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Fusión De Pasiones
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Fusión De Pasiones

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F u s i n D e Pa s i o n e s
El 09 de Diciembre de 1824, a la una de la tarde, la Batalla de
Ayacucho estaba por concluir con el triunfo rotundo de los
patriotas; y, once sobrevivientes espaoles, presintiendo las
consecuencias del desastre y los pasos de la muerte en sus cercanas,
decidieron escabullirse, para no caer en manos del enemigo, ansioso
de saldar las cuentas de trescientos aos de horrorosa opresin.
As comienza el autor a relatar los acontecimientos histricos y las
aventuras poco conocidas, rescatadas de los manuscritos hallados en
los archivos conventuales por un investigador desvelado que anud
los cabos sueltos y recompuso la urdimbre, hasta restituir la trama en
la que aparecer plasmada, la verdadera historia de un pueblo.
El conocimiento pleno de los lugares y de los acontecimientos histricos,
le sirvieron de slido soporte al autor, para ensamblar magistralmente
los hechos verdicos, con aquellos sucesos que no haban sido recogidos
por la historia, para explicar y reivindicar en forma coherente, el proceso
cultural, poltico, religioso, administrativo y militar, que fue establecido y
respetado con profundo fundamento humanista por la casta gobernante
en el Imperio del Tahuantinsuyo.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento7 nov 2012
ISBN9781463342616
Fusión De Pasiones
Autor

Alfredo Espinoza Quintana

Nació en Abancay - PERÚ, y recuerda con mucho afecto su infancia feliz en la tranquilidad y el silencio infinitos de una comarca de pacíficos campesinos donde recibió las valiosas enseñanzas directas de la naturaleza. Ingresó a la Facultad de Derecho de la Universidad Mayor de San Marcos de Lima. Siguió de cerca la evolución de las principales ramas del Derecho. Posteriormente realizó estudios en la Universidad Pro-Deo de Roma – ITALIA Y en el Instituto Tecnológico de Administración de Empresas de Lima – PERÚ. Llegó a conformar un apacible hogar con Libia y ambos comparten la felicidad con sus cuatro hijos. Han visitado algunos lugares de América, Europa y Australia. Residen desde el 2000 en el Estado de la Florida, de los Estados Unidos de Norteamérica. Ha publicado dos obras: EL VUELO DE UN SUEÑO, la historia conmovedora de una familia de inmigrantes y LOS COLORES DEL OTOÑO, que reúne veinte relatos que describen las profundidades de la sensibilidad humana, con extraordinario realismo; y sutilmente muestra las aristas de una sociedad que se desliza, sobre un estrecho sendero acosado por las tentaciones.

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    Fusión De Pasiones - Alfredo Espinoza Quintana

    Copyright © 2012 por Alfredo Espinoza Quintana.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012920196

    ISBN:      Tapa Dura                  978-1-4633-4263-0

                   Tapa Blanda               978-1-4633-4262-3

                   Libro Electrónico        978-1-4633-4261-6

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

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    Fax: 01.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    423861

    Índice

    PRIMERA PARTE

    1. Detrás De La Derrota

    2. El Amparo

    3. Destino Incierto

    4. El Refugio

    5. Asimilados por la Comunidad

    6. Fusión de Pasiones

    7. El Pueblo Urbano

    8. Comisión Al Cusco

    9. La Captura de los Cóndores

    10. El Coso

    11. Los Animales Cerriles

    12. Inauguración del Templo

    13. La Corrida de Toros

    14. El Retorno de los Cóndores

    15. Festividad de la Virgen

    16. La Noticia Lapidaria

    17. La Nostalgia de José Ruiz Miranda

    18. La Tragedia

    SEGUNDA PARTE

    1. Visión del Cusco

    2. Vocación Obstinada

    3. Luces en la Oscuridad

    4. Por los Caminos de la Fe

    5. Introducción del Cristianismo

    6. Relatos del Perú Antiguo: El Inca en Campaña

    7. Santuario de Saywite

    8. Tambo-Orcco (TAMBURCO actual)

    9. Amancay

    (actual ABANCAY)

    10. Rumbo A San Juan de Chacña

    11. El Panorama de la Villa

    12. Vocación por las Aventuras

    13. El Piloto Bartolomé Ruiz de Estrada

    14. Referencias de José Ruíz Miranda

    15. Los Comienzos del Mestizaje

    16. El Almacén de los Abuelos

    17. Los Diarios de Flor de María

    18. Las Verdades Escondidas

    19. Las Amarguras de Flor de María

    20. Muerte del Cacique Martín Yupanqui

    21. Los Once Apellidos Españoles

    Referencias Biográficas de Alfredo Espinoza

    Las grandes realizaciones,

    Son posibles cuando se da importancia,

    A los pequeños comienzos,

    Lao-Tsé.

    A Libia, mi esposa,

    por su permanente aliento.

    Primera Parte

    1. Detrás De La Derrota

    A medida que las fuerzas patriotas, integradas por criollos, mestizos, nativos e inclusive extranjeros, atraídos por los elevados sentimientos de la independencia; y contrarios, a cualquier forma de esclavitud y sometimiento abusivo, iban obteniendo triunfos en los enfrentamientos contra los colonizadores ibéricos; la esperanza por la libertad y la soberanía de los pueblos de América, crecía vigorosa ante la cercanía de los cambios en la situación política, social y administrativa.

    Mientras tanto, para los colonizadores soplaban, cada vez con más fuerza, oscuros vientos de terror, propagando las noticias de que se estaban abatiendo las desgracias muy crueles y las fatalidades más despiadadas, sobre miles de familias peninsulares, que estaban siendo violentamente desarraigadas de sus posiciones privilegiadas en el territorio del Nuevo Mundo.

