Viajeros del viento
Por Sonia Pericich
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Virginia y Blas no se conocen, y a simple vista parecen no tener nada en común. Sin embargo, el destino tiene planes para ellos.
Él tiene nueve años; ella, once. El último recuerdo de ambos es estar cruzando el parque...
¿Dónde están ahora? ¿Cómo es que llegaron allí? Una aventura no planeada cambiará sus vidas y las de los habitantes de aquel pueblo oculto entre colinas.
Y quizás, también la tuya.
En este libro puedes perderte o encontrarte. Ya me dirás, a tu regreso, lo que has ganado en el viaje.
Sonia Pericich
Sonia Pericich nació el 20 de mayo de 1981 en la localidad de El Socorro, provincia de Buenos Aires (Argentina).Comenzó escribiendo poemas en su adolescencia, quizás como muchos, pero pronto supo que necesitaba más.Sin aferrarse a un género en particular, debido a su afán de desafiarse, sus historias giran en torno a los eternos conflictos entre la naturaleza humana y las leyes impuestas por la sociedad —creencias, tradiciones y costumbres—, evidenciando su espíritu analítico y crítico, carente de fanatismos.Tanto en escenarios realistas como fantásticos, las acciones de sus personajes intentan provocar en el lector ese mismo espíritu.Fundadora de "Hoja en blanco", trabaja como editora amateur para el crecimiento de la literatura independiente.Dicen que su apellido acarrea el gen de la locura y la terquedad, pero ella prefiere llamarlo "Libertad".Obras publicadas:"8 Santos" - Misterio y Detectives"El noveno informe" - Misterio y Detectives"Viajeros del viento" - Cuento fantástico"Rebelde" - Coming of age"Universal" - Ciencia Ficción Ligera"Cuarto para medianoche - Escritores independientes" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Media Naranja Medio Limón" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Hoja en blanco, cuentos y relatos (de este mundo y de otros)" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)
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Viajeros del viento - Sonia Pericich
Puentes
Yo dibujo puentes
para que me encuentres:
Un puente de tela,
con mis acuarelas...
Un puente colgante,
con tizas brillantes...
Puentes de madera,
con lápiz de cera...
puentes levadizos
plateados, cobrizos...
Puentes irrompibles,
de piedra, invisibles,
Y tú... ¡Quién creyera!
¡No los ves siquiera!
Hago cien, diez, uno...
¡no cruzas ninguno!
Mas... como te quiero...
dibujo y espero.
¡Bellos, bellos puentes
para que me encuentres!
Elsa Bornemann
unoUn rato antes del amanecer, como siempre, Flavia despertó. Miró el techo por unos minutos y luego saltó de la cama para tocar la campana que despertaría a Héctor, quien la acompañaría al campo a buscar la leche fresca, como cada mañana.
Bajó al comedor descalza para que el frío en sus pies la espabile, puso algunas ramas secas en la chimenea y encendió el fuego.
Héctor entró apurado trayendo consigo una ráfaga gélida que casi apaga la Lumbre Eterna de la casa. Flavia lo miró amenazante; iban dos veces ya, desde que trabajaba con ella, que debía retrasar sus tareas por ir en busca de una nueva llama a la Casa Prima por su culpa.
—Perdone —dijo agachando la mirada, y avanzó con respeto hacia ella.
—Parece que viene una tormenta —comentó Flavia. A través de la ventana podía ver el horizonte renegrido—. Tendremos que repartir rápido hoy.
—Ya mismo empiezo, señora —respondió Héctor, y enfiló hacia la puerta trasera, pero Flavia lo detuvo.
—Calma, Héctor, hay tiempo para un jarro de leche tibia.
Desde que su anterior compañero, Carlos, desapareciera sin dejar rastro, Flavia se había vuelto un poco menos estricta, aunque ella misma no lo notara. No sabía si de verdad tendrían tiempo, pero no quería que Héctor enfrentara aquella fría mañana con el estómago vacío.
Del otro lado de la calle, Eugenia aún dormía a pesar de la pesadilla que estaba teniendo. Sus párpados se movían rápido y su respiración era fuerte, pero por alguna razón no despertaba.
En la cama de al lado, Pedro estaba sentado observándola. Dudó un momento y luego decidió arrojarle un pequeño almohadón tejido para sacarla del trance. Eugenia se agitó un poco, abrió grandes los ojos —lo más que se lo permitían sus párpados caídos—, miró a su alrededor y volvió a dormirse casi de inmediato. Pedro hizo lo mismo, tapándose por encima de la cabeza.
Afuera un viento indómito anunciaba un día duro y un trueno previsor lo secundaba.
Mirta y Telma despertarían un poco después, con la salida del sol, que aunque se escondiera detrás de la espesa negrura de la tormenta, vencía a la oscuridad de la noche para dar paso al nuevo día.
Desde la ventana, al correr las pesadas cortinas de hilo color beige, Mirta pudo ver a Héctor y Flavia al pie de la colina, arreando las vacas hacia el establo.
—Telma, viene tormenta. Flavia va a venir temprano.
Telma se acercó a la ventana y comprobó lo que Mirta decía. El cielo se oscurecía cada vez más, y de una forma que no recordaban haber visto antes.
Al pie de la colina, sin la resistencia de las casas del pequeño pueblo, la tormenta se expresaba con libertad venciendo las ataduras del largo cabello de Flavia e intentando robarse de un zarpazo el sombrero de Héctor, a pesar de los fuertes lazos de cuero anclados a su barbilla.
—Vamos, Héctor, esto no se ve nada bien. Volvamos a la casa rápido —dijo Flavia, alzando un poco la voz. El viento se llevaba sus palabras en la dirección contraria y temía que Héctor no la escuchara.
El