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Hoja en Blanco, Cuentos y Relatos (de este mundo y de otros)
Hoja en Blanco, Cuentos y Relatos (de este mundo y de otros)
Hoja en Blanco, Cuentos y Relatos (de este mundo y de otros)
Libro electrónico399 páginas5 horas

Hoja en Blanco, Cuentos y Relatos (de este mundo y de otros)

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"Hoja en Blanco" es un sitio para escritores y lectores que gira en torno a un taller literario. Fue creado por la escritora Sonia Pericich a raíz de sus propias experiencias, y se traduce, en su mayoría, en autocrítica y búsqueda de crecimiento dentro del ambiente literario. Sus bases son el respeto por la literatura, el escritor y el lector, la objetividad para la confección de obras y la crítica, y el compromiso con nosotros mismos y el arte que elegimos. Bajo esta premisa, ha organizado varios concursos, convocatorias y antologías temáticas con el propósito de estimular la creación literaria y promocionar el trabajo de escritores independientes.
Con esta, su primera antología de relatos y cuentos de temática libre, busca mostrar la obra de los autores sin limitaciones y propone conocerlos un poco más a través de breves biografías incluidas al final.
"Hoja en Blanco, Cuentos y Relatos (de este mundo y de otros)", nos muestra una gran variedad de estilos en sus páginas, celebrando y respetando la diversidad de gustos, tanto de los escritores como de los lectores.

AUTORES
Amaya Michelena
Juan Ángel Espinosa Netro
Oscar Lizana
Eduardo Omar Honey Escandón
Gustavo Joglar
J. Azeem Amezcua
Charo Pérez
Eduardo Rocha
Rodrigo David Hernández Alcérreca
Alejandra Lucena López Rivas
Sergio Amaya Santamaría
Ariel Armando Sosa Mansilla
Katherine Andrade
Dolores Terrasa Llobera
Cristian Ortus
Richard José Sosa Villegas
Iván Medina Castro
Sonia Pericich
Kathia Andrade
Eduar Pájaro Peña
Jairo Alfonso Ramos Jiménez
Pablo Rojas
Jimmy Alejandro Castro Zambrano
Erik Mendez
Rusvelt Julián Nivia Castellanos
Francisco Javier Toscano
Mireya Sáenz Muñoz
Leticia Herrera

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2021
ISBN9781005222840
Hoja en Blanco, Cuentos y Relatos (de este mundo y de otros)
Autor

Sonia Pericich

Sonia Pericich nació el 20 de mayo de 1981 en la localidad de El Socorro, provincia de Buenos Aires (Argentina).Comenzó escribiendo poemas en su adolescencia, quizás como muchos, pero pronto supo que necesitaba más.Sin aferrarse a un género en particular, debido a su afán de desafiarse, sus historias giran en torno a los eternos conflictos entre la naturaleza humana y las leyes impuestas por la sociedad —creencias, tradiciones y costumbres—, evidenciando su espíritu analítico y crítico, carente de fanatismos.Tanto en escenarios realistas como fantásticos, las acciones de sus personajes intentan provocar en el lector ese mismo espíritu.Fundadora de "Hoja en blanco", trabaja como editora amateur para el crecimiento de la literatura independiente.Dicen que su apellido acarrea el gen de la locura y la terquedad, pero ella prefiere llamarlo "Libertad".Obras publicadas:"8 Santos" - Misterio y Detectives"El noveno informe" - Misterio y Detectives"Viajeros del viento" - Cuento fantástico"Rebelde" - Coming of age"Universal" - Ciencia Ficción Ligera"Cuarto para medianoche - Escritores independientes" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Media Naranja Medio Limón" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Hoja en blanco, cuentos y relatos (de este mundo y de otros)" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)

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    Hoja en Blanco, Cuentos y Relatos (de este mundo y de otros) - Sonia Pericich

