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El noveno informe
El noveno informe
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Libro electrónico219 páginas2 horas

El noveno informe

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Información de este libro electrónico

El detective Olivares es adicto al trabajo, pero no le entusiasma tener que hacerse cargo de un caso no resuelto de la provincia vecina. Preferiría seguir persiguiendo al escurridizo "Embajador", que se ha robado sus pocas horas de sueño en los últimos meses.

Sin embargo, algo en los informes recibidos cobra otro sentido tras la visita de sus mejores hombres a Dárbona. Y una conversación con su colega, Santos Herrera, termina por convencerlo de que hay algo más detrás de aquellas muertes.

"El noveno informe" continúa la historia de "8 Santos". El detective Manuel Olivares y el detective Santos Herrera deberán unirse para resolver un caso que podría costarles algo más que el puesto.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ene 2023
ISBN9798215162156
El noveno informe
Autor

Sonia Pericich

Sonia Pericich nació el 20 de mayo de 1981 en la localidad de El Socorro, provincia de Buenos Aires (Argentina).Comenzó escribiendo poemas en su adolescencia, quizás como muchos, pero pronto supo que necesitaba más.Sin aferrarse a un género en particular, debido a su afán de desafiarse, sus historias giran en torno a los eternos conflictos entre la naturaleza humana y las leyes impuestas por la sociedad —creencias, tradiciones y costumbres—, evidenciando su espíritu analítico y crítico, carente de fanatismos.Tanto en escenarios realistas como fantásticos, las acciones de sus personajes intentan provocar en el lector ese mismo espíritu.Fundadora de "Hoja en blanco", trabaja como editora amateur para el crecimiento de la literatura independiente.Dicen que su apellido acarrea el gen de la locura y la terquedad, pero ella prefiere llamarlo "Libertad".Obras publicadas:"8 Santos" - Misterio y Detectives"El noveno informe" - Misterio y Detectives"Viajeros del viento" - Cuento fantástico"Rebelde" - Coming of age"Universal" - Ciencia Ficción Ligera"Cuarto para medianoche - Escritores independientes" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Media Naranja Medio Limón" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Hoja en blanco, cuentos y relatos (de este mundo y de otros)" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)

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    El noveno informe - Sonia Pericich

    títulolegales

    Ver­sión di­gi­tal

    Enero 2023

    Ma­que­ta­ción y por­ta­da: So­nia Pe­ri­cich

    legales

    Li­cen­cia Crea­ti­ve Com­mons

    CC-BY-NC-ND 4.0

    Atri­bu­ción - No­Co­mer­cial

    Si­nO­bras­De­ri­va­das

    Si quie­res com­par­tir esta obra, por fa­vor com­par­te el en­la­ce de des­car­ga ori­gi­nal. Prohi­bi­da su ven­ta y mo­di­fi­ca­ción. Se re­quie­re atri­bu­ción.

    La pri­me­ra pe­que­ña men­ti­ra que se con­tó en nom­bre de la ver­dad, la pri­me­ra pe­que­ña in­jus­ti­cia que se co­me­tió en nom­bre de la jus­ti­cia, la pri­me­ra mi­nús­cu­la in­mo­ra­li­dad en nom­bre de la mo­ral, siem­pre sig­ni­fi­ca­rán el se­gu­ro ca­mino del fin.

    VÁ­CLAV HA­VEL

    Capítulo 1

    —Ra­mí­rez, há­ga­me el fa­vor de co­mu­ni­car­me con el de­tec­ti­ve He­rre­ra. —El de­tec­ti­ve Oli­va­res, asig­na­do fijo a Be­lla­vis­ta des­de ha­cía un año y me­dio, ca­mi­na­ba pau­sa­do pero con fuer­za ha­cia su es­cri­to­rio cuan­do dio la or­den. Dejó su abri­go de cue­ro en el per­che­ro y en­cen­dió un ci­ga­rri­llo an­tes de sen­tar­se—. Y trái­ga­me un café.

    Ra­mí­rez mal­di­jo por den­tro mien­tras sol­ta­ba el «sí, se­ñor», no que­ría per­der­se ni un mi­nu­to del par­ti­do de rugby que es­ta­ba a pun­to de co­men­zar, aun­que fue­ra vie­jo y ya su­pie­ra que Los To­ros de Vi­lla Mer­ce­des ha­bían sa­li­do vic­to­rio­sos. Por una vez te­nía tiem­po de re­la­jar­se, y Oli­va­res lo in­te­rrum­pía para co­sas que po­dría ha­cer por sí mis­mo.