    Muchos hispanos estaban perdiendo la vida, con las armas en la mano, tratando de defender lo que ellos consideraban suyos; otros fueron víctimas de crímenes, impulsados por la revolución libertaria.

    Y la mayoría de ellos, estaban sufriendo durísimas humillaciones. Fueron despojados de sus bienes sin contemplaciones, y, obligados a dejar el territorio americano, en las peores condiciones inhumanas.

    Todo el odio, el rencor, y los tratos vejatorios, acumulados en tres siglos de dominación despiadada, habían eclosionado con violencia como un inmenso cataclismo, sacudiendo todo el continente con indignación, ira, y propósito de revancha y de venganza, acompañada de una ferocidad inmisericorde.

    Sin embargo, no todos estarían en condiciones de aceptar las nuevas normas de coexistencia, que se estaba instaurando, todavía habían muchos adictos a la corona española, que no se resignaron a desprenderse tranquilamente de las fortunas fácilmente logradas.

    Apretaron fuertemente las manos, para que no se les escurrieran las prebendas. Exigieron con vehemencia, y presionaron con firmeza a la Monarquía de España, para el envío urgente de un poderoso Ejército, encargado de restaurar y mantener el colonialismo, exigiendo el castigo con severidad ejemplar a los rebeldes que propugnaban la independencia.

    El Gobierno Monárquico, que en forma desmesurada se beneficiaba con los tributos recibidos de las colonias, se decidió a complacer esas demandas apremiantes de apoyo bélico decisivo; y dispuso la preparación de una fuerza poderosa de veinte mil hombres (unos diez batallones), al mando del General Rafael del Riego, destinada a desembarcar en Buenos Aires, para iniciar las maniobras dedicadas a combatir contra las fuerzas independentistas.

    Los rumores sobre esos preparativos bélicos en España, comenzaron a difundirse ampliamente en los pueblos de América; pero ese alistamiento, quedó frustrado en la misma península en 1820, con la sublevación del General que debía comandarla.

    Los acontecimientos posteriores, son conocidos como las peores luchas fratricidas y los más horrendos crímenes repulsivos registrados en la Historia de España, que terminaron en 1823, con la muerte cruel de los sublevados.

    Esa etapa de convulsiones sangrientas sobre suelo hispano truncó por entonces, el envío de tropas hacia las colonias de América, que posiblemente no habrían influido mayormente por mucho tiempo, en el resultado de los acontecimientos, pero quizás hubieran aumentado, la cantidad de bajas por ambos bandos, con el mismo desenlace final.

    Los sucesos históricos, durante la lucha por la libertad y la independencia, habían continuado valerosas e invencibles, a favor de los patriotas en México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Argentina, Chile; y parecía, que ya nada podía hacer peligrar, o tratar de contener, la efervescencia de las ideas por la soberanía de los pueblos de América.

    Ese día, 09 de Diciembre de 1824, providencialmente el cielo estaba despejado de nubes, y el sol había comenzado a brillar muy temprano sobre la Pampa de la Quinua. (Ayacucho - Perú).

    El cerro Condorcunca, sin sombras que pudieran disimular la presencia de extraños, permitía identificar con claridad los desplazamientos de los invasores monarquistas, uniformados de azul y blanco. Un panorama diáfano, como obsequio de la naturaleza, era el marco ideal para la realización del esfuerzo supremo, por alcanzar la libertad de los pueblos de América.

    Los soldados patriotas, habían acudido a ese lugar, congregados de todas partes, pero con un solo ideal, estaban listos con las armas en las manos, a recuperar la libertad, la soberanía y la dignidad mancilladas, por tres siglos de horror.

    Hasta las nueve de la mañana, los Jefes de los Ejércitos contrincantes, estuvieron haciendo rápidos movimientos tácticos, para colocarse frente a frente.

    Los realistas instalados en las faldas del Cerro Condorcunca, habían ocupado una posición ventajosa, con amplia visibilidad sobre la llanura de escasa vegetación.

    Los patriotas desplegados en la Pampa de la Quinua, con la mirada atenta sobre las faldas del cerro, trataban de descubrir cualquier movimiento de aproximación del enemigo.

    Si los realistas decidían acometer, lo harían de bajada, con el mínimo de los esfuerzos; en cambio, el ataque de los independentistas, requería subir la cuesta empinada, con más desgaste de energía.

    Preferible era esperarlos con el dedo en el disparador, apuntando con exactitud y firmeza, a los blancos en movimiento.

    En ambos bandos, flotaba una atmósfera de nerviosismo, porque los soldados sabían que la muerte invisible, llegaría desde el frente en cualquier momento. Tenían que mantener la mirada fija hacia adelante, con los ojos muy abiertos, sin pestañear, para evitar sorpresas.

    Los Comandantes Generales que dirigían a los batallones patriotas, trataban de inculcar el valor en el ánimo de sus soldados. Había llegado el día del esfuerzo supremo, para definir la suerte de la patria.

    Pronunciaron con decisión y energía, las arengas destinadas a inflamar los sentimientos, empleando las frases emotivas que llegaban directo al corazón, exigiéndoles sacrificios, si fuese necesario hasta el heroísmo.

    Los Oficiales, colocados a la vanguardia de los subalternos, estaban dispuestos a inmolarse en el campo de batalla, defendiendo una causa justa, por la dignidad de su pueblo.

    En cuanto se dio el primer grito de ¡ATAQUE! en la Vanguardia realista, los primeros disparos de las armas de fuego, rasgaron el silencio del firmamento, que hasta ese momento los había contemplado atónito.

    Las trompetas, trasmitieron las enérgicas voces de mando a los cuatro vientos; y los tambores batientes, con el repiqueteo de sus cueros, se sumaron a la gran algazara encendida en el campo de la batalla.

    El inicio del fragor estremeció los impacientes corazones, y una ráfaga veloz de nerviosismo y tensión recorrió las filas de ambos bandos, arrancando un alarido espontáneo de guerra.