    TituloInterno807x1200Legales807x1200Titulominimo807x1200

    EL RETORNO

    Amaya Michelena

    Cansada de dejarse los ojos en la pantalla del ordenador, se levanta un momento de la silla para hacer rotaciones con el cuello, estirar las piernas y detenerse un instante frente a la ventana. A sus pies, el puerto de Barcelona. Todo luz. Yates y veleros se mecen con la brisa primaveral, el cielo azul infinito, brillante, le llevan a soñar con otra clase de vida, más relajada tal vez, lejos de todo. Tras ella, su despacho. Amplio, enmoquetado, presidido por una estilizada escultura metálica que representa quién sabe qué, muy hermosa. Las paredes paneladas de madera clara, un sofá pesado, sobrio, frente a una mesa de cristal, liviana, casi invisible. El escritorio pulcro y ordenado. El móvil, que ha dejado boca abajo junto al teclado, empieza a vibrar, sacándola de sus ensoñaciones. Vuelve la cabeza, seria, hierática, demasiado tiesa. Alarga el brazo y toma el aparato, que acerca a la oreja sin mirar quién llama. Una voz masculina, escueta.

    —La vieja ha muerto.

    «Al fin», piensa. Respira hondo. Siente un remolino de emociones inciertas en el estómago y carraspea antes de contestar.

    —Bien, ya sabes lo que tienes que hacer. Infórmame de todos tus movimientos. Gracias.

    Apaga el móvil y vuelve a la ventana, una pared de cristal que conecta su despacho con el resto del mundo. Y entonces deja por unos minutos de ver las gaviotas mediterráneas, con sus graznidos sobrevolando el mar, porque lo que ve en su mente son pájaros idénticos, pero cantábricos, que hacen sus piruetas aéreas sobre la ría, con su agua tenebrosa, amarronada, bajo un manto de nubes tupidas que traen consigo esa amenaza permanente de tormenta, la humedad, el frío gris. Aquel pequeño trocito de cielo que el tragaluz de su buhardilla permitía atisbar, apenas setenta centímetros que le servían, cada mañana al despertar, para saber si debía o no llevarse el paraguas. Sonríe sin darse cuenta al recordar aquello y sus ojos se iluminan. El cuchitril de techos inclinados con vigas que amenazaban con rasparte el cráneo si te aventurabas en la zona más baja, con su patético suelo de sintasol que imitaba el roble, sus viejos muebles baratos de escay granate, el aparato reproductor de cassettes sobre el mueble de la esquina, detrás de la puerta, donde sonaban las tristes canciones de Leonard Cohen. Y ella bailaba, reía, feliz. De modo que la vieja ha muerto... se pregunta cuánto tiempo ha estado esperando este momento, cuántos años. Más de treinta, eso seguro.

    Un par de leves golpes en la puerta la devuelven al momento presente. Se sobresalta, porque el viaje en el tiempo ha sido demasiado intenso, casi real. La secretaria abre la puerta con timidez, siempre teme interrumpir en un mal momento, pero Candela la anima a entrar con un gesto levísimo que solo ellas comprenden. Aunque trata de resultar tan profesional y eficaz como siempre, la jornada ya está perdida. Después de recibir esa noticia, su cerebro es incapaz de centrarse en nada más, así que recoge sus cosas, cierra el portátil y se marcha a casa. A ese apartamento prácticamente vacío donde quiere sentir que es la reina de la ciudad en su perfecta caja de cristal suspendida sobre el cielo de Barcelona. Desprenderse de los tacones, abandonar el maletín sobre el diván de Le Corbusier que decora el recibidor, sentir el frío mármol en los pies e ir desnudándose a medida que se interna en las habitaciones de su hogar le produce una sensación conflictiva, porque siempre deseó una casa como esta, pero jamás ha llegado a adueñarse de ella, aún se siente como una invitada incómoda.

    Cinco días después el móvil vuelve a sonar, esta vez mientras se encuentra en una comida de negocios en uno de los restaurantes más cotizados de la ciudad. Sus compañeros de mesa son dos japoneses inexpresivos y la lacónica intérprete que trata de traducir sus deseos. Candela pone cara de asco, porque odia que la interrumpan en un momento así, pero por una vez se permite parecer poco profesional porque hace días que espera esa llamada. Se disculpa, se levanta y se aleja hacia los cuartos de baño, tan suntuosos que resultan un poco fuera de lugar.