    La co­mi­sa­ría de Be­lla­vis­ta era algo más con­cu­rri­da que la de Dár­bo­na, allí sí que so­lían pa­sar co­sas, aun­que de to­das ma­ne­ras era una ciu­dad con bajo ni­vel de de­lin­cuen­cia. Be­lla­vis­ta era una ciu­dad tran­qui­la, de bue­na gen­te, pero tam­bién la ca­pi­tal de la pro­vin­cia, la úni­ca con cen­tros uni­ver­si­ta­rios e in­dus­trias, y el lu­gar don­de se en­con­tra­ba la sede de go­bierno. Todo lo que ro­dea­ba a Be­lla­vis­ta eran ciu­da­des y pue­blos pe­que­ños que de­pen­dían de ella para casi todo, a ex­cep­ción de Cum­bre Alba, cen­tro tu­rís­ti­co por ex­ce­len­cia en la zona. Era casi algo ló­gi­co u obli­ga­to­rio vi­si­tar Cum­bre Alba año a año para los em­pre­sa­rios adi­ne­ra­dos y su círcu­lo de ami­gos; así que Cum­bre Alba era una ciu­dad pe­que­ña, pero au­tó­no­ma, gra­cias a su tu­ris­mo ex­clu­si­vo para pu­dien­tes y no tan pu­dien­tes que bus­ca­ban pa­re­cer­lo gas­tan­do en ella lo que no te­nían.

    Ra­mí­rez pre­pa­ró el café de muy mala gana, no solo le ofus­ca­ba es­tar per­dién­do­se el par­ti­do, sino que día a día desea­ba no ha­ber acep­ta­do el pues­to de asis­ten­te de Oli­va­res. Le pa­re­cía un hom­bre in­su­fri­ble, in­can­sa­ble y ob­se­sio­na­do con su tra­ba­jo, has­ta el pun­to de ha­ber­se pa­sa­do días des­pier­to por re­sol­ver un caso. No se­ría un pro­ble­ma si él no hu­bie­se te­ni­do que dor­mir de a ra­tos a su lado por su de­ber de es­tar siem­pre a su dis­po­si­ción, pero su pues­to así lo re­que­ría, así que Ra­mí­rez lle­va­ba va­rios me­ses co­mien­do y dur­mien­do mal por el fa­na­tis­mo de su jefe.

    Le puso dos cu­cha­ra­das de azú­car al café y se me­tió otra en la boca para le­van­tar los áni­mos; fue has­ta el es­cri­to­rio de Oli­va­res, dejó la taza y des­col­gó el te­lé­fono para lla­mar al de­tec­ti­ve He­rre­ra.

    San­tos aún dor­mía cuan­do su te­lé­fono co­men­zó a so­nar, y con­sul­tó su re­loj an­tes de ver el nú­me­ro en la pan­ta­lla de su mó­vil. No era tan tem­prano, pero el oto­ño ya se ha­cía no­tar alar­gan­do las no­ches.

    —He­rre­ra —dijo a se­cas al res­pon­der. A esas ho­ras, la lla­ma­da solo po­dría ser por tra­ba­jo.

    —De­tec­ti­ve He­rre­ra, le co­mu­ni­co con mi su­pe­rior, el de­tec­ti­ve Oli­va­res. ¿Está us­ted dis­pues­to?

    El ape­lli­do Oli­va­res lo es­pa­bi­ló. La lla­ma­da ve­nía de Be­lla­vis­ta.

    —Sí, cla­ro —res­pon­dió, y re­pa­só men­tal­men­te lo que te­nía que de­cir mien­tras res­tre­ga­ba sus pár­pa­dos para con­cen­trar­se y po­ner­se en aler­ta.

    —He­rre­ra, aquí Oli­va­res. Ten­go que pre­gun­tar­le acer­ca de algo que es­cu­ché. ¿Le sue­na El ase­sino fan­tas­ma?

    Oli­va­res so­na­ba in­cré­du­lo y algo bur­lón, San­tos se tran­qui­li­zó un poco al sos­pe­char que re­cha­za­ría los ru­mo­res y lle­va­ría el caso por el ca­mino de la nor­ma­li­dad has­ta ha­cer­lo nau­fra­gar en la fal­ta de prue­bas y un sos­pe­cho­so pró­fu­go. Ese era el plan des­de el prin­ci­pio.

