su casa. Regina baja a ese bar durante toda la mañana, baja de su casa al bar para beber ginebra y del bar vuelve a subir. Procuro ir temprano porque al final de la mañana Regina está medio inconsciente entre los hombres que almuerzan a esa hora. Hoy, sus ojos oscurísimos se alegran tanto al verme. Otras veces es ella quien llama a Pablo y Pablo le manda un coche. Esas veces viene brevemente, sigue las conversaciones sin intervenir hasta que dice: «Voy a irme», y Pablo la manda de vuelta. Me cuenta Regina su noche de ayer, salió a las terrazas, pero pudo volver a casa.

    «Estoy muy enferma», y me habla de Adrián, del que fue mi marido, me habla de la mujer que se lo llevó. Los ha visto en el periódico de este último día de julio. Salta en mí el recuerdo del día que supe que iba a dejarme.

    —Deja que te cuente —le digo—. Creo que esto no te lo he contado nunca. Estábamos invitados. Llevaba yo un vestido de seda blanco todo arrugado del sudor del viaje, el aire del coche no funcionaba, llegamos y justo entonces supe que me iba a dejar, llegamos y me dijo: «Cámbiate» en un tono que yo supe que ya se había acostado con ella, que eso lo había transformado. Había un fulgor en su mirada, estaba iluminado.

    —El fulgor —dice Regina—. Tú con Pablo no has tenido nunca el fulgor.

    —¿En qué periódico lo has visto?

    —Una foto pequeña —dice Regina—, no me he fijado muy bien, en alguna fiesta de esas que pagan las marcas. Estoy mal, mal, muy enferma, voy a ingresarme.

    —¿En qué periódico lo has visto?, ¿en qué periódico? —inquiero.

    —No lo sé —dice Regina—. Había aquí un tipo con un periódico, no me he fijado, era una noticia pequeña, una foto pequeña, nadie les hace caso, hace años que están pasados de moda.

    Insiste Regina en su malestar, me asusta su insistencia.

    Por la salida de Claudio Coello a María de Molina parece que andando se vaya a encontrar el mar, andando un poco, sin embargo, se encuentran más coches en el último tórrido día de julio, al rato, la sensación de ir a encontrar el mar me extingue.

    Las quejas de Regina suenan a muerte, no están las quejas entre sus hábitos.

    «Tal vez si no dejo de beber me muera».

    Camina a mi lado pesadamente; luego, en el coche, saliendo otra vez a María de Molina, tal vez aparezca el mar, y es que me parece que a través de los volúmenes deformados por las irisaciones aparecerá el mar.

    Atravesamos el tráfico, se hace largo el camino hasta casa. Regina, que lleva la cabeza inclinada hacia atrás, apoyada en el respaldo, parece una muerta. Fue tan bella Regina, fue una mujer tan guapa antes de deshacerse en el alcohol, la radio anuncia el estado del tráfico, Madrid agitado por el rumor de las gentes que lo abandonan, por la vocera sorda de los que se van de vacaciones.

    «Ayudadme, ayudadme», dice Regina.

    En el jardín de casa quiere que la deje sola y sus ojos acongojados, llenos de lágrimas, están doloridos.

    Deberíamos haberlos matado, ahora ya es tarde, pero entonces deberíamos haberlos matado.

    Trae el criado bebidas frescas y hay una paz falsa en el jardín, recoge el mozo las cosas de Pablo.

    «Acaba de irse el señor, se ha ido un momento».

    En el jardín, el frescor relativo de los árboles y solo el ruido de algún coche lejano. En este jardín viví con Adrián tantos años, hace tantos años, y él siempre estará aquí. Pablo viene para llevarla al hospital, cariñosamente la besa, la coge por el cuello cariñosamente.

    —No vengas tú —me dice Regina—. Tú no vengas.

    Dice Pablo que luego habrá que cuidarla, que buscarle el trabajo, dice Pablo.

    —Si sale.

    Aquel año en Dublín, con mis hijas, empezaba a beber mucho, fue allí, en Dublín, donde mis hijas me alertaron asustadas por todo lo que Regina bebía ya.