    —Ya es tuyo, enhorabuena. Vengo del notario. Los herederos han aceptado enseguida. Te hago llegar las llaves por mensajero. Ni siquiera he ido a verlo, me han dicho que no está en demasiado buen estado. Lleva décadas acogiendo a estudiantes, ya sabes. 

    —Sí, tranquilo, no espero gran cosa de esta transacción. Gracias de nuevo.

    Antes de reincorporarse a la mesa envía un par de WhatsApps a su secretaria para que reserve un vuelo a Bilbao mañana a primera hora, con el regreso abierto. Ya pensará más tarde qué quiere hacer. Cuando vuelve a su sitio tres pares de ojos rasgados la observan con curiosidad. Quizá porque en su rostro, habitualmente inamovible, luce una inesperada sonrisa blanca.

    Apenas amanece sobre la Ciudad Condal, de nuevo una jornada soleada, brillante, llena de luz, que se filtra por los ventanales, primero violeta, luego rosa, naranja, dorada, hasta volverse blanca, cegadora, a medida que el sol asciende en el horizonte. El calor abrasa desde muy temprano. Candela no ha podido dormir. Pocas veces puede sin ayuda farmacológica. Conecta el aire acondicionado. A los pies de su cama contempla el sujetador que se quitó anoche, lujoso, de encaje negro, cerca de la puerta están las bragas, el vestido se quedó en el pasillo, los pendientes y el móvil sobre la mesa del salón, los zapatos a la entrada. No se inmuta, ya lo recogerá todo la asistenta. Busca en el altillo del vestidor una maleta pequeña y la llena con cuatro prendas y el neceser, donde mete lo imprescindible, cepillo de dientes, perfume y un tubo de maquillaje, además del peine y una cajita con algunas piezas sencillas de bisutería. Se ducha, dejándose el pelo mojado, se viste de forma cómoda, se calza las gafas de sol, coge el bolso y la maleta y sale a la calle para detener un taxi a la carrera.

    El aeropuerto, como siempre, la pone nerviosa. Esta vez, además, no es un viaje como los que acostumbra a hacer, de trabajo, reuniones, tratos y negociaciones. Ese mundillo en el que se mueve con maestría, siempre hábil, rápida, eficiente. Hoy es distinto. Vuelve a Bilbao. La ciudad que no pisa desde 1989. Sabe que ha cambiado mucho, lo ha visto en televisión, en revistas. Es el ejemplo que citan a menudo para hablar de la exitosa transformación de una urbe en decadencia. Pero ella, en su cabeza, en su corazón, aún alberga la imagen de antes, de aquella ciudad que la acogió como universitaria hace siglos, de calles sucias y fachadas oscurecidas por la contaminación, de yonquis que dejaban sus jeringuillas en cualquier parque, de barrios de obreros con bloques de cemento impersonales donde la heroína pululaba como un virus, de bares ruidosos con grupos de punk que gritaban canciones obscenas entre ríos de cerveza y calimocho, de pintadas reivindicativas, persecuciones policiales, autobuses incendiados, manifestaciones, de esas siete legendarias calles que languidecían, habitadas ya solo por viejos, ratas y fantasmas. Y por estudiantes como ella, que no podían pagar nada mejor que una buhardilla pequeña en un quinto piso sin ascensor en una calle antigua donde los fines de semana olía a orines y a alcohol.

    Mientras el avión toma altura su cerebro hace lo mismo y vuela a toda velocidad hacia el pasado, un tiempo tan vivo, tan sólido, que parece imposible que hayan pasado más de tres décadas, que se haya extinguido por completo, que solo exista en su recuerdo. Si aquella Candela de los veinte años pudiera verse ahora, convertida en una mujer sofisticada, rica, segura de sí misma... jamás lo habría creído. Y sonríe, triste en parte, satisfecha en parte, porque hace mucho que dejó atrás a aquella pardilla que fue en la adolescencia, en la juventud, llena de complejos, aunque mucho más divertida y espontánea que la mujer que es hoy. Mucho más feliz. 