    —Así es. No haga caso, Oli­va­res, son creen­cias de la ciu­dad. ¿Sabe que tam­bién di­cen te­ner un mons­truo en sus aguas? —San­tos in­ten­tó so­nar igual de bur­lón que Oli­va­res, o in­clu­so más, para, en lo po­si­ble, ha­cer que el tema mu­rie­ra en esa mis­ma lla­ma­da.

    —Sí, es una le­yen­da bas­tan­te co­no­ci­da.

    —Pues para ellos es real, pero yo creo que es solo una cues­tión de tu­ris­mo. Como de­tec­ti­ves nues­tro tra­ba­jo es lle­gar a la ver­dad va­lién­do­nos de cada de­ta­lle, pero créa­me que en Dár­bo­na los de­ta­lles pa­re­cen sa­li­dos de un cuen­to de ha­das… o de una re­vis­ta de chi­men­tos. Si con­ti­núa por ahí, lo con­fun­di­rán. Há­ga­me caso, no vuel­va a lo ocu­rri­do en Dár­bo­na, solo in­ten­te dar con el sos­pe­cho­so allí en Be­lla­vis­ta y sus al­re­de­do­res. Todo lo que los fa­mi­lia­res y tes­ti­gos de Dár­bo­na po­dían apor­tar, ya está en sus ma­nos.

    San­tos ha­bía en­sa­ya­do esta can­ti­ne­la un par de ve­ces fren­te al es­pe­jo para so­nar se­gu­ro. Era im­pres­cin­di­ble, fun­da­men­tal, que la po­li­cía de Be­lla­vis­ta no in­da­ga­ra de­ma­sia­do en el asun­to del fan­tas­ma, así que de­bía so­nar con­vin­cen­te.

    —Aho­ra que lo men­cio­na, me re­sul­ta ex­tra­ño que no le cues­tio­na­ran el tras­la­do del caso te­nien­do tan po­cas prue­bas.

    —La ver­dad, a mí tam­bién. Solo pre­sen­té la hui­da del ase­sino ha­cia allí como una sos­pe­cha, pero mis su­pe­rio­res lo efec­ti­vi­za­ron de in­me­dia­to. Ya sabe cómo es la bu­ro­cra­cia, qui­zás ya no daba el pre­su­pues­to para man­te­ner­me allí y se afe­rra­ron a lo pri­me­ro que les ga­ran­ti­zó mi cese.

    —Lo sé muy bien, sin em­bar­go, con los da­tos que me dio del sos­pe­cho­so, po­dría tra­tar­se de cual­quie­ra. El úni­co dato re­le­van­te, ideal para es­ta­ble­cer un fil­tro, es que po­dría ser am­bi­dies­tro, pero aquí dice que no hay re­gis­tro de am­bi­dies­tros en Dár­bo­na, y te­nien­do en cuen­ta que las víc­ti­mas co­no­cían al ase­sino... Ten­go la im­pre­sión de que esto ter­mi­na­rá en nada.

    —Es pro­ba­ble. No me ma­lin­ter­pre­te, pero creo que, mien­tras no haya más muer­tes, de­be­ría to­mar­lo con cal­ma. En Dár­bo­na los fa­mi­lia­res de las víc­ti­mas no re­cla­man la jus­ti­cia que bus­ca­mos por na­tu­ra­le­za y ofi­cio, in­clu­so me atre­ve­ría a de­cir que la ciu­dad apro­ve­cha­rá el caso para fi­nes tu­rís­ti­cos, tal como a su mons­truo ma­rí­ti­mo.

    —Es ver­dad. Dár­bo­na en­te­ra re­nie­ga del tu­ris­mo, pero aman el di­ne­ro, por eso bus­can com­pe­tir con Cum­bre Alba. Pues bien, iré por don­de creo que po­dría en­con­trar algo so­bre otro caso que es­toy in­ves­ti­gan­do, pue­de que haya un nexo en­tre am­bos. Des­pués ya ve­re­mos qué sur­ge. De cual­quier ma­ne­ra, cuen­to con us­ted como co­la­bo­ra­dor en caso de ne­ce­si­tar­lo, ¿ver­dad?

