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Universal
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Libro electrónico162 páginas2 horas

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Finalmente, el origen de la humanidad ha dejado de ser un misterio: los tahori han llegado a la Tierra a contarnos todo sobre nuestro pasado en común. Son una raza fuerte, acostumbrada al trabajo, dueños del mismo ADN y parte de una civilización mucho más objetiva y dinámica que la nuestra. Dicen que no somos los únicos, pero sí los más cercanos, y que los hijos de los Tah Itsé, terrícolas y tahori, deben estar unidos y ayudarse mutuamente. Nos ofrecen todo lo que poseen, su valioso cargamento, a cambio de un nuevo hogar. Frente a semejante oferta, no podemos negarnos.
Kumani es una Že Nitsá, heredera de su linaje. Pertenece a la tercera generación luego del arribo de los tahori a la Tierra. Su madre es una tahori pura, su padre es mestizo. Tiene un hermano mayor, Clevón, y uno menor, Zembe, con quienes ahora comparte el refugio. Su madre también está con ella, pero su padre está ahí afuera. Hay un motivo imperioso, pero hubiera deseado lograr ese propósito de otra manera.
Frente a su familia, calla. Finge seguridad y valentía. Un tahori no siente, no es débil y es justo. Kumani entiende y obedece, pero no comparte.
Se siente sola.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2021
ISBN9781005038755
Universal
Autor

Sonia Pericich

Sonia Pericich nació el 20 de mayo de 1981 en la localidad de El Socorro, provincia de Buenos Aires (Argentina).Comenzó escribiendo poemas en su adolescencia, quizás como muchos, pero pronto supo que necesitaba más.Sin aferrarse a un género en particular, debido a su afán de desafiarse, sus historias giran en torno a los eternos conflictos entre la naturaleza humana y las leyes impuestas por la sociedad —creencias, tradiciones y costumbres—, evidenciando su espíritu analítico y crítico, carente de fanatismos.Tanto en escenarios realistas como fantásticos, las acciones de sus personajes intentan provocar en el lector ese mismo espíritu.Fundadora de "Hoja en blanco", trabaja como editora amateur para el crecimiento de la literatura independiente.Dicen que su apellido acarrea el gen de la locura y la terquedad, pero ella prefiere llamarlo "Libertad".Obras publicadas:"8 Santos" - Misterio y Detectives"El noveno informe" - Misterio y Detectives"Viajeros del viento" - Cuento fantástico"Rebelde" - Coming of age"Universal" - Ciencia Ficción Ligera"Cuarto para medianoche - Escritores independientes" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Media Naranja Medio Limón" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Hoja en blanco, cuentos y relatos (de este mundo y de otros)" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)

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    Universal - Sonia Pericich

    A los que se atre­ven.

    A los que du­dan.

    A los que aman de ver­dad.

    legales807x1280portadilla807x1280

    Dos ex­ce­sos: ex­cluir la ra­zón,

    no ad­mi­tir más que la ra­zón.

    Blai­se Pas­cal

    Glosario

    Tah Itsé: crea­dor

    TahoŽun (Tao­Yún): pla­ne­ta taho­ri

    Ber­hŽun (Ber­Yún): pla­ne­ta Tie­rra

    Sora: ma­dre

    Oreh: pa­dre

    Že Nit­sá (Yé Nit­sá): he­re­de­ra

    Eta­ru: sol­da­do

    Ma­sa­ru: puen­te

    Sora Eisá: abue­la

    Sora Melé: ma­dre de crian­za

    Nit­sé: des­cen­dien­te

    Kuye: pa­re­ja

    Da­reh: pro­me­ti­do

    Yma: lí­der

    Cli­va: lí­der de lí­de­res

    Co­riá: cu­ran­de­ro

    Berú: tra­ba­ja­dor te­rrí­co­la

    Na­ku­ye: viu­do

    Introducción

    Cuan­do los taho­ri lle­ga­ron a la Tie­rra lo hi­cie­ron en son de paz.