    El aeropuerto de Loiu le sorprende por su diseño audaz. Un taxi la trasladará hasta el centro. El verde intenso de la vegetación, los grandes árboles que crecen junto a la carretera, las ovejas que pastan cerca de algún caserío, los pueblos... apenas lo recordaba. Tan bucólico, como si el siglo veinte no hubiera llegado aún al campo. Sonríe. Pero una lágrima solitaria se desprende de sus pestañas. La aparta con la mano, que siente fría. El cielo está encapotado, una fina lluvia comienza a caer con parsimonia, como si no tuviera prisa por regar esos prados de postal. Sirimiri. La palabra olvidada regresa a su mente. Pronto las vistas se hacen más urbanas, más anodinas, allí está: su ciudad perdida. Su pasado.

    La calle Esperanza está casi igual, a pesar de que ha desaparecido el bar de sus recuerdos y han abierto tienduchas algunos inmigrantes árabes. El número 18 sigue ahí, aunque el edificio le resulta ahora más pobre. Tenía la idea de que era un poco señorial, pero no, solo es viejo. Saca la llave del bolso y la introduce en la cerradura. Como tantas veces hizo entonces, solo que al entrar descubre que han instalado un ascensor. No lo esperaba. No lo quiere. Prefiere subir a pie, como siempre hizo. Un peldaño tras otro, un piso tras otro. Hasta el último, el quinto. Y allí está su puerta, a la derecha. La otra llave la abre, pero no entra todavía. Quiere observarlo desde fuera. Un minuto. Necesita prepararse. Tomar aire. A un lado, la cocina, al otro el salón. Salita más bien. ¡Qué pequeño es!, susurra para sí misma. Al fin pisa el pasillo, cubierto con un sintasol distinto, que imita baldosas de mármol. Es aún más feo que el de sus recuerdos, pero está igual de pegajoso. Da asco. La cocina es diminuta, anticuada y está destartalada. Con un ventanuco que da a la escalera del portal. El extractor de humos debe de estar averiado desde hace años porque huele a fritanga y en todas las superficies se aprecia un poso de grasa. Al lado está el baño, enano también, asqueroso igualmente. Pero la sonrisa vuelve a dibujarse en el rostro de Candela al colocar allí a Simón, con su cuerpo perfecto, con la piel lustrosa en la ducha, con su pelo negro, que sacudía como si fuese un perro feliz, llenándola a ella de gotas y de alegría, despertándole carcajadas. Simón de nuevo, ahora sentado en el horrible sillón de escay granate de la sala, que está agujereado y enseña las tripas de goma espuma. Allí leía él el periódico los domingos, mientras sonaban Leonard Cohen, Silvio Rodríguez o La Polla Récords. Y reía. Y la abrazaba. Y la besaba. A ella. Con devoción. Y hacían el amor, en aquella cama... que ya no está. El cuarto está vacío. Y resulta minúsculo. ¿De verdad cabía aquí una cama grande? O quizá no era tan grande. Las sábanas arrugadas, el olor del sexo, las conversaciones interminables. Querían cambiar el mundo. Y sobre su cabeza, siempre, el tragaluz. Con sus cielos de plomo, sus gaviotas chillonas, sus cambios de tiempo inesperados. Las nubes densas, el sol a veces, tímido. Ahí sigue, con el cristal tan sucio que apenas se ve nada al otro lado. Las gotas de lluvia, eso sí. Recorre los espacios con pasos cortos, revisa las paredes, las puertas, los techos. En efecto, está todo deteriorado y es feo. Pero es suyo. Al fin. Treinta años después ha conseguido lo único que no lograba comprar: la casa donde conoció el amor. La vieja avara se negaba a vender. Necesitaba el dinero del alquiler, decía. Estúpida. Ella le habría pagado mucho más.