    —Sí, cla­ro, es­toy a sus ór­de­nes. Qui­zás haya sido un error mío no co­men­tar ese de­ta­lle en los in­for­mes, es que no me pa­re­ció re­le­van­te sino sim­ple­men­te cu­rio­so. Si lo pre­fie­re, pue­do ela­bo­rar­le un in­for­me es­cri­to so­bre esta creen­cia y se la haré lle­gar por co­rreo ape­nas la ter­mi­ne.

    —Me pa­re­ce muy bien, nos aho­rra­ría va­rios lla­ma­dos te­le­fó­ni­cos y ten­dría una idea más cla­ra del asun­to en caso de vol­ver a to­par­me con él.

    —Pues ya mis­mo em­pie­zo. Se lo en­via­ría por fax o co­rreo elec­tró­ni­co si pu­die­ra, pero en Pue­blo Vie­jo ape­nas si hay te­lé­fono. De he­cho, es raro que ha­ya­mos po­di­do co­mu­ni­car­nos por­que la se­ñal ce­lu­lar no es nada bue­na. Lo en­via­ré por co­rreo ape­nas lo ter­mi­ne.

    —De acuer­do, de­tec­ti­ve, que ten­ga un buen día.

    —Bue­nos días.

    San­tos cor­tó y se sin­tió ali­via­do. Sa­bía que ese mo­men­to lle­ga­ría y la es­pe­ra lo man­tu­vo ten­so du­ran­te días. Ya ha­bía he­cho el in­for­me jun­to a Me­li­na an­tes de vol­ver de Dár­bo­na, por si el tema del ase­sino fan­tas­ma sa­lía a la luz, y am­bos sa­bían qué res­pon­der a sus su­pe­rio­res y a la gen­te de Be­lla­vis­ta si los cues­tio­na­ban, pero no era lo mis­mo pla­near­lo que vi­vir­lo.

    De­ci­dió lla­mar­la para co­men­tar­le lo su­ce­di­do y así aler­tar­la de un po­si­ble cues­tio­na­mien­to.

    En su des­pa­cho de la Co­mi­sa­ría Pri­me­ra de Be­lla­vis­ta, Oli­va­res le pasó el tubo del te­lé­fono a Ra­mí­rez para que cor­ta­ra y se que­dó pen­sa­ti­vo, pero al cabo de un rato se con­for­mó con lo que le ha­bía di­cho San­tos y si­guió re­vi­san­do los pa­pe­les del caso in­ten­tan­do ig­no­rar aquel ru­mor ab­sur­do.

    El caso del ase­sino de Dár­bo­na lle­va­ba algo más de una se­ma­na en su es­cri­to­rio, y si bien toda la co­mi­sa­ría se ha­bía mo­vi­li­za­do para in­for­mar a la fuer­za com­ple­ta y a la co­mu­ni­dad so­bre la po­si­ble pre­sen­cia de un pró­fu­go en sus ca­lles, aún no ha­bía in­da­ga­do de­ma­sia­do en los de­ta­lles. No era por­que el caso no le in­tere­sa­ra, sino por­que ha­bía es­ta­do ocu­pa­do si­guién­do­le el ras­tro a un gru­po de tra­fi­can­tes.

    Tal como su­ce­día en Dár­bo­na y en otras lo­ca­li­da­des ale­da­ñas, las dro­gas se ha­bían vuel­to una moda pe­li­gro­sa, y todo in­di­ca­ba que el ori­gen del trá­fi­co es­ta­ba en Be­lla­vis­ta. Sin em­bar­go, no le es­ta­ba re­sul­tan­do nada fá­cil re­sol­ver ese caso, ya que cada vez que sen­tía ha­ber lle­ga­do al fon­do del asun­to, algo lo ha­cía re­tro­ce­der.