    Du­ran­te sus pri­me­ras reunio­nes con las au­to­ri­da­des te­rres­tres, ex­pli­ca­ron que el ori­gen de am­bas ci­vi­li­za­cio­nes ha­bía sido el mis­mo y por eso su fi­sio­no­mía era casi idén­ti­ca. Su teo­ría so­bre el ori­gen de la hu­ma­ni­dad coin­ci­día con una de las tan­tas su­po­si­cio­nes so­bre la in­ter­ven­ción de ci­vi­li­za­cio­nes alie­ní­ge­nas en cul­tu­ras mi­le­na­rias en la Tie­rra, y fren­te al magno even­to de su lle­ga­da, ya na­die se per­mi­tió du­dar­lo.

    Los taho­ri nun­ca ol­vi­da­ron sus raí­ces, fue por eso que su­pie­ron ha­cia dón­de co­rrer cuan­do tu­vie­ron la ne­ce­si­dad. Sus an­ces­tros —los crea­do­res de am­bas ra­zas—, a quie­nes lla­ma­ban Tah Itsé Le­vián y Tah Itsé Ud­da­la, los ha­bían guia­do ha­cia la Tie­rra a tra­vés de mi­le­na­rias es­cri­tu­ras que re­la­ta­ban sus via­jes co­lo­ni­za­do­res y sus ex­pe­rien­cias. Los ex­ce­sos y los con­flic­tos so­cia­les y po­lí­ti­cos le ha­bían pro­vo­ca­do a su pla­ne­ta, TahoŽun, da­ños irre­ver­si­bles, y el en­fren­ta­mien­to bé­li­co con­tra el fren­te de sus lí­de­res va­ti­ci­na­ba una de­rro­ta que de­ri­va­ría, in­de­fec­ti­ble­men­te, en es­cla­vi­tud, pe­nu­rias y de­vas­ta­ción. Fue por eso que una mi­no­ría de­ci­dió emi­grar ha­cia Ber­hŽun —nom­bre que en las es­cri­tu­ras le ha­bían dado los Tah Itsé a la Tie­rra—, en bus­ca del re­fu­gio que po­drían dar­le sus her­ma­nos de se­mi­lla.

    La Tie­rra, se­gún ellos, no era el úni­co pla­ne­ta que tam­bién al­ber­ga­ba des­cen­dien­tes de los Tah Itsé, pero sí el más cer­cano, y des­de el mo­men­to en que su­pie­ron que la su­per­vi­ven­cia en su pla­ne­ta se vol­ve­ría pron­to im­po­si­ble, co­men­za­ron a pla­ni­fi­car su par­ti­da. Un pe­que­ño gru­po de ex­plo­ra­do­res taho­ri lle­gó pri­me­ro, tan­to para ase­gu­rar­se de la exis­ten­cia de Ber­hŽun como de su ha­bi­ta­bi­li­dad y con­ser­va­ción; a su re­gre­so, otro gran gru­po se sumó para ser los pri­me­ros en ha­bi­tar­la, y es­tu­vo casi una dé­ca­da ob­ser­van­do a los te­rrí­co­las, apren­dien­do sus cos­tum­bres e idio­mas, ca­mi­nan­do en­tre ellos, a la es­pe­ra de las enor­mes na­ves que se acer­ca­ron, tiem­po des­pués, en un gran éxo­do me­tá­li­co y fan­tás­ti­co. Fue­ron ellos los en­car­ga­dos de las for­ma­li­da­des y la co­mu­ni­ca­ción al mo­men­to del arri­bo, y se pre­sen­ta­ron fren­te a las au­to­ri­da­des te­rrí­co­las como Ma­sa­ru, cuya tra­duc­ción li­te­ral era puen­te.

    En un prin­ci­pio las au­to­ri­da­des te­rres­tres se mos­tra­ron a la de­fen­si­va, pero la am­bi­ción fue más fuer­te; las na­ves de los taho­ri ha­bían lle­ga­do car­ga­das de me­ta­les pre­cio­sos y nue­vas tec­no­lo­gías, y como el hom­bre ja­más apren­de de sus erro­res, se les per­mi­tió que­dar­se a cam­bio de aque­lla ri­que­za. Lue­go de con­sul­tar a los Ma­sa­ru, los taho­ri pi­die­ron a cam­bio cam­pos don­de pu­die­ran cul­ti­var su pro­pio sus­ten­to, vi­vir bajo sus le­yes y no in­ter­fe­rir de­ma­sia­do con la vida en la Tie­rra tal cual se es­ta­ba dan­do has­ta el mo­men­to, y todo les fue con­ce­di­do, ig­no­ran­do las ne­ga­ti­vas de unos po­cos.