    La Sección de Infantería, comandada por el Capitán José Ruiz Miranda se había lanzado precipitadamente cuesta abajo, desde su emplazamiento en las faldas del Cerro Condorcunca.

    Llegó desorganizada a la quebrada que los separaba de los independentistas, y fueron recibidos con ráfagas feroces de fusilería patriota a quemarropa, que tiñeron de rojo los uniformes de los españoles, diezmando a la mayoría de sus efectivos en pocos instantes.

    Los que osaron aproximarse en forma temeraria, fueron impactados sin errores, y rematados con las bayonetas caladas, por las formaciones de combate patriotas, que se mantenían a pie firme sobre sus emplazamientos.

    La mayoría de los atacantes por ese flanco, fueron abatidos, y apenas pudo sobrevivir, un grupo reducido que se aferró al terreno. Pero al contemplar por los alrededores, que los combatientes de sus propias filas ya estaban fuera de acción; unos como cadáveres inertes con las armas abandonadas, y otros heridos agonizantes, que pedían auxilio, con las últimas energías que les quedaban. Los sobrevivientes, fueron envueltos por una atmósfera polvorienta de pánico y desaliento.

    El avance realista, quedó frenado en seco, y no les quedó otra opción, que tratar de retroceder en el acto, buscando el auxilio de un refuerzo de contención, que los amparase del exterminio completo.

    Cuando las otras fuerzas españolas, vecinas al flanco derecho, se dieron cuenta, que el arrojo y la valentía de los patriotas, los estaban aplastando, causándoles muchas bajas, detuvieron el avance y comenzaron a echar el paso atrás, sin dejar de disparar; pero a pesar de ese movimiento, se dieron cuenta que eran superados en coraje y tenían ostensiblemente sus efectivos reducidos. En esas condiciones desventuradas, vieron delante de sus ojos, sin la menor duda, que la derrota ya era inminente.

    Dentro de las fuerzas realistas desbaratadas, ya se había desmoronado el orgullo de anteriores encuentros victoriosos, y estaba cundiendo el desaliento, y la sensación generalizada de una derrota segura e irremediable.

    Muchos hispanos desmoralizados no dudaron en dar la espalda a los patriotas, para empezar a correr, abandonando cobardemente el campo de batalla, antes de que la muerte los alcance.

    Los Oficiales ibéricos, al constatar indignados esos actos de vergonzosa flaqueza, trataron de restablecer la disciplina quebrantada, dando órdenes para que se mantengan firmes, en la formación de combate; pero fue imposible conseguir la obediencia de los soldados subyugados por el pánico, en los instantes que estaban siendo arrollados con ferocidad, masacrados con ráfagas de fuego, y rematados con las bayonetas caladas.

    Esa situación desesperante para las filas monárquicas, se había tornado en un caos totalmente fuera de control. El terror se había apoderado de todas las tropas realistas, sin que las desesperadas órdenes superiores, sean escuchadas, ni menos obedecidas.

    Por el contrario, columnas completas de soldados realistas, perturbados por el pavor, optaron por abandonar las armas, para levantar los brazos, en señal de rendición ante la proximidad de las tropas patriotas.

    Algunos de los soldados realistas, con la mente trastornada por el terror, llegaron a cometer los crímenes más abominables de indisciplina y deslealtad, al disparar y asesinar a los propios Oficiales, que trataban de contener el desorden y la huida.

    Fue necesario, que ellos enfrentaran esas situaciones graves, adoptando medidas de dureza extrema, fusilando a varios de los traidores, en el mismo campo de batalla, para intentar el restablecimiento del orden, la disciplina, y la obediencia, dentro de las desmoralizadas filas realistas.

    La lucha se había generalizado, en todos los frentes, desde las nueve horas de la mañana, cuando se iniciaron las hostilidades, y continuó sin tregua, con energía y mucho estruendo, hasta cerca de las dos de la tarde, en que los castellanos, comenzaron a percibir que estaban siendo aniquilados y era imposible pretender revertir esa situación desesperada.

    Sus filas principiaron a desmoronarse, y aquellos criollos y mestizos incorporados equivocadamente con engaños a las filas realistas, optaron por pasarse a las filas patriotas, con las armas en la mano, dando media vuelta, para cambiar de frente y efectuar los disparos contra los realistas.

    El fragor de la batalla, poco después del medio día, se inclinó en definitiva, favorablemente al lado de las fuerzas independentistas, asegurando una victoria categórica de los patriotas, sobre las fuerzas españolas.

    La derrota total era inminente, y cualquier acción de los soldados españoles, en esas circunstancias, sólo los hubiera conducido, a un innecesario suicidio seguro.

    Los patriotas reconfortados, con la arrogancia y la valentía, que infunden la confianza y la seguridad de considerarse vencedores, los siguieron a pie y a caballo por el campo, capturando como prisioneros, a los que preferían entregarse en rendición.

    Sin embargo, algunos pocos sobrevivientes, pudieron eludir las persecuciones, aprovechando las irregularidades del territorio, para deslizarse por las quebradas, y avanzar hacia los lugares menos vigilados, permaneciendo inadvertidos con el amparo de las sombras que sobrevino con la noche.

    El Capitán español José Ruiz, con los escasos remanentes de su Sección aniquilada, logró alejarse disimuladamente del frente de batalla, poco antes de la catástrofe general, con el propósito de recomponer sus huestes, pero se dio cuenta que había perdido la mayoría de sus efectivos, de sus armas; y sobre todo, la confianza en una victoria.

    En el fondo de una quebrada, el Oficial reunió a los pocos soldados sobrevivientes de su Sección y sometió a consulta inmediata, si se entregaban como prisioneros a los sublevados contra la corona, o desaparecían en la clandestinidad temporalmente, hasta que lleguen otras fuerzas españolas, procedentes de la península, para incorporarse a ellas, y seguir peleando por la reconquista.