    Cuando al fin cierra la puerta a su espalda y baja a la calle se mete en el bar de Isidro, aunque Isidro ya no está. Debió jubilarse hace tiempo. Se toma un café. Hirviendo. También esto lo han remodelado. El parque del Arenal conserva su esencia. La ría está ahora limpia. Las fachadas, rehabilitadas. Pasará la noche en un hotel cercano. Aún tiene que hacer algo más. Algo que lleva décadas retrasando. Para un taxi de nuevo. Cuando le dice adónde va nota cómo el taxista cambia la mirada. Hay muchas calles que no le dicen nada, que nunca llegó a conocer. Su vida entonces se limitaba a la facultad, al casco antiguo y al centro. No necesitaba nada más. Si hubiera dependido de ella, jamás habría recorrido otro territorio que el cuerpo de Simón y el cerebro de Simón. Y su corazón. Y su alma. Campos tan extensos que nunca se habría cansado de explorar. Pero la vida no dependía de ella. Y el destino se empeñó en otra cosa. Cuando el coche se detiene le pide al chófer que la espere ahí, dice que no tardará. Recorre pocos metros hasta atravesar la verja de hierro forjado, busca la calle sin reparar en lo que la rodea, los cipreses, los jarrones con flores, algunas de plástico, ya desteñidas, las pequeñas fotos enmarcadas de quienes dejaron este mundo hace siglos. No tarda en encontrar lo que busca. Se siente extraña, porque en su interior él sigue muy vivo. Palpita en su propio corazón, habla a través de su voz, sueña en sus noches de insomnio. Aquí está. Simón Ruiz. 1968-1989.

    EL FIN

    Juan Angel Espinosa Netro

    Bajo el manto oscuro salpicado por las irradiantes estrellas, el caminante contempla las ruinas. Frente a sus ojos está la prueba contundente del fin de la humanidad, ¿sus padres también? Tras este pensamiento, el hombre corre rumbo a la casa de ellos. Avanza frenético hasta que un objeto consigue derribarlo. Por la penumbra, no alcanza a distinguir de primera instancia aquella forma. Cuando sus ojos logran descifrar el bulto, descubre un cuerpo inerte. En el rostro del ser sin nombre, como última expresión, una mueca de horror.

    El día del desastre despertó de madrugada; empero, permaneció en cama y se levantó a la par del sol. Se duchó. Después, tomó el desayuno. Mientras saboreaba los alimentos, intentaba ordenar las imágenes proyectadas en el sueño. Era su descanso y decidió permanecer en casa. El tiempo lo ocupó en ver televisión, leer algunas revistas, estar recostado en el sillón de la estancia y atender pendientes por teléfono. Pasado el mediodía, al acabar la espléndida comida preparada, su cuerpo entró en reposo, los ojos empezaron a sentirse pesados y optó por irse a descansar al dormitorio. Al despabilarse era de noche. Encendió el televisor, ningún canal daba señal; quizá falla en el servicio, pensó. Tomó el móvil para avisar a la compañía, mas no había conexión. Intentó llamar a sus conocidos del teléfono fijo, la línea estaba muerta. Un olor a podrido lo alertó. Se levantó rápido de la cama y se dirigió a la salida para investigar. Apenas tocar el pomo de la puerta la duda lo invadió. Armándose de valor cruzó el umbral. La primera imagen lo devastó: el vecindario estaba destruido. Recorrió los escombros regados. La tristeza y la ira revoloteaban en su interior. Cuando logró apilar todas aquellas emociones, las dejó escapar en un grito desgarrador. Permitido por el suave crepitar de las llamas, el vagido se expandió varias calles. Una fuerte arcada lo obligó a ponerse de rodillas, y en un solo vómito devolvió los alimentos ingeridos. Tras incorporarse, avanzó rumbo a la calle para tener una mejor perspectiva de su casa. Era la única en pie. Aunque el hecho le pareció extraño, se alegró del prodigio. Caminó unas cuadras con la única esperanza de ver señales de vida, y se detuvo en el parque. El día anterior aún era el lugar en que los niños acostumbraban pasar la tarde, y ahora era un montón de fierros retorcidos y grietas enormes. Giró con rapidez, y vio los restos de la casa de su mejor amigo. Se acercó, pero un olor a carne putrefacta y sangre reseca lo hizo retroceder. En ese instante inició la peregrinación al hogar de los padres. Deseaba encontrar alguien que le explicara lo sucedido. Sin embargo, en su interior, dudaba en encontrar la respuesta.