    Con el paso de los años, los taho­ri de­mos­tra­ron que real­men­te no te­nían ma­las in­ten­cio­nes, sino todo lo con­tra­rio. Pre­di­ca­ban el cui­da­do del me­dio am­bien­te, el cul­ti­vo de la tie­rra, la re­fo­res­ta­ción y pro­tec­ción de los bos­ques y ani­ma­les, la vida na­tu­ral y la uni­fi­ca­ción de las ra­zas, re­nun­cian­do casi por com­ple­to a la tec­no­lo­gía e in­dus­tria que ha­bían lle­va­do a su pla­ne­ta a la des­truc­ción. Te­nían sus pro­pias le­yes como so­cie­dad, que ase­gu­ra­ban la con­ti­nui­dad de la es­pe­cie sin caer en la su­per­po­bla­ción ni con­su­mir en de­ma­sía los re­cur­sos del pla­ne­ta, y eran muy es­tric­tos con sus cos­tum­bres, cons­cien­tes de que el tre­men­do daño que los te­rrí­co­las le ha­bían he­cho a la Tie­rra has­ta aquel mo­men­to po­dría lle­var­la ha­cia el mis­mo fi­nal que ha­bía te­ni­do su pla­ne­ta.

    Por casi tres ge­ne­ra­cio­nes, los te­rrí­co­las y los taho­ri con­vi­vie­ron en paz, pero la po­bla­ción te­rrí­co­la cre­cía tan rá­pi­do, y su in­mo­ra­li­dad y pa­sión por des­truir era tan gran­de, que los es­fuer­zos de los taho­ri por re­cu­pe­rar la Tie­rra y man­te­ner­se al mar­gen no lo­gra­ban con­tra­rres­tar el in­ce­san­te daño. Las co­lo­nias taho­ri, vuel­tas oa­sis en­tre tan­ta es­ca­sez, eran un blan­co cons­tan­te de la am­bi­ción hu­ma­na y se va­ti­ci­na­ban bru­ta­les sa­queos para el mo­men­to en que pu­die­ran fran­quear sus de­fen­sas. La uni­fi­ca­ción de las ra­zas ter­mi­nó tam­bién por ge­ne­rar más pre­jui­cio y con­flic­tos a ni­vel so­cial, y a pe­sar de las ad­ver­ten­cias de los taho­ri, las di­fi­cul­ta­des para con­se­guir ali­men­tos, el re­gre­so de en­fer­me­da­des que se creían erra­di­ca­das hace dé­ca­das, los de­sas­tres na­tu­ra­les como mo­ne­da co­rrien­te, y los cada vez más usua­les con­flic­tos so­cio­po­lí­ti­cos, la ma­yo­ría de los te­rrí­co­las no lle­ga­ba a com­pren­der la gra­ve­dad del asun­to y no ha­cía nada por cam­biar­lo.

    La Tie­rra mo­ría, igual que TahoŽun, y los taho­ri, para po­der sal­var­la del sal­va­jis­mo de sus apá­ti­cos mo­ra­do­res, de­ci­die­ron ha­blar­les en un idio­ma que sí pu­die­ran com­pren­der: la gue­rra.

    1

    Ber­hŽun, Nue­va Tie­rra

    Año 2091

    Cuan­do los taho­ri se re­be­la­ron, Ku­ma­ni ape­nas era una niña. Su pa­dre, Oreh Elion, un taho­ri mes­ti­zo de na­riz cha­ta y ojos ras­ga­dos, la en­vió jun­to a su ma­dre y her­ma­nos a un re­fu­gio para pro­te­ger­los del in­ci­pien­te en­fren­ta­mien­to en­tre ra­zas; sin em­bar­go, pese a to­dos sus es­fuer­zos por que su he­re­de­ra no fue­ra par­tí­ci­pe de lo que de­bía ha­cer en fa­vor de aquel pla­ne­ta aso­la­do, Ku­ma­ni com­pren­día per­fec­ta­men­te las ex­plo­sio­nes y lu­ces que inun­da­ban sus no­ches.