    Las car­pe­tas que el de­tec­ti­ve He­rre­ra y su asis­ten­te le ha­bían he­cho lle­gar es­ta­ban nu­me­ra­das y ca­ra­tu­la­das, cada una, con el nom­bre de las víc­ti­mas: José Ig­na­cio Ro­drí­guez, Ro­dri­go An­drés Are­na­les, Mi­guel Án­gel Cor­de­ra, An­to­nio Do­min­go Mo­li­na­res, Ber­ta Inés Mar­tí­nez de Mo­li­na­res, Mar­ta An­drea Mo­li­na­res de Ca­bral, Yen­ni­fer Gri­sel Ca­bral, Eva­ris­to Her­nán Ji­mé­nez, y la úl­ti­ma, la nú­me­ro nue­ve, sim­ple­men­te re­za­ba Con­clu­sio­nes. Le dio un buen sor­bo a su café y se pro­pu­so leer to­dos los in­for­mes de nue­vo esa mis­ma ma­ña­na para ocu­par­se más ac­ti­va­men­te del caso. La pri­me­ra vez que los leyó, al día si­guien­te de re­ci­bir­los, no pudo evi­tar en­con­trar cier­tas si­mi­li­tu­des con el caso de los tra­fi­can­tes que lo te­nía sin dor­mir. En la car­pe­ta nú­me­ro sie­te, la de Yen­ni­fer Ca­bral, de­cía que cua­tro hom­bres fo­rá­neos la fre­cuen­ta­ban y que ven­día dro­gas den­tro del co­le­gio; tam­bién en­con­tró un ras­tro en la de Ro­dri­go Are­na­les, quien su­pues­ta­men­te te­nía deu­das con su pro­vee­dor. Sa­bía que el trá­fi­co ha­bía pa­sa­do ya las fron­te­ras de Be­lla­vis­ta, pero es­tos da­tos po­drían in­di­car­le un ca­mino.

    —¡Ra­mí­rez! —gri­tó, sin qui­tar la vis­ta de los pa­pe­les. En el área de des­can­so Ra­mí­rez apre­tó los dien­tes, apa­gó fu­rio­so el te­le­vi­sor, y fue, re­sig­na­do, al en­cuen­tro con su jefe.

    —¿Se­ñor?

    —Lla­me a Sa­las y Ri­ve­ra, que se pre­sen­ten an­tes del me­dio­día. ¿Us­ted qué va a al­mor­zar?

    —Pen­sa­ba pe­dir algo en el bar de la es­qui­na, como siem­pre. ¿Por qué lo pre­gun­ta?

    —Pí­da­me lo mis­mo a mí para la una de la tar­de, lo que sea que us­ted pida, y tó­me­se el res­to del día li­bre, que lo noto con po­cas ga­nas de tra­ba­jar y así igual no ser­vi­rá de mu­cho.

    Ra­mí­rez, le­jos de eno­jar­se por la de­duc­ción de su jefe, se sin­tió aver­gon­za­do, pero en un arre­ba­to de co­ra­je que po­dría va­ler­le el pues­to acep­tó la ofer­ta.

    —Como us­ted diga, de­tec­ti­ve.

    Oli­va­res, con una me­dia son­ri­sa en el ros­tro, lo vio ale­jar­se. Era cons­cien­te de lo de­tes­ta­ble que po­día lle­gar a ser para sus com­pa­ñe­ros de tra­ba­jo, sus su­bor­di­na­dos y has­ta para sus su­pe­rio­res, pero tam­bién sa­bía lo im­por­tan­te que era para la fuer­za lo­cal, así que no re­pa­ra­ba de­ma­sia­do en lo que de­cía o de­ja­ba de de­cir. No se ha­bía he­cho de­tec­ti­ve para con­se­guir ami­gos.

    Del otro lado del cor­dón mon­ta­ño­so de Las Car­men­ci­tas y lue­go de unos 70 ki­ló­me­tros de as­fal­to, Dár­bo­na dor­mía otra vez. Ape­nas se oían en­tre sus ca­lles mur­mu­llos de­di­ca­dos al ase­sino fan­tas­ma, y se sen­tían en la piel, como mi­llo­nes de agu­jas di­mi­nu­tas, si­len­cios in­có­mo­dos de fa­mi­lias en­te­ras que apo­ya­ban su ac­cio­nar a pe­sar de ser in­mo­ral.

    Da­niel tam­bién dor­mía en la co­mi­sa­ría, pero a pier­na suel­ta, como a quien nada de lo que su­ce­de a su al­re­de­dor le hace me­lla. Ha­bía su­pe­ra­do ya la tra­ge­dia del hijo de su úni­ca ami­ga, el des­plan­te de Me­li­na, las ocho muer­tes en ma­nos de un ser so­bre­na­tu­ral y el he­cho de ha­ber te­ni­do que mu­dar­se a la co­mi­sa­ría para que su her­mano y su no­via pu­die­ran es­tar más có­mo­dos en la casa.