    Después de repasar los detalles resguardados en la memoria, el caminante se levanta. Prosigue la marcha y deja atrás aquella masa inmóvil. Tiene los nervios alterados, el corazón deshecho y el cuerpo no le responde como él quisiera. Por todos lados comenzó a ver gente muerta. Cansado del esfuerzo físico y mental, reposa entre los escombros de algún edifico derrumbado. El llanto de impotencia y culpabilidad está próximo a llegar. ¿Por qué solo él? Un conjunto de lágrimas le brota de los ojos, el caminante les permite recorrer tranquilas por el rostro. Las gotas caen al suelo y mueren evaporadas por el calor del piso.

    Todo es destrucción. No hay ostentosas edificaciones. El hombre comenzaba a extrañar al bullicio, otras veces maldecido. Se imagina la desesperación de las personas al ver cómo los cimientos cedían y las placas de concreto colapsaban sobre ellas. Cree oír los gritos de los niños y el llanto de las mujeres. Ni siquiera los animales pudieron salvarse: mamíferos, aves y reptiles, yacen en el suelo. Supone el mismo desenlace para los anfibios y las especies marinas. Este día, la voracidad de la parca no tuvo límites. Al sobreviviente le parece que el desastre fue instantáneo; como cuando un insecto hace su vida en completa tranquilidad, y sin presentirlo, una mano exterminadora pone fin a su existencia. Las preguntas le revolucionan la cabeza: ¿fue un ataque?, ¿un fenómeno natural?, ¿un error humano? Pensó en volver a casa y refugiarse; sin embargo, el deseo de ver a sus padres, o de al menos saber el fin obtenido, lo obliga a continuar. También se dijo que permanecer encerrado no le serviría de mucho, tarde o temprano la comida y el agua se acabarían, y por lo visto, no existiría forma de conseguir provisiones. Sintió la inclinación de orar y pedir ayuda a la gracia divina, reflexiona: ¿y si la gracia divina fue la causante? 

    Avanzó entre cenizas, huesos, pestilencia y dolor. La sed apremiaba. Después de horas de camino llegó al hogar de la infancia. La visión mostrada lo derrumbó. Un profundo malestar en el estómago le hizo verter un líquido transparente. Se arrodilló para dejar fluir la viscosidad. Un torrente de lágrimas brotó al contemplar la casa hecha añicos, como la de los vecinos, a quienes conocía desde pequeño. Permaneció cabizbajo. Sopesaba la disyuntiva: morir ahí o seguir el camino. Decidió quitarse la vida, ¿cómo? Miró en derredor, buscó algún objeto para terminar su existencia, más que buscar, ganaba tiempo para reunir el valor necesario para el acto. Descartó colgarse, el ahorcamiento llevaría tiempo. Tampoco le agradó la idea de romperse el cráneo, de no lograrlo podría perder la memoria o quedar estúpido, para fines prácticos sería lo mismo. Una varilla sobresaliente de un pedazo de concreto fue la elección. Tomaría distancia y se abalanzaría a toda velocidad sobre ella, esperaba que el metal atravesara el cuerpo y lo fulminara al instante. Cuando dio los primeros pasos, estos fueron con duda, al continuar avanzando tomaron fuerza. Al estar a centímetros de la ejecutora pierde la vertical, cae al suelo y queda inconsciente.

    El hombre despierta. Por un momento tuvo la esperanza de haber estado en un sueño. Se yergue. Convencido del errado intento y decidido a no repetirlo, da media vuelta y comienza el regreso. Camina y camina abstraído del entorno. La sed, el hambre y la desesperanza comenzaron a carcomerle por dentro. A punto de flaquear, se fuerza a seguir, sabe que está por llegar. Casi al amanecer contempla su casa aún intacta. No quiere entrar, y toma asiento en el porche. Ahí esperaría la muerte. 

    Una imagen conocida le brinda una sonrisa. El hombre le pregunta acerca de lo ocurrido. Con voz amorosa, la proyección femenina le contesta que nadie lo supo. Simplemente pasó. Ve reunidos a los amigos junto a su padre, y este al lado de la familia. El caminante sonríe, y da por concluido su andar.

    CON OJOS DE GATO

    Oscar Lizana

    Nunca olvidaré cuando vino a vivir a nuestra casa. Mi señora lo trajo al regreso de su viaje a Chillán. Acostumbraba visitar a sus padres todos los meses.