    La mayoría, había optado por la segunda alternativa, y descartaron la primera, porque entregarse como prisioneros de guerra, siempre representaba un riesgo para sus vidas, ya que no confiaban cómo reaccionarían los bandos alzados, cuyas mentes estaban sedientas de sangre, alimentadas por el odio y la venganza.

    En el primer caserío, que encontraron a su paso, incautaron algunas prendas de vestir; y más adelante, continuaron recolectando vestiduras, y se deshicieron de toda la indumentaria de combate.

    En el trayecto de la huida, fueron apoderándose de algunos caballos, para aliviar el traslado de los que habían sufrido heridas y lesiones, que les dificultaba el desplazamiento a pie.

    La columna llegó a las orillas de un riachuelo de aguas cristalinas y frías, los caballos se abalanzaron para abrevar, hundiendo los belfos sobre el espejo transparente del líquido que corría con suaves murmullos. Los caminantes, también se aproximaron al borde de la corriente, para lavarse las manos, remojarse las cabezas, y tratar de beber, haciendo un cuenco con las dos palmas de sus manos.

    Los lesionados, fueron ayudados para lavar sus heridas, y cambiar las vendas improvisadas. La mayoría logró lavarse los pies, y todos pudieron abastecer de agua a sus cantimploras.

    Antes de continuar la retirada, el Capitán José Ruiz verificó la identidad de los sobrevivientes, anotando en su Libreta de Sección, a los que estaban presentes: Fernando de Enciso, Aurelio Torbisco, Santiago Toro, Pedro Martínez, Luis Estrada, Nazario Contreras, Ramón Jáuregui, Francisco Ayala, Vicente de los Ríos y Juan Velásquez.

    A los 30 hombres que no pudieron estar presentes, por haberse quedado en la Pampa de la Quinua, como fallecidos, heridos o desaparecidos, de los 40 que integraban la Sección a su mando, el Oficial les puso una cruz al lado izquierdo, con la fecha 09/12/1824 (09 de Diciembre de 1824) y guardó la Libreta para elaborar, en algún momento de tranquilidad, el Parte de Guerra, informando de lo que había ocurrido, con los soldados que comandaba durante la Batalla de Ayacucho.

    Ese día se había producido, un acontecimiento que jamás sería olvidado, por la historia de la Patria y del Continente de América. Después de muchos intentos frustrados, por fin había llegado el suceso más desdichado, para las fuerzas realistas en América. Habían sido aniquiladas en el frente de batalla, y estaban completamente derrotadas, cuando todavía pretendían defender, la continuación del dominio por la monarquía española, sobre los pueblos del Nuevo Mundo.

    El Ejército Libertador, conformado por soldados procedentes de todas partes, unidos por el ideal común de obtener la independencia y la libertad, no se arredró por su inferioridad numérica, ni se amilanó por contar con escasos pertrechos bélicos; demostró superioridad en arrojo y valor, para enfrentar con decidida bravura y someter al enemigo.

    La epopeya de haberlos derrotado, en forma contundente, y condenarlos a firmar la Capitulación, fue un acto de humillación vergonzosa, al poderío de las huestes del opresor.

    Ellos mismos, los españoles, habían creado y alimentado, al monstruo que los devoró sin contemplaciones.

    Aquellos que habían nacido en el suelo de España, equivocadamente, se ufanaban de ser superiores a los nacidos en el nuevo continente, llamándolos criollos; y a los hijos de los españoles, procreados en las mujeres nativas, despectivamente los denominaban mestizos, acumulando en sus ánimos los sedimentos del odio, el rencor y la venganza, en los tres siglos de opresión abominable, y maltrato inexcusable, que estallaría con furia incontenible, en el instante de enfrentarse en el campo de batalla.

    La rendición en Ayacucho; sin embargo, no había sido tomado aún, como un hecho definitivo, para los españoles de la península, ni para los que estaban instalados en suelo americano.

    Muchos de ellos, estaban confiados, en que los tiempos de la dominación, impuesta por la fuerza, todavía no habían expirado para siempre, y confiaban en la posibilidad de revertir, el curso que habían tomado los movimientos independentistas.

    Para la mayoría de la población nacida en América, la rendición de las fuerzas españolas, era un hecho consumado, lo tomaron como la culminación de casi cincuenta años de esfuerzos frustrados, que costaron incontables vidas, lágrimas y sacrificios que jamás serían olvidados.

    Esas profundas heridas abiertas, por horrendos actos crueles de represión, al fin, encontrarían justicia, para reivindicar el honor del cuerpo y el alma, de todos los que pelearon a favor de los pueblos de América.

    La Batalla de Ayacucho, en la Pampa de la Quinua, ocurrida el 09 de Diciembre de 1824, había sido la última confrontación muy sangrienta, entre las fuerzas españolas y las fuerzas independentistas, que definió la suerte de los pueblos de América, después de 300 años de dominación ibérica.

    El triunfo rotundo de las fuerzas militares patriotas, trajo muchos cambios para los que la población, no estaba preparada para resolver de inmediato, tuvo como consecuencia inmediata, el vacío de poder en los ámbitos: político, administrativo y religioso.

    Las autoridades políticas y administrativas de la colonia, fueron cesadas de inmediato, pero los nombramientos de los reemplazos estuvieron demorando por largo tiempo, debido a la misma situación de inestabilidad, hasta que las nuevas naciones soberanas, se fueron consolidando en un proceso que seguiría desenvolviéndose lentamente.