    Nun­ca se ha­bía de­te­ni­do a pen­sar en sí mis­mo como aque­lla vez en que Me­li­na lo ha­bía lla­ma­do in­ma­du­ro y fra­ca­sa­do. Algo sin­tió ese día en el es­tó­ma­go que lo obli­gó a pre­gun­tar­se si aca­so to­dos pen­sa­rían lo mis­mo so­bre él, pero pron­to tam­bién su­peró eso, por mera na­tu­ra­le­za. Al me­nos la sa­lud de Na­dia y la cons­tan­te preo­cu­pa­ción de su her­mano sí lo man­te­nían algo aler­ta, sino su vida pa­sa­ría de ser des­preo­cu­pa­da a de­tes­ta­ble.

    Cuan­do el te­lé­fono em­pe­zó a so­nar es­ta­ba so­ñan­do que se hos­pe­da­ba en el ho­tel de la zona tu­rís­ti­ca, pero que al que­rer lle­gar al pa­tio para par­ti­ci­par de una pe­que­ña fies­ta con be­bi­das y mú­si­ca, no en­con­tra­ba el ca­mino. Puer­ta tras puer­ta tras puer­ta el ho­tel se ha­cía in­ter­mi­na­ble, y co­men­za­ba a de­ses­pe­rar­se sa­bien­do que to­dos es­ta­rían dis­fru­tan­do ya de la fies­ta y ni si­quie­ra ha­bían no­ta­do su au­sen­cia para de­ci­dir ir a bus­car­lo.

    Abrió los ojos y tar­dó unos se­gun­dos en asu­mir dón­de es­ta­ba. Lue­go sa­lió de la cama y se tam­ba­leó en pe­num­bras has­ta la ofi­ci­na, don­de lo cegó por un ins­tan­te el sol na­cien­te que la in­va­día por sus ven­ta­na­les.

    —Te­nien­te Ca­rras­co aquí, ¿quién del otro lado?

    —Da­niel, soy Ja­vier, ¿es­tás des­pier­to?

    —No, pero ¿qué su­ce­de?

    —No creo que vaya hoy a tra­ba­jar, aca­bo de lla­mar a Cin­tia para que en­víe a la am­bu­lan­cia a casa. Na­dia no está bien. ¿Me cu­bres?

    —Aquí no hay nada que cu­brir, esto está más muer­to que el ase­sino fan­tas­ma. Vete tran­qui­lo.

    —Gra­cias, her­mano. Cuan­do todo esté bien te pro­me­to que te de­vol­ve­ré to­dos los fa­vo­res.

    —Más te vale.

    Da­niel cor­tó, miró la hora, hizo un cálcu­lo rá­pi­do y vol­vió a la cama. Con suer­te vol­ve­ría a so­ñar con la fies­ta y esta vez sí lo­gra­ría to­mar­se un tra­go con al­gu­na jo­ven y atrac­ti­va tu­ris­ta.

    Ja­vier, en cam­bio, ca­mi­na­ba in­tran­qui­lo por la sala de su casa mien­tras es­pe­ra­ba la am­bu­lan­cia. No que­ría ser pe­si­mis­ta, pero lo que le ocu­rría a Na­dia no le pa­re­cía nor­mal. Ella tam­bién te­nía mie­do, un mie­do agra­va­do por la cul­pa. Ha­bía lle­ga­do a pen­sar que era ella la que es­ta­ba ha­cien­do algo mal, a pe­sar de se­guir al pie de la le­tra las in­di­ca­cio­nes del mé­di­co.

    Las lu­ces de la am­bu­lan­cia in­va­die­ron de pron­to la sala y Ja­vier co­rrió al en­cuen­tro con Cin­tia para pe­dir­le que ba­ja­ra la ca­mi­lla; Na­dia ape­nas po­día man­te­ner­se en pie, el do­lor le qui­ta­ba las fuer­zas. Cin­tia le hizo se­ñas a los ca­mi­lle­ros que la acom­pa­ña­ban al tiem­po que le daba un fuer­te abra­zo a Ja­vier.

    —Todo va a es­tar bien, ya ve­rás —le dijo, y lue­go le de­di­có una con­fia­da son­ri­sa. Ja­vier que­ría creer­le.

    Capítulo 2

    Sa­las y Ri­ve­ra lle­ga­ron cer­ca de las once, an­tes

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