    Nuestro matrimonio había durado hasta ese instante trece años; teníamos dos hijos y yo no era feliz. Para ella, yo era algo así como un proveedor, alguien que se encargaba de suplir todo lo necesario para la buena marcha del hogar. Como un delivery, todo incluido. Incluso, me atrevería a decir que ella no sentía nada durante las escasas veces que teníamos relaciones íntimas. Yo pensaba después, que de haberlo hecho con una muñeca inflable habría sido más emocionante. 

    Vivíamos cerca de Rancagua, en un pueblo moribundo, de donde los jóvenes escapaban buscando mejores oportunidades.

    —Esta casa necesitaba un gato. Estoy harta de escuchar a las ratas todo el santo día. No me dejan dormir en la noche. Se llamará Satán. Su madre tiene fama de cazadora —fue su argumentación.

    No pude reprimir un grito de horror al observar su pelaje negro como la noche y sus ojos amarillos, que me miraban sin parpadear. Parecían penetrar las cosas y las personas.

    —Un gato negro —atiné a balbucear. Cuando pude sacudirme del pavor que la siniestra bestia me inspiraba, Rosa ya se había retirado a la cocina.

    —Es completamente inofensivo. Ya te acostumbrarás. Recuerda: ¡los ratones! —gritó desde allí.

    Esa misma noche le supliqué que se deshiciera de él. Por supuesto, no que lo tirara a un arroyo, pero sí que se lo regalara a alguna vecina.

    —Tú sabes que soy alérgico a los pelos de gato —fue mi razón.

    —Satán se queda —dijo, acomodándose en el lado izquierdo de nuestra cama, y se durmió.

    Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. Lo de alérgico era solo un decir. La verdad es que sufría de fobia a los gatos. Creo que le llaman elurofobia.

    No era el único en sufrir con su presencia. Mi hijo mayor simplemente, después de regresar del colegio, se encerraba en su cuarto y no le abría la puerta por mucho que maullara y rasgara con sus afiladas garras. Solo mi mujer gozaba prodigándole mil caricias y hablándole como a un bebé. A mí me hervía la sangre. 

    Se volvió loca comprando todo tipo de chucherías en la tienda para mascotas cuando viajó a Santiago.

    Satán dormía casi todo el día. O aparentaba hacerlo. Sus orejas aguzadas giraban en un barrido, igual a un radar. Dudo que se le haya escapado de su análisis gatuno el menor evento casero. Poco a poco se fue adueñando de todos los rincones. Se convirtió en el rey de los mimos de Rosa y mi hija menor.

    Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día aparentemente todo era normal. Pero sentía sus ojos de gato fijos en mi nuca. Cuando me volvía a enfrentarlo, con muchas ganas de apretarle el pescuezo, lo veía durmiendo en forma apacible o amasando con sigilo una manta antes de dormir.  Luego me arrepentía de tan innobles deseos.

    Durante la noche lo sentía rondar por el tejado. Justo sobre mi cama. Se me agitaba la respiración y sentía que el corazón se me salía por la boca. Presentía que algo horrible iba a pasar.

    Nuestra casa era como esas muchas casitas que van poblando las orillas de la carretera principal. Aunque el tráfico era infernal y bullicioso, yo me sentía cómodo en ella. La había construido con mis propias manos. Incluso teníamos un pequeño huerto con algunos árboles frutales. Ciruelos, manzanos y limonares me anunciaban la llegada de días cálidos. Hasta que llegó él, él, él…

    Me levantaba temprano, les daba desayuno a los niños y luego me encerraba en la última habitación de la casa. El resto, living, comedor, cocina y dormitorios, habían hecho realidad lo de alérgico a los pelos de gato. Ahora se me irritaban los ojos y vivía moqueando.

    El cuarto al fondo de la casa, al cual yo llamaba mi oficina, era mi refugio. Como trabajaba de temporero en el campo, en invierno tenía mucho tiempo de ocio. Me gustaba escribir. A veces escribía cartas a supuestas amantes (nunca las tuve), generalmente escribía cuentos. En ellos derramaba toda la amargura de mi existencia.

