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Relatos auténticos de vidas descarriadas
Relatos auténticos de vidas descarriadas
Relatos auténticos de vidas descarriadas
Libro electrónico121 páginas1 hora

Relatos auténticos de vidas descarriadas

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Información de este libro electrónico

La realidad no es más que un recuerdo y los recuerdos, el sillar maltrecho de un edificio en ruinas. Con esas ruinas, el autor da vida a sus personajes, se recrea en la reconstrucción de sus propios pasados y edifica el mundo extraordinario de lo que pudo ser, pero la memoria dejó a un lado.

Relatos auténticos de vidas descarriadas es una recopilación de historias cuyos protagonistas nos trasladan a la ficción de sus pasados y a la realidad de sus anhelos, en un mundo en el que la fantasía y la certeza son las claves para transitar por el camino de la supervivencia.
IdiomaEspañol
Editorialenxebre books
Fecha de lanzamiento17 jun 2014
ISBN9788415782599
Relatos auténticos de vidas descarriadas

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    Relatos auténticos de vidas descarriadas - Carmelo Basabe

    Relatos auténticos

    de vidas descarriadas

    Carmelo Basabe

    Título: Relatos auténticos de vidas descarriadas

    Diseño de la portada: Loren

    Primera edición: Abril, 2014

    © 2014, Carmelo Basabe

    © 2014, Loren

    Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo:

    © 2014, Enxebrebooks, S.L

    Campo do Forno, 7 – 15703, Santiago de Compostela, A Coruña

    www.descubrebooks.com

    ISBN: 978-84-15782-59-9

    Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual.

    Índice

    El número equivocado

    El vendedor

    El tesoro de Davy Jones

    La extraña realidad

    Un chico de ciudad

    El crimen de Nelson

    Perdidos en el mapa

    Dicho de otro modo

    El caso olvidado de Rico Moro

    Objetos que vuelan

    El verdadero hogar

    FutureZombi & Co.

    Los sin nombre

    En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en qué sentarse o qué comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.

    J.R.R.Tolkien-El Hobbit

    A mis abuelas, Carmen Fernández y Concepción Basabe

    —El número equivocado—

    Rodolfo mira por la ventana. No hay quien aguante el calor. Con lo bien que estaría ahora en la tasca de Alejo o en el paseo marítimo; en cualquier sitio menos trabajando. Suena el teléfono, pero da igual quién sea. «Se ha equivocado», responde. No está para llamaditas, no termina con los papeles y se le nubla la vista solo de verlos amontonados sobre su mesa. El reloj no avanza, se le han parado las agujas. Es un día de sol y moscas, de los de sentarse a la sombra en el bar de Alejo viendo pasar a la gente, con una cerveza fría en la mano. En cuanto dé la hora se irá para allá y se encontrará con Lolita. De nuevo el teléfono y de nuevo lo cuelga con la misma cantinela.

    Sigue pensando. Lolita es la mujer más guapa del barrio, de la ciudad, se diría. Una mujer imponente, de buen ver, dulce, de mirada vigorosa y valiente como la de una pantera. También él es un depredador en celo y lo dejó muy claro, aunque de forma sutil; sin decirle prácticamente una palabra, le hizo saber por quién latía su corazón desbocado. En un instante mágico surgió el amor, como entre dos animales salvajes que se cruzan en el camino; él dominaba el terreno y ella escrutaba al acecho con sus pupilas de gata, penetrándose ambos con la vista hasta lo más profundo de sus almas, en un delirio de pasión.

    Se ha cansado de esta vida: de casa al trabajo y del trabajo a casa; está harto de las timbas de póquer y del fútbol de los domingos; se acabó el ruinoso devenir por el sinfín de tascas del barrio. Pero suena el teléfono, lo coge y responde con desgana la consabida frase disuasoria de siempre: «se ha equivocado». Después cuelga meciendo el auricular lentamente, absorto en sus proyectos, ensimismado en sus ideas. Ha pasado mucho tiempo enterrado entre papeles estúpidos, soportando al jefe, a un insufrible pelota, a un contable que se cree que el dinero de todos es solo suyo y a un montón de sabiondas de lengua viperina. Lo organizará todo para largarse muy lejos, con Lolita, ella y él. En cuanto cobre este mes comprará los billetes, eso es, pedirá vacaciones y volarán a Cuba. Otra vez el maldito teléfono; pero él responde mecánicamente y lo cuelga sin desviarse de lo que le ronda la cabeza. Mejor a París, no hay otro sitio más apropiado para ir con Lola. Quedará encantada. París es París, no hay otra ciudad comparable para una pareja de enamorados, con sus teatros, paseos, los magníficos monumentos y el glamour de sus calles. Ya se ve con ella de la mano, relamiendo cada segundo como si fuera el último de sus vidas. Otra vez suena el teléfono y de nuevo lo cuelga diciendo que se han equivocado. Le comprará un vestido de flores al que ya le echó el ojo y unos zapatos de tacón de aguja. El billete será el mejor y buscará un hotel a la orilla del Sena. Quedará impresionada y, si sale de esta, le pedirá matrimonio. Quién se lo iba a decir a él, ahorrando para una sortija en vez de gastarlo en correrías, cambiar las comilonas de amigos por los paseos a la luz de la luna… Rodolfo, el solterón, casado. Pero con Lolita, ¡ay!, eso será otra cosa. Qué fastidio, otra vez el teléfono. Sigue pensando que tendrán un hijo, o dos, o los que ella decida, y cada año por el aniversario volverán a su hotelito del Sena. Rechina el teléfono, pero ya es la hora y sin siquiera descolgar, se levanta y se marcha adonde Alejo.