    A Dublín me había animado mi marido a que fuese con las niñas. Lo había llamado para que viniera a vernos, aferrada a lo imposible, y me había dicho él al teléfono: «Toma las pastillas, no olvides tomar las pastillas». Así que en aquel verano en Dublín las niñas iban a sus clases, a montar, al tenis. No había gran cosa que hacer en Dublín tampoco, intentaban evadirse las niñas de la situación en que su padre y yo estábamos y mostraban su preocupación por todo lo que Regina empezaba a beber. El embajador invitaba a las cenas de la Embajada, eran relajadas, sin los temas políticos tan candentes, pero en las cenas en la Embajada sentía yo la incomodidad de las gentes respecto a mi situación personal, la situación de Regina era menos pública, nadie terminaba de creerse que José fuese a dejarla por aquella mujer fea y desapacible, así que las dos sabíamos la ambigüedad de las invitaciones, por no equivocarse el embajador en un asunto tan importante, puesto que Adrián todavía tenía poder. Y al embajador su calidad de embajador experimentado le obligaba a andar con tiento en un asunto que todavía para la mayor parte de la gente no estaba claro, un asunto delicado cuyo desenlace todavía no se podía ni adivinar. Dependiente del poder, el embajador nos invitaba. En las cenas algunas mujeres me mostraban su frialdad discretamente, de forma que a Carola nadie pudiera contarle que eran amigas mías, comportándose escuetamente como conocidas. Aquel verano llegaban a Dublín gentes del poder, de los aledaños del poder, gentes con las que mi familia tenía pocas conexiones por ser estas gentes recién llegadas al poder, en las cenas el embajador, con la sabiduría de tantas situaciones ambiguas, delicadas, presenciadas en su carrera, evitaba tensiones y me atendía con el tacto de quien sabe manejar la ambigüedad de las cosas sin desenlace inmediato, no preguntaba si Adrián iba a venir, decía solo, dejaba caer: «Tu marido podría dejar el Ministerio por unos días y escaparse para ver al menos las exhibiciones de la semana de los caballos o el día de los sombreros, que es un espectáculo inolvidable». Los días en que el embajador nos invitaba, Regina bebía menos, aunque inútilmente, puesto que en esas cenas concurridas siempre había alguien pasado de copas, de forma que nadie reparaba especialmente en ella porque las personas de cada cena solían ser distintas, ya que aquel verano, por alguna razón, venía muchísima gente a Dublín, decía el embajador que era un embajador de la vieja escuela, conocido de mi padre. «¿Y tus padres no vienen? Claro, a tu madre le aburre muchísimo Dublín».

    Las niñas asistían a sus clases de equitación, a sus cursos de inglés, frecuentaban los teatros al aire libre, raramente preguntaban si su padre había llamado o si vendría. Me hablaban mis hijas de vestidos, de chicos, de versos que en sus cursos aprendían de memoria y se preocupaban por todo lo que Regina estaba bebiendo. En los pubs donde íbamos a oír música celtic, a cenar entre música celtic, apartaban las manos de Regina de la cerveza y le decían cariñosamente: «Tienes que cuidarte, te vas a poner fea», explicándole cariñosamente sus lecturas de las revistas, donde estaba perfectamente explicado el funesto efecto del alcohol sobre la belleza de las mujeres. Consumíamos muchas revistas, comentábamos decorados, vestidos, maquillajes y raramente preguntaban mis hijas si su padre había llamado o iba a venir. Había sido un verano sin coqueteos. Solo podía pensar en Adrián obsesivamente, creyendo todavía en algún milagro que fuese a devolvérmelo. Atravesaba el puente andando todas las mañanas para llegar pronto a la tienda de periódicos, donde había conseguido que trajesen para mí las publicaciones que allí no llegaban. Volvía deprisa en taxi, incluso rezando supersticiosamente sin abrir los periódicos ni los semanarios hasta llegar a la casa, donde a esa misma hora la mujer de la limpieza llegaba también, muchos días coincidíamos en la puerta en una conversación breve y amable, compuesta de referencias a las niñas o al tiempo.

    Venía incluida en el alquiler de la casa que nos había buscado la Embajada, era muy simpática, me servía el desayuno junto al ventanal, que en los días soleados manteníamos abierto, y yo, acomodada en el sillón de chintz marrón, estampado con rosas grandes amarillas y rosas, comenzaba a hojear la prensa dispuesta a recibir las noticias más horribles, como si en aquel rincón, en el rito diario, lo horrible, si es que aparecía en letra impresa, fuese menos horrible, aunque la angustia más aguda la sintiese allí precisamente todas las mañanas.

    Las niñas a esa hora no estaban y Regina se despertaba tarde, empezaba entonces a pasar las noches fuera con gentes recién conocidas o llegaba a media mañana y se acostaba hasta la hora de cenar, tan temprana allí esa hora de la cena. Entretenía yo la mañana en llamadas a mi madre, que me aconsejaba paciencia.

    «Tú mantente en tu sitio», me decía, aunque mi sitio se me aparecía como un reducto cada vez más estrecho, más incómodo, mi madre, siendo papá ministro con Franco, había pasado por una situación parecida, pero al final papá había dejado a aquella mujer fundamentalmente porque mamá se había mantenido en su sitio; yo recordaba las presiones que la Iglesia había ejercido y la desesperación de mi padre cuando aquella mujer lo dejó. Mis padres después habían vuelto a ser un matrimonio corriente, cariñoso, muy bien avenido, aunque recordaba yo aquel tiempo de la pasión furiosa de mi padre por aquella mujer.