    No obstante que las encomiendas, (durante el virreinato se llamaban así, a las grandes extensiones de tierras productivas arrebatadas a los propietarios nativos, y entregadas a los españoles, incluyendo a sus habitantes, para utilizarlos a su servicio, bajo el pretexto de catequizarlos, y velar por su bienestar), fueron suprimidas de inmediato por el General don José de San Martín, al momento de proclamarse la Independencia de Perú, el mismo día 28 Julio de 1821.

    Pero extrañamente todavía habían seguido subsistiendo, adoptando las denominaciones de haciendas o fundos, con las mismas costumbres coloniales para el cultivo de las tierras, utilizando la fuerza laboral de sus habitantes, prolongándose hasta mucho tiempo después, inclusive las primeras décadas de la vida republicana, siendo suprimidas definitivamente durante el siglo pasado, esas viejas costumbres encubiertas.

    Ese grupo de sobrevivientes españoles, que logró eludir la persecución patriota en Ayacucho, había seguido caminando por senderos escondidos, y atravesando quebradas protegidas de la visibilidad de los residentes nativos, para no ser delatados y exponerse al riesgo de caer prisioneros en manos de los vencedores.

    La primera noche tuvieron que pasar casi despiertos, con el olor de la pólvora impregnado en las fosas nasales y sin probar alimentos; se cuidaron de no hacer ruidos y permanecieron en el mayor silencio; no prendieron el fuego ni encendieron luces, en el interior de las dos chozas de paja, abandonadas por los pastores.

    Con un par de vigilantes disfrazados, ubicados en lugares disimulados, los demás se mantuvieron juntos y ocultos, para no ser descubiertos.

    Muy temprano comenzaron a desperezar sus maltrechos cuerpos entumecidos y hambrientos. Todos estuvieron de acuerdo en calificar, que era un mal comienzo, para la aventura que recién estaba empezando.

    Aprovecharon el hallazgo de una tijera tosca en una de las chozas, posiblemente utilizada por el dueño para tusar a sus animales, y con ella se cortaron los bigotes, las barbas y los cabellos; y se vistieron con las prendas de la gente común y corriente de la zona, con sandalias, chalinas, ponchos y sombreros.

    El Oficial se aferró a la reflexión de que, la mejor manera de encontrar un apoyo confiable y seguro, sería el proveniente de un encomendero español de la región. Tenía la esperanza de encontrar uno de ellos, en algún lugar cercano para que los apoye en la solución de los cruciales problemas que estaban confrontando.

    Efectivamente, con las ingenuas referencias y orientaciones proporcionadas, por un incauto niño, pastor de ganados en las alturas, pudieron corregir el rumbo de sus pasos, y llegaron a un sitio de clima benigno, con tierras cultivadas con esmero, y hermosas chacras laboradas en las suaves faldas de los cerros, ubicadas en un valle interandino.

    Un camino transitado con buenos arreglos, les facilitó un recorrido sin mayores obstáculos, hasta llegar a una bifurcación clausurada con una tranquera, como una advertencia de que estaban frente a una respetable propiedad privada.

    A media cuadra de distancia era posible apreciar, las paredes blancas y bien cuidadas de una casona señorial. Por sus características y dimensiones, se trataba de una residencia inusual en esa zona rural.

    Al momento, sospecharon que esa insólita edificación levantada en un apartado paraje, posiblemente pertenecía a un encomendero español, y al respecto tenían mucha razón.

    Ingresaron sin autorización, hasta el lugar en que la vía, estaba cerrada por una estructura sólida adintelada, confeccionada con cal y piedra, sellada con una rústica puerta grande de madera resistente, en cuyo frontis estaba colocado el nombre de la Hacienda Buenavista, grabado en alto relieve sobre una tabla gruesa con caracteres artesanales.

    En cuanto los perros guardianes sintieron, la presencia de ruidos provocados por los extraños en las inmediaciones, comenzaron a ladrar detrás del portón, hasta que alguien trató de poner orden empleando gritos enérgicos, logrando que los canes se tranquilizaran por el momento.

    En cuanto se había sosegado la algarabía originada por los canes, una voz varonil desde el interior, preguntó con energía por la identidad de los recién llegados. El Oficial contestó manifestando que eran pacíficos visitantes, que deseaban saludar al dueño de la propiedad. Del otro lado de la puerta, la misma persona, les advirtió que esperen un momento, y luego, se escucharon pasos que se alejaban hacia el interior.

    El personaje que interrogó, había demorado unos instantes, luego regresó para ordenar que los sirvientes procedan a encerrar a los perros en el corral cercano. Los canes obedecieron los mandatos y quedaron en silencio, como una prueba de que ya estaban recluidos en algún sitio seguro.

    En seguida, se escucharon detrás del portón, los sonidos herrumbrosos por la manipulación de los cerrojos y las aldabas, hasta que comenzó a girar una de las puertas con cierta dificultad y recién apareció la figura adusta del capataz, ataviado con un sombrero de paño beige de faldas amplias, el rostro enjuto bronceado por el sol, vestía con chaqueta campera, pantalones de montar y botas largas hasta debajo de la rodilla.

    Se limitó a decir un saludo a secas y agregó con énfasis la palabra Adelante, haciendo un gesto expresivo con la mano, permitiendo el ingreso de los forasteros, disfrazados de campesinos, mientras que en la expresión de su rostro serio, dejaba entrever un gesto de recelo y desconfianza que abarcó a toda la columna de los recién llegados.

    2. El Amparo

    Cuando los viajeros ingresaron al patio, vieron con claridad y sin dudas a la imagen de la persona que posiblemente era el dueño del fundo. Estaba parado a la entrada del amplio corredor, contemplando directamente con una mirada de curiosidad a la columna de visitantes extraños que ingresaban con los rostros pálidos, ataviados con prendas rústicas usadas por los pobladores de las comunidades vecinas de la zona.