    Su ma­dre, Sora Lu­loah, ac­tua­ba nor­ma­li­zan­do el con­flic­to, ig­no­rán­do­lo, trans­for­man­do los po­si­bles re­sul­ta­dos en algo tri­vial ante los ojos de sus des­cen­dien­tes, con la sol­tu­ra pro­pia de una raza de for­ta­le­za des­me­di­da, li­bre de egoís­mo y de te­mo­res. Pa­re­cía no pres­tar­le aten­ción a lo que es­ta­ba su­ce­dien­do, y jun­to a Cle­vón y Zem­be, her­ma­nos de Ku­ma­ni, eran la viva es­tam­pa de la in­sen­si­bi­li­dad o del co­ra­je, se­gún como se mi­ra­ra.

    La frial­dad con la que ellos asu­mían la po­si­ble muer­te de Oreh Elion en aque­lla gue­rra, con­tras­ta­ba enor­me­men­te con lo que le su­ce­día a Ku­ma­ni. Qui­zás el ser sen­si­ble se de­bía al mes­ti­za­je de su pa­dre, no ha­bía en­con­tra­do otro mo­ti­vo has­ta el mo­men­to, pero ya de muy pe­que­ña ha­bía no­ta­do que a na­die le ha­cía nin­gu­na gra­cia; así que aho­ra, con ocho años re­cién cum­pli­dos, fin­gía va­len­tía y des­preo­cu­pa­ción a la par de sus her­ma­nos. Ku­ma­ni co­no­cía muy bien las le­yes y cos­tum­bres de su raza, y las res­pe­ta­ba des­de su sig­ni­fi­ca­ti­va je­rar­quía de Že Nit­sá. No re­ne­ga­ba de sus obli­ga­cio­nes y de­re­chos de he­re­de­ra y fu­tu­ra lí­der, pero no lle­ga­ba a com­pren­der la ne­ce­si­dad de do­mi­nar a los te­rrí­co­las con aque­lla gue­rra. En­ten­día que el pla­ne­ta co­rría pe­li­gro, y jun­to a él la hu­ma­ni­dad, pero en su inocen­te pen­sa­mien­to creía que ha­bría otras for­mas, unas que no in­clu­ye­ran la vio­len­cia y el sa­cri­fi­cio de su pa­dre.

    Los taho­ri, in­clui­dos sus mes­ti­zos, eran mi­no­ría, sin em­bar­go, lo­gra­ron so­me­ter a los te­rrí­co­las con in­te­li­gen­cia, ela­bo­ran­do una es­tra­te­gia in­fa­li­ble que hizo a las au­to­ri­da­des de­ses­pe­rar y vol­ver a sen­tir mie­do ante su pre­sen­cia, tal como ha­bía su­ce­di­do el día que arri­ba­ron a la Tie­rra. En aque­lla opor­tu­ni­dad su­pie­ron con­se­guir su con­fian­za y la paz a tra­vés de pro­me­sas tec­no­ló­gi­cas y car­ga­men­tos de va­lor, pero hoy mos­tra­ban la fe­ro­ci­dad y de­ter­mi­na­ción a la que sus an­fi­trio­nes siem­pre ha­bían te­mi­do. El ata­que sor­pre­sa hizo re­tro­ce­der a los sol­da­dos te­rrí­co­las an­tes de dar­se cuen­ta de lo que es­ta­ba su­ce­dien­do, y como si de un gol­pe de es­ta­do se tra­ta­ra, los taho­ri fue­ron la raza do­mi­nan­te en un abrir y ce­rrar de ojos.

    En las ciu­da­des, la gen­te se pre­gun­ta­ba qué ha­cer. Si los taho­ri ha­bían ven­ci­do a fuer­zas ar­ma­das como si fue­sen sol­da­dos de ju­gue­te, no po­drían en­fren­tar­los. Eran mi­no­ría, y aun así eran mu­chos me­nos los te­rrí­co­las que de­cían ani­mar­se a ser par­te de una re­sis­ten­cia.

    En los si­guien­tes dos días, co­mu­ni­ca­ron a los te­rrí­co­las que de­bían aban­do­nar sus vi­vien­das y di­ri­gir­se al cam­po. Las ya de­ca­den­tes ciu­da­des se­rían de­mo­li­das en su to­ta­li­dad. Se les ase­gu­ra­ba te­cho y co­mi­da solo a aque­llos que fue­ran ca­pa­ces de aban­do­nar­lo todo. El pla­zo era de seis ho­ras a par­tir de la úl­ti­ma trans­mi­sión ra­dial, y quien hi­cie­ra caso omi­so de tal or­den, que­da­ría bajo los es­com­bros o se­ría eli­mi­na­do.