    Una noche desperté sobresaltado. A los pies de la cama se había subido Satán y me mostraba sus aguzados colmillos, y me observaba con su mirada penetrante y lanzaba un siseo amenazador. Salté de la cama y le arrojé la pequeña lámpara de velador. El escándalo fue mayúsculo. La Rosa lo tomó en brazos al pobrecito, que lanzaba lastimeros maullidos. Luego se libró de los brazos de ella y salió a perderse. No quiero recordar la andanada de insultos que recibí esa noche. Pero juré venganza.

    Los días que siguieron fueron angustiantes. Me sentaba horas enteras frente a la mesita que me servía de escritorio y trataba de escribir algo. Lo que fuera, algo así como: Yo soy Juan. Vivo en el campo. Estoy muy pero muy cansado…. Pero nada salía de mi lápiz a pasta. La hoja de papel permanecía en blanco.

    Mi mujer no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que me sucediera. Algo muy terrible iba a pasar y solo nos hablábamos lo indispensable. Desde hacía tiempo que el afecto y las palabras se habían agotado.

    Llegó por fin un nuevo mes y Rosa debió viajar a Chillán, como de costumbre. La despedí gentil en el umbral de la puerta de casa y les envié saludos a mis suegros. Dejé pasar una hora y entonces, armado con un garrote, inicié la búsqueda. 

    Me siento enfermo cuando lo recuerdo. Mi hijo, en un imperdonable descuido, había dejado abierta la puerta de su pieza, y tendido sobre su cama leía una revista. A un costado, a menos de un metro de donde estaba él, sobre una cómoda de pino, estaba Satán mirándolo en posición de ataque. No sabría explicar cómo di un salto, tranca en mano, y le lancé un golpe. Pero solo golpeé el mueble en un estruendoso chasquido. Satán salió como los resoplidos y, en menos de un segundo, desapareció. Sentí que me flaqueaban las piernas y vi todo rojo. 

    Cuando recuperé el sentido, mis dos hijos y dos vecinos me rodeaban. No se explicaban qué había sucedido.

    Cuando volvió Rosa le conté lo que había pasado y le exigí que se lo llevara, alegando que él podía matar a nuestros niños.

    —Hablé con Pedrito y me contó algo muy diferente. Tú irrumpiste en su pieza dando palos a diestra y siniestra. ¿Qué te pasa? ¿Estás loco?

    Pensé en irme de aquella casa. Huir de mi mujer, de mis hijos y de él…

    Pasé dos días sentado frente al cuaderno de mis desahogos. No fui a comer e hice oídos sordos a los gritos de Rosa.

    Mis hijos me miraban desde el umbral de mi oficina. No se atrevían a entrar o a hablarme.

    Fue cuando la angustia estaba por nublar mi razón que se me ocurrió la gran idea. Recordé haber leído una bien pensada frase que decía: Si no puedes vencer a tu enemigo… únete a él.

    Me paré de repente y alcé mi mano al cielo, diciendo Gracias. Gracias.

    El sol brilla afuera. Sus rayos me acarician la espalda. Los recibo agradecido porque la mañana está muy helada.

    Satán ronda por mi oficina, buscando un sector donde beneficiarse directamente del calorcito del astro rey. Finalmente salta y se ubica sobre una mesita, justo detrás de mí.

    Sonrío y dejo que se instale donde quiera. Si no puedes…. Siento su mirada fija en mi espalda.

    En ese justo momento, mi visión se borra y cuando se aclara veo la espalda de mí mismo sentado en la silla frente a la mesa con el cuaderno, en el ángulo de visión del gato negro. Pero ahora el gato soy yo.

    Pasada la sorpresa, empiezo a recorrer, con mis ojos de gato, el lugar. Yo, sentado frente a una mesa. A la derecha, un estante repleto de libros, y a la izquierda, una ventana por donde entra la fuerte luz solar. Una sensación de pánico me invade. De un salto bajo y salgo del recinto. No sé qué hacer. Al fin diviso a Rosa. Siento que mi cola se erecta. Intento alguna forma de comunicación, pero solo me salen maullidos.

    —¿Qué te pasa, malulo? ¿Tienes hambre? Ven, te traje algo de comer.

    A continuación, mira en dirección de mi oficina, es decir, mira al

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