    En su veterano rostro marcado por las arrugas, resaltaban sus cejas espesas y largas que ensombrecían sus ojos claros; la nariz recta caída en forma perpendicular sobre la boca de labios delgados, de estatura mediana. La cabeza poblada de ralos cabellos canosos y ondulados, presentando la frente amplia atravesada horizontalmente por varias arrugas, usaba los bigotes largos y la barba tupida que cubrían como una bufanda, la parte superior de su cuello ancho todavía vigoroso.

    Su camisa rayada estaba arremangada hasta los codos, dejando al descubierto sus antebrazos cubiertos de vellos encanecidos, y las manos grandes con los dorsos moteados de pecas marrones, articulaban con firmeza los dedos huesudos y largos. Las piernas proporcionadas a su talla, con la apariencia de poseer aún, una contextura fuerte y los pies asentados con seguridad sobre el piso dentro de unos cortos botines negros de cuero fino.

    El Capataz confirmó la identidad del dueño de la hacienda y los visitantes se acercaron en columna para presentar su saludo; y al mismo tiempo, agradecer el gesto de ofrecerles la bienvenida.

    Los recibió a cada uno, estrechándoles con franqueza la mano, al mismo tiempo que les dirigía la mirada amistosa, con el rostro iluminado por una sonrisa paternal, mientras sus labios pronunciaban los términos y las palabras acostumbradas, como parte de la cortesía usada en esa época, con voz grave y potente, empleando el claro acento ceceante del español ibérico, para brindarles con expresiones de satisfacción y familiaridad, los ofrecimientos de reposo y hospitalidad.

    En cuanto concluyó el protocolo del saludo, el capataz obedeció una señal del propietario y se acercó para recibir las instrucciones en voz baja; y luego comenzó a distribuir a los visitantes en cinco habitaciones para huéspedes: uno para el Jefe del grupo y los otros cuatro, para los demás acompañantes.

    Mientras el personal de servicio, implementaba los dormitorios con sábanas limpias y muebles sencillos, los recién llegados se despojaron de sus prendas de abrigo improvisadas y concurrieron a los baños para asearse ligeramente y acudir enseguida a los ambientes del comedor.

    En la puerta de entrada, los esperaba el asistente del capataz, un hombre joven de unos veinte años de edad y rostro sonriente, que tenía el encargo de invitar a los recién llegados para que ingresen, y puedan servirse a voluntad, lo que les apetezca.

    Sobre las mesas del comedor, los visitantes encontraron con sorpresa las jarras que contenían jugo de naranja, leche, café y bandejas colmadas de panes, quesos, mantequilla y frutas.

    Entre ellos, comenzaron a cruzar significativas miradas de complacencia y demostraciones de actitudes insinuantes de asombro, con la boca ocupada con los alimentos que había empezado a degustar.

    Sus rostros sonrientes, expresaban la satisfacción que les inundaba en ese momento, la abundancia del desayuno, después de haber estado caminado errantes, sin probar siquiera un mendrugo.

    La situación, había dado un vuelco totalmente diferente a los días que habían pasado, rebuscando frutas silvestres y recibiendo granos sancochados, obsequiados por la caridad de los pastores. Mientras que los descansos nocturnos con sobresaltos, habían espantado a los sueños; y los desplazamientos con el rumbo perdido, no les daba la mínima esperanza de llegar a ninguna parte.

    En esas condiciones; el panorama se les presentaba como un cielo encapotado cargado de tormentas, sin la seguridad de encontrar provisiones para atender las necesidades del presente y el futuro.

    Las penurias eran tantas, que en determinado momento, habían planteado la necesidad de reconsiderar la decisión tomada; pero el hecho de haber encontrado un posible apoyo, para resolver los problemas que venían confrontando, les había levantado el ánimo para continuar en el empeño, que los había llevado hasta ese lugar.

    El Capitán Ruiz Miranda, al término del desayuno se acercó al generoso anfitrión para agradecerle ese gesto gentil y respetuosamente solicitó una reunión reservada y confidencial con el dueño de la hacienda, don Vicente de Molina, y tras una breve conversación en privado, en la que le había revelado sus planes, obtuvo el respaldo sin reservas, ofreciéndole el apoyo logístico para que continúe con la ejecución del proyecto, augurándole buena suerte.

    En esa entrevista privada, el Oficial Ruiz también se enteró que el dueño del predio, era la persona en la que ellos podían depositar toda la confianza, por tratarse de un antiguo Oficial español jubilado, con el grado de Coronel, después de cuarenta años de servicios destacados, prestados en las Fuerzas Reales del virreinato del Perú.

    El Coronel de Molina le había manifestado al Oficial Ruiz, que en cuanto fue licenciado del servicio activo, él se había retractado del proyecto concebido para retornar a la madre patria, y en su lugar, tomó la determinación de permanecer definitivamente en el Perú, fascinado por los encantos de ese hermoso lugar que había escogido para construir su residencia.

    Estaba ubicada, en una zona donde era posible disfrutar de un maravilloso clima templado casi todos los meses del año, y dotado de extensas tierras aptas para la labranza, irrigadas por las aguas transparentes del río Amarillo, que descendían desde las cumbres nevadas, para pasar irrigando esos predios, antes de entregar su caudal al torrentoso río Pampas.

    Ese fundo de doscientas leguas cuadradas de extensión, le había sido entregado por las autoridades administrativas del virreinato del Perú, con cuatrocientos pobladores a su cuidado, en recompensa por su lealtad y buenos servicios, durante toda su carrera de Oficial en las Fuerzas Reales de España instaladas en América y la defensa de los intereses de la corona del Rey don Fernando VII.

    Expresaba con especial satisfacción, que esa propiedad había sido trabajada con esmero y dedicación exclusiva desde que le adjudicaron hace más de quince años atrás, logrando construir lentamente con paciencia y buen gusto la casona, con las mejores comodidades posibles, para residir junto con su esposa doña Isabel de Figueroa.