    En Madrid me la encontraba en los cócteles alguna vez. No sentía por ella ninguna animadversión, evitaba solamente hablar con ella más allá de un saludo. Una vez, hacía poco tiempo, me había dicho: «¡Cuánto te quería tu padre!, tú eras lo que más quería en el mundo». Y un relente de amantazgo, de conversaciones íntimas sobre la familia, me había invadido como un algo desagradable, pero esa había sido la única vez, poco después de la muerte de mi padre; había sido tan solo una forma de darme el pésame, aunque a mí me hubiera producido el sentimiento de desagrado, solía evitar hablar con ella más allá del saludo, pero no sentía por ella ninguna animadversión y, si la saludaba cortamente, era más bien por una especie de respeto social hacia mamá.

    Dolía pensar que mis hijas pudieran mirarla, saludarla a ella, pudieran el día de mañana hablarle a Carola como yo hablaba a aquella mujer de los cócteles que había estado a punto de destrozar el matrimonio de mis padres.

    Mamá me decía al teléfono que me mantuviera en mi sitio, que todo se pasaba, sentía yo que mamá se equivocaba, que no alcanzaba a ver la importancia de lo que estaba ocurriendo, llamaba yo a mis amigas, que veraneaban en sitios distintos, llamadas espaciadas, o ellas me llamaban a mí. En otras circunstancias me hubiera aburrido la vida que aquel verano llevaba en Dublín, pero la obsesión por Adrián, que me acompañaba sin dejarme nunca, volvía los días cortos y hacía imposible sentir el aburrimiento de una vida así.

    Algunas tardes con Regina buscábamos por los anticuarios morillos elementos de chimenea, quería cambiar todo a la vuelta, quería redecorar la casa, pero en esas compras y en todo lo que hacía pensaba yo solo en él.

    Le llamaba y raramente se ponía. La voz del hombre del gabinete en el Ministerio se ponía incómoda, agria dentro de la educación obligada, Adrián raramente se ponía al teléfono; cuando lo hacía, no podía yo evitar terminar preguntándole si es que la veía, si era que seguía con ella.

    Todo lo que yo dijese era una injuria, todos los de que ella dijese algo eran unos miserables. Su voz al pronunciar la palabra «injuria» adquiría tonos de defensa iracunda, de la ira irrefrenable de su amor por ella, lo llamaba yo, pero Adrián no solía ponerse al teléfono jamás.

    Ha ido Pablo al hospital, me ha llamado a la casa Regina, donde yo he ido a poner orden, a recoger la ropa, a dejar todo a punto para cuando vuelva. Hay que cambiarla a una clínica, dice Pablo, esperar unos días y cambiarla.

    Volviendo como una masoquista irredenta a Claudio Coello, en el calor, veo que si ando lo suficiente llegaré al mar de cerca de la villa de Ategorrieta, de después de Dublín y de antes de aquel año en que Adrián empezaba a hablar obsesivamente de la inminencia de un golpe militar.

    Entro en el bar donde Regina suele bajar a beber. El frescor del aire acondicionado choca con mi cuerpo, reaviva el cansancio que el calor había aletargado, reaviva mi mente el frescor violento, reaviva el recuerdo de las emociones fuertes de la soledad, el recuerdo. A donde ha llegado Regina, bebe las copas la gente, siento yo mi ausencia de pasión por el alcohol o por cualquier cosa capaz de trastocar la memoria que barriese, que borrase todo lo que perturba en los tiempos del antes y del ahora. Sentada sola en una mesa del fondo, de espaldas a la puerta, reclusa de esa memoria que no quiere ser perturbada para recordar el día que fuimos a Galgary, el terrible día de Galgary.

    Estaban las niñas tan charlatanas, sus jeans y camisetas, con unos carísimos bolsos acordes con sus carísimos zapatos, relucientes sus melenas castañas, orgullosa de su belleza aquella mañana que fuimos a Galgary, extrañada, inquieta por la charla imparable, algo inhabitual flotaba en sus conversaciones, chistes inoportunos, algo en su no parar de hablar, un exceso de risas en la mañana en que el embajador había llamado ofreciendo la limusina para la excursión a Galgary, puesto que él no iba a necesitarla.

    El chófer mundano respondía a las niñas anécdotas discretas ocurridas en los viajes en que acompañaba a visitantes, Regina, sentada delante, lo interrumpía con otros recuerdos de su juventud, del internado cerca de Galgary, pero gravitaba algo malo en la cháchara mantenida por las niñas, algo muy desagradable que me hacía inquietarme por ellas; de pronto, me parecían dos jóvenes brujas

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