    Cuan­do la gue­rra ter­mi­nó y la Or­den de la Nue­va Tie­rra se pro­cla­mó a tra­vés de la im­ple­men­ta­ción del Nue­vo Ré­gi­men, Ku­ma­ni y su fa­mi­lia aban­do­na­ron el re­fu­gio y re­gre­sa­ron a su co­lo­nia, una an­ti­gua es­tan­cia lla­ma­da El Triun­fo.

    Los te­mo­res so­bre su pa­dre al fi­nal re­sul­ta­ron cier­tos, no vol­vió de la gue­rra, pero una vez más tuvo que fin­gir en­te­re­za ante su ma­dre por mie­do a su des­pre­cio. To­dos aque­llos te­rrí­co­las, que lle­ga­ban a la co­lo­nia con su len­ta y des­ga­rra­do­ra mar­cha lue­go de re­nun­ciar a lo mu­cho o poco que te­nían, no co­la­bo­ra­ban en nada con su equi­li­brio emo­cio­nal, y le fue real­men­te di­fí­cil evi­tar ex­pre­sio­nes y guar­dar si­len­cio ante sus ros­tros con­fun­di­dos.

    Cer­ca del cas­co prin­ci­pal de la es­tan­cia se ha­bía es­ta­ble­ci­do una nue­va se­rie de vi­vien­das con las co­mo­di­da­des jus­tas para ga­ran­ti­zar el bie­nes­tar de los te­rrí­co­las que tra­ba­ja­rían en ella, quie­nes ten­drían de aho­ra en ade­lan­te la je­rar­quía de Berú den­tro del Nue­vo Ré­gi­men. Cada co­lo­nia re­ci­bi­ría un má­xi­mo de cien­to cin­cuen­ta, ele­gi­dos por ser los más dó­ci­les o in­clu­so por ser alia­dos; el res­to se con­fi­na­ría a gran­des es­ta­ble­ci­mien­tos y si­tios ais­la­dos, des­de don­de no pu­die­ran im­pe­dir el Nue­vo Ré­gi­men en la Tie­rra, y don­de re­ci­bi­rían el en­tre­na­mien­to o cas­ti­go ne­ce­sa­rios para su re­in­cor­po­ra­ción a la nue­va so­cie­dad, si esta fue­ra po­si­ble.

    Des­de la ven­ta­na de la ha­bi­ta­ción, Ku­ma­ni po­día ver al­gu­nas de las aus­te­ras vi­vien­das, arri­ba­das aho­ra por el si­len­cio­so pero den­so gru­po de te­rrí­co­las que arras­tra­ban los pies por el can­san­cio y la in­cer­ti­dum­bre, y pe­rros ja­dean­tes de ore­jas caí­das que mos­tra­ban ab­ne­ga­ción en la mi­ra­da; ro­dean­do el blo­que de vi­vien­das, una den­sa pero jo­ven ar­bo­le­da con ála­mos pla­tea­dos y pi­nos; y más allá, im­po­nen­te, se al­za­ba el gran alam­bra­do que ser­vía a su vez de pro­tec­ción y cár­cel, elec­tri­fi­ca­do y te­me­ra­rio. En las no­ches si­len­cio­sas, Ku­ma­ni po­día es­cu­char el con­ti­nuo mur­mu­llo de la elec­tri­ci­dad y el in­ce­san­te com­pás que lo sos­te­nía. A ve­ces la ayu­da­da a dor­mir; otras, la in­quie­ta­ba.

    Del otro lado de la casa, como en es­pe­jo, se en­con­tra­ban las vi­vien­das de los Eta­ru, taho­ri de je­rar­quía in­ter­me­dia, en­car­ga­dos de la se­gu­ri­dad y el trans­por­te de la pro­duc­ción en­tre co­lo­nias, y otro­ra tra­ba­ja­do­res de je­rar­quía casi igual a la de los nue­vos Berú. En El Triun­fo vi­vían unos

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