    También se había preocupado en mejorar las tierras de cultivo, estableciendo un sistema adecuado de irrigación, que le había permitido recoger al año, dos cosechas buenas de cereales, granos, vid, caña de azúcar y una cantidad excelente de frutas del huerto.

    Profundamente impresionado, por la belleza de los paisajes que contemplaba, durante el nacimiento de la alborada y al desfallecer el ocaso, desde las colinas que rodeaban, el lugar donde había sido edificada la vivienda, la bautizó con el nombre de Buenavista, y tenía la esperanza de permanecer en ella, hasta los últimos días de su existencia sobre la tierra.

    Confesaba con orgullo, que la determinación de quedarse en ese lugar, había sido la mejor decisión que haya podido tomar en su vida, por la ubicación ideal de la hacienda, donde recién pudo encontrar la tranquilidad y el sosiego para su vida agitada en la milicia, y reposar sin apremios, disfrutando de su clima templado inmejorable, y de la producción de las tierras aptas para una gran variedad de plantas útiles, para la alimentación como para destinar otra parte para el comercio.

    Cuando el Oficial Ruiz, regresó con el rostro iluminado de satisfacción, después de haber sostenido la reunión con el dueño de casa; y les informó a sus subordinados, sobre los antecedentes del ilustre huésped, los sobrevivientes se sintieron despojados de sus pesares y retomaron la mayor confianza para seguir adelante, respecto a la decisión colectiva que había adoptado después de la derrota.

    Ambos oficiales españoles, durante el tiempo que estuvieron juntos, conversaron largamente sobre las implicancias y consecuencias de los últimos acontecimientos entre España y las colonias.

    Estuvieron de acuerdo en que, después de la Capitulación de Ayacucho, y el reconocimiento oficial de la independencia y la libertad de los pueblos de América, la condición política y administrativa, debía sufrir grandes cambios radicales y profundos.

    La única esperanza de revertir la situación al pasado, sólo sería posible, con la llegada de un poderoso contingente de las fuerzas armadas de España, para enfrentar y reprimir con éxito a los insurgentes.

    Esas fuerzas, según noticias no confirmadas oficialmente, ya estaban siendo preparadas desde hace tiempo, y debían embarcarse pronto, con destino a las colonias de América del Sur.

    Además, los españoles aún disponían de contingentes considerables, que se encontraban distribuidos en varios lugares alejados, y, descoordinados, que con buen criterio podrían ser reunidos para formar una fuerza poderosa y evitar la debilidad con la dispersión.

    El Capitán Ruiz, consideró que su grupo no podía permanecer por mucho tiempo en el fundo, sin correr el riesgo de ser detectado, copado y capturado, por las fuerzas independentistas; lo aconsejable, en esas circunstancias, era mantenerse en movimiento, hasta encontrar un lugar, alejado de los caminos, o las rutas de paso a otros pueblos, evitando los ojos y los oídos de los transeúntes, para permanecer desapercibidos, hasta tener la seguridad, de que hayan llegado las fuerzas amigas, para incorporarse inmediatamente a ellas.

    Con ese plan esbozado, comenzaron a prepararse durante quince días, para un viaje largo sin destino fijo. Se preocuparon en arreglar las prendas de vestir y abrigo, consiguieron convencer al ilustre huésped español, aprovechando de su espíritu generoso, para que les otorgue en calidad de préstamo, once caballos ensillados para el transporte de los viajeros, y seis mulas con sus respectivos aperos, para el traslado de los implementos de campaña y las provisiones.

    Dos asistentes de confianza, designados por el Coronel Vicente de Molina entre los mejores fieles servidores del latifundio: Rosendo y Alejandro, ambos bilingües en los idiomas español y quechua, les acompañarían en la ruta, como guías y ordenanzas, para que los atiendan y traten de resolver las necesidades del grupo; al mismo tiempo un ayudante se ocuparía de las actividades relacionadas, con la alimentación de los caballos y de las bestias de carga.

    3. Destino Incierto

    Todos los preparativos culminaron el día cinco de Enero de 1825, y el seis había sido designado para emprender el viaje a la búsqueda de un lugar, que supuestamente se encontraba rodeado de las mejores condiciones de seguridad y a la vez, contaba con suficientes recursos y abastecimientos necesarios, para permanecer sin apremios por tiempo indefinido.

    Muy temprano habían servido el desayuno; y luego, el Oficial Ruiz, seguido por sus acompañantes se aproximaron al lugar donde se encontraba el Coronel de Molina y procedieron a despedirse con el enérgico saludo militar y él, después de contestar en la misma forma, les extendía la mano para estrecharlos con emoción.

    Después de esa emotiva despedida, cada uno de ellos se fue acercando al lado de los caballos que les habían asignado, para tomar las riendas y proceder a montarlos; y casi simultáneamente, los jinetes adoptaron la formación en línea de una fila, vestidos con la indumentaria común de la gente de la zona, con la intención de no despertar sospechas respecto a sus antecedentes y sus propósitos.

    Desplegados en medio del patio amplio de la casona, hicieron gestos emotivos de adiós dirigidos al Coronel Vicente de Molina, quién permanecía erguido al lado de su esposa doña Isabel, con el rostro que parecía expresar una extraña mueca de satisfacción y preocupación que le embargaba por la suerte incierta que les tocaría encarar durante el periplo que estaban empezando.

    El Coronel de Molina, intuyendo que no estaban demás para esos jóvenes inexpertos, algunos de sus prudentes consejos les había dirigido como últimas palabras de despedida durante el desayuno.

    Les recomendaba que procuren andar con cuidado, en medio de los territorios castigados por la naturaleza con una orografía agreste, sembrada de montañas muy empinadas y profundidades insondables, muy difíciles de superar con gran demanda de energías y sacrificios por los senderos que bordeaban los abismos. Les inculcaba que no se alejen demasiado entre ellos, durante sus desplazamientos por los escabrosos caminos, manteniendo un contacto visual, para apoyarse en casos de emergencia.