    —Rodolfo, tú por aquí. Buenas tardes —saluda Alejo.

    —Aquí estoy. Buenas tardes —le dice Rodolfo al camarero, mirando hacia los lados, buscando a su amante—, ponme una caña helada, que se me ha hecho eterno el día metido entre cuatro paredes.

    En la taberna están los de siempre, los de todas las tardes a esa misma hora, pero ni rastro de Lola, ¿dónde se habrá metido? Al rato regresa Alejo tan feliz, a paso ligero, sorteando las mesas con la bandeja llena de vasos.

    —Aquí tienes, Rodolfo Valentino —le espeta con la sonrisa cambiada, esquivándola bajo su bigote de tasquero resabio.

    —¿A qué viene ese chiste? —pregunta Rodolfo haciéndose el distraído.

    —Te estuvo llamando una chica; muy guapa, por cierto.

    —¿¡Lola!? —exclama exaltado.

    —Sí, Lola. Vino a media tarde y preguntó por ti. No sé si hice bien, le di el teléfono de tu oficina. No hacía más que llamar y llamar. Al parecer el número estaba equivocado. Me contó luego que se marchaba no sé a dónde, muy lejos, y que no regresaría jamás. Me dijo que estaba harta, que no le interesaba nada e iba a comenzar todo de nuevo. Además —musitó Alejo—, estaba llorando.

    —¿Llorando? —se sorprendió Rodolfo.

    —Llorando, porque reconoció tu voz. Y le decías: «Se ha equivocado».

    Rodolfo echó un trago y, hozando la espuma en los labios, contestó al tabernero:

    —Tráeme otra cerveza, Alejo, que hoy mal se me tiene que dar para no conquistar a una chica. Por ejemplo, a esa que está entrando por la puerta. Total, ¿qué tiene Lola que no tengan otras? ¡Como si no hubiera más mujeres en la Tierra!

    —El vendedor—

    Tomás es el mejor vendedor de Fincas El Porvenir. Paula, su mujer, lo sabe. Todos los días le prepara pan tostado, café y zumo de naranja para desayunar. La familia al completo se congrega puntual en la mesa, aunque cada uno se espabila al ritmo de sus quehaceres. Su mujer se desenvuelve feliz en la cocina, todavía en bata y sin peinar, va de aquí para allá con el café humeante y los bocadillos recién hechos para sus hijos. Rosa irá pronto a la universidad y Eduardo comenzará el bachillerato el próximo curso. Está orgullosa de ellos, se le nota, y lo está sobre todo de su marido, a quien estos días encuentra esquivo y preocupado. Casi no tienen tiempo de estar solos durante el día y esta mañana desea retenerlo un rato antes de que se vaya a trabajar.

    Últimamente lo observa fatigado, le dice, y desearía contagiarle su ilusión. Está segura de que las cosas podrían haber sido de otra manera si no hubiese tenido la determinación de ahorrar. Además, este invierno terminaron de pagar la hipoteca del piso y eso la anima; se siente aliviada porque, a pesar de que él podría quedarse en el paro, al menos cuentan con los ahorros con los que podrán salir del apuro si llega el momento. Se acerca para abrazarlo, aunque él tiene prisa y mira el reloj para eludir la cariñosa obstinación de sus afectuosos gestos. Ella insiste, sabe que volverá tarde; le arregla el nudo de la corbata, el cuello de la camisa, le pregunta si ha dormido bien. No sabe cómo transmitirle su satisfacción con lo que la rodea, con los niños y con su matrimonio. Eso es lo que más le importa. Son tiempos difíciles, no se cansa de repetirle, pero saldrán adelante gracias a tantos sacrificios y precauciones. Tomás afirma con la cabeza y la mira con sus ojos grises, sin hablar; aguarda un segundo antes de abrir la puerta y deja que por fin le dé un beso.

    —Que tengas un buen día —le dice ella mientras él desaparece por la escalera—, y no le des tantas vueltas, vamos a salir adelante, ya lo verás.

    Paula está segura de que son una familia afortunada. Después de todo, a pesar de las dificultades y de la crisis, a ellos no les va tan mal. No hace más que repetírselo, pero Tomás lleva tiempo sin vender nada. Parece que la crisis se ha cebado con él más que con ningún otro vendedor.

    Aparca su coche y contempla horrorizado un paisaje de edificios sin terminar, estructuras esqueléticas de hormigón. Puede recordar sin esfuerzo los verdes prados iluminados por el sol, el mismo sol que ahora aplasta el aire contra un terreno árido y abrupto; recuerda la luz del atardecer, las sombras que antes se alargaban entre los zarzales del camino. Todo ha cambiado. Absorto, mira al horizonte. El sol se apaga y el claroscuro que avanza va dibujando una línea caótica de edificios huecos. Era un barrio en proyecto, uno de tantos; lo llamaban «las afueras», como si llamarlo así le concediese a aquel grotesco

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