    Se apreciaba claramente que él, había disfrutado muchísimo, agasajando con generosidad a sus ocasionales visitantes, tratando de impresionar gratamente a sus compatriotas, hasta llegar cerca de los límites de la exageración.

    También en esa oportunidad, el veterano oficial jubilado de las armas, había aprovechado los momentos de tertulia después de los alimentos, para sacar a la luz su vanidad y soberbia del típico español jactancioso, autoproclamándose como un héroe postergado y a la vez olvidado. Fanfarroneaba sin rubor, relatándoles sus desconocidas aventuras, cumplidas por las órdenes directas del virrey, en lugares apartados e inhóspitos del virreinato, para sofocar enérgicamente, varios conatos de alzamientos, capturando a los rebeldes para que sean juzgados en las cortes de justicia.

    Sus ojos se le iluminaban, con brillos especiales de satisfacción, y sus palabras resonaban con emoción, al relatar las supuestas hazañas y anécdotas ocurridas, durante las valientes correrías que dijo haber protagonizado con rápidos desplazamientos a pie y a caballo, en ese dilatado y feroz territorio del Perú.

    El Capitán José Ruiz lo escuchaba atentamente con una expresión disimulada de admiración; pero en su fuero interno, tenía la presunción que solamente una pequeña parte de esas historias, podría considerarse que de alguna manera se acercaban a la verdad.

    Al término de los relatos, evidentemente fantasiosos, del ex coronel de Molina, ambos Oficiales se habían puesto de acuerdo, para tratar de mantener un enlace epistolar en el futuro, a través de los ocasionales comisionados que serían enviados, con el propósito de intercambiar las informaciones que consideren importantes; en vista de que, en aquellos tiempos, no se disponían todavía de otros medios de comunicación más eficaces.

    En el momento de producirse la partida, cada uno de los integrantes formados en columna, unos detrás de los otros, montados en los saludables y aclimatados caballos, iniciaron el viaje moviendo los brazos y las manos del lado derecho, como las últimas señales de agradecimiento; mientras la pareja española, les contestaba agitando ambas manos, con una sonrisa de complacencia casi familiar.

    La columna inició la marcha al paso, y el sonido de los cascos, sobre el piso duro, al comienzo ruidoso, se fue diluyendo conforme se iban alejando por el camino de herradura, con dirección hacia los poblados de las áreas rurales cercanas al poblado de Chincheros, y luego se introdujeron por los senderos que conducían a las alturas de San Antonio de Cachi.

    El escrutinio que fueron realizando en las aldeas visitadas durante el trayecto y otros lugares próximos, lamentablemente no les había llegado a convencer como para tomar la decisión de quedarse, porque no tenían las condiciones mínimas de seguridad, sin exponerlos a los riesgos peligrosos de ser localizados y delatados como personas foráneas sospechosas.

    En todos esos caseríos, se entrecruzaban muchos caminos, transitados por los comerciantes que frecuentaban arreando las recuas de mulos, cargados de mercaderías y de licores.

    También pasaban los ganaderos, arreando manadas de vacunos, caballos y carneros, con destino a las ciudades de la costa. Esos predios, definitivamente no eran recomendables para cobijar gente extraña a la región, porque siempre estaban infestados de pastores, detrás de las tropillas de ganado, procedentes de las poblaciones rurales vecinas.

    La columna de jinetes, siguió avanzando con lentitud por las cuestas de Ongoy, luego decidieron avanzar por las alturas de Chicmo. Desde esas laderas, divisaron a lo lejos la población denominada Talavera de la Reyna que se extendía sobre una explanada larga y amplia, como una pequeña ciudad dotada de una plaza y varias manzanas de casas techadas con tejas, donde ya se podía percibir el movimiento de las personas a pie y el desplazamiento de varios jinetes.

    Ante la presunta existencia de algún destacamento, solamente se atrevieron a enviar, una comisión de dos hombres y dos asistentes, para que hicieran las adquisiciones, de las provisiones que estaban escaseando, para la alimentación del grupo. Los enviados retornaron con una cantidad suficiente de alimentos y buenas noticias respecto a la inexistencia de grupos armados.

    Durante ese mes de Enero, se había intensificado, la temporada de las lluvias torrenciales en toda la sierra, y a menudo tenían que quedarse varados, a las orillas de las quebradas o de los ríos, cuyos cauces se llenaban de aguas turbias de un momento a otro, incrementadas con los riachuelos que bajaban de las alturas, arrastrando peligrosamente enormes piedras y árboles, haciendo imposible el paso de los peatones y los caballos.

    Ellos no estaban en condiciones, de arriesgar la vida de las personas ni la de los animales. También eran conscientes de que cualquier enemigo, bajo esas tormentas atmosféricas, no estaría con las mínimas posibilidades de alcanzarlos.

    En consecuencia, no era necesario acelerar la velocidad en los desplazamientos, sobre territorios inundados y deleznables, susceptibles de quedar interrumpidos por efecto de las avalanchas y los derrumbes.

    Varios tramos de los caminos cubiertos de tierras arcillosas, se habían convertido en pisos muy resbaladizos, dificultando el recorrido de los animales y los caminantes; obligándolos a tomar todas las precauciones, empleando los senderos menos complicados, para no deslizarse hacia los barrancos o caer al fondo de los abismos, acarreando lamentables desgracias a la caravana.

    Como consecuencia de las condiciones climatológicas cambiantes de la sierra peruana, la aventura de buscar un refugio durante la estación del verano, se había transformado en un sacrificado periplo.

    Las frecuentes lluvias torrenciales que azotaban con brutalidad toda la región, incrementaban desmesuradamente el caudal de los ríos

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